El charrúa Veinte Toros

Carlos Sabat Ercasty

Cerca de Trinidad traza la Cuchilla Grande inferior, una estrecha prolongada curva, unida hacia el Norte y abierta hacia el Sur. De sus sinuosas faldas y de sus quebrados planos manan numerosas fuentes, que a su vez engendran cañadones v arroyos, que al unir sus aguas en un solo haz, forman el río San José. Éste, luego de correr algún trecho por el Departamento de Flores, entra, con lento movimiento, en la jurisdicción que lleva su nombre.

De las sierras de Guaycurú, de Mahoma y del Pintado, se desprenden copiosos tributarios que ensanchan su flujo.

A dos tercios de su marcha toca en la ciudad de San José, y tras una leve desviación al Este, vierte su caudal en el Santa Lucía. Desde su nacimiento a su desagüe, ha corrido unos ciento cincuenta kilómetros. No es mucho según la medida de los números, pero en cambio, pocas veces un río está destinado a ser tan bello y a reflejar con más maravillosa pulcritud, el divino encantamiento de la belleza.

Yo diría que de cuantos he visto, es el San José, el río de la claridad.

Su agua se abre a la mirada con dichosa transparencia. Se aproxima suavemente a la levedad del aire y de la luz. Donde se remansa, su espejo líquido es tan fiel a las gradaciones y matices del color, que pocas veces el paisaje se habrá duplicado en el sueño de la imagen, con una realidad que haga olvidar más el misterioso simulacro de los sueños. Es un sueño que traspasa a los sueños mismos.

Si desde la ciudad nos encaminamos hacia el Sur por las márgenes del río, a no menos de dos kilómetros nos sorprende un ensanchamiento desproporcionado y extraño de su cauce, que en forma de lago dibuja una amplia elipse de aguas tan quietas y tan puras, que se dirían el símbolo de un alma detenida en el vuelo por la beatitud del éxtasis. Complace a los ojos la dimensión de su contorno, tan proporcionado a la capacidad de la mirada, que de una vez ésta lo ciñe en su diáfana curva. Reina allí una calma única, y trasmite a quien la contempla no sé que misterio de la serenidad, donde los nervios deseosos de descanso, se adaptan a una placidez y a una dulzura tan dichosas, que la contemplación se prolonga y teme quebrarse, por no destruir el sortilegio de aquel sosiego amoroso. El río, antes de echarse en ese ensanchamiento, gracias a un islote, divide en dos su cauce, y hacia la izquierda ha reunido un brazo de arena, que a ciertas horas, rutila sus calientes topacios junto al fresco zafiro de las aguas y a la viva esmeralda del monte.

Un crespo y jugoso arbolado bordea el conjunto. La húmeda fertilidad devuelve a la orilla, en copiosa savia, la pasión del abrazo. El árbol indígena esponja sus follajes, y rompe en el aire, —milagro de la flor—, su caja de colores, aún en este otoño, cuando ya las hojas más suaves amarillean con tierna palidez. Franjas de camalotes se aventuran en el agua, y encienden, sobre las pantallas verdes de las hojas, las leves lucecitas de sus flores. La vegetación se hace a trechos enmarañada y salvaje, mas de pronto un sauce suaviza el ámbito cubriéndose pudorosamente con su túnica de melancolía y de silencio. Profunda es el agua, y el espectro del cielo, en su fondo. Por momentos sentís que la Tierra ha formado un ojo perfecto para contemplar, en las alturas, la rueda de los días. Aquella pupila enorme se complace en colorearse con el iris de las horas. Hay un amoroso acorde cromático entre el universo y esa líquida pupila que lo contempla. Nunca una mirada más dócil y una compenetración más íntima. El ave que flecha el aire corta en imagen la diafanidad del lago. La nube viaja a la vez en la altura celeste y en el ámbito milagroso del espejo. El sol duplica su escudo de fuego. La luna, por la noche, arroja al lago su isla de nieve. La pradera de estrellas sumerge su fantasma en los cristales amorosos, y al temblar el agua en esa caricia delicada, los astros danzan, persiguiendo el ritmo de las flautas del aire.

Si desde el extremo de la laguna miramos las tierras circundantes, observamos las praderas que el árbol fija en la mirada, ya solo, ya en breves conjuntos. A izquierda y derecha, ambos planos descienden en pausadas gradaciones, desde el horizonte, como si quisieran hablarse de orilla a orilla con el doble labio de la laguna. Ese diálogo parece avivarse a la hora del ocaso. Lo escuchamos y lo vemos. Uno y otro prado hablan desde el monte de las riberas, con el lenguaje de las aves.

Es la hora de los dulces retornos. Se oye el canto que sigue al canto, trazando rutas de música en un aire suavizado de oro y de finas vibraciones violeta. Y los pájaros que van y vienen entre ambas márgenes, son alígeras flechas impulsadas por los arcos del lago, para llevar y traer las palabras que no se atreven, por el pudor de la hora, a quebrar el sagrado silencio por donde va a entrar la noche. ¡Idioma con alas, poema para el oído oculto de los ojos...!

El mediodía fue violento, el atardecer es delicado y místico.

La presencia crepuscular de la laguna de Veinte Toros, trae a nuestro recuerdo las leyendas del indio gigantesco que dio nombre a aquel disco de agua, que no es más que un vasto ensanche del río San José.

¡Veinte Toros!, el charrúa de la época colonial ... Voy a evocarlo.

Era un indio de la vieja raza. Su cuerpo era el bronce mas ardiente del fuego vital. Talla titánica, pecho fraguado en metales flexibles v elásticos, cuello de maderas recias, puños y pies de piedra, cintura de ramas cimbreantes, ojos de halcón, dientes y molares de puma, nuca de toro, voz de jaguar, voluntad de águila. Todos los vientos de la tempestad en sus impulsos.

Cuando el deseo crispaba el rugido de su instinto, el pavor arrodillaba a los toros, y los nervios del puma se apretaban a la piel. Ningún potro escapo a su lazo, y ningún ñandú burló sus boleadoras. El chasquido de su arco electrizaba al huracán, y su flecha de fuego rompió el vuelo de todas las aves. Nunca un quebracho más recio que su brazo o su muslo. El cuarzo se rompía entre sus dedos, y el golpe de su pie dolía en la tierra. En invierno desgajaba los árboles mas fuertes para ahuyentar el frío con hogueras menos salvajes que su sangre. Su grito atravesaba selvas, su pupila nictálope desgarraba las sombras y abría caminos en la medianoche. Sus piernas tenían alas. Saltaba los torrentes. Serpeaba bajo los árboles espinosos. Irrumpía hasta el extremo de los coronillas. De un golpe quebraba los huesos para sorberles las sabrosas médulas. Ningún río era tan ancho que lo venciera. Ningún tajo de piedra evitaba su brinco. Entre sus compañeros era el cacique. Todos respetaban su fuerza y su brío. Hércules charrúa, no tuvo mas nombre que el de Veinte Toros, por la suma de sus energías. En estas tierras nació y vivió sin jamás alejarse de ellas. Su alma estaba dibujada de estos campos, de estas serranías, de estos arroyos, de este río de mágica claridad, de estos árboles, de estas piedras, de estas selvas, entonces más apretadas aún que las de ahora, de esta laguna mil veces hendida por su piragua, de estos peces mil veces arrebatados a la corriente por el rayo de su mano. Se diría que la naturaleza lo había tallado en roca viva, y al entrar en la piedra el relámpago de su instinto, hizo arder en sus entrañas todas las fuerzas del astro.

En medio de este adormecimiento crepuscular del paisaje, evoco, por detrás de dos siglos, una de las leyendas de Veinte Toros. El pasado vuelve a mí, y se hace presencia y verdad.

Lento y reposado, como si le penetrase en el alma y el cuerpo, el afinamiento de la hora, llega el indio magnífico a la orilla izquierda, tras una caliente tarde de correrías y de esfuerzo. Mira el agua, ahonda sus pupilas en las entrañas de oro del agua, se vuelve hacia el monte de enmarañados ramajes, busca un árbol de erguido tronco y esparcida copa, lo envuelve en su mirada, camina hacia él, y tiende su cuerpo en la hierba y la hojarasca, apoyando la nuca en la curva saliente de la raíz vital. Allí permanece entre el sueño y la vigilia. De pronto penetra entre la ramazón del árbol un ave de negro plumaje. Su vuelo, extraño y fatídico, fue sorprendido por el charrúa, mientras zumbaban las alas en el aire. Sus oídos escuchan el grito del ave, semejante al chasquido de una rama desprendida por el viento. Algo extraño ha leído Veinte Toros en aquella repentina vecindad, en aquel tajo de música salvaje y áspera. Pero, vuelve a su reposo.

Por el toque de una antigua superstición, su oído ha quedado alerta, y las puntas de sus nervios se han prolongado por todo el monte. Algo distinto al murmullo que lo envuelve, toca ahora su atención. Hay un deslizamiento vivo, apenas perceptible, sobre las briznas v las hojas secas. Aguza sus sensaciones. Ya no duda. Da vuelta la cabeza hacia la izquierda, y percibe dos ojos fríos, helantes, sorprendidos ante el cuerpo del indio. Detrás de aquellas pupilas tenaces y rígidas de instinto, se prolonga la ondulación de una larga crucera, que ante la inmediatez del charrúa y su mirada de horror y desafío, comprende, con la sabiduría de la selva, que no le resta más recurso que el combate. Veinte Toros permanece clavado de manos y de pies a la oscura tierra. Ya no había fuga posible. Era necesario aguardar y decidirse a la lucha. Sus músculos se apretaron a todas sus energías. El cuerpo entero era un rayo crispado por el instinto. Una vacilación o una precipitación, eran bastante para recibir la mordedura ponzoñosa y mortal. La enorme víbora ya casi lo tocaba, confiándose en aquella inmovilidad tensa y angustiosa. De pronto, como un aletazo de águila, se levanta el brazo del indio, y sus dedos se crispan, tras el golpe certero y radiante, en el cuello de la crucera, mientras el cuerpo de Veinte Toros se yergue en un espasmo de triunfo. Mas la misma serpiente, en un bote enloquecido se enrosca en el cuello del charrúa, y lo anuda con todas las fuerzas de la vida y de la muerte. La mano caliente del indio tritura las escamas del reptil y se enardece sobre su frío traidor. El nudo de la serpiente, en convulsiones sucesivas, va ahorcándolo. El cuello de Veinte Toros, todo en un haz de músculos y nervios, se defiende con una suprema tensión. Él respira aún, y la serpiente ya no respira más. Tras una corriente de estremecimientos, la crucera desmaya su cuerpo, y cae a los pies de Veinte Toros. Ahora es nada más que un frío muerto. Sus ojos se han apagado. Las escamas del cuello y de la nuca, están revueltas sobre la piel tronchada. Algunas han quedado en las manos del indígena, breves estrellas que la última luz de la tarde hace fulgurar sobre la piel de bronce.

En lo alto del árbol, vuelve a gritar el pájaro agorero, y el chasquido de su voz hace sonreír al indio. El ave ha gritado su alerta, y aquel hombre comprende que la tierra, el agua, y el aire, lo acompañan, igual que en la infancia, cuando toda la naturaleza lo sostenía en su júbilo.

La evocación se desvanece. El pasado se hunde en sí mismo, y vuelvo a la realidad que me circunda. El paisaje se apodera otra vez de mis ojos.

Es imposible traducir este recogimiento, este modo menor, dulcísimo, que se desprende, como una melodía, desde la hora agonizante. Sabemos que esta agua del lago se mueve, pero es tal su lentitud, que nuestra sensibilidad no llega a percibir la fuga del líquido. El aire duerme como una gloria olvidada sobre la corona de los árboles. El sol cae al occidente, en el mar de su propia sangre. La estrella de Venus hace más honda todavía la soledad de los cielos, y debajo del agua engarza su diamante de oro en la irrealidad. Hacia el fondo, una hilera de aves acuáticas se ha inmovilizado, como si sus vidas se olvidasen de vivir. Dos bueyes rojizos contemplan el agua, tan próximas a ella sus cabezas, que el aliento enrula el emocionado cristal. La superficie especular se tapiza con una seda de transparente niebla, tan sutil y vaporosa, que la brisa, en extremo lenta, apenas la siente con sus nervios de perfume.

Un vaho de misterio sube de las praderas. Remotamente el humo perezoso de una hoguera, desenrosca su serpiente sobre los tonos vacilantes, que se van disolviendo en el llegar de la noche. De inmediato una estrella punza el infinito. Una rama desgajada raya el recogimiento. El salto de un pez abre y cierra, con su relámpago, el reposo del remanso. Los nervios aguzan v afinan su sed sobre la vaguedad y el desvanecimiento de las cosas. La sombra tarda en llegar, como si temiese desmenuzar los colores, los matices somnolientos, las gradaciones que se van uniendo unas a otras, para caer, fundidas y desmayadas, en la herida de las soledades. Ciérrase una flor del día, y ábrese una flor de la noche. Sobre la perdida valva de un molusco, cae un pétalo amarillento. ¡Beso de cenizas! Unas ovejas han llegado hasta el linde del agua. Están en fila. Miran y no miran las cosas que las rodean. Prolongan y bajan el cuello. Como si soñaran, beben. Permanecen luego en una actitud ritual, tan serena, que el alma del crepúsculo baja hacia ellas, y besa la dulzura de la hora en la profundidad de sus ojos. De inmediato, lento el paso, entran como emociones en el temblor de la selva. Perseguimos después el vuelo de un pájaro. Corta en dos la brisa con la flor de su pecho azul. Gira un instante. Sesga las alas. Entra a un árbol. Una melodía nunca escuchada empapa de música los follajes. Otra contesta. Luego el silencio se une al silencio, en un nido que tiene la forma de un corazón.

No sabemos si en este instante predomina en el observador la sensibilidad o el pensamiento. Acaso la voluntad, la sensibilidad, la inteligencia, la memoria, la imaginación, se han unido como nunca en un acorde interior que nos conduce, levemente, a una más pura y delicada conciencia de nosotros mismos. Nada es aquí, en esta hora de misterio, ni demasiado grande, ni demasiado breve. Cabemos bien en este paisaje, así como él cabe bien en nuestra alma. Nos enlazamos a él con placidez v hondo agrado. Sentir y pensar ahora es casi como un sueño. Ni nos sacude la potencia del día, ni nos oprime el infinito nocturno. Esta enigmática acomodación de lo objetivo a lo subjetivo, es tan perfecta, que en último término, gozamos de una extraña liberación, como si el lazo del universo no nos enlazara, y como si el nudo de nuestro ser no nos aprisionase. Se goza como el olvido de las cadenas. Las alas del espíritu vuelan desinteresadamente, por el sabor glorioso del vuelo mismo. Ni preguntamos ni aguardamos ninguna respuesta. Nos dejamos vivir sin aspirar a nada, por la gracia misma de que la vida se vive sin temores y sin esperanzas. Gravita un misterio, es cierto, sobre nuestra frente, pero tiene en sí mismo tal encanto poético, que lo amamos tal como es, sin que nuestra flecha lo hiera, y sin que su esfinge nos abrume. Yo diría que ésta es la hora esencial de la laguna de Veinte Toros, el trance en que se sumerge totalmente en su virtualidad, el momento en que se realiza y revela íntegramente sobre la melancolía de nuestra reflexión. No pueden ser así el mar, la montaña, la selva devoradora, ni la pampa inmensa. Otra realidad es la del rudo peñasco y la del mismo río de incontenible marcha. Este ojo celeste y dorado de la tierra, este anillo de árboles que lo ciñe, este cielo real e irreal, este recuerdo de luz de sol que todavía empurpura algunas nubes, este silencio que cabe en nuestro corazón, esta estrella del amor que está afuera y adentro del agua, este instante en que las cosas coinciden, a tal punto, que no podemos discernir la realidad y el ensueño, proyectan en las entrañas psíquicas una paz de dulce y enigmática espiritualidad, que todavía parece más honda porque no desdeña la tristeza; pero la gradúa en tales toques de melancolía, que lo más íntimo de nuestro ser se complace en yo no sé qué romántica conformidad con la esencia más prodigiosa del dolor mismo.

Hay algo aquí muy profundo que se balancea y que nos mece, algo como una conciencia de la maternidad terrestre, cosa de caridad y de amor, de nostalgia y posesión, de conquista y de pérdida, de esperanza y de desesperanza, tránsito de todos los posibles y de todas las imposibilidades, que acaso sea la raíz metafísica de nuestro ser. Porque en este lago, en este otoño y en este ocaso, todo es y no es, todo se posee v todo lo perdemos, y desde el subterráneo de nuestra alma, identificamos lo real y lo irreal, y libres ya de todo problema y de toda angustia, no es posible soñar, a la manera que sueña el lago mismo, tejiendo por debajo de su lámina celeste, una maravillosa mentira de las imágenes, tan pura y tan perfecta, que las cosas mismas no lo pueden ser ahora hasta un grado tan recóndito y tan emocionante.

Recuerdo entonces al indio Veinte Toros, tal como lo modeló la leyenda, y tal vez en el fondo indefinible de mi ser, envidio la potencia de su realidad, y el rayo vital, simple y directo, con que entró en su vida y en la vida del mundo. Y no puedo menos que señalar el contraste entre su ser primitivo, y las matizadas complicaciones de mi alma movida por la complejidad de mis aventuras mentales.

Es ya la alta noche. Toca la sombra el agua de sombra. Por grados, las estrellas suben desde oriente, como si se levantasen de la oscura maraña de los árboles. Reclinados en la orilla de la laguna, las vemos subir, nocturnos pensamientos del abismo. Se ordenan en las tinieblas según cifras y símbolos que conversan extrañamente con nuestros ojos. Letras de un alfabeto desconocido, componen un poema grandioso, cuyas palabras de fuego y música desgarran los velos de la sensación y rozan las secretas cavernas del alma. El tiempo se desprende de sus rosas cósmicas como una emanación de lo arcano. Nos sobrecoje la grandeza de la astralidad. Desesperados ante la tremenda gravitación del enigma, bajamos los ojos a la brevedad de la Tierra, pero el espejo del agua duplica en un sueño infinito el pavor de las distancias nocturnas, y crea en sus cristales vivos, el fantasma de las constelaciones. El enigma ha crecido hacia arriba y hacia abajo. Estamos ante el infinito y el sueño del infinito. Debajo de las entrañas místicas del agua, se realiza la identidad entre la presencia real y el espectro soñado de esa misma presencia. En el límite de ambas inmensidades, están los ojos del hombre, arrepentido de sondear la doble esfinge, y maravillado, a la vez, por la belleza de la noche. Todo el hombre está ahí, en ese horror y en ese éxtasis, en ese miedo y en esa red, en esa seguridad y en ese tembladeral, breve punto ansioso y delirante, arco de la frente y flecha de la mirada, cuya conciencia es una herida trágica en la inmutable indiferencia cósmica.

Vuelvo a evocar al indio Veinte Toros, y vuelvo a envidiar su instinto de seguridad, y su primaria sencillez.

De nuevo salto dos siglos, trayéndolo por la hendidura de las leyendas.

¿Que hace en el borde de la selva? Aguza el oído y el olfato. Siente el aroma del puma, el celo primaveral, y percibe, de vez en cuando, el alarido de su pecho llameante. Entra con sus ojos en la doble noche del bosque. Toma con sus manos poderosas las ramas caídas y ya secas. Las amontona en numerosos haces hasta formar una pirámide. Reúne puñados de hojarasca y ramillas desflecadas. Luego hace saltar una chispa entre sus dedos, y las llamas comienzan a subir desde el tacto de la tierra a lo alto del cono vegetal. La hoguera es ya más alta que su cuerpo. Las brasas hacen vibrar sus hormigueros vivos. Danzan las llamas y golpean la noche con sus relámpagos. Huyen los insectos, las víboras, los lagartos, y tiemblan los pájaros ante el resplandor que penetra entre las pajillas de sus nidos.

La luz se vierte sobre el lago, y corre sus fantasmas hasta la orilla opuesta. Huyen amedrentadas las aves acuáticas, y los peces que horadan el agua, extravían su salto bajo el hipnotismo de las llamas.

Veinte Toros vuelve al monte. Levanta troncos de pesada reciedumbre, y los vuelca en el rojo hogar. Saltan círculos de humo v rechinan los aceites y las savias de las cortezas y de las ramazones. El charrúa canta un canto bárbaro con una voz bronca y áspera, como tonificando con él en trabajo y sus músculos. Se le ensancha el pecho. El sudor fluye de su rostro, y al mojar el bronce vibrante, las gotas le dibujan menudos ríos como nerviaciones de hojas.

El miedo de la noche retrocede ahora. Una entera confianza reviste de dignidad y orgullo el cuerpo y la frente del indio. Hacia un costado, muy próximo al río, descubre un enorme árbol seco. Es un duro ñandubay. Despojado de hojas, ante la hoguera, parece un esqueleto de púrpura. Toma Veinte Toros una larga rama encendida, y con vigor terrible, la arroja a las altas ramas del ñandubay. Comienzan éstas a arder. El árbol, que fue verde en el último estío, es ahora rojo. Está vestido de sangre. Desde el sur viene corriendo el viento. Raspa las hierbas con su alaje latiente. Abraza, como a una amante, al árbol incendiado. Es la orgía del fuego. El lago la percibe, y tiembla azorado. En su profundidad, aquel subido incendio danza en la nerviosa fidelidad de los reflejos.

Veinte Toros vive unos instantes la religión del fuego. Algo sagrado, ancestral, imponente, lo sacude. El cuerpo mágico del árbol lo hipnotiza. Vuelve a cantar un canto bárbaro, con voz bronca y áspera. Gira a izquierda y a derecha. Saluda a las llamas curvando el cuerpo trágico. Salta. Llega casi a tocar el ñandubay. Da vueltas, en delirio, en derredor del cuerpo purpúreo. Corta el canto, y horada las tinieblas con un terrible alarido. Los ecos saltan hacia él desde los flancos de todas las arboledas vecinas. Sabe que aquella salvaje hoguera ha de arder toda la noche. Fatigado, se acuesta sobre la hierba. Todo se va oscureciendo debajo de sus párpados. Del vellón de la sombra se va formando en su interior la madeja del sueño. Duerme ya. Desde lo alto, la noche eterna lo contempla con las mil pupilas de los astros. Bajo las espaldas del charrúa, la tierra, gozosa, abre sus poros al calor humano.

Desvanecida la visión legendaria del charrúa y su árbol de fuego, retornan mis ojos al contorno de la noche que me rodea.

El aire se ha inmovilizado. Duerme sobre las praderas, sobre los árboles, sobre la laguna. Reposan el buey, la oveja, el pájaro, el gallo, el insecto. Sólo la luciérnaga abre y cierra su latido fosforescente, mínimo corazón en el cuerpo inmenso de la sombra. Pero esa sombra no descansa nunca. Durante toda la noche su rueda siguió girando sobre la cintura del mundo. El tiempo la mueve. La mañana, el mediodía, la tarde y la noche, caminan siempre. Por algún punto pasa el alba, por algún punto pasa la tarde, por algún punto pasa el crepúsculo. Todos los momentos del día corren sin cesar sobre el cuerpo del mundo. El iris de las horas pasa fatalmente por todas las láminas del planeta.

El aire se ha inmovilizado. Duerme sobre las praderas, sobre los árboles, sobre la laguna. En esa quietud se va formando una niebla leve y liviana como el perfume de las florecillas silvestres. No se puede apartar del agua. La cubre y la acaricia con la extrema finura de la delicadeza. La luz de las estrellas queda detenida en esa niebla, y el lago se va haciendo invisible, oculto entre tapices y velos primorosos. Nuestras miradas se extravían en ese polvillo minúsculo. Ese humo lechoso se desprende del frío de la noche, y poco antes del incendio del alba, se hace más denso. Acaso un poco de luz viene ya desde oriente. La brisa detenida tiene sed. Ha corrido mucho sobre la tierra, y recostada en el lago, bebe la humedad, y refresca sus entrañas azules. Luego comienza a moverse. Gira la niebla en misteriosos remolinos. Todos los sueños del alba encuentran su forma en aquella flotante imaginación del polvillo del agua. Se diría que el líquido va desprendiendo las mismas imágenes que absorbió durante el día y la noche, para darle un espacio virgen a la fiesta de la aurora. Fugan las sombras sobre sus pies de raso. Tan suavemente abandonan las praderas, que las flores se abren para besarlas y agradecerles el sueño delicado bajo su imperio y su silencio.

Ahora una espada de fuego hiere de pronto el pecho de una nube, y el pico de un ave deja caer en la bruma una siembra de zafiros. Los lebreles del alba corren por el cielo cazando las estrellas en las últimas sombras. Ha cantado el gallo. Una bandada de palmípedos, rasando el agua, cruza en recto vuelo de orilla a orilla, y el lago despierta al golpe de las rítmicas alas. Caen al oriente cascadas de purpúreas rosas. Contemplo el lago. Se diría que debajo del agua se ha roto un cofre de rubíes. Los instantes vienen cargados de luz nueva, y la vuelcan en el ámbito aéreo, como quien derrama un tesoro excesivamente grande sobre las praderas, que despiertan, maravilladas. El agua se lava en el fulgor, limpia su espejo, diafaniza su ojo, y la pupila celeste se extasía en el azul perfecto.

La mañana corre sus horas sobre los caminos del mundo. La mano femenina arranca rosas blancas de la ubre de la vaca. La gallina celebra con un canto loco el hermético huevo que encierra la clave de una vida. Duermen las simientes, sobre la tierra húmeda, las flores de la primavera y los frutos del verano. El pez de plata mueve los nervios de las ondas. En el resplandor del sol, el filo del arado parece que fuera sembrando luz bajo los surcos. En lo más alto de una loma, sobre un alazán de fuego, cabalga un gaucho, blanco el poncho, negra la crencha, rojo el labio por donde la canción se desprende como un ala que volviese al rancho de paja y terrón, recién abandonado.

La visión de este hombre en la serenidad del paisaje, trae de nuevo a mi memoria al indio Veinte Toros. ¿En qué episodio de su vida se me aparece el ciclópeo charrúa?

Vientos del norte, húmedos y pesados, impelen hacia el Plata, enormes tropeles de nubes grises, ahítas de agua. Quedan aún trozos de azul en el cielo, y en mil figuras, de continuo van deformando sus perfiles. Larga ha sido la sequía. El río corre adelgazado en su caudal. A pesar de la sombra, la tierra huele a sol. Los pastizales amarillean, raleados por vacas, ovejas y caballos. En los árboles hay ramas calcinadas, y en sus hojas duele la sed. Las raíces se pegan ansiosas al polvo reseco, y se hunden en busca de las humedades profundas. Las osamentas del ganado se desarticulan bajo las garras de los carancho; y los cuervos de ancho alaje, que buscan en la presa un trozo de carne agusanada. Los campos sufren. Quemada está su piel. Abierta en grietas. Las heridas de la pradera semejan bocas ocres y oscuras en lo hondo, que claman, en el silencio, bajo las nubes henchidas, el regalo de la lluvia. El aire se mueve en olas calientes que llagan las fauces de las bestias.

Corre una hora, y el cielo ha unido en un solo tono plomizo su bóveda, que por grados, y en un lento descenso de las nubes, se va aproximando a la tierra, antes de que las gotas de desprendan de sus fuentes grises. Cesa el viento. Gravita, sobre las praderas exhaustas, una calma mortal. Pesa sobre el polvo sediento y árido, la ansiedad del agua. Hay un dolor, tenso de esperanza, en los árboles y en los animales. Todo está abierto para beber. El horizonte es el contorno de una inmensa boca que muestra su fondo de fuego a las entrañas de las nubes.

Súbito, viborea un relámpago. Salta de nube a nube. El timbal del trueno desata en el aire sus negros corceles de música. Contestan los ecos recónditos. Las saetas del cielo se multiplican, y van dibujando nervios rojos en los senos de los nimbos. Después es el rayo. Un arco invisible lo ha desprendido, sesgándolo, hacia tierra. Hachea a fuego un ancho ombú. El ramaje humea. El tronco, dividido en dos, cae a uno y otro lado, y quedan desnudas las raíces, como una agonía de serpientes. De inmediato la lluvia comienza. Miriaditas gotas, gruesas, ensanchan su choque sobre la tierra. La madre calcinada bebe, sorbe, se embriaga de frescor y de júbilo. Se empapan los árboles y espejean ante el chasquido del relámpago. Los animales permanecen inmóviles. Se bañan en la dicha. Sedientos, inclinan los belfos hacia los primeros charcos. Les corren anillos de felicidad por las gargantas. El polvo va hinchándose. Las grietas del campo se unen. Los zanjones se convierten en torrentes. La lluvia es diluvial. Barre la muerte sobre el fresco lodo. Los cañadones se vierten en los arroyos, y éstos en el río. Las márgenes se separan más y más. El lago de Veinte Toros expande su círculo y da paso a un agua terrosa, que va girando en remolinos, entre cuyas curvas danzan los camalotes en islas florecidas. La lluvia persiste, torrencial, como en delirio. Todas las corrientes se desbordan. Troncos y ramajes son arrastrados en un balanceo ebrio.

De pronto comienza a correr el viento pampero. Irrumpe del Sur, vence a las renovadas rachas del Norte, las rechaza en giros de espamo, retuerce las nubes, y éstas, apretadas entre los dos impulsos, chorrean su agua en un estremecimiento enloquecido. Junto con el viento de la Pampa, y como saltando de él, llega a la laguna el indio Veinte Toros. Necesita atravesarla. Hacia la otra orilla están su choza, su mujer, sus hijos. No puede retroceder, pues jamás ha retrocedido. Ni una vacilación, frente al peligro, lo inmoviliza. Contempla con una mirada la ribera opuesta, sondea con un relámpago sus energías, y se arroja en la parte más ancha, pensando que es allí donde el agua ha de tener menos impulso. Y entonces comienza la lucha. Bracea como un potro. En la cabellera le brillan las gotas. Las manos golpean el agua como si quisieran domarla. Los ojos chisporrotean sobre las burbujas. El pecho se ensancha y se contrae en una respiración ansiosa, que echa fuego sobre el oleaje. Todo el viborea entre los troncos flotantes y los desgarrados camalotes. Entre tanto, se van abriendo las nubes. Chorros de sol doran las lejanías. Un ancho disco de luz envuelve el círculo del lago. Arrecia la corriente y brillan las contorsiones del agua.

¿Tiene un alma ese lago? ¿Desea amedrentar y vencer al charrúa? ¿Por que lo enmadeja entre las ramazones contra las cuales forcejea el nadador? ¿Por qué sube, como a saltos, su caudal, y arremolina en ira su marcha? ¿Lo ha desafiado? ¿Habita en él un dios celoso ofendido por la desmesura y el atrevimiento de aquel hombre?

Veinte Toros no ceja. Su frontal es una proa. El sol le besa la nuca y le vierte nuevas energías en los músculos y en los tendones. Avanza como a saltos de puma. Desaparece un instante, y sube más soberbio, como si por debajo del agua robase la voluntad del río. La orilla está cerca. El indio la ve, y ya su instinto ha saltado hasta ella. Y tras de su instinto, salta su cuerpo. Ha vencido. Mira la corriente, sonríe oscuro y misterioso, y prosigue su marcha hasta su guarida. Detrás de él, río y lago levantan sus voces terribles de imprecación v venganza. Pero Veinte Toros ha triunfado. Sólo oye el golpe de su corazón excitado por el huracán de su soberbia.

Esta trágica lucha del indio con el lago se une de pronto con una no menos impetuosa leyenda, que espontáneamente se irradia de mis recuerdos. Y es como sigue:

Aún la noche es la noche. Con suavidad de silencio pesan las sombras sobre las lejanías, mas ya en lo alto. las estrellas comienzan a atenuar su vibración unánime. Y en oriente, un resplandor de oro vuela hacia las nubes.

El indio Veinte Toros galopa sobre su caballo negro. Parece sostenido por la noche v deslizándose en ella. Los cascos de su corcel rajan las tinieblas, y su cabeza las abre como un dardo. Va en busca del potro blanco que dejó atado a un viejo tala, y que, jamás montado, desafía al brioso jinete con la salvaje llamarada de su instinto. Un relincho rojo anuncia su proximidad. Es un reto del animal al hombre. En dos relámpagos, Veinte Toros corta la amarra, y salta al lomo del potro. Le grita sobre las orejas, y, fiero, le castiga las ancas.

Hay más luz. Hay menos noche. Se curva brusco, y retiembla el animal sorprendido. Los pies del salvaje se anudan al doble arco del potro blanco, y su mano izquierda se engarfia a la crin hirsuta. El corcel salta en botes de delirio, agitándose para desprender al hombre. Gutural, grita tres veces el áspero domador. La bestia se encabrita, resopla, quiebra su perfil en sacudidos ángulos. Mas el indígena, adherido por eslabones al lomo de su nueva cabalgadura, con el arco de su voluntad clava la raíz de su instinto en la vida, y su júbilo es el nudo de la seguridad en la victoria.

Hacia la aurora va el potro blanco. Hacia la aurora va el charrúa de bronce.

El golpe purpúreo de la primera luz trepida sobre el sueño de la tierra. Los ojos de los pájaros beben el resplandor, y lo vierten en cantos. La enorme ave de la sombra nocturna se repliega en las alturas, herida por los dardos del alba, y sus alas se desprenden del horizonte para huir, arrastrando las estrellas en su plumaje negro. Pisando invisibles gradas asciende la aurora, desnuda su pecho, y vierte los colores; extiende los brazos, y los árboles recobran sus túnicas de esmeralda; desprende el ceñidor de su cintura, desgarrándolo, llueven flores en la pradera; agita sus cabellos de oro, y las colmenas susurran.

Hacia la aurora va el potro blanco. Hacia la aurora va el charrúa de bronce.

Se acelera el galope, y crece la vida. Timbalean los cascos hacia el sol, y el sol se derrama en olas sobre las cuatro pupilas ebrias. El río bebe la sangre de las nubes. Las garzas hurtan en él peces de fuego. Mueven serpientes de rubíes las lianas en los troncos. El toro del cielo abraza al toro de la tierra. Los manantiales sangran en los tajos vinosos de las rocas. Corceles que ignoran el freno descienden desde las serranías, y en los pechos ágiles y en las flexibles grupas, el cristal de la luz se rompe en estrellas. Un águila mora planea en el cenit, vivo pensamiento en la frente del infinito. La aurora incrusta en las pupilas del ave dos topacios de su collar de fuego. El águila contempla embriagada al sol naciente y lo dibuja mil veces en los círculos de su vuelo. Sus alas resplandecen en la perfección de la geometría.

El potro blanco avanza hacia oriente en su galope enloquecido. Vuelve a subir el indio sus tres gritos guturales. La sombra, atenuándose ya, se echa a los lados para dar paso a la hoguera apasionada de aquella doma primitiva. Hay fuego en el horizonte. Se queman los flancos de las nubes. Besos de luz dardean el amatista de las distancias. Se desflecan y ruedan en los pastos las últimas tinieblas de la noche. El alba tira del sol, y su disco se hace visible desde las llanuras. El potro blanco es de oro. El indio es de bronce. La carrera es de llamas. El redoble de los cascos salta en chispas al desprender las gotas de rocío.

Crece la luz y crece la carrera. Humo y sudor cubren la piel del potro. El charrúa Veinte Toros levanta los brazos y los hace girar en el resplandor dorado. Ensancha, pujante, las narices, y aspira el aire con ansiedad y violencia. Triunfa. Va fatigándose el bruto bajo el peso y la energía del hombre. Sube aún más el sol, enorme ojo hipnotizado por la proeza. La luz es casi blanca. El indio es todo bronce. Grita otra vez. Se echa sobre el cuello del potro. Crispa la boca. La pega a la piel sudada y humeante. Separa los labios. Hunde los dientes. Vence al cuero. Salta la sangre del bruto, flamígera, y enrojece los labios y la dentadura del jinete. Dolorido, el caballo se enardece todavía. Extrema la carrera. Y cuando ya es toda la mañana, el potro, vencido, detiene los pasos y se rinde al dominio del hombre.

Un alarido acuchilla el aire y cimbrea la brisa. Veinte toros está de pie en toda la luz del sol. Una sonrisa de fuego le ondula el rostro. El astro lo acaricia. En la plenitud matinal, parece modelarlo, vigorizando sus perfiles. Son el padre y el hijo. El charrúa lo mira, y goza el golpe de la luz en la frente. Pisa la hierba. Siente en su pie el tacto de la tierra. Esta viva bajo sus nervios. La emoción lo compenetra en ella. Es la madre. Se acerca luego a un monte de ceibos. Está en flor. Miles de pétalos rojos vibran en el aire. Apoya Veinte Toros su mano en un rugoso tronco, y goza el frescor vegetal en la palma caliente. Una rama de flores movida por el aire, roza su cabellera negra. Los árboles se hermanan al indio en una identidad profunda. Toda la naturaleza está en él, y él en ella. E] potro blanco lo mira desde su silencio, y, ante la presencia del hombre, ha comprendido su destino. Llevará sobre su lomo luminoso aquella vida fraguada en bronce y fuego. ¡El potro blanco, es ahora todo blanco!

Después de la visión de esta doma salvaje, regreso desde las lejanías legendarias a mi hora actual. El paisaje que me rodea me anuda de nuevo a su presencia enérgica. Es el mediodía. Fuego activo sobre colores hirvientes. El otoño vive todavía una hora retrasada del verano. El sol ha recobrado sus potencias estivales. Su calor llena como a un horno toda la curva de la mañana. Arden las piedras y fulguran otra vez en ellas los cenicientos líquenes. Se electrizan las gemas de las serpientes y de los lagartos. El pecho del hornero bruñe metales sobre el barro caliente de su nido, y la hembra contesta con chispas de música. El toro de llamas es el eco del sol en la tierra. El río, fluido alfanje, corta las distancias con su tajo azul en la campiña verde. En los charcos musgosos cae el salto de los sapos, y el agua, delicadamente quieta, ondula leves círculos que se van extendiendo hasta las orillas juncosas. A la sombra del ombú patriarca, rumia su siesta, ancha y redonda, la vaca maternal, mientras el ternero ejercita sus cornezuelos en las rugosidades del tronco. Dos caballos, un moro y un zaino, frotan sus cuellos uno en el otro, mientras sus colas latiguean a moscones y tábanos de punzantes succiones. Afila un cardenal sus notas en la misma luz que le calienta el pico. Abren el aire tres garzas rosadas, en perfecto triángulo; pronto se inclinan hacia la laguna; y al cortar el aletazo último, sumergen las patas en el líquido, y, con recta mirada, vigilan el zig-zag de los peces. No lejos de mi hay un rancho labrado con la misma tierra y la misma paja que lo rodea. Algunas ramas, semidescubiertas, le sirven de esqueleto. Los muros, batidos por las lluvias, se han ido agrietando, pero resisten aún, a pesar de su rugosa vejez. Hay algo de indio viejo en el conjunto de aquella arcilla macerada, en cuyos agujeros hacen nidos los pájaros, como recuerdos que vuelven por la noche. En la totora de su techumbre, se detiene una bandada de cotorras. Verdes sobre los quemados y prietos juncos, ríen una primavera bulliciosa. Sus gritos ásperos se precipitan como abrojos entre las hierbas. El sol fija su centro y su potencia en el cenit, y la laguna se abre para desposarse con él. Dentro de las entrañas azules del agua caen las semillas de la luz. Hay allí una fusión que toca el éxtasis. En torno del idilio, cuchichean los camalotes y las achiras las secretas historias que sus raíces aprendieron, cuando el agua cantaba, interiormente, el amor del cielo y de la tierra.

¿No era en un mediodía como éste, cuando Veinte Toros, montado en su caballo blanco, y por tierras llanas, perseguía al más plumado ñandú? ¿No estaban ya resecos los cardales, que crepitaban frotados por el viento? ¿No enloquecía el ave, entreabiertas la alas, tenso y prolongado el cuello, tenaces los saltos en los matorrales de marchitos ocres? ¿No empuñaba el indio en su mano diestra las boleadoras de cuarzo, acanaladas para el engarce y el nudo de cuero? ¿No huían aterrados los teros, la perdiz, la liebre, el apereá? ¿No redoblaban, ágiles en las polvosas tierras, los cascos del corcel? ¿No volaban a miles en el aire las semillas radiantes de los cardos, sacudidas por el ñandú y por el caballo del charrúa? ¿No lanzaba el indio tajantes alaridos que encrespaban de terror las plumas de la presa inalcanzada y siempre perseguida?

He ahí la embriaguez total, el esplendor de dos instintos en pugna. Terror mortal para el ñandú, peligro para el jinete, cuya cabalgadura podía, a cada paso, hundir sus remos en la honda guarida de una alimaña, o en un tajo del campo, disimulado por la apretada urdimbre de los cardos.

¿Quién resiste más en su carrera? ¿Quién curva con más potencia el arco de la voluntad?

¿Quién acelera más el vértigo, la furiosa ebriedad del movimiento?

Ahora la distancia comienza a acortarse entre el ave y el hombre. El caballo blanco, excitado por los gritos del charrúa, multiplica v aluenga los botes, ahonda la respiración, ensanchando y estrechando los ijares, arroja, como chispas, hacia adelante los cascos. Martillea la campiña reseca apretando los ritmos, uno sobre el otro, en un esfuerzo último. Dilata los ollares en la plenitud del aire. Alarga el lomo y las grupas como si se estirase en la embriaguez del esfuerzo. Las cañas se le rayan en las espinas enconadas. Gotean los belfos espuma y sangre. Entre tanto, el ñandú vacila. Su cuerpo va cediendo, su corazón se desprende más y más del fuego inicial. Extravía los ojos, como si con ellos quisiera tragar las distancias hasta el filo del horizonte. Las alas caen como dos agonías. Y ya próximos, presa y cazador, este comienza a hacer girar las boleadoras. Vibran las trenzas y zumba el aire. El indio agita el brazo en girante júbilo. El ojo acechador calcula el tiro. No hay más. La mano se abre, las piedras vuelan, las patas del ñandú se inmovilizan apretadas por un nudo terrible. Cae el ave. Su pecho golpea los pastos. Los ojos se derrumban en la angustia. Todo el cuerpo tiembla crispando nervios y músculos. Se detiene el caballo. Salta el indio. Su mano de hierro, con un zarpazo, apresa el cuello cimbreante. Luego el indio elige las mejores plumas. Las lía en haz, y las sujeta con una tuerte atadura. Monta otra vez, y regresa, lento, sencillo, como en abandono voluntario de su energía, bajo la plenitud del sol, ojo único que ha contemplado la destreza de Veinte Toros, en ese mediodía volado de pájaros y perfumado de silencios.
Y dice la leyenda que otra vez fue un águila...

Desde las lejanas asperezas de Mahoma, en un vuelo de arrogancia y desafío a todas las aves, se aproxima un águila mora. Viene altísima. Su tajo en el azul serpentea curvas vivaces. Con acompasado vaivén cobra impulso su alaje, y una vez creada la velocidad, planea, abiertas las alas, como una cruz viva entre la luz que la ciñe. El indio Veinte Toros la ha contemplado y siente una anhelante sorpresa ante la majestad del ave. Un golpe de fuego le ha estremecido los puños, y por adentro del pecho, le ha corrido un grito que se le ahoga en la garganta. Penetra en su choza, toma un arco y haz de flechas, y aguarda al águila. Presiente que ha de llegar como otras han llegado hasta allí, al alcance de la presa segura. Semi-oculto entre las retorcidas raíces de un ombú aguarda. Semeja un trozo de árbol oscurecido por la cicatriz de un rayo.

Embriagada de sí misma avanza el ave. La proa del pecho brilla en una mezcla de plata y de cenizas. Las garras se ocultan en las plumas y en la distancia. Lomo, alas y cola, están fraguadas en un acero oscuro, y graves, resplandecen como rescoldo de metales quemados. Los largos rémiges zumban en el aire, mientras suben y bajan los ángulos del aletazo. El corvo pico sabe mil sangres. Los ojos beben el infinito, o vueltas las pupilas hacia la tierra, oprimen el horizonte. El señorío del ave es absoluto. Nada impide su arrojo en el viento, ni su éxtasis en las cerúleas calmas.

No piensa. Ella misma es un pensamiento espléndido. Su frente, como el rayo, es una fatalidad. Se cierne en las alturas creando horizontes.

El instinto le corre desde el pico a las garras.

De rato en rato el águila inclina la cabeza. Busca el ataque y el alimento. Descenderá, tal vez pronto, crispadas las garras, feroz el pico, roja la mirada en la pupila gris, recio y ágil el cuello.

Cerca del indio hay unos corderos de escasos días. El ave los ha visto, y comienza a aproximarse, describiendo círculos cada vez más estrechos apretadas las alas en abierto silencio. Fina y cautelosamente se incorpora Veinte Toros, adherido siempre al tronco del ombú, y disimulado por la sombra de los ramajes. Vibran sus nervios. Oprime su espalda a la rugosa y herida corteza. Prepara el arco. Empulga la flecha, y la asegura en la fibra. Su mano izquierda se oprime hasta el dolor en la cimbreante vara. El arco se abrevia. Bajan los extremos, vibrando. Durante unos instantes, sobreviene una tensión terrible que va del pecho y los hombros a los brazos, de éstos a los puños, y de los puños al arma ya curvada. La respiración se oprime en la garganta, y el aire es como un quejido. De pronto el águila se precipita como un rayo hacia la tierna presa. Suena un chasquido. Silba el dardo y se hunde en el corazón del ave. Ésta cae en un remolino de plumas, y un chorro de sangre crispa una roja flor sobre las hierbas. La carne siente el arrancamiento instantáneo de la vida. El charrúa se acerca entonces, y contempla los ojos grises, ya sombreados por la muerte, y las alas del orgullo, desmayadas sobre la tierra. Toma un puñado de plumas, las más fuertes y hermosas, y pasa sobre ellas, humillándolas, su mano de fuego.

Cuando en mí se hubo perdido la última imagen del águila vencida y del indio vencedor, me sentí retornar a mi mundo actual, y admirado de su amplitud, fijé mis ojos en un árbol de alta presencia, un viraró de cien años. Pero aquella vida secular que me ató al presente de mis sensaciones, me sirvió de camino otra vez para retroceder hacia las leyendas de Veinte Toros. Y otra vez una de mis horas revivió una lejana hora del charrúa.

Y fue así la evocación.

Cien años se comprimen en círculos de vida en el tronco de aquel patriarcal viraró. Preside el espinoso monte que respalda y protege de los vientos la vivienda de Veinte Toros. Desde el alba al crepúsculo alarga o centra y ensancha su sombra al paso del sol sobre las horas. Las estaciones de la tierra se han repetido- en su gigantesca vitalidad, desde la raíz ahincada en el humus, hasta el curvo cielo de su copa. Sabe todas las luces del día y todas las sombras de la noche. Ha sentido sobre su redondez el vuelo indecible de la luna y el tacto delicado de sus ópalos. Sostiene incontables ramas, y hojas infinitas lo verdean desde la ternura primaveral de los brotes, hasta la profunda y dolorosa savia de los inviernos. Imposible seguir sus ríos, cuando después de las anchas lluvias, esponja su follaje, aviva el musgo de sus cortezas, yergue los pecíolos, inyecta jugos en los hongos que bordean su pedestal, suaviza de humedad la piel donde los caracoles dibujan sus jeroglíficos de plata.

Es el árbol patriarcal, el gran abuelo de las lejanías. Miles de insectos hallan su escondrijo en sus arrugas. En las axilas de sus ramajes, cimientan su barroso nido los horneros. Allí el cardenal, el tordo, la paloma, la calandria. Allí las salvajes abejas de la tierra uruguaya; el tábano que suspende el vuelo errátil; el mangangá que enreda en su zumbido las sombras interiores, y fuga de pronto de entre las hojas, bajando hacia las praderas florecidas; el mamboretá, de herméticos signos en su misteriosa geometría; la araña de finísimas telas, donde la mosca vibra enredada en la muerte. Allí, por la noche, el búho que afila cuchillos en la sombra, el ñacurutú, —coágulo de misterio en sus ojos fatídicos—, el murciélago, cuya luz es la tiniebla.

Cuando el sol de estío abraza en fuego los campos, cuando el aire caliente de la siesta succiona la última humedad de las hierbas, cuando el burucuyá desmaya sus hojas e inclina sus flores sagradas, vueltas hacia la tierra, el toro, la vaca, el cordero, la oveja, el caballo, buscan la sombra del viraró, se tienden sobre la frescura de la tierra que él ampara, se bañan en el aire fresco de savias y perfumes, y respiran la majestad del árbol y la paz sublime que desciende desde los ramajes y se desliza sobre el tronco como una miel del cielo.

¡Árbol-santo! Hay un alma infundida en el viraró por las potencias ocultas de la naturaleza. El viejo gigante ha crecido un siglo para derramarse en bondad, regalo de las vitalidades infinitas del mundo, viva oración, enorme mano verde abierta siempre en un vertimiento de milagro. Verlo y comprenderlo, es una plegaria. Amarlo es una purificación.

En lo más alto del viraró pende un camoatí. Miles de abejas salvajes entran y salen por el círculo de su boca. Está maduro de miel. La india de Veinte Toros y sus hijos, desean aquel licor de delicia, dulzura áspera que tienta los labios golosos.

¿Quién llega hasta aquella rama, tan delgada para soportar el peso de un hombre de recio cuerpo? ¿Quién desafía el furor de las menudas obreras que acendran su miel en aquella arriesgada altura? ¿Y cómo no satisfacer a la compañera entrañable y a los niños que miran el panal, redondo de azucarado jugo?

Veinte Toros tiene en su rancho un hacha española que hace años trocó ofreciendo por ella plumas y pieles. Es un arma fuerte y pesada. Pulida por las manos del indio, brilla al sol como si estuviese tallada en el sol mismo. El indio la trae hasta el árbol. Sacrificará al verde gigante. Antes de esgrimirla contra el viraró, enciende una ancha hoguera, para ampararse en el humo de una rama llameante en el momento decisivo. Toma el hacha por su fuerte astil. Ya está junto al tronco. Se curva hacia atrás, y poniendo toda su vida en los brazos, descarga el golpe sobre la impavidez del árbol. El acero se hunde, y permanece apretado en la madera. Sangra savia. Duele en los ojos del charrúa aquella herida salvaje. Le flaquea el alma antes de separar el filo del hacha del tajo que ha abierto. Vuelve hacia la hoguera, y la cubre de nuevas ramas. Vierte en ella troncos enteros que trae del monte, sobre sus hombros. Esparce el fuego. El humo, enrulado por la brisa, sube entre el ramaje del viraró, y se desprende desde lo más alto de la copa. Arden en ira las salvajes abejas. Revolotean enloquecidas, y poco a poco van huyendo hacia los campos. Pasada una larga hora de fuego y humo, Veinte Toros, con su cuchillo en la cintura, trepa al árbol, desafiando todo peligro. Estira los brazos. Se ciñe a ramas cada vez más delgadas. Oscila su peso en la ansiedad. ¡Más alto! ¡Más alto, siempre! Algunas ramas se desgajan y caen con un ruido áspero, Ya está entre los nidos de las fugadas aves. Vacila ahora antes de afirmar un pie en una rama distante. La alcanza, y queda mordido en ella. Caen hojas tronchadas por sus puños. Apoyando su espalda en las últimas ramazones, toma entre los garfios de su mano izquierda la rama donde pende el camoatí. Desenvaina el cuchillo. Golpea con furia varias veces. Está a punto de caer, pero logra sostenerse, casi en el aire. Un golpe final, y la dulce rama queda en su mano, ya separada del árbol. Baja lento, sereno, satisfecho. Se desliza por el tronco. Está en tierra. Sus pasos orgullosos lo encaminan hasta su esposa, y le entrega el camoatí. Ella y sus hijos sonríen con una miel más dulce que la que él les ha traído, casi del cielo. Luego se acerca al árbol, su viejo compañero, arranca el hacha, contempla la herida, y se estremece misteriosamente. Dulce de la dulzura del camoatí salvaje, la familia del charrúa duerme en la rústica humildad de la vivienda, emparedada y techada de ramazones, de totoras y de barro de la madre tierra. Paz celeste apacigua impulsos, instintos y deseos.

De pronto una nube negra hurta las estrellas. El aguacero crepita sobre cardales y pajonales. Una melodía de chispas líquidas gema los arbustos, y las margaritas de los campos se besan con las gotas. El viraró queda lavado del polvo del verano. Corre el agua con delicada fruición por las ramas. El árbol bebe la dádiva del cielo, embriagando la sed que le dejara el sol de la tarde en los poros abiertos.

Se aleja el nublado, y los astros saltan a la sombra. Una cosa de amor inexpresable sube de la tierra y baja de las alturas. Del sueño del mundo se exhala un silencio sagrado. Mojadas aún las hojas del viraró, sus menudos espejos sorben, ahora con otra sed, la imagen incontable de las estrellas. El árbol inmóvil es un vuelo. Su quietud emociona los campos. Vela sobre las vidas con sus cien ramas abiertas en un abrazo interminable. Por momentos la brisa del Sur lo estremece con levedad de espíritu, y las hojas, a miles, hacen danzar en sus cristales, los reflejados ojos de la noche. Y así, hasta el alba.

Entre tanto, Veinte Toros, sueña que la herida del árbol le besa las manos.

¡Cuan otra leyenda del charrúa y el yaguareté!...

Era un yaguareté. Veinte Toros giró la cabeza, sin separar los ojos, ansiosamente, de la orilla lodosa de la laguna, y las pisadas estaban allí, testimoniando el peligro. Eran muchas. El animal había paseado, tranquilo, no hacía mucho tiempo, pues las huellas se marcaban aún, frescas y profundas.

El indio tembló, tembló esta vez. Una crispación magnética le dolió en los nervios. Levantó la cabeza con horror, miró lejanamente, en dirección a su vivienda, y la evocación de sus tres hijos y de su mujer, le quemó el alma, y lo enredó, un largo instante, en sus más queridos recuerdos. ¿Pero él, acaso, no está vivo y radiante, en la plenitud de sus fuerzas y en la ebriedad de su coraje? ¿Era, por aquellos lugares, el primer yaguareté? ¿No combatió con otros?

Golpeó puño con puño, como midiendo su propio vigor. Bajó de nuevo sus miradas hacia los rastros. Comenzó a seguirlos. Los ojos le hervían como si mas que ver oliesen y tocasen las garras de la fiera. Se trataba de un animal de gran tamaño como lo denunciaban la anchura y el peso de las pisadas, y la distancia de los pasos. Veinte Toros imaginó al yaguareté, como si el recuerdo de los otros que había cazado, aunque ellos estuviesen muertos, hiciese saltar de su sangre la presencia del yaguareté vivo. Pasado y presente, fundidos por la ansiedad, no le ofrecían más que una sola imagen: ¡la lucha! Era necesario matar también a esta fiera, tal vez ya cebada en la carne humana.

Sus pupilas siguieron el rastro, desviado caprichosamente, como en un juego del animal, hacia la izquierda, hacia la derecha, hacia atrás, hacia adelante ... Por fin las pisadas se perdían en el monte, entre la hierba, entre los árboles, entre la sombra.

Fue el charrúa basta su propia guarida, contempló un instante a su mujer y a sus hijos, tomó un enorme cuchillo, que obtuvo en la misma forma que su hacha española, montó en su caballo blanco, y comenzó la búsqueda, tratando de excitar al yaguareté, y atraerlo al sitio más favorable. De pronto el caballo aspiró por sus ollares, profunda y nerviosamente, y un temblor le erizó la piel y le electrizó músculos y tendones.

—Cerca está el yaguareté, exclamó para sí mismo el indio Veinte Toros. El caballo acaba de oler a la fiera. Sólo el miedo más terrible lo agita de ese modo. Lo siento estremecerse debajo de mis músculos.

El charrúa alejó al caballo una buena distancia, y volvió solo. Eligió el lugar más seguro para el combate, colocándose en una altura del terreno, no mayor que la de su cuerpo, y esgrimiendo entonces su arma de flamígero acero, aguardó tranquilo, fuerte, clavado en su energía como un ombú en sus raíces. Largo como nunca era el tiempo estirado en esta expectativa. Repentino, a la derecha de Veinte Toros, y en el más próximo árbol, cantó un hornero. Algo más lejos, y siempre a su derecha, rayó la luz un chimango. El indio sonrió. El destino se había manifestado, y el buen azar estaba de su parte.

La mirada de Veinte Toros se clavaba en el monte, contra la dirección del viento que había traído al olfato del caballo el olor de la fiera. De ahí tenía que salir hacia él, por ahí se habían perdido a sus ojos los rastros.

Y así fue. La fiera comenzó a verse, ondulando entre los troncos, flexible y astuta. Era un ejemplar magnífico. Avanzaba con un paso blando, sin destruir el ancho silencio de la tarde, el cuello extendido, la cabeza hacia abajo, las patas elásticas, dos rayos interminables en los ojos, la cola alargada y oscilante, tensa la intención, soberano el impulso, crispando por momentos la boca jugosa de hambre, y dejando entrever la desgarrante dentadura. Todo el ímpetu interior le saltaba en una irradiación luminosa, cada vez que una racha de sol le avivaba el lustre de la piel. Así avanzaba entre los árboles.

Veinte Toros midió hasta la profundidad de su sangre su situación, y calculó, con instintiva exactitud, sus movimientos. Lo primero era aguardar allí mismo, para atraer a la fiera. Vibraba, pero no temblaba. Estaba de pie, entero en su voluntad y su confianza, contenido en su entereza, cerrado en su poder y su energía, como si el coraje fuese su piel.

El yaguareté esta ya a pocos pasos del charrúa. Mas éste, salta hacia atrás, arrojándose de la altura, y cuando llega la fiera frente a él, se encuentran las dos miradas. La fiera mira hacia abajo, y calcula el salto y el golpe de la zarpa. El indio mira hacia arriba, y mide la distancia justa en que habrá de avanzar al arrojarse la bestia. Hay un duelo de ojos. Pasan relámpagos terribles de las pupilas a las pupilas. De pronto el yaguareté se enarca hacia atrás para tomar impulso. Veinte Toros está inmóvil, aguardándolo. Irrumpe la fiera estriando el aire con las garras, mas en ese mismo instante, da dos pasos hacia adelante el indio, y cuando cae el animal, las garras dan en tierra, y la cuchilla del charrúa, que ya está debajo de la fiera, se hunde hasta el cabo en el vientre del yaguareté. La escena fue fulmínea. Veinte Toros, antes de ser aplastado por aquel peso y aquel impulso, saltó a su vez hacia la derecha y esquivó el choque, después de correr el filo de su arma por las entrañas de la fiera y sacar cuchillo, puño y brazo, envainados en sangre caliente y viva aún.

Veinte Toros se refugia atrás del yaguareté, por si tuviera éste todavía fuerzas para proseguir la lucha, aunque sospecha, por la profundidad de la herida que acaba de abrirle, que ya el animal está vencido, entrando en la muerte con la misma sangre que le sale de las entrañas.

La cabeza de la bestia frota el pasto, angustiosa y feroz. Las garras se estremecen entre la hierba, y rayan, filosas, el humus. El cuerpo se distiende y se recobra en elásticos espasmos. La respiración es como una huida. La cola azota la tierra en un delirio de serpiente. Por grados se van vaciando las arterias y la tierra se embriaga de sangre. El cuerpo entero se alarga, cede a su propio peso, se aquieta, y la mandíbula se hunde entre las briznas. Por fin el corazón apaga el pulso, y la muerte descansa en la carne entregada.

Horas y días corrieron por el cauce del tiempo. 

Pronto he de abandonar estas tierras de antiguas rememoraciones centradas en el charrúa Veinte Toros. El pasado, salvaje y heroico, se me vertió en el fluir de los presentes, y lo muerto cobró vida imaginaria en una súbita resurrección de las ya desvanecidas imágenes.

Ahora desciende otra vez la tarde hacia la noche, ave enorme que inmoviliza las alas y hace, por fin, su nido en la sombra. Tras de orillar la laguna hacia el Sur, llego hasta su desagüe en el río San José. Me detengo y miro el corrimiento de las aguas. Ese fluir es el tiempo mismo. Veo la fuga prodigiosa, sentado sobre un carcomido tronco que los parásitos taladran con sus sutiles herramientas. Es la muerte. El tiempo detenido. El retorno a la vasta madre creadora que recoge a sus hijos y los vuelve a levantar, en nuevos ciclos, y con idéntica savia, en otro aletazo de la duración. El tiempo del cielo, el tiempo del sol, el tiempo de la noche, el tiempo de los astros, viaja inmerso en la fluencia de la líquida corriente. Duerme en el agua una infinita calma de momentos que ya fueron. El río de las horas se funde al río del agua, y ambos huyen en la eternidad.

Siento que yo también me voy, que soy una serie de instantes, un arroyo en los campos del ser, y que miles de gotas de silencio, levemente unidas, me forman y me llevan en un declive inevitable. Eso, no más, es lo que soy, hasta que el movimiento me pierda en la infinitud. Quisiera recoger mi pasado en la red de los nervios, como un pescador trae a la orilla la red henchida de electrizados peces. Tomo la punta de mi tiempo niño, pero la memoria es una oquedad, y en su ficción sólo se pasean desolados fantasmas que ningún corazón puede revivirlos con su sangre. Pero es mejor no dejar nunca que la tristeza gane la partida. Y entonces, recurro al sencillo y potente Veinte Toros, y lo hago renacer en mis memoraciones. Tal vez la fantasía del ocaso me ayuda con sus poderes visionarios. Entrecierro los ojos, entremiro lejanamente el sol crepuscular, veo caer los colores en las primeras sombras, veo subir un halo de silencio de las aquietadas arboledas. No sé si vivo o si sueño la vida. ¿Y después?...

Es entonces cuando el charrúa de las leyendas toma en mí mismo una realidad, tan plásticamente sensible, que lo sorprendo junto a mí, sentado en el mismo tronco, yo en mi año, él en el suyo, y en una como tremenda paradoja de la duración. ¿A qué explicar el misterio? ¿A qué romper el enigma de lo inexorable? ¿A qué negar que dos instantes separados por doscientos años es imposible reunirlos en un solo golpe de la duración? Dejemos que el encantamiento nos posea, que la hechicería de un ocaso melancólico toque nuestra frente y vierta en ella las alucinaciones de la locura. . .

Veinte Toros no me ha visto, pero es verdad, él está allí, en una de sus horas, tras un salto bisecular. En un momento de irrealidad que se incrusta en mi presente.

Ha bregado el día entero, y se ha sentado en el vencido tronco, como yo, y mira pasar el agua, mas lo hace con una saludable y viril inocencia. Yo me reconcentro y me veo fluir hacia la muerte. Goza él las imágenes, la deliciosa frescura que se irradia desde la corriente, el denso olor a vida que sube de las hierbas y baja de los árboles. Reposa su cuerpo, distiende sus músculos, adormece la sangre, aplana los nervios, se identifica espontáneamente con el agua, con la tierra, con la luz amortiguada. El ala del murmullo le revolotea en los oídos.
Está en la verdad de las sensaciones, como su sangre está en la verdad de su cuerpo.

El río sucede al río. A cada pulso de mis sienes, la imagen es otra. La fugacidad de la corriente, se identifica a mi destino. Vamos juntos. Esa marcha duele como si corriera por una herida. Cada latido es una pérdida, o cuanto más la posibilidad de un desencarnado recuerdo. La memoria, es cierto, va conmigo, pero la memoria también ha de desvanecerse. Las ideas parecen caer de la frente como fantasmas de un orgulloso sueño. Todas las distinciones y las diferencias vuelven a la nada. Se nos acuesta el alma en una quietud de sombra. ¿A dónde volvemos? ¿Es esto un aniquilamiento o una purificación? ¿Me evado del tiempo, escapo del río, me vierto en el gran océano, me diluyo en la eternidad? Sólo sé que el río pasa, que el agua fluye, que vamos dejando muertes nuestras en la oquedad del pasado. Nada firme nos arraiga al ser. La ceniza entra en la decrepitud del otoño. Caen hojas de los árboles, las hace suyas y las conduce el río. Flores marchitas desfilan, descoloridas y rugosas. Un fuerte tronco, con las raíces enmarañadas, se desliza ante mis ojos. No beberá más los jugos de la tierra. Ya es todo de la corriente y todo del silencio. Un ave flota, yerta, revuelto el plumaje, apagada la chispa del corazón, truncado el canto en la raíz de la música. Rozo el no ser. Nada puedo asir ni abandonar, ni logro adquirir ni dispersar mis bienes, ni hay cambio real posible, ni sé siquiera si he llegado a la nada o a lo absoluto. ¿Lo sé todo, o lo ignoro todo en este instante? ¿Corroboramos, acaso? ¿Sabemos el saber, o sabemos la ignorancia? Jamás la melancolía se me hundió tan adentro de la sangre. Y sin embargo, qué dulce es este maravilloso ocaso, y esta total entrega al río, que es como una captación de nuestra propia fuga.

Junto a mí está sentado Veinte Toros. No piensa. Abre su instinto, y sin saber cómo, se enlaza a la vitalidad de la naturaleza. Es plácidamente feliz en este instante. No es la tierra, pero está pegado a la tierra. La toca con ambos pies, y crece desde el limo como un árbol movible. Tranquilo, sin una sola pregunta, ve el color en el color, el correr del agua en el correr del agua, sorbe las imágenes sin sufrir las inseguridades del sueño, ve el crepúsculo como un sencillo cambio de la luz a la sombra, disfruta el paso de la brisa como una sensación de frescura, y se echará pronto a la soledad amarillenta de la hora, como a una plenitud para sus pasos. Todo en su reciedumbre es afirmación. El tronco muerto se deslizó ante sus ojos, lo vio flotar, lo vio alejarse, lo vio perderse... y sólo lo vio. ¡Nada más!

Pónese de pie. Hinca las rodillas en tierra. Está junto al río. Entra en él las manos y hunde en él los brazos. Baja la cabeza con vital agrado, y bebe gozoso, como bebe el caballo, la oveja, el pájaro, el reptil. Luego sumerge la cabeza, la sacude para hurtarle al río la suave frescura. Otra vez de pie, las gotas diáfanas le brillan, sobre el bronce curtido, en la última luz de la tarde, y se aleja, lento y grave, mientras se va apoyando en sus hombros el misterioso peso de la noche.

Bordeando una arboleda. Veinte Toros se encamina hacia su vivienda. No bien ha dado unos pocos pasos, entrevé, en huida flexible sobre las hierbas y la hojarasca, una larga crucera, que pronto, errante y rápida, se pierde en la semioscuridad. El indio permanece de pie un instante, indeciso, aprisionada su voluntad como un tronco en la hélice de una liana. Poco después continúa su marcha. Está haciéndose del todo la noche. Sí, la noche se mete en los montes, se acuesta en las praderas, degrada en tinieblas el oro de las lejanías, pone sus pies de musgo en los ríos y los arroyos, acumula sombras sobre las piedras, llueve mundos en la laguna, roza de silencio el pico de los pájaros, labra el sueño en los ojos de los animales, humedece las flores entreabiertas, gotea música en los élitros de los grillos, salpica de luz de astros el vuelo de las luciérnagas, dicta oráculos siniestros en la garganta de los búhos. ¡Está haciéndose del todo la noche! Y Veinte Toros toca la sombra entera con sus ojos.

De pronto, al lado siniestro del indio, un ñacurutú raspa el aire con su agudo chillido. El charrúa oye y sigue avanzando, imperturbable. Toma por la orilla de un monte, y otra vez el ñacurutú raspa el aire con su agudo chillido. Sin un sacudimiento, como cuando inició su marcha. Veinte Toros prosigue hacia adelante, dueño de sí mismo, nocturno conocedor del terreno, las pupilas más fuertes que la apretada oscuridad. No ha llegado a su vivienda, cuando aún otra vez el ñacurutú raspa el aire con su agudo chillido. ¡Tres veces! El indio cuenta, y un frío extraño le salta a la piel de bronce. ¡Tres veces el ñacurutú raspó el aire con su agudo chillido!

Llegado a su rancho, se acuesta sobre pieles de oveja. Tarda el sueño. El arcano silencio de la noche lo estremece. Jamás había padecido la angustia del misterio. Le parecía que de muy lejos venían espectros a buscarlo. Pero su cuerpo está cansado y se le va durmiendo, aunque todavía por la frente le rozaban insondables y tenaces augurios. Deja de sentir su carne, queda apagado, envuelto y ceñido por el reposo. No obstante, en su frente pulsa una chispa fatal. Su punto de fuego se aviva o se desvanece, como una mirada hondísima detrás de un párpado siempre inquieto. Hasta que esa misma chispa no fue más. ¡Tres veces el ñacurutú raspó el aire con su agudo chillido!

Hacia la media noche se agita sobre su rústico lecho el cuerpo dormido de Veinte Toros. Está soñando. Sueña el comienzo de la noche. El cielo está cerrado por una oscura trama de nubes. Latiguean los relámpagos la espesa sombra. Frente a su rancho, de pie, el charrúa contempla la tempestad. Un viento frío le muerde el rostro y las manos. De pronto un rayo clava su lanza ígnea en un poderoso coronilla. Mientras se incendia el árbol Veinte Toros observa que la lluvia cesa. Entonces, para vencer al frío, se encamina hasta el coronilla. Traerá su llama y levantará, frente a su guarida, la fiesta dorada de una hoguera. Aprisiona el extremo de una rama crepitante, pero a medida que vuelve con el fuego, este se apaga. Regresa al árbol, insiste en su empresa, y de nuevo brasa y llama se extinguen misteriosamente. Y lo hace por tercera vez, y por tercera vez el fuego se niega al indio. Llama entonces a su mujer y sus hijos. Ellos serán ahora los portadores de la llama. Entrega a cada uno de ellos un trozo del árbol, y los cuatro llegan hasta frente del rancho con sus cuatro ramas purpúreas y chispeantes. Al crecer la hoguera. Veinte Toros abre su memoria, y se le hace súbito el fatal recuerdo: ¡tres veces el ñacurutú raspó el aire con su agudo chillido!

Tal el sueño del charrúa.

Y llegó la mañana, y con ella recomenzó sus correrías errabundas Veinte Toros. Sintió una inconsciente sed de ver, de caminar él mismo, pisando la tierra áspera con el áspero pie, vadeando el río y los arroyos, hurgando en los montes, crespos y enmarañados, siguiendo el vuelo de las aves, las calientes carreras de los potros, el paso lento y silencioso de las ovejas, la pesada marcha de los toros, el saetearte errar de los halcones y en la luz y en el aire, el mínimo caminar de las hormigas, el aleteo de los insectos en las flores, el dibujo de las águilas y los caranchos en el azul perfecto, la liviana caída de las garzas en la fineza de las lagunas. ¿Por que esa ansiedad de reunir en sus pupilas todas las imágenes que había contemplado en su existir? ¿Por qué ese recuento, no concebido por él mismo, esa extraña necesidad de reconocer el mundo donde habían vibrado sus años? Todo lo hacía suyo aquella mañana con ignorada apetencia, como si quisiera apretarse a la vida de las cosas y los seres, y corroborarlos en su recuerdo, con una tensión triste y a la vez gozosa.

Y después se dejó caer por los adentros más recónditos de su memoria. Anhelaba verse a sí mismo desde el fondo de su tiempo. Quería levantarse desde su niñez, como si trepase a un árbol que ha llegado a la plenitud, y se abre, como un verde corazón, a un mediodía absoluto. Se siguió, último, en su corriente. Penetró en su propio río, y renovando sus propias estaciones, todo el pasado se deslizó por las márgenes del recuerdo. Se perdió, de pronto, indeciso entre esos dos mundos que había explorado, cuando, la tarde ya se acostaba en el silencio, y junto con la noche, se ensancharon las nubes lluviosas que llegaban desde el Norte, y los relámpagos se incrustaban en las primeras sombras.

Y llovió sobre los campos. Densas y copiosas aguas ensancharon arroyos y ríos. Guarecido bajo un apretado monte de molles, Veinte Toros contemplaba las ya nocturnas lejanías. Venían impetuosas las vertientes desde las sierras de Mahoma, del Pintado y del Guaycurú. El río San José, cercano al indio, arrancaba de sus orillas al sarandí, al guayabo, al sombra de toro, y entrelazados éstos a los camalotes y los juncos, con las oscuras raigambres encrespadas, corrían para dispersarse, con vertiginoso torbellino, en el ensanchamiento enturbiado de la laguna. Se escuchaba a lo lejos el jadeo del agua y el chasquido del viento y la lluvia en los castigados montes. Bajaban más y más las nubes, se multiplicaban los relámpagos, y los timbales del trueno echaban a tierra el galope de los estruendos.

Y el indio, soberbio y temerario, con más violencia que nunca, venciendo en su interior un lúgubre mensaje, se dejó atraer por el peligro. Era forzoso regresar. Jamás había retrocedido. Hecho a todas las empresas, más tenaz y fuerte que todos los obstáculos, quiso comprobar otra vez sus músculos de bronce. Entró al agua enloquecida, avanzó, jubiloso, hasta el centro de la laguna, tantas veces domada por su brazo en crecientes iguales a aquella que ahora lo desafiaba rabiosamente. El ímpetu del agua rugía contra su pecho, como si porfiase, orgulloso, por triturar la audacia del salvaje. Las manos del indio castigaban, implacables; al turbio enemigo. El torso, en tensión, respiraba rudo y potente. Fuerza contra fuerza, delirio contra delirio, rencor contra rencor, el hombre se aproximaba a la victoria.

Y entonces un misterioso signo se levantó desde el lago, despechado y terrible, a la oscura nube que desde lo alto contemplaba el combate. Fue como un grito del torbellino a las alturas imperturbables, o como una imprecación al destino, olvidado de estrechar en un límite inflexible aquella soberbia desenfrenada del charrúa, desmesurada ambición de una voluntad tendida a dominar los abismos y los poderes implacables de la naturaleza. El río y el lago parecían curvarse en una crispación ansiosa, ebrios de lucha, ante la arrogancia de Veinte Toros.

El cielo comprendió aquel llamado trágico, y abriendo el puño de la sombra, barrenó los espacios en un vértigo de relámpagos. Cien luces purpúreas batieron las pupilas del indio, para enceguecerlo y extraviarlo en la torrentosa carrera de las aguas, que lo abrazaban anhelantes, ansiosas de truncarle todo movimiento. Pero ni el fulgor de los abismos arriba, ni las tinieblas de los abismos, abajo, lo quebraron.
Y otra vez el signo misterioso se levantó desde la embravecida laguna, más potente, más cargado de venganzas. Algo mágico y profundo cruzó del agua enconada a la nube fulmínea, y de la nube fulmínea al agua enconada. Era el negro verbo de las destrucciones y los aniquilamientos. Y fue entonces cuando la nube empuñó el arco de la muerte, tallado en el origen de las tinieblas, y puso en el nervio el dardo de la destrucción, cuya punta era el odio y cuya vara era la fatalidad. Y ante el horror de la madre Tierra, la serpiente llameante de la tempestad saltó de la sombra hacia el agua, y horadó la nuca del héroe. Y el fuego del rayo quemó al fuego del hombre.

Clamaron, empavorecidos, los árboles. El torbellino del lago tragó de un golpe aquella luz cárdena y siniestra. Las distancias rugieron hasta el fondo por el instantáneo resplandor. Los truenos cabalgaron las praderas sobre sus negros potros, y las hierbas crisparon las raíces y mordieron el espasmo de la tierra, bajo el tamboreo de los cascos. El viraró legendario lloraba savias y resinas por los nudos y fisuras de su corteza.

Clavada va la muerte en sus médulas, antes de que el corazón secara su latido. Veinte Toros retembló, como si de pronto hubiese caído, con todo su cuerpo desnudo, en la orgía de una hoguera. Se revolvió entre las olas, entre los troncos, las lianas, los camalotes, que danzaban sacudidos por los torrentes. La carne de bronce fue distendiéndose, como si la muerte la ensanchara para disolverla en la madre tierra. Quedó el indio flotando, abiertos los ojos como dos precipicios de tinieblas. Su instinto, liberado del cuerpo, hecho chispas y rayos, se levantó en el viento, y luego fue cayéndose a las cuevas infinitas de donde había surgido. El río apresó sus despojos, donde la voluntad y la soberbia, se habían dormido para siempre. Ahora el charrúa era suyo, pero sin la vida. Y cuando la aurora, tras de calmada la tempestad, levantó al sol sobre el horizonte, el ojo del gran astro acarició la piel de Veinte Toros con una infinita mirada, y desde aquel cuerpo tronchado, algo inexpresable se vio subir por aquella misma mirada del sol. Era una ascensión, acaso el retorno a la esencia inmortal, al padre de la vida.

¡Tres veces el ñacurutú había raspado el aire con su agudo chillido!

Carlos Sabat Ercasty
21 de setiembre de 1956.
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 166
Ministerio de Educación y Cultura
Montevideo, 1982

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