Parábola de la libertad

por Carlos Sabat Ercasty

Entre todos los espíritus que presiden y determinan la actividad de la Tierra, reunidos en aquel amanecer, sobre una gigantesca roca de titánicas raíces sumergidas en un vigoroso flanco del planeta, uno, el más espontáneo, se me aproximó hasta hacerse casi sensible en un costado de mi frente como buscando intencionalmente mi oído.

Los otros espíritus de la infinita y jamás reposada actividad terrestre, hijos todos del Demiurgo astral, contemplaban, sorprendidos, a aquel indomable hermano, mientras éste me observaba con el éter vertiginoso de sus pupilas. Y uno de ellos dijo: Es, de todos nosotros, el que más ama al hombre, y sin duda alguna, el más parecido a él en el misterio del pensamiento y de la música verbal. ¿Acaso la Rosa de los Vientos no es simultáneamente, la esfera de un cráneo y el vuelo de una sinfonía? Un misterio los une, aunque tal vez ni ellos mismos lo sepan.

Entre tanto, me pareció ver, en verdadera visión, al Espíritu del Aire. Era entre azul y entre dorado. Era como hecho de sutilísimos velos y lo estremecía una nerviosidad de olas y de llamas, pero en una vibración que las trascendiese. Ninguno de los espíritus de la Tierra parecía más cerca de la voluntad creadora y trasmutadora del Demiurgo.

¿Quién eres? pregunté de pronto a aquella semiforma entre azul y dorada. Te siento a la vez como huracán y brisa. A la vez me atraes y me causas terror.

¡Soy tu libertad, tu propia libertad!, contestó el Espíritu semivisible. Puedes elegirme o rechazarme.

¿Te ofreces entonces a mi destino de hombre? ¿Y cuál es tu tesoro? ¿Qué me traes ocultamente para que ya me consagre, seguro de mí mismo, a ser el iniciado en tu credo sublime? ¿Me traes un dios nuevo, un pensamiento, una ley, una valoración superior?

Cuando aquel inquietante Espíritu me hubo escuchado, sin retardarse un segundo, me contestó:

Te traigo mi Rosa, la más multipétala Rosa de la Tierra, la Rosa de los Vientos. No crece y vive a la orilla de ningún río, ni jamás la lenta savia del bosque la sustentó, ni la detendría la más melodiosa estrella, ni podría ser vista en ningún jardín, ni la tuvo en la mano la princesa de ningún cuento ni el poeta de ningún poema. Y sin embargo, a todos pertenece en el esplendor invisible de su casi espectral corola.

¿Y puedes ofrecérmela, siendo casi irreal y lograré yo apoderarme de todo su esplendor? Se quien eres, y hasta podría decir tu nombre. Pero ofreces tanto... ¿Quién eres, pues?

Soy el Espíritu del Aire, el cósmico hermano del clásico Eolo y del romántico Ariel. Tú sabes que gravito en lo alto, y que soy como el aroma de la materia planetaria, que me apoyo, como sin peso, sobre el mar y la tierra, que me respiran todos los seres vivos y gracias a mí subsisten, que movilizo y distribuyo las llovedoras nubes, que creo la más completa libertad en la casi locura de los vientos, en la Rosa multipétala que ellos mismos forman con el valiente dibujo de las ráfagas, y que podría ser, si tú lo deseas, la más digna y libertadora lección que hayas de recibir en tu vida.

¿Y cómo puedes tanto? ¡Ah. cuánto te agradezco el sólo hecho de que me hayas hablado!

No puedo tanto como mi padre, el Demiurgo, la gran alma de la Tierra, pero soy el más audaz y aventurero de sus hijos y el que más vive de sus momentáneas resoluciones. Sabe, amigo hombre, que los Espíritus del planeta- de acuerdo con nuestro paternal Demiurgo, que vela en el centro de la esfera cósmica, distribuimos los bienes que más pueden convenir a todas las vidas, y en especial, a las vuestras. Consideramos al hombre como un microcosmos. Todo lo universal confluye en su realización. Nada esencial hay fuera de los límites de su piel. La Tierra no tiene ni más ni menos que un ser humano. Y la Tierra tampoco tiene menos que ningún astro. Tu, y cada hermano tuyo, constituyen un universo en la dimensión de casi un sueño. Pero... es necesario sosteneros en el prodigio.

Y pregunté al Espíritu, sorprendido por sus revelaciones: ¿Es ese tu trabajo? ¿ Es ese el deseo del Demiurgo?

No es posible, me contestó, que nada viva sin recurrir a los Espíritus planetarios. ¿Cuántos segundos perduraría vivo tu corazón, si no me respirases y no fuese yo mismo quien purificara la roja corriente de tu sangre? ¿Podrías subsistir sin el apoyo del limo transmutado en el tejido de tus huesos y tus músculos y en el sensible estremecimiento de tus nervios? Si el agua se evaporara de pronto de todo tu cuerpo, ¿no caerías inanimado sobre tu propia sombra? ¿Si mi oxígeno y el terrestre carbono no ardieran en continuada combustión, ¿no desaparecería de ti toda actividad, todo movimiento, todo lo que hace de tu vida una variada posibilidad de obrar y permanecer entre los oleajes de la luz y del tiempo? Cada realidad tiene un espíritu que la gobierna, y a mí me ha tocado reinar en el aire. Este imperio, que depende de mi genialidad, es materialmente el más pobre, pues es el menos denso de sustancia para el trabajo de cada hora. Me siento en un reino casi espiritual, es decir, en el aire, y es muy poca, como puedes ver, la materia de que dispongo. Pero en cambio, mi movilidad asume cambios incesantes. En mi puño se crean los vientos, en prodigiosa inspiración como en un poema o en una música en que volasen, en aparente desorden, todos los dioses. Sólo te puedo ofrecer el ejemplo de mi aventura incesante, y la respiración que vitaliza tu sangre.

También me dijiste, contesté maravillado, que eras la libertad, y que yo mismo podía optar entre elegirte o rechazarte.

Soy generoso, y ese es mi destino, no esclavizarme, alcanzarlo todo y todo abandonarlo sin yacer en las logradas victorias. ¿Soy algo más que el movimiento de mis propios actos? La Tierra y el Mar son los dueños. Yo no poseo más que mi propia libertad. Puedes optar entre elegirme o rechazarme.

Explícame, respondí, antes que nada, esa libertad que me ofreces. Si has observado a la estirpe de los hombres, a poco que reflexiones puedes dividirla en hombres libres y en hombres esclavos. En el complejo sistema de la naturaleza, podría comprobar algo muy semejante. ¡Cuánto sometimiento cósmico! La órbita de la Tierra jamás viola el rigor de su elipse, ni desvía del eje cada rotación, atenta a la exactitud de sus números. Las rocas, inconmovibles en su rigor geológico, permanecen atadas y sometidas a una inmóvil gravitación. Las montañas están anudadas a su propio peso y adheridas por garfios de piedra al conjunto de las cordilleras. Ya más libre es el agua. Es fuente, es arroyo, es río, es catarata, es mar de incesantes oleajes, pero siempre apresado por las enérgicas orillas y entregadas sus olas al castigo de mis hálitos. Sólo cuando el líquido se evapora y penetra en mi adquiere otras alas y otro júbilo de acción y gracia...

¿Imaginas un nuevo salto?, me preguntó entonces el Espíritu del Aire, y como inspirado por él, le contesté: ¡La Vida!

¡La vida!, lo has dicho, pero no olvides la llama, la hermana llama, el alma del fuego, casi tan libre como yo, pero atada su danza y fijo su pie a la brasa inmóvil. ¡Nada llega a la libertad de la libertad! La vida misma, salvo en la posibilidad del hombre, se estrecha aún demasiado a las decisiones del instinto, pese a su movilidad, a su desenvolvimiento en armónico devenir, a la prodigalidad de las formas en permanente transmutación, a la riqueza de los deseos, de las aptitudes, a las dramáticas luchas de la selva y del mar, a la adaptación constante del medio en que actúa, al paso multisecular de las especies a través de las nuevas esculturas de los siglos. Existe una genialidad innominable en el conjunto, una multitud de expresiones que hace infinitas sus imágenes, un volver de la fertilidad de cada hora que asegura la perduración del proteiforme paisaje vital de la selva, del mar y de mi propio reino aéreo.

E interrumpiendo al Espíritu que me hablaba, le dije: Siento lo mismo que tu sientes. La creación y la perduración de la vida, pesé a la muerte misma, es el mayor gozo de la naturaleza. La misma muerte no es más que una transfiguración del Ser infinito. Pero observo que de todo me has hablado, y en cambio, casi no lo has hecho de ti mismo. ¿Tu silencio es, acaso, para estimular mi deseo y mi curiosidad?

En verdad, te contesto, no sé si realmente soy algo más o algo menos que los demás Espíritus del planeta, los insomnes motores de la Naturaleza. Pero eso sí, me siento feliz de rodearla por entero, por cubrir los otros Espíritus y elementos, y poderme mover libremente sobre ellos, de acuerdo con las dispares y saludables resoluciones de mi ley. Creo en la Rosa de los Vientos, en la propia Rosa de toda mi voluntad. La siento brotar desde las horas serenas y calmas, la percibo creciendo en senderos y en ímpetus, la contemplo abriéndose en la enorme esfera que va desde Polo a Polo y en la perfecta circunferencia ecuatoriana. Con mi sutilísima sustancia y mi innumerable flexibilidad, con la proliferación insaciable de mis deseos, con mi transparencia, hasta con mis tempestades y mis rayos y la musicalidad de mis cítaras y mis flautas, represento así, en el plano de la Creación, la máxima proximidad al Supremo Espíritu, y por esa misma razón, al espíritu del hombre, especialmente cuando éste opta por la libertad y dinamiza a su frente en todas las direcciones posibles a su frente, no menos que las mías.

¿Buscas, entonces, interrumpí, tus semejanzas con los poderes que atribuyes al hombre?

En efecto, existe una similitud entre cráneo y atmósfera, existe una simpatía de profunda significación y rica simbología entre la diversidad del pensamiento y la riqueza innúmera de mis azules corrientes. Mi Rosa de los Vientos, libre en su movilidad, es semejante a la rosa pensante del cráneo tuyo. Así como toda mi atmósfera, mi ascendente imperio, cubre de dinámicas y libres energías la rigidez de la Tierra, tu espíritu hace lo mismo con la Creación. Salto sobre los obstáculos. ¿Mas no hace lo mismo tu alma? ¿Quién la detuvo? ¿Adónde no llega? Me lleno de voces y grito y clamo enardecido donde pretenden encadenarme. Tus concepciones más sublimes, ¿no son transparentes como el diluvio infinito de mis átomos? Tus ideas y tus sentimientos, ¿no tienen acaso todas las tonalidades de mis nubes y el graduado matiz de mis horas? Cuando dudas, y niegas y sufres ¿no se hace en ti la noche como se hace en mí cuando el sol me abandona? Tu despertar con el alba ¿no es idéntico a mi despertar?

Terminadas estas interrogaciones del Espíritu del Aire, se prolongó un sabio silencio. Lo interrumpí yo mismo, diciendo:

Ahora te sé más que nunca, como jamás podría sospecharte. Tus palabras me permiten verte y verme como nunca. Y te contestaré con otra interrogación: ¿Si soy igual a ti mismo, por qué me ofreces la libertad? Si la tienes, ¿podrá no ser mía al mismo tiempo? ¿A qué opción, pues, me obligas, al decirme que te elija o te rechace?

Te acorralo porque los hombres son ascendentes o descendentes. Adquieren la virtud del águila en la pluralidad de sus viajes y de sus empresas por todos mis caminos, o, mineralizados, se encadenan como rocas en su autoprisión, complacidos en ser espontáneamente esclavos de las fuerzas que los apresan. El ascendente es realizado en su totalidad de hombre. El descendente, subyace por debajo de la medianía de su propia especie, y es la materia útil de todas las tiranías, se originen éstas en cualquier sector de la vida planetaria del hombre. Mi ejemplo redime, sublimiza, es mi nube de oro en el cénit del mediodía. Crea hasta en los más sencillos, la jerarquía de la mayor dignidad.

Sólo se edifica en valores de afirmación y de energía. Tiene mi estatura, en el linde, por donde entra la luz del sol o de la estrella.

Ante aquel entusiasmo del Espíritu del Aire, contesté:

Ya no puede haber opción en mí, pues fui emocionado y ganado por la Rosa de tus Vientos, por la sublime Rosa de tu libertad. Mil veces, a orillas del océano ha vivido la rotación infinita de tu alma, la plural definición de tu voluntad, tus genialidades y tus contradicciones, tu lógica, tus paradojas o tus caprichos, tu ley inteligente y tu anarquía temeraria. Libre siempre te contemplé, desdeñando los ofrecimientos del mar y de la Tierra y hasta creando los colores del cielo. No hay riqueza como tu riqueza. Ninguna dignidad llega a equipararse a la tuya, ni la del sol, preso en sus fatales geometrías. Tienes todas las cuerdas de la cítara, desde la brisa emocionada de su propia delicadeza, al huracán que se desenfrena en el rayo y en el trueno. Eres el ámbito azul por donde atraviesan, sin obstáculos, todos los pensamientos que suben desde la Tierra y todos los que bajan desde el doble cielo del día y de la noche. El oro es nada más que oro. El mando puede ser gloria y nada más que efímera gloria. El arte nos derrama en todas las almas. La filosofía, la ciencia, la teología, crean rígidos caminos a las distintas e inabarcables maneras y estilos de la verdad. En cambio tu libre Rosa es ilimitada, y no hay ruta imaginable que sea tuya. Así me quise y me quiero a mí mismo. ¿Puedo ser digno de uno sólo o de todos los goces? Si aún no fuera como tú, hazme como eres tú mismo en el más profundo centro de tu Rosa.

Y contestó el Espíritu del Aire:

Puedes ser todo si eres la libertad, y eres por ello mismo el Creador de todo tu ser. Piensa que el esclavo, ni siquiera es dueño de su esclavitud...

Carlos Sabat Ercasty
21 de setiembre de 1956.
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 166
Ministerio de Educación y Cultura
Montevideo, 1982

Ver, además:

             Carlos Sabat Ercasty en Letras Uruguay

 

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