Parábola del hombre y del amor

Carlos Sabat Ercasty

Desde lo más alto de la cordillera descendía, con sus látigos de nieve, el viento helado de las cumbres. Su contacto era como un dolor para las selvas del valle, y la misma oscura tierra parecía estremecer sus inmortales nervios. Al llegar al mar las postreras ráfagas, hacían crujir el ala de los alciones y retorcían la viviente curva de las olas. La vida, atemorizada, parecía concentrarse en la concavidad de su silencio y, tácitamente, la muerte paseaba su invisible fantasma por la angustiosa soledad de los caminos. Era el invierno, estéril y cruel, bajo una nieve profunda de fatalidad, trágica hermana de la orgullosa frialdad de las cumbres. Su dictamen era implacable. Un destino multimilenario lo ataba fatalmente a la tierra, la sometía, con rigor inapelable, a su ley, y su paso no vacilaba jamás desde el comienzo al fin de su imperio.

Por el más hondo camino del valle avanzaba el hombre de la soledad. Nada conturbaba su paso temerario, que podría ser aún más resuelto que el del león o el del tigre. Era el gran liberado, el dueño absoluto de si mismo, el tiránico adorador de su libertad. Para él, su código interior, era divino. La más pura y libre inteligencia se lo había dictado. Transemanaba una autoridad y una dignidad casi sublimes, como si no dejando de ser hombre, sobrepasase las mayores estaturas morales del hombre. ¿Soberbia, orgullo?, aún eso era demasiado humano, y no caben en la perfección.

Como si la solitaria potencia del invierno lo hubiera incitado, el hombre de la soledad comenzó a hablar consigo mismo. Quien lo hubiera visto, diría que se estaba escuchando en el gran silencio invernal. El hombre de la soledad se decía: —Mi voluntad es de fuego y mi pensamiento es de luz. Estoy firmemente encerrado en mi mismo. Vivo toda la libertad que es posible al hombre, y acaso a los mismos dioses. Desde aquí, desde el hondón del valle, levanto mis miradas hasta las cumbres del invierno, y me siento como si hubiese logrado la misma dignidad de las montañas de hielo, tal vez mis hermanas en sus solitarios silencios y en sus indeclinables orgullos. Como ellas cumplen su destino, así mismo yo lo cumplo. Soy también implacable. Nada curva ni humilla mi pensamiento. Mi justicia es fatal, es roca y rayo. Moriré sin ningún arrepentimiento y sin ninguna renuncia. ¿Existirá en el Olimpo algún dios que haya llegado a esta absoluta libertad, algún dios que sea tan dueño de sí mismo como yo me siento al atravesar la tempestad que baja de las más arriesgadas cimas?

—¡Ah —continuó el hombre de la soledad—, cuánta devoción a mí mismo y, que ahincada resolución para llegar hasta este convencimiento de mí propia dignidad, que a fuerza de exagerarlo lo consideraría como el paradigma de lo humano!

Mas de pronto la propia y exaltada soledad de aquel hombre, fue como herida por la sorprendente soledad del invierno, a la cual se había hermanado. Comprendió que a pesar de la similitud que los unía, captaba a la vez una hostilidad y una como agresión, cual si él temiera al invierno, y el invierno a él. Las dos soledades se excluían, casi se diría que se rechazaban como dos odios egoístas y contrapuestos.
Mientras el viento, cada vez más frío y penetrante, flagelaba todo su cuerpo, aquel hombre de la soledad fue tomado por su memoria. Le pareció vacilar, y quiso reafirmarse en su absoluta libertad. Y comenzó a monologar, diciéndose a sí mismo:

—Lo recuerdo... Aquella vez ansiaba nada más que ser libre en aquel mismo día en que la tierra iba helándose. Toda la soledad era de caminos que me perdían en la soledad. En el cielo pesaba un agobiante plomo, y pesaba con el peso del hastío. Era en un nuevo pulso otoñal, lloraban las alturas, reclamaban la solidaridad humana, querían acaso un ardiente y emocionado mirar de hombre. Pero yo no ansiaba más que ser libre ¿Y qué? ¿Y qué el cielo?

Aquella vez caían las hojas carcomidas por las horas y, destrozándose, rozaban el lodo y morían insepultas en una muerte que volaría muy pronto en ciegos azares bajo el ala de los vientos. Bajo mis pies, sentí como si me llamasen a su tristeza. Pero yo no ansiaba más que ser libre. ¿Y qué? ¿Y qué las hojas sensiblemente pálidas y en el acre rumor de sus ruinas?

Aquella vez... Brumosas torres. Sacras campanas. Llamada al misterio. La herida y la piedad. Las oraciones. El órgano atravesando los muros con el temblor de sus flautas. Curvados viejos. Erguidas jóvenes. Diáfanos niños. Cruces en las bocas. Cruces en las frentes. Cruces en los pechos. ¡Y mi soledad! ¡Y el espanto de mi soledad, mi libre y absoluta soledad! ¿Y qué? ¿Y qué las torres en la bruma, las campanas acompasándose con el corazón del silencio?

Y todavía aquella vez... Alegre de regresos la aldea. Desde los humeantes surcos retornaban los lentos labradores. Las rondas de la infancia, los abuelos y las abuelas, antiguos corazones donde reposan los ángeles, los bueyes de extasiados ojos en su paz sin deseos, las retornadas palomas familiares, fieles y amorosas, con el ala semiquieta bajo el sueño de un ocaso que besaba de oro las techumbres... Pero yo ansiaba nada más que ser libre. ¿Y qué? ¿Y qué la lenta paz solidaria de la aldea, la ya segura espiga en la mano, el blanco pan en la jugosa lengua y el blanco beso en el besado niño?

Siguió una reflexiva pausa y luego un renovado monologar:

Mas ahora, baja el viento helado desde la montaña. Mi orgullo y el orgullo de las cumbres, se rechazan. Soy una angustiosa soledad en la infinita soledad de este invierno. Y pienso: era y es triste ser libre como lo soy yo en el extremo de mi ser: era y es triste desatarse del mundo, como yo mismo me he desatado. Todo nos espera, nos enlaza, nos estrecha. Todo nos sigue, nos invade, nos liga, y hasta nos ama. Somos los invitados. Las vidas son infinitas, pero son una sola vida. Era angustioso desgajarse de la piedad, del amor, de las lejanías que nos aguardan, de los ojos que realmente ven y de los oídos que realmente oyen. Y entonces hundí mi libertad en mi alma, honda, muy honda, tal vez la hice mía más que nunca, honda, muy honda, la oprimí en mí hasta el supremo dolor, honda, muy honda, y la incrusté allí, allí para siempre!

Al llegar a este extremo de su confesión más íntima, el hombre más libre de la Tierra, el hombre de la absoluta libertad, miró ansiosamente en derredor de sí mismo y, asombrado, comprobó que el invierno en su totalidad, había desaparecido, y entonces, exclamó:

—¡Tomadme ahora, hermanos hombres!

¡Puedo ser libre, pero no puedo matar al amor!

Carlos Sabat Ercasty
21 de setiembre de 1956.
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 166
Ministerio de Educación y Cultura
Montevideo, 1982

Ver, además:

                   

                     Carlos Sabat Ercasty en Letras Uruguay

 

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