El maquinista

Poema de Carlos Sabat Ercasty

 

Máquina de hierro y de fuego, rigurosa y exacta,

barrenadora de la luz y de la sombra

en las febriles rutas del astro!
Es bella tu mole de acero
y es soberano el ímpetu de tus energías y potencias.
Ante tus rojas entrañas de incendio

participa mi espíritu de tu estructura formidable

y mis ideas se articulan como tus metales radiantes y perfectos.
Los números del hombre resisten la violencia

de tus vapores hirvientes

en los tubos que distribuyen la fuerza

por la dinámica geometría de tu marcha.
Maravillosos y sublimes volantes.
Émbolos rítmicos, graciosos cigüeñales, enérgicas bielas.
Vigor, agitación, concierto;
música de perfectos números,
acordes y sinfonías metálicas
en las rígidas paralelas de las vías sin fin.
Ah, pero yo no puedo cantarte, máquina de hierro y vértigo

a pesar del faro que relampaguea en tu frente

mientras avanzas por la tierra obscura oprimida por las tinieblas del Universo.
Me domina, sí, tu imponente belleza,

gozo el destino rápido de tus ruedas ardientes

y tu gran cuerpo de llamas y de hierro

me arrebata el alma y me lleva los deseos 
a todos los pueblos del astro.
Comprendo que el hombre te ha creado
en un rapto de divina y orgullosa potencia,
pero yo no puedo cantarte, máquina de hierro y de fiebre,
pensando en la vida y en el alma de tu maquinista.
En mitad de la noche
acabas de pasar junto a mis ojos.
-Desde las llanuras de la Pampa vas ha&ia las montañas del Oeste.

Avanzabas agrandándote.
Respirabas diabólicamente.
Humo, vapor y chispas arrojabas en las tinieblas.
Tu frente cortaba la sombra como la espada de una estrella.

Audaces, imponentes, magníficos, resonaban tus aceros.
Detrás tuyo reían y conversaban mil vidas,

viajeros de oro y viajeros de amor,

viajeros de muerte y viajeros de esperanza.
Entonces vi al hombre de la máquina!
Ninguna mano tan maravillosa como esa mano, he pensado,
ni más profundos ojos, que esos ojos,
ni más tranquilo y grave pecho que ese pecho!
Simple obrero, repetido, vulgar maquinista,
uno más entre esos millones de nadas que la vida alza y vuelca.

Es el hombre anónimo y sin gloria.
Tiene un puñado de amigos tan simples como él.
Tiene su pobre mujer, tiene sus hijos humildes.
Es cierto, no tiene nada más!
Pero cuando pasó junto a mi corazón,
cuando me rozó la máquina
con el viento de su velocidad y de su fuerza,
yo contemplé todo su cuerpo
mordido por la entrañable luz de las hornallas,
y frente a él,
ante su cara enrojecida por el fuego infernal y divino,

las llamas danzaban como diablos

y los caminos inmensos de la Tierra se abrían vencidos

por aquellos ojos pequeños y terribles.

Ahora las sombras se espesan y electrizan.
Los relámpagos crispan el cielo.
El huracán se raya en las selvas,
y los ramajes abren millones de heridas en el pecho de su fuerza.

Es el viento!
Aúlla, grita, gime.
Retuerce sus cuerpos elásticos, orada las negras distancias.
Es el viento!
Salta enloquecido
Galopa en las llanuras sin fin, ruge en todos los obstáculos.

Ahora asalta el convoy.
Remolinea sobre la máquina y rabia mordido por las chispas.

Golpea los vagones con sus alas ebrias.
Chorrea lodo y agua.

 Trepa, gira, silba
removiendo los espectros del miedo y de la muerte.
Es en la llanura sin ciudades, vasta, monótona, inmensa.
No están las estrellas ni las lámparas de los hombres.
Cielo y Tierra. Abismo sobre abismo.
El horror y el vértigo golpean los vidrios y los techos
y corren abrazados a la velocidad de las ruedas.
Y allá, en la máquina, estás tú, hermano mío,
todo iluminado de rojo,
tu mismo como una cosa demoníaca o divina

tú mismo como una llama,

en esa extraña noche diabólica. .
Tú no puedes temblar y tú no tiemblas.
Frío, exacto, dueño de ti mismo,

calculas la presión de las calderas,

mides las llamas y las brasas,
renuevas los carbones

y levantas de sus obscuras piedras los cuerpos del fuego.

Piensas sin un error en las cien estaciones del camino.
Nada te abstrae en esa inmensidad

de las distancias iguales y tristes.
Tu mano va y viene sobre los frenos y los volantes
En tu frente perfecta está todo previsto

con un orden y una medida irreprochables.
Tranquilo, activo, exacto, armonioso,
llevas mil vidas adentro de tu vida.
Los viajeros no van en la máquina.
Todos ellos están adentro de tu corazón y de tu frente.

Esas mil vidas son tuyas.
El viento, la sombra, el horror de la tempestad,

los espíritus de la locura y del miedo

que danzan libres y sueltos en el abismo de tu marcha,

nada de eso te importa a ti,

imperturbable, maravilloso, espléndido,

a quien nunca llamaron héroe los vanos poetas

ni jamás contemplaron tu admirable tragedia.

 

Ahora subes las laderas de las montañas.
Ahora pasas bajo túneles humosos.
Ahora trepas el borde voraz de los desfiladeros.
Ahora trazas rápidas curvas junto al abismo.
Recuerdas tu enorme soledad y tu miseria,

el aseo con que los frívolos miran tu rostro negro.
Sientes horror de tu vida, de tu esclavitud, de tu destino.

Pero tu corazón grita su bondad de Dios y

en lugar de volcarlos a todos
desde lo más alto de los precipicios,
en la parte más negra y tentadora de una garganta de piedra,

los llevas generosamente hasta las grandes ciudades

de egoísmo, de miseria, de rencor y de odio.
La llama quema y purifica tus sueños.
Eres un diablo dadivoso y magnífico.
Bueno,
bueno hasta un extremo de bondad que nos avergüenza,

detienes la máquina en la ciudad de Los hombres.
Ninguno de los viajeros te abraza.

Ni los que soñaban de esperanza,

ni los que temblaban de cobardía,
ni los que abrazarán el amor, ni los que apretarán el oro,

ninguno con mano agradecida golpea tus espaldas.
Pasas con tu traje azul y tu cara sudorosa

entre los tristes hombres que no comprenden nada

y sólo levantan los ojos ante la máquina de hierro,

que no ha hecho más que obedecerte

en los grandes caminos del mundo!

Carlos Sabat Ercasty
Revista La Pluma - Año 1 Vol. 2
Montevideo, octubre de 1927

Ver, además:

             Carlos Sabat Ercasty en Letras Uruguay

 

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