Parábola del cóndor y del sacerdote inca

Carlos Sabat Ercasty

Aquel ensimismado sacerdote de los incas del antiguo Perú, cuando Inti, el Padre Sol, comenzaba a devolver la vida y sus radiantes colores a los montes andinos, oró profundamente ante el sagrado disco de fuego, que a su vez empurpuraba la cónica blancura de los neveros.

De pronto, cortando en dos la humana oración de aquel hombre sagrado, el cóndor de los Andes emergió desde una tajada y ahuecada pena en lo alto de las montañas. El ave era también una oración. Era la plegaria de la Madre Tierra a la viril potencia de Inti, el fecundo Padre Sol.

Y pensó el sacerdote inca contemplando al ave: es el cóndor, mi hermano en las alturas. El vuela, y yo vuelo con él, por la naciente luz de la mañana, y asciende con todo su amor, en cuerpo y alma, y como siguiendo a mi espíritu, sube hasta plegarse al disco de Inti.

Y hablando consigo mismo, dijo aún el indio santo:

Ese cóndor de los Andes es el esplendor de la vida en el centro de los cielos, y al llegar el mediodía se hará invisible en la energía de la luz solar. Todo lo que posee espíritu vital, es misteriosamente atraído por el gran astro.

El corvo pico del cóndor y su plumado cuello, son la sed y el hambre de los espacios infinitos.

Oscuras son sus alas, del color de la noche, mas el vuelo es el incendio de una voluntad creadora hacia el dios de las múltiples creaciones. Sus alas son oscuras en el plumaje, pero son de llamas en la voluntad.

Su pecho es proa en los océanos del aire, y entra en el viento como la luz penetra las sombras. Su crepitante graznido ante la curvada bóveda, es como un dardo del sonido, y lleva la pregunta en su extremo para lograr, como en una cacería, el secreto de la dicha.

Su plumaje se me representa como un eco sutil de las selvas ante la delicadeza de las nubes y las flores.

Su frente, curva de rayos, es el vivo espejo de Inti, la unidad de la luz cósmica en el fulgor del ave y bajo su frente, sus ojos son dos estrellas engarzadas hondamente por la noche, dos astros atreviéndose en el éxtasis del mediodía.

El cóndor andino, agregó el sacerdote para sí mismo, es mío y es de la Madre Tierra. Lleva la vida materna en sus alas, y levanta al mismo tiempo, junto a su espíritu, el espíritu de quien lo contempla y lo siente hasta el estremecimiento.

Por un instante, añadió aún, se me representa como el símbolo, la llama y el Verbo de mi propia fe. Sus círculos en la diafanidad del aire, se identifican con los de mi pensamiento. La pulsación de sus alas, es como mi propia afirmación. El arco de su cuello y de su pico, es como el arco de mi esperanza subiendo sus dardos en la plenitud del Sol, y en la nocturnidad más profunda, cuando el alma aún no ha penetrado en el sueño.

Luego, el sacerdote de Inti, tras sus meditaciones, abandonó la montaña, mas volvió a ella al mediodía, porque era su templo preferido para su oración al Padre de la luz.

Y entonces buscó con sus pupilas al cóndor de la aurora, pero el ave, en su temeridad, iba desapareciendo ya en el fulgor de Inti, semejante a la plegaria más pura del sacerdote inca.

La montaña irradiaba como nunca el éxtasis del astro. La culminante nieve casi sufría bajo la intensa caricia de la luz. La Tierra y el Sol se amaban como nunca, y las simientes se abrían bajo el húmedo polvo, para que las selvas jamás dejasen de ser selvas.

De pronto el cóndor, en atrevida curva, atravesó los aires y entró, ebrio de sí mismo, en el resplandor solar, hasta hacerse totalmente invisible en él. El disco del Sol parecía abrirse, aguardándolo. El ave era entonces como una viva oración de la Tierra Madre, como el instante en que el éxtasis es todo el éxtasis. Inti y el ave eran una prodigiosa unidad. Imposible ya otro paso a la más sedienta de las frentes.

El sacerdote irguió la mirada con la más sublime devoción, y la apoyó, como en una espiritual ofrenda, en la enorme pupila solar. Si el cóndor llegaba, él también se obligaba, heroicamente, a llegar.

Mas al traspasar sus límites de hombre, sus ojos enceguecieron y el mediodía se precipitó en él, hecho sombra. Entonces sus párpados permanecieron unidos. Fue como un vértigo. Había anhelado traspasarse a sí mismo, y cayó, desde el éxtasis, a las tinieblas.

Ahora lloraban los ojos del sacerdote, pero sus lágrimas eran las estrellas del rapto y del éxtasis divinos. Y clamó en su angustia y en su júbilo:

Sí, lo sé, ese cóndor era yo mismo, y enceguecí. Y es que Inti es un misterio. El cóndor de las almas se pierde en la luz, y desaparece en el supremo resplandor. Regresamos a nuestra sombra, porque la sombra es el supremo estímulo. La luz más alta sólo se da a los que vencen al enigma. El cóndor y yo lo sabemos. Toda la revelación sube desde el abismo al éxtasis.

¡Sí, lo sé, ese cóndor era yo mismo!

Carlos Sabat Ercasty
21 de setiembre de 1956.
Biblioteca Artigas
Colección de Clásicos Uruguayos - Vol. 166
Ministerio de Educación y Cultura
Montevideo, 1982

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