Amado Nervo

Retratos de fuego

por Carlos Sabat Ercasty

 

Para sobreserenar su difícil conformidad, pues más de una vez el intelecto le traicionó sus grandes aspiraciones de paz interior, desdeñó muchas veces los sistemas filosóficos y repudió la ciencia que lo tentaba martirizándole la porfiada abstención con sus invitaciones al goce peligroso del abismo. Se corrió más hacia las revelaciones, hacia los iniciados, hacia, los espíritus proféticos, y en sus palabras recónditas, templó su ser para la muerte. Sintió que ninguna ciencia de la vida, vale tanto como la ciencia de saber morir. Y fue muriéndose lentamente en deseos y voluntades, a medida que vivía en su quietud resignada. Convencióse, o ansió convencerse, de que el fantasma es este cuerpo de densidad terrestre, y no el otro, el de después de la vida, y así la muerte se le apareció como un nacimiento, pues mediante su poder pasaría del espectro de estar vivo a la realidad del hombre verdadero, que es el hombre que ha pasado al más allá. Sin alteraciones, más alto que la tristeza y la alegría, se dio a los sueños sobreastrales, logrando el tacto con la esencia de los dioses, al lanzarse, desde los puentes de la noche, al sondeo infinito. Adelantábase así a lo que ha de dar la muerte, desaprensivo y sin miedo, gozando desde la tierra la espiritualidad final do los trasmundos. Alegrábase de verse levantar luminosamente desde la sombra de la carne. Su afirmación era certera de eternidad y hondura, pero hombre al fin, a veces el gesto se le ensombrecía en medio de los divinos fulgores, y entonces pensaba, acaso con una melodiosa satisfacción, que su serenidad era un poquito triste, como toda serenidad!

Tema de culminaciones líricas y sostenida persistencia fue en Nervo, el del amor. En su imaginación y en su carne, acaso más que en su propio corazón, fincó el amor en sus años mozos, cuando era joven y dos veces tropical, una por la sangre y otra por la exuberancia imaginativa. Llevó a sus cantos las palabras aprendidas en los libros, más que en los conflictos apasionados de la realidad. Cuando se vertió su lira en perlas negras, estaba cerca del romanticismo dulce y falso y no bastante cerca de la viva emotividad. Había en él, eso sí, la vaga melancolía juvenil, que gusta expresarse dolorosamente, aunque el pecho no de motivos para elegías. La intención era aprendida. Desdeñaba a la mujer ardiente, a los labios de fruta, a las mejillas de vencedora tentación. Sentimental y suave, prefería en su canto a las niñas melancólicas, de grandes ojos tristes, vestidas de misterio y dulzura. Contraponía la mujer lirio a la mujer rosa, la sensitiva al fogoso clavel, y buscaba en el amor el encantamiento y el melodioso dolor románticos. Más irrealista aún, y más imaginativo y misterioso, veía cruzar a veces al Hada del ensueño, fatalmente muda y pálida, fantasma de mujer y sombra de diosa. Su canto exaltaba al amor crepuscular, más soñado que vivido, en una naturaleza deliciosamente colorida de oro, esmeralda y púrpura. Mas de pronto, intercalándose a las ritmas sutiles y tristes, comenzaron a irrumpir los sedientos y grandes besos ante el mar, bajo las estrellas, entre las sombras, en tanto que los hondos espasmos hacían palpitar, salvaje de placer, el cuerpo germinal de Demeter. Con una religiosidad exterior, como soñando místicamente, se apartaba de un amor que podía perderlo, interrumpía el abrazo del placer, y moría, con demasiado facilidad, a las dichas humanas, para purificarse en una devoción juvenil, que por otra parte era nada más que decorativa, y con el sacrilegio de no ver a Dios más que a través del deleite de las raras liturgias, de la suntuosidad estética, y del capricho de una fe que no era más que otra voluptuosidad del misterio.

Así pudo, en fácil farsa, y sólo por el goce de una belleza complicada, contraponer la carne maldita al espíritu angélico. Se descubre la artificiosidad del tema y se ve de inmediato que el conflicto era falso. En verdad, hay en el canto total ausencia de la nota cargada de sentido humano, y no podemos creer en esa lucha interior, ni en el flagelo que castigaba al cuerpo florecido de llamas y pecados. Acaso la única verdad de Nervo, o la predominante, fuese la de la persecución de las Afroditas paganas a las cuales el poeta aceptaría con un feliz olvido de su Señor Jesucristo. El amor se le hizo a veces gracioso entretenimiento caballeresco. El vuelo fino del madrigal, lo llevó a una Edad Media galante, y trovó así el delicioso romance a la marquesa hugonote. No había fuego interior, descarga arrebatada, ni contenido impulso de un gran amor absorbente y pleno. Aún podía dudar sobre si amaba a una mujer, a un ángel o a un ensueño. Aún podía exigir a su amada que definiera su ser, pues al librarse del atractivo sensual, gustaba jugar a los sueños de amor, incapaz de hundirse en un solo y grande sueño, cargado de una sola y grande realidad. Desconcierta, y no puede tener más que una significación de capricho literario, su canto al andrógino, arquetipo del infierno, ambiguamente mancebo y mujer melancólica, La atracción que ha ejercido sobre el poeta no puede ser más que un pretexto de canto a los terrores de la. moralidad mediocre, y en último término, un deleite fantástico, sin ninguna realidad humana, entretenimiento impuro de una hora de inspiración satánica. Ahíto de goces imaginados, destruyendo el embrujamiento de esa profanadora ilusión, rechaza para siempre el pobre cuerpo anormal. Todos esos amores cantados en los versos de la juventud, descontando algún raro poema, fueron el producto de un ser poseído por la magia del arte, y mejor aún, extraño, un ansia de profanar su propia verdad interior, un desafío del artificio. Y es en el amor acaso donde se percibe más ese estetismo de diletante, que aún no le ha dado paso a la victoriosa presencia de la vida y del hombre. Es así, pues, que ha podido imaginar y perderse en el capricho de un amor de Safos, Crisis, Aspasias, Magdalenas, Hadas y Afroditas.

En tanto que Nervo viaja por Europa, al contacto de las viejas civilizaciones, gustábale desplazarse de la realidad hacia mundos de ensoñación, y huía hacia el pasado, y despertaba las dormidas sombras con prodigios de imaginación, y con el regusto deleitoso de lo raro y de lo imposible. Por capricho literario recuerda los episodios de su vida en lejanas encarnaciones. De pronto, espectral y trascendida de sombras, surge ante sus ojos la figura de una reina de ha mil años. Se abre camino ante las razas y los siglos. Ceden las leyes del tiempo. La forma mortal cuajada en tinieblas hiende el océano de la eternidad y se aproxima al poeta, extático ante el vuelo de la roja cabellera, del, ropaje de quimérica irrealidad y de vencidos colores. ¿No tiene acaso en sus densas tinieblas el sabor espantoso de la muerte y el tacto extinguido de la nada? ¿No viene a tentar la sed misteriosa, las tremendas hambres del más allá despertadas de golpe y que para siempre quemarán el pecho de Nervo? ¿No traerá en sus labios el germen abismal de la muerte y no helará con sus labios todo lo que los rocen? ¡Mas qué importa! Una voluptuosidad maldita envenena la sangre del artista, y entonces, reclama al espectro el beso prometido hace mil años, cuando el fantasma era cuerpo, y la reina, fiel a la promesa, junta su boca espectral a la boca ardiente del hombre que puede ahora gustar los sabores prodigiosos del más allá, en esa fina sustancia donde apenas se sostienen los cuerpos de ios aparecidos. Ansioso de irrealidad poética, fantaseando en el verso la contraparte de la vida real, en la que sentía el domino de la mujer de carne y hueso, fugaba Nervo de la densidad viva de la hembra por la grieta vertiginosa que conduce al trasmundo de los espectros, capaces, para su imaginación, de cobrar formas brumosas en los abismos interiores de su subconciencia. Y enseguida contrasta su canto a Clara la pensativa, a Adela, la enamorada de los violines y fina de minuetos y gavotas, y a Balduina, rubicunda y frutal, deseos de golosos besos, ante cuya ansia sensual, piensa Nervo que ha elegido la mejor parte, entre las deliciosas tentaciones de la vida. ¿Qué importa ya el fantasma romántico de la reina medioeval, su adorable y mágica atracción, si ahora la holandesa Balduina, redondeada y de pomposa encarnación como una mujer de Rubens, suscita en él el encendimiento de los besos y la ardiente aceptación de la vida? Y no obstante, con graciosa sed de amor, y haciendo un acorde total de almas femeninas, acepta la dádiva de la que besa con divina boca, de la que vuela, en sublimada pasión, y de la que sueña en un aire temblado de violines.

Hasta, ahora, más ágil que profundo, Nervo no ha sentido la resplandeciente espada del amor, ni las estrellas eternas en las sombras violentas del pecho. Ha soñado por el gusto de soñar, ha cantado por fineza de arte, ha sustituido lo estético a lo vital, pero sensible y de hondura lírica siempre, sus cantos al hervor de la sangre y a los raptos deliciosos de la imaginación, han podido cargarse de una espiritualidad, de una melancolía y de una dulzura, que denuncian su belleza interior y revelan un fondo último del ser al cual todavía no ha llegado, pero del cual ya suben algunas transportadas voces. Aunque el fuego profundo no haya ardido aún, no por eso el poeta deja de mostrar la nobleza del combustible. Cedro oloroso, metal de estrella, mirra bíblica, esencia platónica, óleo cristiano, todo está allí, en las honduras de su corazón, aguardando la llama de amor vivo que pronto arderá en sacro incendio. La magia de un intelecto veleidoso, la exuberancia de una emotividad fantaseadora, el cerebralismo complacido en la quintaesencia, de un Eros de capricho y arte, han dado hasta ahora feliz trabajo al cincel y al buril, y algunas piezas de exquisita orfebrería, o estilizado guadamecí, o diafanizada gema, lo acreditan lapidario mágico, sutil orífice, lírico exornador. Mas por debajo del arabesco, y entre las líneas de rebuscada, elegancia, había, siempre en Nervo una seriedad emotiva que se resistía. al ahogo del artificio, aún en aquellos pocos sonetos de perfección parnasiana que alguna, vez tentaron su deseo, o en las divagaciones de elegancia y galantería, o en las rimas sin motivo interior, en que alardeaba de su escepticismo estético o levantaba su libre grito de anarquismo aristocrático.

Un día. Amado Nervo, ya en su marcha de los treinta a los cuarenta años, encontró una mujer, espada de luz, que le atravesó el pecho, y le hizo verter, como en religioso sacrificio, la más pura y arcana sangre de su profundidad humana, y lo lanzó de pronto al más vehemente y delicioso vuelo de belleza ideal, trascendida de divinidad y de éxtasis. Fue por ella que volvió a la encendida confesión romántica, florecida de sentimiento y dulzura, más sin el penacho de las amplificaciones ni la egolatría de los semidioses. Todo verdad, ceñido a su mundo interior, con una gravedad sin arrogancia, seguro de sí mismo hasta darnos en sus versos el olvido de su arte, irá alejándose de la ingeniosa divagación, rehusará lo desconcertante y lo extraño, en la lisura caliente de la expresión borrará el arabesco y la orla, y con la música de las fuentes vivas del alma acallará la instrumentación superficial de las palabras, y atenuará sus colores de magia pintoresca con sus celestes diafanidades, recién conquistadas. Es así corno logró, más sabio que nunca, una nueva inocencia del canto, que no sería acaso sino el fruto final del arte. Fue como tuvo que ser, pero quien sabe si no hubiese sido mejor para el mismo poeta, disimular un poco a veces su propio corazón, y dar sólo la esencia del mismo, ocultando el menudo accidente que muestra la pobre realidad de cada día, Lo esencial contiene la totalidad en virtud y en potencia, y evita el contacto demasiado directo con los hechos reales, que no por ser demasiado humanos, son más humanos. La hondura más honda del amor estará tejida de pequeñas intimidades, pero de cualquier modo, en la poesía, reclamamos la profundidad auténtica, y no la trama vista al microscopio. A veces, cuando queremos ver demasiado, no hacemos más que dividir la visual en millones de finas miradas, y es acaso cuando vemos menos. Pero 110 exijamos el punto de vista nuestro y de este momento, a Amado Nervo. Su detallismo familiar, su denuncia de mimos y caricias, sus delicadas confesiones de la realidad gozada en todas sus minucias, no desarmonizan con aquella cierta cosa femenina de la cordialidad de Nervo, que le hacía sentirse, a pesar de su perfil aquilino, todo temblado por dentro con un estremecimiento de entrañas de paloma.

Totalidad de amor fue la de Nervo a partir de su conocimiento de Ana. Quísola en la vida y más allá de la vida, Coincidió su pasión con la madurez de su espíritu, y lo hizo puro y sencillo en el arte de amar y en el arte de ser poeta. Fallecida Ana, juntó en un solo haz el amor y la muerte, y se vertió como nunca, en cantos de asombroso sondeo y lírica potencia, En una. mujer real sintetizó a todas las verdaderas y las soñadas, convirtióla en la esencia única que bebían sus ojos. Su corazón traspasó en hondura todo lo imaginado antes. Su poesía cedió en materia lo que ganó en alma, Se hizo más sutil, más fina, la trabajó puramente con la emoción, la idea se le impregnaba de un placer y de un dolor trascendentes. El amor le fertilizó la semilla ideal que pone alas en el espíritu. Siendo más hombre, fue más poeta, Y mientras vivió aquella mujer, serenó su espíritu como una resultante de la armonía de sus dos vidas, y venció toda, perturbación con la dulzura, en una meditada tranquilidad de su ser.

Para fortalecer el amor, lo espiritualiza y lo oculta en un suave misterio lírico. Más en el verso la pasión irrumpe fatalizada en canto. Es con un designio melodioso que traza delicadamente y en verso de cristal las líneas ideales de la amada. Superar la realidad con el ensueño, pero apoyándose siempre en la realidad, tal fué su programa de poeta amoroso. Así, por un proceso de sublimación, las imágenes del cuerpo son transferidas a las del alma. Prefería al vigor plástico que afirma la estatua de la Eva, la languidez, el tono medio, la diáfana tenuidad. Entre tanto, por espontáneo arranque de su belleza espiritual, él mismo se ofrecía bueno y cargado de armonías interiores. Es así como su poesía se va desprendiendo en voz baja, como llegada de zonas de secreto y devoción, con una palabra que empaña tiernamente toda excesiva resonancia, y que si alguna vez se exalta basta los límites del himno, levantándose en un ensueño donde caben todos los sonidos y los colores de la tierra, es para volver de inmediato. y con más delectación, a los desmayos y a las melancolías casi silenciosos. Luz e ideal sobrepuestos a una sangre no del toda extinguida, se armonizan en un destino superior que lo aproximaba ya a lo absoluto y le revelaban la dicha ultraterrena, por afinamiento de la. espiritualidad y pureza del deleite en el vuelo del amor. Ni en la poesía ni en la prosa de Nervo esto ha pasado a la categoría de doctrina, pues no hay en él una filosofía, metódica del amor, pero sí un libre sondeo de sus esencias y una serie de modos felices de la pasión expresados en la. música, interior del verso.

Era Nervo un hombre de amor. Predominábanle el sentimiento y la emotividad . Aún en los momentos en que confiaba en su intelecto, la lógica no lo convencía del todo. Su corazón también tenía razones que la cabeza ignoraba. Así fue ganado siempre, en último término, por la intuición y el instinto. Pensaba que el intelecto acaba siempre por pervertir al mundo afectivo y era el peor guía cuando aspiraba a. predominar sobre el amor. Generoso, abierto a los caudales más íntimos de la santidad, reaccionaba contra el frío cálculo y contra toda solución de interés. Como los místicos, creía también que el amor es luz de sabiduría y que lleva en sí el único fulgor que ilumina las grandes verdades. Opuso así al orden intelectual, el orden del sentimiento. Fue cuando culminó su corazón con el amor a Ana, que sus cantos dieron el resultado total de la confesión lírica y del delicioso arrobamiento, como que ya brotasen de las raíces del ser universal. Hasta cuando sondea, el tema trágico del mal y del bien, o el más horrible acaso del .origen de nuestro ser, o cuando habla del oscuro abismo en que nos movemos, aún entonces afirma y con más intensidad que nunca, la necesidad del amor como única cosa que tal vez no sea vana. Si en desesperados momentos su sinceridad lo arrastra a un melancólico escepticismo y la negación se le hunde en el pecho tenebrosamente, se salva siempre por el corazón, pues por encima del misterio eterno, religioso en el fondo más que filósofo, recurre a la ciencia, cordial de los místicos, y opone el fuego de su pecho a las vastas obscuridades y a la venenosa sinuosidad de la duda.

 

Carlos Sabat Ercasty

Revista "Hiperión"  Nº 15

Montevideo

 

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