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Lautrèamont, Laforgue, Supervielle
La difícil ecuación de tres poetas Montevideo Año XXX Nº 1446 2 de mayo de 1969 pdf. |
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En Juncal y Reconquista, entre el mercado nuevo y el Teatro Solís, debe quedar inaugurado, hoy, el monumento a Lautréamont, Laforgue y Supervielle. Los tres poetas Uruguay dio a Francia, según quiere la frase generosamente sostenida por la tradición, quedarán, así, reunidos como en un afán de unidad definitiva. Y sin embargo, basta con una aproximación analítica no muy profunda a la realidad del trío para comprender que es muy difícil dar una fundamentación teórica a ese afán de unidad. El relevamiento de similitudes y diferencias, indica una ventajosa proporción de las últimas en relación a las primeras y únicamente, quizás, la inserción de la continuidad de su obra en la evolución de la poesía francesa contemporánea, nos permita descubrir lazos más sutiles, capaces de establecer una correspondencia más o menos válida desde los Cantos hasta Oubiieuse Mémoire. Los términos del polinomio Están, claro, en la comunión más superficial y evidente, el nacimiento, el desarraigo, la lengua, el oficio. Y lo anecdótico: veinticuatro años vive Lautrèamont, veintisiete Laforgue; Jules se llama éste, Jules se llamará el último miembro del trío. Y aquí, ya, la primera diferencia: sí la brevedad es término coman a la vida de los dos primeros, 74 años y 25 volúmenes serán las cifras a través de las cuajes construirá Supervielle su importante aporte a las letras francesas de nuestros días. Y luego, anotando fechas, puede encontrarse el primer esbozo de unidad. Lautrèamont muere en París, en 1870. Para ese entonces. Jules Laforgue tiene unos diez años de edad. Y cuando éste muere, tuberculoso, también en París, en 1887, hace tres años, que ha nacido, en Montevideo, Jules Supervielle. La posta poética dura más de un siglo sin solución de continuidad. Eso es lo primero, lo más visible y, si se quiere, lo superficial. Importa saber ahora cómo recogió la obra del trío esos datos de la realidad. Lautréamont fue, por opción manifiesta, el montevideano. Lo fue con vocación estentórea y así lo expuso, varias veces, en Los cantos de Maldoror. Su afán de ruptura con una sociedad y un medio hacia los cuales busca expresar algo más que una profunda malquerencia encuentra, en su condición de extranjero, un magnífico sustento. No será un extranjero, sino que se mostrará, con orgullo e, incluso, con cierta insistencia, como el extranjero no sólo por nacimiento sino como consecuencia última de un acto de voluntad. En Laforgue, la presencia montevideana quedará inmersa en todo el clima tenue y evanescente de su obra. La misma diferencia de sensibilidad entre un título tan sonoro como Los cantos de Madoror y otro tan apagado como Les Complaintes separará en una y otra obra la presencia del país natal en las vivencias del autor. ¿Y en Superviene? Aquí si, aparece otro Uruguay. El Montevideo que recuerda en uno de sus poemas es, sobre todo, un aire fresco y libre, que guarda a sus pájaros como si éstos fueran peces y el aire fuera mar: "Je naissaís, el par la fenêtre / Passaít une fraíeche caléche (...) Le matin comptait ses oiseaux / Et jamais il se se trompait / Le parfum de l'eucalyptus / se fiait á l'air elendu." Es curioso, porque de este país tan pequeño sólo parece haber quedado, en la sensibilidad del poeta, una noción de vastedad, de aire y campo libres que no pueden dejar de sorprender al uruguayo de nuestros días. Curioso aire, cuando el poeta recuerda que "Dans l´Uruguay sur l'Allantique / L'air était si tiant, si facile. / Crue les couleuxs de l´horizon / S'approchaient pour voir les maisons-" y curiosos pájaros, entre los cuales Supervielle elige, en Prophétie, al único sobreviviente —junto con un pez que "no sabrá nada del mar"— para que dialogue con Dios cuando lo Tierra no sea más que "un ciego espacio giratorio". Bien distinto es, por cierto, este clima, al de las fantasías de destrucción dei personaje de Ducasse que "habría preferido ser hijo de la hembra del tiburón, cuya hambre es amiga de las tempestades, y del tigre, de reconocida crueldad". Distinto, también, el océano de uno y otro. El de Supervielle sostiene casas imaginarias, engendra fantasías de eternidad y le entrega "amigos de las grandes profundidades". El de Lautréamont, regocija a Maldoror con el aniquilamiento, dosificadamente cruel, de toda una tripulación y le sirve de lecho para sus monstruosas nupcias con la hembra del tiburón. Laforgue, como se ve, ha quedado al margen. No es el poeta del océano, sino de la Luna. Llega a él, sin embargo, a través del mito del viaje. Porque también él —no lo olvidemos— es ira desarraigado y la fantasía de evasión surge como necesaria contraparte a sus días de "humor triste", para utilizar una expresión de Supervielle. Es hora de decir, ya, y puesto que los hemos vinculado, que la obra de los dos parece estrecharse como en un afán común por rechazar —desde su nostalgia fantasiosa y, a veces, evanescente— el clima sordo y tormentoso de las ficciones de Lautréamont. Paul Fort, al prologar los Poemes de Supervielle que Figuiére publicó en 1919, señalaba la influencia de Laforgoe en esa obra temprana de su coterráneo. Claro que ese nombre aparece junto a los de La Fontaine, Whitman y Baudelaire. Lo que parece evidenciar un recato muy particular en la vinculación de ambos poetas. La difícil ecuación Y si hemos de creer en un cierto desarrollo homogéneo en la historia de la literatura, ese vinculo tendría que haber ido perdiendo vigor con el paso de los años. Porque cuando Supervielle empieza a publicar sus libros más significativos (tomemos como punto de partida Le Forçat Inoccent editado por la N. R.F. en 1930 y que, a su vez, reúne algunos poemas de años anteriores) hace ya un tiempo que suena, a su lado, el torrente de la revolución surrealista. Bien distinto, por cierto, este sonido al de las canciones del simbolismo decadente en que, según quiere la crítica, debe ubicarse a Jules Laforgue. Pero, curiosamente, a medida que la poesía francesa va explorando nuevos caminos y, a medida que la historia la lleva, desgarradoramente, a la poesía política y al engagement, se irá afirmando la independencia creadora de Supervielle. De manera que el diálogo con el poeta de la Luna permanecerá indestructible en su tenue consistencia. Lo que me parece más significativo, sin embargo, es cómo la evolución de la literatura francesa logra, por verdadero arte de birlibirloque, reunir, en un mismo momento de la poesía contemporánea, la obra de los dos extremos cronológicos del grupo. Porque no debemos olvidar que es, precisamente, a través del empuje surrealista —es decir, cuando Supervielle está haciendo sus primeras armas en la creación poética— que se difunden con verdadero interés, Los cantos de Maldoror. Y así llegamos a la perspectiva más interesante para ordenar la difícil ecuación de estos tres poetas. Lautréamont, Laforgue y Supervielle, así ordenados, pertenecen al siglo largo de poesía francesa que se inicia con Baudelaire y llega hasta nuestros días. Las fantasías luciferinas del primero, los cantos de monotonía y evasión del segundo y la búsqueda tenaz, aunque mesurada, del tercero pautan, si bien se les mira, distintas etapas de esa evolución. Ducasse llega a la poesía, como es obvio, después de Las flores del mal y, si se quiere, contra ese libro, cuya ferocidad busca superar. Para llegar a Laforgue, hay que subir varios peldaños de la escalera. Hay que nombrar —nada menos— a Mallarmé y, también, a Rimbaud y a Verlaine. Y hay que recordar un nombre menor, que comulga con Lautréamont y Laforgue, en la brevedad de su existencia: Tristan Corbière. Este es el compañero que otorga Henri Lemaitre ai uruguayo en la representación del simbolismo '‘decadente” aunque, anota, en Laforgue la estética no es más que la máscara para ocultar su "derrotismo metafísico". Cuando Supervielle accede a las letras, mucho se ha construido por encima de esa poesía de la angustia. La historia ha doblado ya el cabo del siglo y las nuevas invenciones irrumpen en la literatura bajo los nombres de Blaise Cendrars y Guillaume Apollinaire. El trepidante paso de los trenes arranca, en Páques a New York y en Zone, los elementos de puntuación que aún guardaba la poesía. El surrealismo, lo hemos visto, impulsado por Freud, aporta la escritura automática y el culto, del inconsciente. Supervielle , según el mismo lo ha dicho, buscará a lo largo de su obra el precario equilibrio entre esta poesía así revolucionada y la armonía clásica que Lautréamont —entre otros— quiso combatir. Las raíces posibles Enfocados como acabamos de nacerlo, es posible, pues, ubicar a los tres en la rica curva de la poesía francesa contemporánea. Y por debajo de ella quizá pueda tejerse alguna otra sutil continuidad. La creación de Lautréamont no sólo interesó a los surrealistas. La crítica se ha volcado sobre ella con cierta avidez, tal como lo demuestra, cerca de nosotros, un trabajo del argentino Pichon-Riviére. Laforgue también buscó una poesía de lo inconsciente y, como no podía ser de otra manera, este intento arrastró inevitablemente la investigación de un adelanto de los principios del psicoanálisis en su obra. Es interesante ver, entonces, cómo esta onda se apaga al llegar al área de mesura de Jules Supervielle. Todo ocurre como si los sonidos, a veces chirriantes, de la fantasía, pasasen a ser modulados en el campo más sereno de la razón. Pero lo fantástico sigue moviéndose en las bases mismas del aparato creador. Bien decía Carpentier que, para la fantasía literaria, nadie mejor formado que los que han nacido en este continente. Y luego, ¿cómo unirlos en una cifra común? ¿Hay algún nombre que, de alguna manera, les equivalga? Obligado a elegir, yo nombrarla a Eluard. Eluard, que, sin embargo, fue, de todos los surrealistas, quien manifestó un interés más intelectual y menos apasionado por Los cantos de Maldoror y quien evidenció, además, una inclinación muy escasa hacia la poesía de Supervielle ("Le encuentro parecido a La Fontaine, y La Fontaine no termina de gustarme"). Pero Eluard dialoga con Lautréamont a través del surrealismo y crea una misma musicalidad poética junto a Laforgue y Supervielle. Aunque quizá, lo más sensato sea no forzar las cosas. Lo importante es ver cómo los tres se insertan en niveles distintos de una misma evolución creadora. Y si ahora podemos reunirlos en un único monumento es porque, cuando de un extremo del camino se mira hacia atrás, la ilusión óptica hace menguar la distancia que separa sus diversas etapas. |
crónica de Gabriel Saad
Publicado, originalmente, en: Marcha Montevideo Año XXX Nº 1446 2 de mayo de 1969 pdf
Gentileza de Biblioteca Nacional de Uruguay
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