Raúl Montero Bustamante o el señorío

Crónica de Dora Isella Russell

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXVII Nº 1337 (Montevideo, 31 de agosto de 1958)

"Macaulay amaba escribir la historia de los personajes en quienes el carácter y la voluntad están al servicio de las grandes virtudes cívicas y domésticas” —comienza diciendo Montero Bustamante en una de sus más hermosas semblanzas. ¡Qué página de culminada tersura hubiera resultado en el estilo del admirable historiador inglés, el relato biográfico de Raúl Montero Bustamante, prototipo cumplido del gentilhombre!

Sabemos que no es fácil la empresa de evocarlo en estos instantes, cuando el remolino de la congoja empaña el perfil nítido de sus valores; cuando la circunstancia inmediata de la muerte, al cerrar una vida con su última anécdota inevitable, agolpa, aunque se pretenda eludir su imperio, recuerdos y emociones que se sobreponen a todo criterio objetivo; y por fuerza lo que se diga del ausente adolecerá de improvisación y sentimentalismo. Pero éstos tienen también su razón, su necesidad y su momento, y hemos de acatarlos.

Hace muy pocas horas que vimos pasar la cureña sobre la cual la bandera nacional envolviendo el féretro de Montero Bustamante, proclamaba el duelo de la República ante un hijo que no ocupó en ella sino los rangos que ofrece la cultura, y que no tuvo más ejecutoria pública que sus méritos de ciudadano. Iba sen os el amigo, el hidalgo, el escritor, mientras la fría llovizna del mediodía rubricaba con su inclemencia el adiós melancólico y definitivo.

“Un hombre de otro tiempo”, solía decirse de él, y él mismo lo aceptaba al reconocer que su formación se modeló al influjo del medio familiar, impregnado de las ideas y lecturas que nutrieron las postrimerías del siglo XIX, y que le fueron inculcadas en el hogar tradicionalista. Pero asimismo quería subrayarse, al ubicarle así, una serie de virtudes adjetivas, que él resumía gallardamente y que parecen extinguidas y hasta fuera de lugar ahora. Mas, ¿por qué han de ser “de otro tiempo”, y no de siempre, la elegancia interior, la fineza moral, la rectitud del juicio, la justicia del criterio, la tolerancia del pensamiento, el respeto del adversario, la amplitud comprensiva, cualidades que en don Raúl se decantaron hasta volverlo arquetipo de una flor de varonías preteridas por una época más práctica y alejada de los romanticismos, que parece sustituir por la acción, todo aquello que antes ponía el acento sobre los paradigmas de la inteligencia y la sensibilidad, la cultura desinteresada que pregonaba Rodó como una de las condiciones esenciales del arielismo?

Surgido al aprecio público con sus ''Versos", que saludara con encomio Julio Herrera y Reissig desde “La Revista” en 1900, Raúl Montero Bustamante traía ya su signo individualista, su equilibrio interior, su superioridad moral, escapando de los corrillos y cenáculos característicos de nuestra bohemia rioplatense del novecientos, refugiado en fecundo aislamiento entre sus libros y papeles, “sin afiliarme a ninguna capilla, peña o clan literarios, pues siempre fui rebelde al espíritu gregario”. Adolescente pálido y soñador, su temperamento reservado no le predisponía para el bullicio de las tertulias trasnochadoras, ni para las travesuras de juventud que se ufanaban en desafiar con la extravagancia, la polémica o el escándalo a nuestra plácida ciudad en crecimiento. El sólo quería ser “un humilde ciudadano en la ciudad de los libros”: ideal ciudadanía en la que asumió durante medio siglo el invisible rectorado del pensamiento literario, como lo tuvo Vaz Ferreira en el pensamiento filosófico. Y si los "Versos” ya anunciaban a un fino poeta, éste tuvo su laurel consagratorio al ganar con el ''Canto a Lavalleja” el concurso promovido al inaugurarse en 1902 en la ciudad de Minas el bronce de Juan M. Ferrari. Cincuenta años más tarde, contemplando Montero aquel lejano triunfo inicial, recapitula lúcidamente acerca del propio ejemplo: “y diré que si el Canto a Lavalleja es acaso simple alarde de juvenil osadía, el tiempo transcurrido desde que, al finalizar el pasado siglo, comencé a escribir para el público, hasta los días que corren en que aún mantengo la actividad diaria de la pluma, si no por el valor intrínseco de lo que he producido, sí por mi persistencia en la vocación literaria, puede ser útil como récipe contra la timidez o desconfianza de los jóvenes y contra el escepticismo y cansancio de los viejos”. Aleccionadoras palabras proferidas en el umbral de la vejez, por aquel ser singular de quien, si ya en 1905 dijera Julio Lerena Juanicó, en implícito elogio a su precoz madurez, que su pluma siempre había tenido treinta años entre sus manos de niño, hoy, cumplida su obra y clausurada su vida, podemos afirmar igualmente que continuó siendo joven en cada día de su sosegada y dulce ancianidad. Hay tanta mesura en el prólogo a el "El Parnaso Oriental”, en plena mocedad, como en la postrera página que salió de sus manos, pues una trayectoria sin altibajos caracteriza su estilo, cuidado y puro, con preocupación de belleza y de concepto, en el medio tono sin arrebatos de una prosa exenta de sobresaltos que ni culmina en brillos meteorices ni decae en pasajeros desfallecimientos. Estilo armonioso, pues, como armoniosa fue su existencia, ya que en él se dieron ]a identidad del carácter con la conducta y se conjugaron la modalidad romántica del siglo pasado y el modernismo finisecular añadiéndose una flexibilidad propicia para la renovación incesante, a fin de ser, como no ambicionó otra cosa, un servidor de la cultura pública. Conviene destacar, en este aspecto, la oportuna observación anotada, hace algunos años, en un excelente discurso del académico don José Pereira Rodríguez: “Montero Bustamante resultó figura extraordinaria como Director de revistas de Literatura. Entre todas las proteicas manifestaciones de su talento, quizá sea ésta la que más le plazca en la recapitulación de su acción intelectual orientadora”; y analiza prolijamente su actuación en el quincenario “Revista Literaria”, de 1900, que vivió cuatro meses tan sólo; en '‘Vida Moderna”, que dirigió conjuntamente con Alberto Palomeque, y que documenta el movimiento rioplatense de esa hora; y fundamentalmente en la “Revista Nacional”, de sostenido aliento desde 1939, hasta que en estos últimos años pasó a las manos no menos eficaces del propio Pereira Rodríguez. para seguir siendo desde entonces hasta hoy, “un repertorio de la cultura contemporánea e histórica del Uruguay”, como Montero lo anunció en sus propósitos al iniciarse el primer número.

Fue en el terreno de la historia y de la crítica donde halló Montero Bustamante el suelo más propicio para acrisolar sus excelencias de ensayista, si bien en la poesía hizo también algunas incursiones felices, y llevó asimismo dignidad a sus escritos periodísticos, y aun a las monografías sobre temas financieros a que le indujo algunas veces su cargo en el Banco de la República. Un ardiente amor a lo nuestro volcó sus preferencias hacia los grandes temas de la patria, la Guerra Grandes, los patricios orientales, los personajes de ejemplar vida pública del país, todo lo que tuviera sabor propio y expresara en forma elevada la mejor tradición de nuestro procerato uruguayo, que él hizo vivir en sus páginas merced a una peculiar facultad retrospectiva que, por su afición al pasado, le permitió reconstruir con exactitud y gracia escenarios de ayer y protagonistas de otros tiempos, con su rica prosa, ágil sin trivialidades y nerviosa sin premuras. Venido él mismo de esclarecido linaje, más fue lo que le añadió por sí propio que lo recibido naturalmente por su cima. En los tres densos volúmenes que se editaron en 1955 como homenaje conjunto del Instituto Histórico y Geográfico del Uruguay y de la Academia Nacional de Letras, al cumplirse medio siglo de vigencia literaria de quien fuera Secretario, Vicepresidente y Presidente del primero, y Presidente de la segunda desde la fundación de la misma en 1943 hasta ahora, se recoge lo más representativo y valioso de sus ensayos y discursos académicos, y la sola enumeración de los índices constituye el temario de un humanista integral, que dio preferencia a los problemas duraderos de la estructuración histórica y espiritual de su patria, y al estímulo de los colegas uruguayos, preocupado ante todo por la expansión de la cultura nacional.

Hombre sin odios, a quien antes se le reprochaba lo generoso que lo mezquino (“a menudo se me hacen cargos por la benevolencia de mis juicios”, reconoció alguna vez), no concitó enemigos ni rencores, pues no pudo tenerlos quien jamás, por temperamento, sintió inclinaciones polémicas y a quien por lo contrario, nunca sus convicciones más íntimas le enturbiaron la razón encalmada o la apreciación de virtudes u opiniones diversas de las que él cultivaba; es elocuente, por ejemplo, que militando en distintos campos ideológicos, no escatimara su homenaje al General Lorenzo Batlle, en crónica conceptuosa donde al trazar su biografía reconoce las riquezas de su intelecto y sus dones de gobernante, o cuando pone de relieve la brillante gestión internacional de Batlle y Ordóñez en la Conferencia de la Haya en 1907. Esta hidalguía de su conducta, en la que se cumplió en todo momento el proverbial adagio: Nobleza obliga, explica el respeto y acatamiento que le rodeó siempre, y ese freno de la actitud reverente que sin quererlo suscitaba su presencia. Había en don Raúl cierta lejanía, cierto pudor de efusividad, que recataba su ternura en el ademán señoril y atildado, de perfecta aristocracia, entendiendo el término como una selección de las mejores calidades del alma, si bien la suavidad de sus maderas escondía una insospechada firmeza de carácter y una recta voluntad. Lector de los clásicos griegos y latinos en sus idiomas originales, gustaba releer a Horacio en el atardecer de su vida, conciliando la luminosidad latina con las brumas nórdicas de Heine, predilecto de sus mocedades y nunca olvidado. Los años le habían regalado una erguida transparencia, y aunque la paz resplandecía en sus ojos azules, emanaba de él un atractivo nostálgico, esa pátina que ennoblece los viejos retratos; y si en lo físico la distinción de su abolengo le definía, en lo moral la diafanidad de su conducta iluminó de belleza su vida pública y privada. El entroncamiento con otra familia prócer, al casarse con la hija mayor de Juan Zorrilla de San Martín, que fue tan inteligente colaboradora del esposo como lo había sido del padre, consolidó en el hogar patricio el culto de los mayores, la siempre encendida lámpara de la tradición en cuya lumbre se cristaliza el ayer que atesora enseñanza y ejemplo. En la casona hidalga todo habla a la memoria y retrae al pasado, los muebles antiguos, los viejos óleos, las gráciles miniaturas, los testigos fieles de tiempos idos; y asociamos siempre, al evocarla, una linda muñeca alemana de porcelana, vestida de tules y sentada ante un pequeño piano, en un rincón de la sala, detrás de un sofá colonial; al dársele cuerda, la caja de música que esconde suelta una melodía desvaída y la muñeca mueve a compás la cabeza y las manos; cuando le visitábamos, por cariñoso empeño, insistía en que nosotros mismos hiciéramos funcionar la caja sonora, para que la estancia poblada de remembranzas añadiera la gracia melodiosa y anticuada del juguete que tanto nos placía. Tal vez este recuerdo pueda parecer fuera de sitio, pero, no sabemos por qué, no podemos omitirlo. Don Raúl, que tuvo para nosotros afectos y deferencias de abuelo, era el patriarca circundado de hijos y de nietos que supo acercarse a la muerte serenamente.

Hay en la casa señorial de los Montero-Zorrilla, una puerta de cien años que ya tiene su leyenda. Se abrieron antaño sus hojas de madera rica ornadas por pesados herrajes, en la antigua residencia de la Ciudad Vieja, ya demolida, de un antepasado, don José María Montero. Y en un poema el descendiente estiliza su historia, resucita las vidas que desfilaron por ella, concluye, sin amargor, con el vaticinio de !a propia partida:

“Pero cuando se parta

por el largo camino,

ciérrate,

noble puerta,

sin hacer mucho ruido

con tus cansados goznes

y tu viejo pestillo;

y sea tu silencio,

tu recato prolijo,

tu prestancia patricia,

tu continente digno,

más que el crespón de duelo,

el verdadero símbolo

del amor del ausente

y el dolor de los míos”.

Ante la clausurada puerta familiar, que una cercana planta constela en verano de menudos y fragantes jazmines del país, tantas veces brindados con galanura por su propia mano, siempre creeremos seguir viendo la frágil y arrogante silueta de don Raúl Montero Bustamante, uno de los seres de más claro, suave e inolvidable señorío que nos ha sido dado conocer.

 

Crónica de Dora Isella Russell 19 / 20 de agosto de 1958.

(Especial para EL DIA)

Suplemento dominical del Diario El Día

Año XXVII Nº 1337 (Montevideo, 31 de agosto de 1958)

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

                     Raúl Montero Bustamante en Letras Uruguay

 

                                                                      Dora Isella Russell en Letras Uruguay

 

                    

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