El regreso de Amado Nervo Crónica de Dora Isella Russell Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXVII Nº 1376 (Montevideo, 31 de mayo de 1959)
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Volvió a México envuelto en los colores de todas las banderas hispanoamericanas. Volvió en la serenidad definitiva, despojado de las tormentas y congojas del alma, en paz y olvido con la vida y con la muerte. Han transcurrido cuarenta años desde entonces. Trajo consigo un destino de melancolía, soledad y silencio, buen equipaje para los solitarios. Desde la aldea de Tepic, donde abrió los ojos en 1870, hasta la playa montevideana donde se extinguió en 1919 Amado Nervo cumplio una predeterminada tarea lírica que, en esa hora, significó para la poesía mexicana una necesidad y una novedad. No la novedad enjoyada de Darío, no la pompa triunfal de Chocano pero sí la afinada misión introspectiva de ayudar a desvestir el alma y ponerla bajo la doble luz de la inteligencia y el sentimiento. “Quería ungír de suavidad, de dulzura, el mundo", dice Alfonso Reyes. Le tocó compartir la contemporaneidad con dos titanes, el nicaragüense y el peruano. Entre la rutilante riqueza verbal del uno, el acendrado amor de orfebre con que Darío cinceló una obra amparada en el numen estético, la orquestada melodía con que el indio genial ubicó sabiamente los vocablos; entre la grandisonara y vibrante majestad del "Inca Emperador”, mago de la metáfora restallante, la poesía del mexicano puede aparecérsenos como desmayada, exangüe y sin nervio, poesía de dios menor acaso. Pero su arraigo continental no es menos cierto, y sus influencias se dejaron sentir en la creación de varios poetas americanos posteriores. Por algún motivo misterioso, la continuidad de elección de un poeta, a través del tiempo, añade a los cimientos de su permanencia, el renovado arrimo de la devoción colectiva, sm mucho análisis a veces, casi como respuesta a la ansiedad de creer y admirar que en determinadas ocasiones apremia el espíritu. Y a cierta altura de la vida, en cada generación, por razones inexplicables, oscuras y poderosas hay un regreso a ciertos fervores que no se extinguen nunca del todo. El seminarista frustrado que se volvió mundano sin perder la recoleta virtud del pudor señoril, del hermetismo de su interior, con aquella "cortesía suave de indio" que también subraya Alfonso Reyes, tuvo desde la juventud el preocupado interrogante del más allá. No el desespero, no la avidez de conocer y tal vez ese anhelo le condujo a cierta hora, al trato con las ciencias ocultas. Le interesaba el espiritismo, la magia, la transmigracíón de las almas, el eterno retorno nietzscheano, la astronomía, el predio de lo sobrenatural, que conciliaba a su modo con su misticismo cristiano. Intentaba todos esos senderos que prometen respuesta a la sed de preguntas infinitas que tortura a los hombres. Cuando en 1900 "El Imparcial" de México le envió a París, a la Exposición Universal, le ganó la bohemia irresistible de la ciudad embrujadora, donde por algún tiempo compartió el alojamiento nada menos que con Darío, otro bueno para el deambular del ensueño y la curiosidad de lo invisible. París enriqueció de fantasías al muchacho pobre y le regaló un amor de leyenda: Ana Cecilia Luisa Daillez. Enjuto, pálido, barbado, “Voici Monsizur le Christ", secreteaban al paso de Nervo las modistillas de barrio. Cuando Ana Cecilia entró en su corazón, el amor se consumó en éxtasis y plenitudes ideales. Amor de poeta, sublimado por la ternura y la armonía. vivido en la clausura de un secreto que ni los más allegados conocían. Ana Cecilia fue desde el primer momento, la sombra dulce y compañera, y sigue siendo hasta hoy, la aureola nostálgica que tornasola un destino humano con el resplandor perenne del idilio perfecto. La muerte de Ana Cecilia, en plena dicha, le dejó la gloria intacta de un recuerdo sin reprochas. Y ya es haber sido bien rico. El siguió viviendo, pese a que creyó caer fulminado por la pena, acaso porque, como escribe en una carta a Darío del 27 de enero de 1912. “la vida es obstinada para los tristes”. La diplomacia dio a Nervo la ocasión de paladear el halago de la sociedad, pues su selección mental, su conversación elegante, que señalan quienes le trataron, el prestigio poético que lo nimbaba, eran factores seguros de su atractivo para la concurrencia; y, en los años últimos cuando se fue volviendo cada día más sencillo y cordial, también para el pueblo; dándose así el caso curioso de que un poeta de tanta finura íntima, fuera a la ver eminentemente popular. “Perlas Negras", "El Éxodo y las Flores del Camino”, "Los Jardines Interiores”, “En Voz Baja", “Serenidad”: títulos que jalonan el itinerario lírico de su fama, culminante con “La Amada Inmóvil”, breviario de su drama, donde el dolor trasunta la angustia de una desgarradura que pone mordazas a la rebeldía y al lamento. En ese libro, palpamos la categoría de su soledad: no es la soledad altanera y empenachada, torre de honor de castillo feudal empinándose agresiva por encima de las debilidades humaras, sino aquella otra colmada de amor, con pulso de luz y comprensión, amparadora y sufriente, que busca socorrer los desfallecimientos del hombre. Amado Nervo unió a sus convicciones de raíz cristiana las enseñanzas filosóficas de las religiones orientales fusionando su mística compleja con el Dios único de Occidente. Y en esa conjunción se afirma mas su indagar en torno de la muerte, a la que nunca han podido ser ajenos los espíritus sensitivos. Y Jesús o Vivekananda, Budha o Kempis, le nutren con sus evangelios seculares. Hacia ellos vuelve siempre el rostro flaco de penitente sin culpa, buscando la paz interior, no esa paz usurera y cobarde en que consiste la resignación, sino la serenidad reposada del que se halla en buenos términos con su sino. Tuvo la virtud de ser el poeta confidente, autobiográfico, que habló “en voz baja" y se aisló de las estridencias vulgares, en esos “jardines interiores” que cultivó con amor de hortelano abstraído. Esa cualidad señala con gracia Unamuno, evocando una visita realizada por Nervo en 1909: “Hacía tiempo —años ya— que no veía a Amado Nervo, con todo y vivir él en Madrid, a donde he tenido que ir entretanto tantas veces. Pero es que yo iba, siempre de prisa, a meter ruido —¡es el sino!— y él vivía metiendo silencio —¡su sino también!— |
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Después de “La Amada Inmóvil" , devocionario patético con "Elevación", "El estanque de los Lotos" y “El Arquero Divino”, cierra lo esencial de su órbita lírica hallándose en éstos — criterio personal — los poemas que de él preferimos. Que preferimos con respeto aunque no con apasionamiento. Hay en Nervo un excesivo discurrir filosófico, una facilidad conversacional, cierta flojedad que parece fatiga, que echan sobre su verso un vaho de neblina que lo desdibuja. Y acaso lo hallaremos en veces demasiado seráfico, sin esa chispa de satanismo que aviva el encono, pródigo en perdones por igual para quienes le hicieron bien como para quienes le hicieron mal, y le querríamos menos dulce menos santo, menos paciente, menos comprensivo... Y si en estas cuatro décadas caídas sobre su nombre, también cayó sobre él un poco de olvido, débese indudablemente al esfumino del tiempo sobre contornos cuyas aristas no resistieron, sin vulnerarse, el paso de los años. El recuerdo de Amado Nervo quedó vinculado para siempre con el de Montevideo, porque tuvo el luctuoso privilegio de ser escenario de su muerte, cuando no había cumplido aún cincuenta años. Vino al Río de la Plata en 1918, como Ministro de su país ante Argentina, Uruguay y Paraguay. Hizo amistades y poemas, y algún último romance iluminó su otoño: “Bienvenida”, la llamaba. Y en mayo de 1919. hallándose en Montevideo, le escribe a Buenos Aires, enfermo ya: “Es de creer que me podré ir el 24... ¡Qué cerca!... Ya pronto estaremos juntos. Hasta luego". Curiosa premonición, aunque fue con otra, la cita postrera. Porque murió en la mañana del 24 de mayo, pidiendo ver el sol. El Uruguay se asoció solemnemente al pesar de México. Baltasar Brum, entonces Presidente de la República, culminante de talento y de juventud, decretó que se rindieran honores militares de Ministro y que se izara a media asta el pabellón nacional en todos los edificios. Se velaron sus restos en la Universidad, inhumándoseles provisoriamente en el Cementerio Central; y los orientales vivieron como congoja propia la desaparición del doliente bardo mexicano. Hizo aún más Baltasar Brum, en el deseo de testimoniar la reverencia de esta nación a la memoria del poeta enmudecido en su suelo: a los pocos días, llamó al escultor José Luis Zorrilla de San Martín — que había tomado con singular finura la mascarilla fúnebre de Nervo— para que diseñara y realizara un monumento sencillo y rico que el Uruguay regalaría a México. De inmediato, cuando el boceto estuvo pronto, la empresa de materiales de construcción que en aquellos momentos trabajaba en las obras del Palacio Legislativo, dispuso equipos de obreros que ininterrumpidamente, en jornadas de ocho horas cada uno, pudieron terminar en unos cincuenta días el sobrio sarcófago ejecutado en labradorita verde, en cuya tapa un noble altorrelieve concebido por Zorrilla de San Martín, reproduce el rostro ascético del poeta — inspirado en la mascarilla —- y orlado de laureles. Datos, éstos, que recogimos del propio escultor, quien con su habitual hidalguía evocó para nosotros el proceso de una obra de la que, curiosamente, no guarda bocetos ni fotografías, y que nosotros pudimos obtener al fin, por amistosa complacencia de la familia de Edelberto Torres, biógrafo eminente de Darío y de Gómez Carrillo, que actualmente reside en México. |
Faltaba aún el viaje último. El 3 de setiembre, los restos de Amado Nervo partieron a bordo del crucero Uruguay, rumbo a su patria, y otros barcos de guerra americanos fueron incorporándose como escolta de honor En varios puntos del Atlántico — Río de Janeiro, La Guaira. La Habana — se renovaron las exteriorizaciones de fervor popular. Fue un recorrido emocionante que puso de relieve la magnitud que puede adquirir la poesía como nexo entre los pueblos. Y el convoy llegó a Veracruz el 10 de noviembre. México convalecía de una reciente revolución. Fue grande la sorpresa de nuestros jóvenes marinos al ver, en el trayecto de Veracruz a la capital, ahorcados que pendían de los cables del telégrafo. ¡Los despojos del poeta de la serenidad volvían a su patria, como un contrasentido, en medio del hervor revolucionario! Por último, el 15, quedó en definitivo reposo. Y evocamos este jirón de años que nos distancia de su tránsito, pensando que, acaso, Amado Nervo logró al fin el desesperado anhelo proferido en una estrofa elegíaca: ¡Oh qué hambre de paz y de penumbra y de quietud y de silencio altivo y de serenidad. . . ¡Dormir, dormir! ¡Toda una eternidad estar dormido! Así sea. |
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Crónica de Dora Isella Russell (Especial para EL DIA)
Suplemento dominical del Diario El Día Año XXXVII Nº 1376 (Montevideo, 31 de mayo de 1959)
Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación
Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)
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Dora Isella Russell en Letras Uruguay
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