El paisaje de los poetas
por Dora Isella Russell

Si «el hombre es la medida de todas las cosas», también debemos deducir que el mundo íntimo puede ser el cartabón con que se mida el universo. La imagen de éste que cada individuo posee, es algo que no puede explicarse ni compartirse: es su propiedad, su identidad con lo contemplado. Y si en el hombre corriente ocurre de tal modo, el problema de la realidad exterior se complejiza y agrava cuando se trata del poeta, de los poetas, esos seres contradictorios y difíciles, algo o mucho desequilibrados, que quieren hallar belleza y ensueño aún allí donde la verdad esté gritando su aspereza y sus fealdades.

Para el poeta, el paisaje no es lo que se ve, sino lo que se siente y sueña. No está en los ojos sino en la sangre, en el anhelo, en el deseo. El mundo externo se le adapta a la pupila íntima. Y el universo circundante toma la dimensión de la fantasía: al horizonte concreto, al paisaje real, se suma la añoranza del que se vio una vez, como se vio una vez, y aún, como se cree que se vio una vez: y a la visión presente se añade el afán de lo que vendrá, de cómo se verá después. Sensaciones plurales incidiendo sobre una misma apariencia, al fin la construyen a sabor y pasión del poeta que la mira. Propia experiencia: quien esto afirma, dijo en verso alguna vez:

 

 

Mis ojos edifican el paisaje

y cuanto miro es todo lo que creo.

 

Sí. Porque el paisaje, para el poeta, está en el recuerdo de la primera sonrisa, de algún amor dichoso o desdichado, de alguna pena inmensa o una pequeña angustia. Siempre evoco un proverbio tibetano que dice: «El buen tiempo y el mal tiempo están dentro de uno, no fuera». Así el paisaje. Y bien afirma esto mismo Antonio Machado cuando dice:

 

 

Sólo el poeta puede mirar

lo que está lejos

dentro del alma, en turbio

y mago sol envuelto.

 

Observad: lejos dentro del alma. Se postula aquí una lejanía interior, o una videncia que vuelve hacia adentro los ojos para captar en el propio pecho lo remoto. En Antonio Machado se encuentra con suma frecuencia esa fusión que espiritualiza la naturaleza, las calles, el camino, convirtiéndolos en elementos subjetivos, donde la nostalgia se superpone siempre a los contornos evocados. No otra cosa quiere decirnos cuando se lamenta por la extinción del orbe íntimo que comporta la muerte:

 

 

¿Y ha de morir contigo el mundo mago

donde guarda el recuerdo

los hálitos más puros de la vida,

la blanca sombra del amor primero,

la voz que fue a tu corazón, la mano

que tú querías retener en sueños,

y todos los amores
que llegaron al alma, al hondo cielo?

¿Y ha de morir contigo el mundo tuyo,

la vieja vida en orden tuyo y nuevo?

¿Los yunques y crisoles de tu alma

trabajan para el polvo y para el viento?

 

Esto mismo rubrica aquel viejo insigne y ecuménico que fue Don Miguel de Unamuno, en su libro intitulado, precisamente, «Paisajes del alma»:

«Todos estos paisajes se ven o se sueñan en esas horas abismáticas en que, al separarse uno de la dulcísima ilusión de la sociedad de sus hermanos, de sus semejantes, de sus compañeros, cae de nuevo en la realidad de sí mismo».

Unamuno lo dice: «la realidad de sí mismo». En último término, para el poeta es ésa, la sola realidad valedera. El prisma interno tornasola el paisaje, y el sentimiento confiere a la naturaleza, al tiempo, a las cosas, una dimensión inédita. Así lo hallamos en Juan Ramón Jiménez:

 

 

El amor, ¿a qué huele? Parece, cuando se ama,

que el mundo entero tiene rumor de primavera!

Las hojas secas tornan, y las ramas con nieve,

y él sigue, ardiente y joven, oliendo a rosa eterna.

 

Proclama, pues, la perennidad del sentimiento más allá de toda contingencia, por encima del voltear de las estaciones, más verdadero que la inexorable gravitación del tiempo.

De tal modo el poeta va delineando su paisaje con elementos inconcretos, evanescentes, va tejiendo la tela de su engañosa contemplación del espectáculo de la vida, como el fauno de Mallarmé que miraba el cielo de verano a través de un hollejo de uva.

¿Es un error, y sólo a vivir erradamente conduce este modo de ver y de entender la vida? ¿Es más verdadero el árbol que el sueño dentro del corazón? ¿Tiene más realidad la realidad que la esperanza? Todas las categorías invisibles que informan el apetito humano de la ilusión, ¿han de desdeñarse porque ellas no tengan su correspondencia en verdades tridimensionales, que puedan ser certificadas por la vista y el tacto? Yo digo que no. Claro está que pertenezco también al núcleo de los ilusos irredentos, de los bienaventurados que creen en una tierra prometida que no existe en ninguna coordenada geográfica. Y eso disminuye la autoridad de mi aserto, lo cual, lejos de entristecerme, me da la seguridad de poseer, pecho adentro, mi torre y mi huerto, mi tempestad y mi canto, y esta costumbre dulce de hablar con símbolos cándidos.

Desde el primer hombre que hace siglos iluminó su noche primitiva contando estrellas acaso, la primera forma de hacer versos hasta hoy, ha prevalecido, inevitablemente, la tendencia de identificarse alma y naturaleza, de trasladad los estados de la emoción al paisaje, y hacer de éste un espejo de la propia soledad, o de la alegría, o del olvido. En el hombre está todo, lleva todas las posibilidades, todas las preguntas, y sólo puede saciarse con el propio manantial. Esto mismo quería significar Rubén Darío a quien cada día vuelvo y reverencio más: 

 

 

Joven, te ofrezco el don de esta copa de plata

para que un día puedas calmar la sed ardiente,

la sed que con su fuego más que la muerte mata.

Mas debes abrevarte tan sólo en una fuente.

Otra agua que la suya tendrá que serte ingrata:

busca su oculto origen en la gruta viviente

donde la interna música de su cristal desata,

junto al árbol que llora y la roca que siente.

Guíete el misterioso eco de su murmullo;

asciende por los riscos ásperos del orgullo,

baja por la constancia y desciende al abismo

cuya entrada sombría guardan siete panteras:

son los Siete Pecados las siete bestias fieras.

Llena la copa y bebe: la fuente está en ti mismo.

 

Similar concepto viene repitiéndose desde que en el hombre se organizó la inteligencia; «la fuente está en ti mismo», dice Darío, como hace siglos el oráculo délfico predicaba el «conócete a ti mismo». Y hemos de deducir de ello que hay una misma actitud humana que el tiempo no ha modificado. En la parábola de Hylas, que nos cuenta Rodó durante generaciones se salía, en cada primavera, en busca del argonauta perdido. No se le encontraba jamás, pero a la primavera siguiente se repetía el simulacro. Y él era el símbolo de una fe obstinada "en el prodigio y la esperanza. Siempre, por encima de lo posible, lo soñado; siempre el andar hacia una meta, antes que la meta en sí misma. Lo cual anunciaba Lessing al reclamar, no la verdad, sino la facultad de buscarla perpetuamente.

Tal vez porque el poeta es un ser desencontrado con su tiempo y con el escenario donde le toca vivir, porque ha llegado demasiado tarde, y suspira con la mirada en el pasado, o muy temprano, y sólo habla para que le entienda su posteridad; tal vez orque el don poético se paga con un inconformismo y un desequilibrio sentimental que cada cual traduce con un lenguaje propio en el que los vocablos comunes adquieren un significado distinto, sólo válido para quien los emplea; tal vez porque el poeta es autor de su cosmogonía y centro de ella al mismo tiempo, y golpea su angustia como si fuera un tambor al que arranca inéditas resonancias; tal vez por todo esto, y por muchas razones más, el poeta siempre es un evadido al que siguen doliéndole los barrotes invisibles de su cautiverio terreno y su desacomodo en mitad al vivir común. El paisaje, de este modo, sería todo lo que le rodea, todas las circunstancias por las que atraviesa, todo lo que le hiere, se instala en él, vive y muere con él. «Haréis el mundo que nombréis» dice en un libro memorable Arturo Capdevila, aludiendo a nuestra facultad de crear, con la palabra, el mundo en torno de nosotros. Y añade luego: «La reina de Saba sí existe; el jardín de las Hespérides sí existe; el árbol que canta sí existe; la isla de Calipso sí existe; el vellocino de oro sí existe. ¿Queréis más? Se puede ser, como Hércules, semidiós ahora y constelación mañana». He aquí, bellamente sintetizado, un acto de fe en la preeminencia de lo ideal sobre otros valores de la existencia.

Si algún plan me guiara en este deambular por el paisaje íntimo del poeta, comenzaría por revisar idénticas actitudes del espíritu a través de grandes creadores del continente. Pero me limito a escoger, simplemente, en este momento, entre mis devociones, algunas estrofas del gran ecuatoriano Jorge Carrera Andrade, que ilustran el predominio de lo irreal como cifra de la vida:

 

............................................

Mi propiedad labrada en pleno cielo

—un gran lote de nubes era mío—

me pagaba en azul, en paz, en vuelo

y ese cielo en añicos: el rocío.

Mi hacienda era el espacio sin linderos

—oh territorio azul siempre sembrado

de maizales cargados de luceros

y el rebaño de nubes, mi ganado.

............................................


Perdí mi granja azul, perdí la altura

—reses de nubes, luz recién sembrada—

¡toda una celestial agricultura
en el vacío espacio sepultada!

Del oro del poniente perdí el plano

Juan es mi nombre, Juan Desposeído.

En lugar del rocío hallé el gusano,

¡un tesoro de siglos he perdido!

Es sólo un peso azul lo que ha quedado

sobre mis hombros, cúpula de hielo...

Soy Juan y nada más, el desolado

herido universal, soy Juan sin Cielo.

 

Dice bien Carrera Andrade todo esto que vengo intentando explicar: la posesión de las nubes, el mapa del poniente, su «granja azul»: los bienes intemporales, la riqueza invisible que para el poeta tiene más efectividad que todos los tesoros corpóreos.

¿Por qué casi siempre la poesía trasunta un dejo de tristezas, de lejanías, de nostalgias, y muy pocas veces es expresión rotunda de alegría? Búsquese la razón, tal vez, en que, para que nazca el poema, ha de estar el espíritu resbalando hacia adentro, tocando la necesaria temperatura sensible, y el advenimiento poético es más fácil cuando el alma busca equilibrar y compensar sus claroscuros, decir el mal que la colma y traspasa. Y la morbidez del llanto siempre ha tenido un prestigio indiscutible para los poetas de todos los tiempos. «Antigua enfermedad de soñadores»: no es la poesía otra cosa. Ocurre siempre que en una hora determinada el poeta, invariablemente, mira hacia atrás y hace el recuento de su ayer; si le abruman los años, se acogerá a la memoria de su paraíso infantil o su despertar adolescente, como si ahí estuviera, intocado, el secreto de una dicha que fue suya; si es joven, también volverá al ayer, para indagar en él la clave de su frustración y de sus desalientos. No importa la juventud: el pasado tiene la sola antigüedad de la experiencia, de lo que íntimamente se haya recogido. «Quand notre coeur a falt une fois sa vendange, vivre est un mal», decía Baudelaire. Pero aunque el corazón haya renovado repetidamente vendimias de amor y de fracaso, se sigue viviendo. Y sólo le queda al poeta el refugio de su creación, el escape que le lleva a creerse demiurgo semidiós, cuando no es más que «pobre hombre en sueños siempre buscando a Dios entre la niebla».

Esa edad feliz que el poeta ubica en su pasado, remota o próxima, le deja, en el presente, un sabor agridulce que se le vuelve elegía memoriosa. Aquel paisaje que recuerda, ¿es el mismo? No, claro que no. La edad ha hecho su obra, ha retocado y deformado. En nuestro recuerdo, el cielo era perfecto, la casa enorme y hermosa, el reloj inmovilizado en una buena hora, todo en luz, todo riente, como detenido en una fotografía. Si volvemos a la realidad, veríamos que ha corrido el tiempo, que hay nubes torvas en el cielo y grietas en los viejos muros, y que todo lo desmesurado tiene proporciones normales. Pero el poeta no quiere ese regreso. Prefiere su fotografía desdibujada, la imagen vaga que ninguna verdad puede abolirle.

Como para demostrar que la vida interior tiene una pujanza que nada tiene que ver con los años físicos, cito, de Jean Aristeguieta, esa muchacha venezolana que en plena juventud está realizando una obra lírica caudalosa, versos de un poema de remembranzas, melancolía adolescente del recuerdo, que lastima siempre:

 

 

Humilde trinitaria de la aldea y sus aguas,

Luz del alba sumida en candores de luna,

Perfumada belleza, recóndita cual hierba;

Hermosa caracola, solar de mis mayores.

......................................................

Allí nací un domingo, allí corté jazmines.

Al pie de la montaña, al pie de la diamela,

Al pie de la distante gracia del ventanal,

Allí alza su porte tranquilo y señorial.

(Morena aldea virgen, religiosa planicie;

Las campanas se abren nocturnas como liras;

Al mediodía los pájaros dan voces de oración.

Allí están el caimito, la guayaba, el onoto.

Región de la naranja y del clavel silvestre,

Región de las garúas y de las procesiones;

Guasipati en un viento de tempestad azul.

........................................................

Allí nació mi madre, allí creí en el cielo,

Allí eleva el tomillo su virtud delicada,

Allí el olor a selva es lecho de rocío.

Aldea para las cosas perennes y fluyentes:

Semejante a una rosa en la mano de Dios.

 

La literatura universal está poblada de poemas retrospectivos, autobiográficos, que dan del paisaje humano una gráfica irregular, como la de la fiebre. Infiérese de ello que en sí propio ha buscado siempre el hombre la arcilla para alzar su edificio de quimeras. Hace seiscientos años el poeta de Chiraz decía:

«No te aflijas si el viaje es amargo y el fin invisible: no existe ruta que no conduzca a un fin.

«No te aflijas, Hafiz, en el humilde rincón donde te crees pobre, y en el abandono de las noches oscuras, puesto que te quedan tu amor y tu canto».

Vuelvo a lo que vengo sosteniendo: el persa enumera en primer plano, su amor y su canto; no estará solo ni pobre, mientras el sentimiento eterno le conforte y la melodía le sirva para exteriorizar su ilusión y sus pasiones. Dos siglos después Shakespeare, al escribir: «Estamos tejidos de idéntica tela que los sueños y nuestra corta vida se cierra con un sueño», no hace sino corroborar el abolengo milenario del espíritu.

Metódicamente, pudiera traer ejemplos de los más altos poetas universales que en un momento dado han exaltado el paisaje que tenían ante los ojos de la carne y el alma, revistiéndolo con el inevitable delirio estético. ¡Largo fuera, aunque no infructuoso.

Solamente traigo de los nuestros, un poema de Juana de Ibarbourou cuyo nombre no necesita de adjetivos en ningún rincón del planeta donde se conozca la lengua castellana, en el que traza melancólicamente el contorno del medio campesino donde vivió su infancia de niña asombrada y su adolescencia que comenzaba a rozar el milagro. No es la evocación gozosa sino elegiaca, de su ayer, porque la vida ha ido acumulando su inevitable y amarga sabiduría:

 

 

En el este soleado, silencioso y salvaje,

Tuve la juventud ignorada y pequeña.

Todo era fragancias que aún nadie ha recogido.

Copiosos los frutales, rojiza la madera,
Y cerca de mi casa, en cánticos, un río,

Plata fluvial sin frenesí en la correntera.

 

El maíz florecía y daba su mazorca bien granada

En los campos de suelta tierra oscura.

Tierra ama como mi aya de pezón rebosante

Y placidez de bestia doméstica y fecunda.

 

¡Ah el Este que tuvo bajo su sol mi frente,

Con la estrella del verso caliente y fulgurante!

Lloro sobre el recuerdo calcinado en el tiempo

Y sobre la elegía de aquel amor primero

Que hizo el destino trágico y sollozante.

 

Este de guayaberos, pitangas y naranjos,

De revolucionarios y de contrabandistas.

¡Cómo soñé de niña con bordar las banderas,

Repicar las campanas y edificar capillas!

 

Tierra mía sin trueno de mares ni espesuras,

Soñando con petróleo bajo de las colinas,
Y con la pastoril riqueza de sus ganados

En la abundancia fuerte de las gramíneas.

 

Están allí los huesos de todos mis abuelos,

Y allí está la opulencia de todos mis parientes.

Yo emigré hacia el Sur para hacer mis poemas

Junto a la mar con flores de azufre en las rompientes.

 

Mar de grito disperso, de sal entreverada,

Espejo de un amor que fue un día paloma,

Cuando la juventud era en mi una brasa

Dulce como un panal, firme como una rosa.

 

¡Oh Sur que me ha clavado en la cruz de esta pena

Nutrida de una sombra que aún me besa en la boca!


Vamos llegando al fin de este breve recorrido por el paisaje subjetivo del creador, desde mil ángulos susceptibles de tantas interpretaciones como ojos lo miren y corazones lo comprendan. «Lo comprendan»: sin quererlo he dicho la palabra más peligrosa, porque entraña la actitud de que más necesitado se halla el poeta: antes que el amor, la comprensión. Porque comprender es abrazar, compartir, ayudar a cargar con la cruz y dar agua reparadora a quien atraviesa el mundo con el tormento de una sed sin remedio. Misión de Samaritanas o de Cirineos que no todos asumen, y que el lírico extraviado bajo los astros agradece y retribuye, como los juglares que rimaban a cambio del yantar, con la sola moneda que posee: su propio desgarrón hecho versos.

Y he de cerrar este incompleto glosario del universo anímico con las palabras con que un entrañable e ilustre escritor americano alude a la condición poética:

«¿Cómo ha de ser posible que vivan como los demás hombres? Los románticos tenían razón de llamarles precitos u hombres fatales. No sonriamos demasiado. Si aprendieron a disimular, su estado de alma continúa hoy, y ser moderado no es ser, poeta. Les duele el corazón ante un paisaje, les tiemblan los nervios como cordajes de goleta bajo los vientos y las estrellas. Son esponjas y son barómetros. Un cielo escampado les dicta hosannas; una tarde de lluvia les empapa el alma porosa. De todo son capaces menos de tener sentido común cada mañana».

Dora Isella Russell
Revista Nacional - Año XVII - Mayo 1954 - Nº 185

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