El entierro del mito ensayo de Dora Isella Russel ilustración de Eduardo Vernazza
¡Oh la luna, la lima que cantan los poetas! ¡Oh la luna brillante de tristeza tremenda! ¡La luna que no sabe ni del frescor del agua ni del viento que tacta como un fauno, las selvas!
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y no es más que una pobre, vieja
desposeída .... |
Luna de plata, luna de cristal, luna de papel de estaño, luna pálida y cenicienta que alumbra con matices argentados la noche milenaria de los hombres, ¡cómo se ha destruido tu prestigio remoto, tu leyenda romántica y sedeña, tu inaccesibilidad, desde que. no hace mucho, viajeros terrestres vieron de cerca el verdadero color de tu rostro lejano! Y asestaron un golpe mortal al más viejo mito del mundo, enterándonos de algo que nunca hubiéramos querido saber: que no es de plata ni de cristal ni de papel de estaño; ni siquiera de miel; que la faz insomne y cerúlea... luce el rotundo color del chocolate! Una desilusión más ha resbalado desde el cielo sobre el corazón acongojado de un puñado de seres que todavía levantan la frente hacia los menguantes delicados y quebradizos. ¿Qué haremos ahora, loa poetas? Nos robaron la luna, nuestra vieja madrastra de los cuentos antiguos. Y debemos entonces comenzar el aprendizaje de la desconfianza: sólo porque la humanidad creyó a través de siglos en sus grandes fábulas, sobrevivió la fe del individuo en el ensueño. Tan sólo la esperanza de aprehender lo irreal, pudo poner alas a la rutina, emancipamos del yugo cotidiano, embellecer la monotonía de la existencia con un puñado de divinas mentiras. El rincón de la quimera nos pertenecía. Como la luna. Ya no. Ya no es de los poetas, sino los científicos. Ya no es intangible, inalcanzable. Ya no puede ponerse a prueba a los enamorados con la proeza de conseguirnos la luna, porque cualquier astronauta la descuelga y nos apaga la última lámpara —aunque sea ilusoria, aunque su luz sea prestada— que maravilla todavía las tinieblas del planeta. Y he aquí que la insomne abuela de las cosmogonías, que monopolizó por miles y miles de años el cetro de la alegoría inabordable, que inundó de hilos plateados los campanarios seculares y las copas de los árboles, que descansó su luz sobre la almohada de los dormidos, que sirvió de telón de fondo a los gatos errabundos, que asumió rango lírico porque en su red cayeron todos los poetas, que alguna vez, una, siquiera, cedieron a su embrujo irresistible, nos estaba gimiendo con su plateado espejismo. Mentira milenaria que hizo mucho bien a la fantasía, mentira cuya revelación nos deja desvalidos en !a encrucijada del bosque. La verdad tiene el color espeso del chocolate, de la tierra cocida o del caucho. Nada de remolinos siderales, ni encajes traslúcidos. El feo color concreto y oscuro, que ella ha disimulado en la lejanía con el subterfugio de unos afeites cósmicos, rayos .., con los que nos estuvo engañando quizás desde siempre, echa por tierra todo el castillo de naipes literarios, levantado en su alabanza. ¿Cómo encontrar el sendero, en el achocolatado territorio de aquel “palacio blanco de los locos del Arte”? Tropezaríamos cayendo de cabeza en sus verrugosos cráteres, que por apagados, no dejan siquiera el consuelo de que ardamos en ellos. Y se han hecho trizas los lugares comunes que izaban a los soñadores impenitentes hasta el astro distante; si “estar en la luna” era, más que desdén, elogio, pues servía para medir la evasión interior, expansión candorosa, la conquista de la ciencia ha volteado su sentido tomándolo conciso, posible, hasta turístico, y aplebeyando la secreta fuga de antaño. “Caer de la luna” ha dejado, en consecuencia, asimismo, de ser una metáfora. ¿Y a quién puede tentarle un reino de color chocolate, cuando lo soñado era un haz fragante de hebras de seda, de hebras de luz, de hebras de plata, de hebras de ilusión, que podían convertirse, es verdad, de pronto en un puñadito de cenizas, si ahora nos devoran la quimera y ni siquiera queda en las pupilas el color de la ceniza, del sueño, de la plata, de la luz, de la seda... sino una hosca solterona astral con el cutis retostado por el reverbero solar, como una campesina expuesta demasiado tiempo a la intemperie? ¿Qué haremos con nuestro brazado de fábulas, con los protagonistas mitológicos, con la casta Artemisa cazadora, con la pálida Selene que baja cada noche para contemplar el sueño de Endymión, con la Hécate trágica que se goza en atormentar a los mortales? ¿Cómo reemplazaremos la imagen amarronada y prosaica que se levanta en lugar de la fúlgida silueta de otrora, que alumbró el ballet fantástico de las hadas y los elfos? El "Viaje a la luna” de Cyrano de Bergerac, y el de Julio Verne, son, para nosotros, menos novelescos, más verídicos que los relatos de esta intolerable luna marrón que nada tiene que ver con la nuestra. Esa, existe; seguirá existiendo, a despecho de la prueba, la foto, el documento. Porque los poetas somos mucho más tercos que los sabios, (Y más sabios ....). Estos son capaces de sostener que el mundo mágico no existe, que no hay duendes, que el Pájaro de Siete Colores no canta en ninguna selva del mundo, y que las sirenas pueden servirse guisadas en el almuerzo. Pero, para nosotros, habrá siempre una luna más alta que la suya, que seguirá teniendo el buen color desvanecido de las apariciones sobrenaturales, a la que sólo se puede arribar en un vehículo extraño, cada vez más escaso, que no puede costear ninguna empresa científica: la preciosa emoción, que exige siempre un ideal que esté más allá del alcance de las manos perecederas. Es nuestro remedo de eternidad, y nuestro consuelo para Pierrot. Si le engaña Colombina —y Colombina siempre engaña—, ¿qué haría sin la luna para confiarle sus cuitas? Ella, ésa, la nuestra, seguirá oyendo la queja que en la faz enharinada traza surcos de lágrimas. Y no aceptamos, no, de ninguna manera, esta horrible cosa marrón con que quieren desplazar la vieja y gastada imagen de la abuela nocturna. A lo sumo, si vemos que el embeleso es peligroso y que el rimador arde en su delirio, podríamos advertirle, gitaneando:
No te enamore la luna, Pero le enamorará, sí, le enamorará siempre, porque hay un pacto misterioso entre el poeta y la noche, entre el ruiseñor y el poeta, entre la luna y todos los ruiseñores, entre todos los poetas y la luna, taumaturga cazurra que esconde en los pliegues de su plateada túnica, la piedra filosofal cuyo secreto persiguieron los alquimistas medievales; con ella vierte su ensalmo engañador, el sidéreo embuste que encandila las sombras, y levanta de la tierra, como un vapor capitoso, los enfervorizados “nocturnos’' de los trovadores sonámbulos. Por eso protestamos, con ánimo de convertir la protesta en manifiesto, contra la ciencia usurpadora, que quiere robarle su juguete a los niños y dejarlos solos en mitad del bosque. Sin la luna que les muestre el camino. Pulgarcillo, en la noche, iba dejando migas de pan para señalar la ruta del regreso. Pero los pájaros comieron sus señales. Algo parecido han hecho con los poetas estos excursionistas interplanetarios. Con la diferencia de que sus huellas, empapadas de luna, continuarán brillando a través de las noches, para guiar al extraviado que no se dejará convencer nunca de otras verdades que las que le enseñe su propio corazón, y que no creerá jamás, jamás, jamás, que mueren las leyendas. |
Dora Isella RUSSELL
(Especial para el Suplemento
Dominical de EL DIA).
Ilustró
Eduardo Vernazza
Montevideo, s/f
Ver, además:
Dora Isella Russell en Letras Uruguay
Editado por el editor de Letras Uruguay (Inédito en la web mundial al día 6 de enero de 2019)
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