Carlos Sabat Ercasty

por Dora lsella Russell
Prólogo de Antología T I
Biblioteca "Clásicos uruguayos" Vol. 165

 

La alumna evoca a su Maestro...

La actitud tiene mucho de sorpresa, a la vez que congoja y recogimiento. Con ánimo reverente asumimos la responsabilidad de estas palabras Imanares —de este “Pórtico”, hubiera dicho Sabat— en las que cabe toda la admiración y todo el respeto, la vitalicia devoción de una existencia dada, por ascendiente suyo, al quehacer literario, la gratitud a quien fue inspirador de caminos, develador de enigmas y que nos deslumbró ya en la hora de la infancia, con el dilatado horizonte de las literaturas y la misteriosa cofradía de los poetas, en la que nos introdujo como taumaturgo benévolo. Fue el iniciador, el mago fascinante que hizo de la enseñanza de una asignatura, la arriesgada empresa de la maravilla, con el corazón en vilo y desplegados los velámenes para la gran aventura. Nos intoxicamos de poesía para siempre...

Por eso nos resulta extraño invocar al maestro, y que el maestro no esté ya junto a nosotros.

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Perteneció Carlos Sabat Ercasty a una generación post-modernista, de soñadores empedernidos que todavía llevaban agresivas melenas, sombreros de anchas alas, negras chalinas volanderas y capas románticas. Tenían el culto de las actitudes audaces, la inocente apetencia de ser extravagantes. Hacían y deshacían el mundo en ruedas noctámbulas, ante un pocillo de café a veces compartido entre varios, porque los parroquianos eran más ricos de ideales que de monedas. El humo espeso de los cigarros no enturbiaba las ideas de aquellos jóvenes volatineros del verso —pues casi todos estos bohemios eran poetas—- que cantaban a la Noche, al Amor, a la Vida y la Muerte, con la asombrada mayúscula de las cosas fundamentales y recién nacidas. Más jóvenes que Vaz Ferreira y que Rodó, menos formales, traían en la frente el signo de los tiempos nuevos, inquietos y rebeldes.

Pero en esa bohemia nocturna, en ese deambular en busca de amaneceres, había una auténtica sed de conocimientos universales, el deseo fáustico de saberlo todo. No eran, salvo excepciones, universitarios. Pero sabían la importancia del estudio, y la autodidáctica lea ensanchó los caminos. No desdeñaron nada: de los clásicos greco-latinos a los clásicos españoles, de los parnasianos a los simbolistas, de los modernistas americanos a los remotos poetas de Oriente, sin omitir el arcano de las ciencias ocultas. Esa avidez informó también la ciclópea cultura de Carlos Sabat Ercasty.

Finalizaba el siglo XIX en un clima auspicioso para la vida cultural del Uruguay, a la cual contribuyó poderosamente la reforma escolar de José Pedro Varela. Escritores como Daniel Muñoz, Teófilo Díaz, Elías Regules, José G del Busto, representan las tendencias jóvenes de la lírica y del teatro gauchesco. Sobresale en la novela el nombre ilustre de Eduardo Acevedo Díaz. Hacia 1895, los hermanos Martínez Vigil, Víctor Pérez Petit, José Enrique Rodó, entre otros, fundan la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, que se erigió en portavoz de las corrientes filosóficas y literarias de Europa y América. Hacia 1900, también se llamará La Revista la que funda Julio Herrera y Reissig. Alrededor de 1899 inaugura su trayectoria un escritor individualista y refinado, Raúl Montero Bustamante que en su madurez reasumirá la responsabilidad de revivir aquella Revista Nacional de fines del siglo. Aparte y simultáneamente se desenvuelve la fecunda carrera literaria de Juan Zorrilla de San Martín, que mantuvo su adhesión a los cánones de su pertinaz romanticismo a pesar de las muchas corrientes nuevas que en el transcurso del siglo XX y hasta su muerte en 1931 fueron desplazando los diversos movimientos estéticos. Obsérvese que cuando se funda, en 1895, la Revista Nacional de Literatura y Ciencias Sociales, Zorrilla de San Martín ya ha alcanzado celebridad con su “Leyenda Patria” de 1879 y el pleno reconocimiento internacional con su “Tabaré”, de 1888. Las novedades literarias no lo rozan. Es verdad que desde “Tabaré” no publicará más versos, cultivando, en cambio, una prosa magnífica, de poética enjundia, y sobrevivirá a su propia juventud con la suave dignidad de quien no quiso o no supo apartarse del sendero inicial. Quizás esas superposiciones y simultaneidades de escuelas y tendencias que muestra la literatura uruguaya, así como la coexistencia de escritores de muy diversas edades y distinta formación intelectual, es lo que configura la multiplicidad y la riqueza del medio intelectual de fines y comienzos de siglo. Se codean testigos y protagonistas de dos épocas, con los rechazos e incomprensiones habituales entre contemporáneos, nacidos, por otra parte, del temperamento revoltoso y personalista de los intelectuales de la época. El año 1900 se inicia con la gloria de un libro impar: el Ariel de Rodó, la magistral lección de Próspero. Rodó, Javier de Viana, Álvaro Armando Vasseur, Roberto de las Carreras, Herrera y Reissig y los hermanos Vaz Ferreira, Delmira Agustini, Horacio Quiroga, Florencio Sánchez, Ángel Falco, Ovidio Fernández Ríos, integran una de las generaciones más notables que en un mismo momento y en un mismo país hayan aflorado en el continente. Cenáculos famosos nuclean a los jóvenes y rebeldes escritores: el Consistorio del Gay Saber, que capitanea Horacio Quiroga, y la Torre de los Panoramas donde pontifica Julio Herrera y Reissig; también surge el Centro Internacional de Estudios Sociales, proclamando el anarquismo científico y defendiendo el divorcio y el amor libre, encabezado por Roberto de las Carreras, Vasseur, Ángel Falco, Edmundo Bianchi, Herrerita, Florencio Sánchez. Revistas literarias, como Bohemia, La Pluma, Pegaso, son meteoros que incendian el ambiente y chamuscan a sus redactores cuando la deflagración se extingue. Tertulias como las del ‘"Polo Bamba” o el Café Moka, son el pulpito donde ofician los hierofantes de la sublime farándula.[1]

Reseñemos rápidamente algunos nombres y algunas fechas, hasta el umbral de la segunda década del siglo. En 1907, Emilio Frugoni publica El eterno cantar. Entre 1910 y 1914, tres poema nos revelan la llama poética de Julio J. Casal. Pedro Leandro Ipuche, con Engarces, y Enrique Casaravilla Lemos con La consagración de la Primavera, asoman en 1915. Emilio Oribe afirma su presencia lírica en varios libros sucesivos: Alucinaciones de belleza, de 1912, Las letanías extrañas, de 1913 (refundidos ambos en 1926 con el título de El nardo del ánfora), El castillo interior, de 1917, y El halconero astral, de 1919. En 1916, Luisa Luisi publica Sentir. El año 1917 auspicia una cosecha fecunda: el ya citado El castillo interior, de Oribe, y El diván y el espejo de Vicente Basso Maglio; Savia, de Montiel Ballesteros, y Humo de incienso de Fernán Silva Valdés que afirmará su personalidad en 1920 con Agua del tiempo.

Pero la muerte impone deserciones. En 1910, fallece Julio Herrera y Reissig. También en 1910, en el extranjero, Florencio Sánchez, y en 1917, Rodó, ambos bajo el cielo de Italia. Asimismo, el 21 de febrero de 1917, muere en Montevideo, Herrerita. El peruano Parra del Riego, tan hermanado con sus colegas uruguayos, muere en 1925; su humildísima tumba fue la última que quedó en pie, cuando se removió no hace muchos años, el llamado Cementerio Nuevo del Buceo. Hacia 1917, no la muerte sino la vida aísla a Roberto de las Carreras, sumida su razón en la oscuridad, hasta su fallecimiento en 1963.

En cuanto a la lírica femenina, la voz precursora de este siglo, la de María Eugenia Vaz Ferreira, se extingue en 1924, y aparece póstumo su único libro La isla de los cánticos. Diez años antes, Delmira Agustini, que publicara en 1907 la obra primigenia, El libro blanco, que le dio inmediata notoriedad, muere bajo el signo trágico del homicidio —no como suicida, como suele leerse en algunos comentarios— en 1914. Curioso resulta señalar que la crónica policial aparecida en el diario “El Día", fue redactada por un joven periodista que se llamaba Carlos Sabat Ercasty. Quien advendrá entonces al casi despoblado sitial del verso femenino, será Juana de Ibarbourou, con Las lenguas de diamante, en 1919.

Dos años antes, había aparecido Pantheos, bajo el pesimista vaticinio de su editor, Orsini Bertani, que le pronosticaba “la gloria de no ser leído”. Se equivocó el arúspice.

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Hemos bosquejado muy sintéticamente el panorama de nuestra poesía en las dos primeras décadas del siglo, omitiendo muchos nombres que convertirían en catálogo lo que sólo aspira a ser el esquemático escenario donde comienza su trayectoria un hombre nacido para larga y fecunda militancia literaria.

Una sola y misma voluntad poética a través de sesenta y cinco años, contabilizados desde el libro inicial hasta el día de su muerte, testimonian la permanencia de una vocación y la afirmación de una laboriosidad que corren parejas con la vigorosa constitución mental y física del escritor.

Viajaba en su sangre la fuerte ascendencia catalana de sus mayores. Mariano Sabat y Fargas nació en Barcelona, en Vicens dell’Orts, en 1840, y era capitán de coraceros del regimiento de Numancia; tres hijos hubo de su matrimonio con la valenciana Viviana Concepción Lleó Andreu. En 1875 Sabat y Fargas, con su familia, se trasladó al Uruguay e ingresó en el ejército, nombrándosele Maestro de Armas y Equitación del Batallón de Infantería N9 6. Viudo desde 1879 contrajo más adelante segundas nupcias con María Luisa Ercasty, argentina nacida en Gualeguaychú. El segundo hijo de esa unión —que daría cinco vástagos— fue Carlos, nacido el 4 de noviembre de 1887. Conjugó el ímpetu catalán de su estirpe paterna, con la reciedumbre vasca de la materna. Tuvo el privilegio de una salud espléndida, un físico poderoso, una varonil apostura —alto, rubio, de ojos claros— que evocaba a algún dios griego emigrado a tierras de América, y una potencia mental que no declinó nunca. Fue, como Carlos Vaz Ferreira, de esos elegidos que vivieron una larga existencia sin eclipses de sus facultades y al cerrar sus ojos pudieron evadirse con el bagaje intelectual intacto, haciéndonos recordar una frase de Juana de Ibarbourou: “No concibo la vida más allá de la lucidez humana”. Tal fue el caso de Sabat Ercasty.

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Rodó en su primera publicación, anunciaba con voz profética el advenimiento de un nuevo hombre americano. El que vendrá —título del opúsculo- data de 1896. Dice en cierto pasaje: “Los cenáculos, como legiones sin armas, se disuelven: los maestros, como los dioses, se van. Entre tanto, en nuestro corazón y nuestro pensamiento hay muchas ansias a las que nadie ha dado forma, muchos estremecimientos cuya vibración no ha llegado aún a ningún labio, muchos dolores para los que el bálsamo nos es desconocido, muchas inquietudes para las que todavía no se ha inventado un nombre. Todas las torturas que se han ensayado sobre el verbo, todos los refinamientos desesperados del espíritu, no han bastado a aplacar la infinita sed de expansión del alma humana. También en la libación de lo extravagante y de lo raro ha llegado a las heces, y hoy se abrasan sus labios en la ansiedad de algo más grande, más humano, más puro". Y más adelante añade: “¿Sobre qué cuna se reposa tu frente, que irradiará mañana el destello vivificador y luminoso; o sobre qué pensativa cerviz de adolescente bate las alas el pensamiento que ha de levantar el vuelo hasta ocupar la soledad de la cumbre?” Rodó murió —ya lo dijimos— en 1917. Como si se reencenudiera una antorcha, en 1917 surge Carlos Sabat Ercasty con Pantheos. Nos complacemos en ver una misteriosa continuidad entre aquellas hermosas palabras de Rodó, y la aparición de un libro que parece concretar una respuesta a las mismas.

El autor, ¿de dónde sale? ¿Cómo se explica su formación, tan madura desde el comienzo, en la segunda generación novecentista, más caracterizada por la dispersión y la heterogeneidad que por la disciplina? Ha leído vorazmente, desde la infancia, cuanto la literatura universal ofrecía a sus despiertas ansias de lector inteligente. De aquellas horas data su familiaridad con las aventuras de Don Quijote. La Biblia fue asimismo una de sus precoces lecturas. De los relatos de Las Mil Noches y Una Noche le quedó en las pupilas una brumosa sensación de lejanía y misterio. Don Mariano tuvo el alto mérito de haber encauzado a su hijo dentro de hábitos de lecturas selectas que no sólo significaron cultura, sino vocación. Y vocación que fue destino. Ha sufrido; conoce tempranamente la desventura de la viudez, al írsele la frágil Diana de la Fuente —hermana política de Julio Herrera y Reissig—, con quien apenas compartiera un par de años de casado. Su espectro dulce aletea en las páginas del libro inicial, dedicado a su memoria: “cuya presencia está en cada uno de mis versos, como el sol que cae sobre un árbol, está en cada una de las hojas”. Diez años más tarde, la vida compensaría aquel dolor de mocedad: su boda con Margarita Blanca López Jáuregui le deparó treinta y siete años de confortable felicidad hogareña, junto a quien fue como mujer la encarnación del ideal, la soñada compañía digna del poeta. Pero volveremos a hablar de ella más adelante. Por ahora, es el momento de Pantheos.

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Hay resabios modernistas, naturalmente. No es fácil quitar del todo del labio, la miel del verso rubendariano, ni del oído las músicas en sordina de Verlaine; pero ahora golpea la sangre un ritmo violento, que empuja hacia lo alto en fuertes remolinos: la voz fustigante de Walt Whitman. Esa mezcla de mostos rezuma su varia influencia en los poemas, de nuevo acento, en que Sabat Ercasty exalta al hombre futuro; al hermano poeta; a todos los poetas; a todos los hombres de veinte años, en la cósmica de una voluntad heroica, un amor panteísta y un tiempo absoluto, que serán suyos, y anticipan ya los Poemas del Hombre de 1921. Caudaloso, vehemente, en el torbellino exultante de una tensa y jadeante ascensión sin tregua, gira en la noche bajo las constelaciones su zodíaco propio de símbolos líricos, y con este libro echa a andar su futura nombradía, erguido desde el inicio en ese magisterio poético que abrió caminos y despertó vocaciones, del que se reconocen tributarios muchos grandes poetas de América y, más oscuramente, quien esto escribe.

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Interesa subrayar —y es importante— lo que Arturo Sergio Visca comenta acerca de Pantheos y lo que significó su aparición: “El era el último y grande representante todavía vivo de esa espléndida promoción intelectual uruguaya que, en el cruce de la segunda y la tercera década de nuestro siglo, promovió una necesaria renovación de las letras nacionales y legó al país muchas obras perdurables. El honroso título de iniciador de ese movimiento de renovación le corresponde en estricta justicia en lo que a la creación poética se refiere. Su primer libro de poemas, Pantheos (1917) publicado dos años antes de que la también innovadora Juana de Ibarbourou hiciera conocer su Lenguas de diamante, permitió escuchar en el ámbito de la lírica nacional una voz nueva y de tonalidades hasta entonces totalmente inéditas. Ese libro, por consiguiente, constituye un hito fundamental en el proceso histórico de nuestra literatura, porque con él se inició en su territorio lírico (donde todavía eran, perceptibles ecos del agonizante modernismo, como, por ejemplo, los dos libros iniciales de Fernán Silva Valdés, Ánforas de barro, 1913, y Humo de incienso, 1917), un sustancial vuelco de rumbos, y la poesía nacional, desentendiéndose del ya periclitado modernismo, se abrió camino, nutrida de nueva savia, hacia nuevas maneras que se manifestaban esplendorosamente, y con muy diversas modulaciones, en el movimiento poético uruguayo de los años veinte, pródigo en valores de primera fila. Por lo tanto, Pantheos tiene en la literatura nacional, una doble significación; es el momento de apertura de un orbe poético, el de don Carlos Sabat Ercasty, que siguió creciendo impetuosamente en libros posteriores, y es el comienzo de un período en el cual la poesía uruguaya asume una fundamental actitud renovadora.”

Integran Pantbeos cinco extensos poemas líricos: “La esfinge”, “Nirvana”, “La Montaña”, “Urania” y “El árbol”. Un verso libre elástico, musical, singulariza esas composiciones, que compendian el recorrido del poeta por lejanas filosofías y viejas cosmogonías. Y con siete prosas: “Al poeta que viene”, “El hombre”, “Anunciación”, “El comienzo”, “Más allá”, “El héroe y la ruta” y “El placer armonioso”. Los títulos nos introducen en cierta medida en el espíritu que inspira sus creaciones. Poesía y prosa se caracterizan por la fluidez de la dicción, las imágenes avasallantes, el tono apasionado, la exasperación metafísica, la voz profética. Sabat canta como pudieron hacerlo los druidas hace miles de años, con la mirada puesta en el porvenir y la frente alzada hacia los astros. Todo el poeta está en este libro. Toda la problemática que vivirá en sus obras a lo largo de trece lustros tiene su matriz en Pantheos.

¿Qué significa este título? Que todo es Dios; que Dios está en todo. De allí el panteísmo de su verbo, su inmersión en la naturaleza, su identificación con la infinitud del cosmos, en cuyo centro, indefenso y enorme a la vez, se yergue el Hombre, eje de la creación: Eternamente joven / Para la vida es todo el universo! / Como esa juventud inalterable / Sea el río copioso de tu verbo!

He aquí al poeta enfrentado con su dialogante eterno: ese Hombre que es otro y es él mismo, ese Hombre que vertebra desde el comienzo la arquitectura de su obra, el de los pasmos místicos y las desgarradoras tempestades. Los Poemas del Hombre tienen su génesis, su precursora, en esa obra de juventud. Es más, dijérase que es tal la fuerza vital que enciende la poesía de Sabat, que toda ella es un mismo ímpetu, una continuidad sostenida a través de todo su itinerario, aunque adopte formas diversas y abrace una temática plural.

Serán los suyos, cánticos para todos los hombres. Esa fraternidad universal da coherencia a la multiplicidad de temas, ante los cuales, empero, el vertical protagonista es él mismo —y en él, todos los hombres del mundo—, quien contempla y canta el Mar, el Amor, los “seres espléndidos”. Anhelante, en la exultancia de un privilegiado vigor que hizo exclamar a Parra del Riego que Sabat tenía “salud brillante y enorme de kermesse” —aunque lo que en el peruano era admirativo entusiasmo juvenil sirvió años después para que algún crítico lo repitiera con cierta zumbonería peyorativa—.

“Dios de entregó en secreto poderes proféticos y el don de manejar las imágenes, las metáforas, los símbolos, los mitos y los duendes, para descubrir designios altísimos en la condición humana”, anota Tomás G. Breña. Y añade, con justicia: “Sabat Ercasty es el señero de la esperanza, el que levanta el otro rostro del hombre; el que espera el mundo nuevo; el que lo canta a través de las nubes de su trono excelso; el que estudia y profundiza su destino; el que ve los signos de la promisión futura”.

Cuando en 1921 publicó el libro inicial de la serie de los Poemas del Hombre —el primero, que abarcó el Libro de la Voluntad, el Libro del Corazón y el Libro del Tiempo— afirmó la plenitud de su magisterio lírico. Aparecen bajo ese título genérico —alternando con otros—, el Libro del Mar (1922); el Libro del Amor (1930); la Sinfonía del Río Uruguay (1937); el Libro de la Ensoñación (1947); el Libro de Eva Inmortal (1948): el Libro de los Mensajes (1958). Tal Vez se nos olvida alguno. En todos está en pie el inmortal actor, el prometeico ladrón del fuego, el que fue capaz de desafiar a los dioses; aquél en suma que pudo decir con Terencio: “Hombre soy, y nada de lo humano me es ajeno”. Nace el verso, libérrimo, pero musical; sin rima, pero de henchida melodía; rítmico, hímnico, encerrando en su caudal todos los sonidos: los del viento, el trueno, el oleaje; todos los rostros de la naturaleza y de la vida. No puede enjuiciarse la poesía de Sabat con menos palabras pero con más rigor de lo que lo hace Federico de Onís en 1932, en su consagratoria Antología de la Poesía Española e Hispanoamericana: “Su poesía se caracteriza por la fuerza y la abundancia, por la valentía con que ataca los grandes temas humanos: el hombre, el tiempo, el mar, la vida. En forma libre, que tiene algo del versillo bíblico y del verso de Walt Whitman, canta a toda voz su exuberante optimismo vital y cósmico”.

La creciente celebridad del escritor se ensancha, rápida, entre los otros del continente. Echa a andar produciendo un calofrío nuevo, el estremecimiento de las revelaciones, en una hora en que poesía y poetas eran importantes. Sabat se agiganta y su siembra llega a latitudes insospechadas. Muchos lo reconocen por maestro y se honran de ello. Hace escuela.. Tiene discípulos, no imitadores. Es la diferencia de Sabat con Herrera y Reissig o con Juana de Ibarbourou, que sí tuvieron imitadores, sin hacer escuela. La diferencia es sutil y profunda. El imitador, el que se pliega servilmente a modelo ajeno, pasa; el discípulo puede permanecer por sus propias fuerzas.

El caso de Neruda merece algún detenimiento. Sabido es que una de las más decisivas influencias de juventud del chileno, fue el descubrimiento de la poesía de Carlos Sabat Ercasty. El adolescente absorbió con deslumbramiento el vuelo cósmico, la arrebatada pasión lírica del uruguayo, el embrujo de la noche estrellada, los Poemas del Hombre, los libros de la Voluntad, del Corazón y del Tiempo, los estupendos Nocturnos, el delirio panteísta de los poemas editados en los años veinte por el gran escritor de quien nosotros aprendimos el amor por el verso y la lección de belleza de los grandes poetas universales de Oriente y Occidente. El ritmo vibrante de su poemario Vidas, rico y orquestado como un sonoro verano, la suntuosidad verbal inusitada de esta obra, el arrebato telúrico, su esplendor decorativo, se hacen oír en loa poemas de Neruda; y no sólo en los de mocedad; sutilmente, delicadamente, quedan adheridos a su voz más íntima, aparecen y reaparecen en su creación a través de los años, por afinidad, por coincidencia temperamental; o porque la huella del uruguayo fue poderosa en la joven arcilla espiritual de Neruda. “Todo es ardiente, tierra, si cruza por la vida”: tal dijo en un poema nuestro Sabat Ercasty. Y Neruda sintió en sus inicios la pujanza de esa ardentía, y haciendo su propio y victorioso camino no renegó nunca del lejano mentor de sus primeros tiempos. Es justo reivindicar esa influencia, que une para siempre en la historia de la literatura de nuestra lengua, dos valores de perdurable trascendencia.

Un análisis detenido y objetivo nos revelaría analogías tan reiteradas (que han llamado la atención de críticos como Amado Alonso y que estudia pormenorizadamente G. Meo Zillio en el cap. V: “Sabat Ercasty y Pablo Neruda”, de su libro De Martí a Sabat Ercasty) que inevitablemente la palabra plagio se insinúa a poco de revisar poemas de ambos. No es del caso abrir una polémica sobre precedencias que reeditaría el pleito Lugones-Herrera y Reissig, cuando la observación apuntada sobre Sabat-Neruda no quita nada a éste ni añade nada al otro.

A tantos años ya de la juventud de ambos; desaparecido en 1973 el universal poeta sureño, y recién cerrados los ojos, en la erguida ancianidad de sus noventa y cuatro años nuestro Sabat, es todo un documento la carta que Neruda le enviara cuando apenas contaba dieciocho años y andaba en busca de su propia voz. Es indudable que el lapso transcurrido ha ubicado a cada quien en su lugar definitivo. Pero el sabor de espontaneidad, de sinceridad y juventud de la epístola conserva íntegro el estremecimiento de admiración y gratitud del corresponsal que acataba el magisterio de Sabat Ercasty. Con fidelidad de corazón noble volverá a aludir a ello Neruda muchos años después, ya en el pináculo de su celebridad. Búsquese, en el tercer tomo de sus Obras Completas hermosamente editadas por Losada, y leeremos en “Algunas reflexiones improvisadas sobre mis trabajos” (pág. 708 y siguientes), el reconocimiento de la señalada influencia, nunca ocultada: “En este poeta vi yo realizada mi ambición de una poesía que englobara no sólo al hombre, sino a la naturaleza, a las fuerzas escondidas, una poesía epopéyica que se enfrentara con. el gran misterio del universo y también con las posibilidades del hombre. Entré en correspondencia con él. Al mismo tiempo que yo proseguía y maduraba mi obra, leía, con mucha atención, las cartas que él tan generosamente dedicaba a un tan desconocido y joven poeta. Yo tenía tal vez 17 o 18 años...” Estas palabras pertenecen a un discurso pronunciado el 3 de setiembre de 1964, al cumplir Neruda los sesenta años. He aquí una carta, nunca recogida hasta ahora en libro, escrita por él en aquellos años en que comenzaba a edificar su destino de poeta mayor:

Carlos Sabat: Desde la primera línea suya que yo leí, no ha tenido Ud, mayor admirador ni simpatía más del corazón. Yo también soy poeta, escribo y he leído como tres siglos, pero nada de nadie me había llevado tan lejos. Reciba, Sabat, mi abrazo a través de todas estas leguas que nos separan.

Aquí van unas líneas sobre sus libros que le muestran un poco de esto. Las publiqué, en mi sección de Claridad, ayer 12 de Mayo.

Mándeme todos sus otros libros. Sólo tengo el que me mandó: “Poemos del Hombre". Escríbame, Quiero saber de su vida. ¿Qué edad tiene Ud? Yo tengo 18 años. Mi libro “ Crepusculario” saldrá en 20 días más. Preparo otro, del cual le mando algo. Hábleme de esto.

Yo estoy muy solo en mi tierra. Me quiero ir.. .¿Conoce Ud. Pedro Prado? Es el más alto y el único artista de mi raza. Le enviaré sus libros.

Mándeme sus últimos versos. Pienso que Ud. debe escribirme. Yo soy muy indolente. Hace tres meses que pensaba escribirle. Al fin va a salir esta carta.

Pronto haré una selección de sus poemas, con una nota (mande un retrato!) en Claridad, la única revista de la juventud de Chile.

¿Cierto es que se mató Silva Valdés?

¿Conoce Ud. los poetas de aquí? ¿Cuáles le gustan? Haré que los mejores —le manden lo mejorde ellos.

No me crea un charlatán. Reciba un abrazo mío, de admiración ¡tan verdadera!

Pablo NERUDA. Casilla 3323, Santiago de Chile.

Resulta interesante transcribir, para admiradores de uno y otro, esta lejana carta, rebosante de sinceridad y de juventud, que tendió entre Pablo Neruda y Carlos Sabat Ercasty, un vínculo histórico en las letras hispanoamericanas.

Alude el chileno a Poemas del Hombre, único libro que tiene cuando escribió la carta transcripta. Pero el libro de Sabat que más honda huella imprimió en la poesía de Neruda, con su ritmo elástico y su numen musical y solar, fue Vidas. Nos alejaría demasiado pormenorizar las analogías y coincidencias de poemas de este libro, con los de Veinte poemas de amor y una canción desesperada, donde las influencias son evidentes.

Pero no sólo fue en la poesía chilena y a través de Neruda donde irradió su magnitud lírica el uruguayo. En países de Centro América; en Venezuela; en Colombia; y más acentuadamente en Ecuador, prevaleció su magisterio poético indudable Y entre nosotros también su voz tuvo ecos, algunos no señalados hasta ahora, y que, confesamos, hemos advertido en momentos de escribir estas páginas; basta releer Églogas y Poemas Marinos, de 1922, para traer de inmediato a la memoria poemas de Juana de Ibarbourou, en La Rosa de los vientos, de 1930. El flexible alejandrino que maneja Sabat en todo ese poemario, los cuartetos asonantados, el ritmo casi onomatopéyico del verso, nos conducirán por un hilo musical indudable, a los poemas en verso alejandrino del citado libro de Juana de ibarbourou: léanse “Atlántico” (pág. 253), “El vendedor ambulante” (pág. 234), “La sed” (pág. 259), “Verano” (pág. 267)[2], y se advertirá el parentesco de forma y fondo, de vocablos e imágenes, que delatan la cuidadosa lectura de Églogas y Poemas Marinos. Digamos también que, dentro de la obra de Sabat Ercasty, en las pocas composiciones que lo integran, hay un abierto anticipo de su magnífico libro siguiente, Vidas (1923). El esplendor de la estructura, la facundia metafórica, la riqueza deslumbrante de esta obra, la colocan entre las grandes creaciones no sólo de la poética del autor, sino de la hispanoamericana. El éxito alcanzado en 1922 con el Libro del mar y la difusión de poemas de gran envergadura, como “Alegría del mar”, llevado por muy distintas latitudes por el talento interpretativo de Berta Singerman, recitadora inimitable, dieron extendida fama a este libro, sin que Vidas alcanzara igual repercusión. Empero, hay en éste sumas delicadezas, matices sensoriales, musicalidades que no se hallan en el anteriormente citado. En Vidas se muestra el autor en uno de los momentos creadores más notables, como artista, dueño de una orfebrería verbal pocas veces repetida.

La plenitud estética de esos años tiene quizás su explicación y su correspondencia en la plenitud amorosa del poeta. Ha vuelto a enamorarse. El 2 de marzo de 1924 contrae segundas nupcias con Margarita Blanca López Jáuregui, a quien ya nos hemos referido. Muy fina, de suave y seductora belleza, de rica vida interior, traductora de una hermosa versión de Tú y Yo, de Géraldy, Tula fue la apropiada compañera en la que el escritor tumultuoso halló remanso para su existencia de trabajo intenso y creación incesante. Llegaron a compartir casi cuatro décadas, en las cuales ella fue el bálsamo comprensivo y la tolerancia serena, el inteligente equilibrio que necesitaba el temperamento arremolinado de un ser excepcional. No fue tarea fácil ser la esposa de tal hombre. Pero ella supo serlo. El año 1925 tuvo para Sabat una doble connotación venturosa: nace su hija Sol y publica El vuelo de la noche. Éste aparece dedicado a Tula. Pero ella figura además en muchos poemas, escondida, secretamente. Su nombre es una clave tierna, que el poeta paladea en sus estrofas. Lo desliza muchas veces, de una u otra manera. Cuando canta, por ejemplo: “Cuando las margaritas de oro hagan jardín los cielos”, la referencia a la flor es, implícita, la mención de la esposa. O cuando invoca: “Oh, tú, la que esperabas / al que entre todo hombre tuvo el alma más triste”, ha de leerse —u oírse—: “Oh, Tula, que esperabas...”, etc. Eran maneras de introducir para siempre en sus versos el nombre querido de la que supo mullirle la intimidad y hacer amplia y hospitalaria aquella casa siempre abierta para amigos y discípulos. El nombre aparecerá a lo largo de otros poemas. Es la hora en que clama: “Me fui por el camino de los seres violentos / sin saber que el destino me lastimó la vida / con una extraña herida de imposibles tormentos / y que todos vendrían a ensangrentar la herida Pero es también la hora en que encuentra el lenitivo para todas sus angustias: “Dulce, consoladora, curativa, balsámica... / echado en tus rodillas de blanduras piadosas, / sobre esta angustia última, lacerante, satánica, / te hiciste noche y música, te hiciste luna y rosas! / Te hiciste noche y música, te hiciste ensueño y nave, / te hiciste mar y viaje, te hiciste ruta y vuelo...” Y a ella se dirige cuando implora: “Oh crepúsculo! / Entre el hombre selvático que hizo rugir la tarde, / y, ese hombre sonámbulo que hará hablar a los astros, / pon el reposo dulce de una mujer de seda”: no cabe definición mejor que esta “mujer de seda” para quien fue la más alta viajera de su vida hasta el final de sus días en 1961. Llama la atención, precisamente, que el rapsoda titánico, desmesurado, en veces violento, exasperado, se doble en dulcedumbres y juegue con imágenes y vocablos que transmiten sensaciones táctiles, auditivas, visuales, siempre luminosas y sedeñas; es el hada visitadora de los jardines, es la lumbre lunar, es la dulzura y el recato. Es la mujer constelada de astros que descienden hasta sus manos, en pleno “vuelo de la noche”...

***

Se ha puesto casi todo el énfasis en el empleo del versolibre, en la obra lírica de Carlos Sabat Ercasty. Es verdad que en su copiosa producción poética, priva la libertad formal. Pero entiéndase que en ella hay siempre una secreta euritmia, una anchurosa melodía, y una articulación del verso que no es, en ningún momento, la actitud de esos autores que confunden libertad métrica con prosa arbitrariamente cortada. En esto fue en América precursor Roberto de las Carreras —quizás el primero que utiliza el versolibre encerrando en él músicas y ritmos que mecen la estrofa sin convertirla en seco prosaísmo, mera acumulación de sustantivos y verbos. En estos estetas, hay una intención definida y una concepción muy clara de lo que separa verso y prosa. Sabat Ercasty, tan dotado para toda modulación orquestal, supo manejar todas las métricas —hasta ensayó la utilización de vocablos con sílabas de diferente longitud para aproximarse a los metros griegos, experimento que plasmó en su escultórico poema Artemisa— y es necesario señalar que si una extrema facilidad le permitía crear sus poemas mecanografiándolos directamente, jamás perdió de vista el vuelo musical, y ese secreto pathos, el duende interior que no tiene definición posible, pequeño y divino demiurgo que es el privilegio de los talentos escogidos. Cuando publica Los adioses, crea un soneto de peculiar contorno, que escapa de las reglas clásicas y nada tiene que ver con el de Petrarca o de Boscán, pero que encierra en sus catorce líneas, la concreción de una sensibilidad muy afinada que, por medio de ellas, expresa una posición filosófica o emocional, como gemas coaguladas y perfectas que retienen el temblor del esfuerzo creador y la verdad confesional.

Léase el soneto I; el VI, nuestro preferido; el XII, el XX... y se comprenderá la angustia metafísica, el dolor de la soledad, la torturada interrogante ante la muerte, cuando ese “pastor de soledades y de hastíos” que evoca la juventud perdida, hace recuento ya de “altas memorias”. No ha recurrido al verso-libre, en este caso, porque internamente el tema le ha exigido sofrenar su grito, y le ha impuesto para estas confidencias, limitación y recogimiento.

No pueden señalarse en su creación, etapas en que prevalezca una modalidad u otra. La madurez asciende del contexto. No es poesía clasificable, asible, fácil de aprehender en síntesis o reducir a argumento, a anécdota. A través de sesenta y cinco años, alterna estilos y formas, verso y prosa; recurre a la estrofa medida, rimada, o ritmada, o asonantada, o al versolibre, según lo dicte la pasión interior, según lo imponga el momento desde el subconsciente. Es como el encrespamiento de los oleajes. La vasta obra édita —y no queremos recurrir a lo mucho inédito que custodia la Biblioteca Nacional-— basta para avalar una voluntad creadora que no desfalleció nunca y fue fiel a si misma, sin concesión a modas o escuelas con el paso del tiempo.

Se le ha reprochado la abundancia y el incontenible revuelo de imágenes, acusándole de prodigación y repetición de sí mismo. Verdad es que no podía detener el torrente. Pero para el lector atento, para el oído fino, no hay tales repeticiones —sí, continuidad de un personal estilo—, sino una infinitud de matices de gama variadísima, un tornasolado espectro de metáforas, siempre nuevas y distintas. “¡Qué profundo es el mar, qué lejos va la ola!”: esto podemos decir de ese incesante fluir y refluir de su verso.

Por su parte, Alberto Zum Felde, en Proceso Intelectual del Uruguay, censura el énfasis, el numen —vocablo que casi nunca emplea con buena intención— que impulsa la creación de Sabat Ercasty. Es curioso que crítico tan sagaz la juzgue desde un ángulo por demás mezquino —tal vez la falta de perspectiva de la contemporaneidad— porque esa modulación amplia es la que dimanaba del estilo vital de Sabat. Énfasis significa afectación, grandilocuencia, actitud exagerada, huera retórica; nada de eso hubo en el estro del escritor. No finge, no busca efectos postizos.

Otros críticos censuraron su extensión y su inspiración de largo aliento. Causa perplejidad que se reniegue de lo que debiera encomiarse como don envidiable —¿o será por esta cicunstancia?— Recordamos a propósito —y no es la primera vez que la contamos—, una ilustrativa anécdota del argentino Arturo Capdevila, forma humana de la cordialidad. En un viaje con nuestra familia a Buenos Aires, habíamos cenado todos juntos la noche anterior, y pasó a buscarnos a la mañana siguiente por el hotel donde nos hospedábamos. Por bromear a expensas de su notable facilidad creadora, que le deparó amargos dardos, le preguntamos: “Don Arturo, ¿qué libro escribió anoche?”. La respuesta fue inmediata y aleccionadora: “Una cosa he de decirte y es ésta: podrán acusarme de haber escrito mucho, pero nadie puede acusarme de haber escrito de prisa”. Espléndida defensa contra toda imputación de repentismo o improvisación perecedera, aplicable al caso de la copiosa producción de nuestro Sabat. Sólo comprendemos que se niegue valor al exceso de obra, cuando ésta es mediocre y la cantidad no abona calidad. Nunca lo comprenderemos cuando abarca valores positivos y duraderos. Pero es corriente que los críticos, cuando no son creadores, miren con recelo a los autores dueños de una genésica potencia de inspiración. No es del caso censurar por escribir mucho, sí por escribir mal. En estos últimos tiempos atemoriza la producción de aliento corto, que está convirtiendo nuestra otrora magnífica literatura, en un panorama de folletos, monografías y fascículos. Nada que exija esfuerzos profundos y sostenidos. El hábito de escribir poco y el de leer poco se corresponden. Y esto no es lo recomendable para el prestigio de nuestro patrimonio cultural.

Dejando a un lado esta digresión, y volviendo a la modalidad estilística de Sabat Ercasty, digamos que la destreza con que maneja endecasílabos, alejandrinos, octosílabos, deja en su haber, en 1933, Lírida, exaltación ideal de la Poesía en encuentra y tres cuartetos alejandrinos con rimas en A-B-B-A, que crean una melopea mágica, de envolventes musicalidades: ‘Tal vez todo es espectro y tal vez nada existe!... / Tu reflejo en el lago, extático de amarte, / era el irreal fantasma recóndito del arte, / la divina mentira que bebe el alma triste.” En 1938, los impecables tercetos monorrimos de la Oda a Rubén Darío —publicada en 1967 con el título de Canto secular a Rubén Darío— son una nueva comprobación de la plural maestría con que podía componer Sabat cuando encauzaba su inspiración por los límites de la medida y el verso consonante, pues forja en esos tercetos uno de los más cabales homenajes que haya recibido la memoria del indio genial de Nicaragua. Dentro de un matiz distinto, que muestra la ductilidad de su verso, publica —con Ángel Aller-— el Romance de la soledad, en 1941, de un precioso arcaísmo, con reminiscencias de viñeta medieval.

Otra vez sonetos, en 1947, integran Las sombras diáfanas, acuciante de preguntas torturadas y metafísica esencia. A propósito de este libro comenta Norma Suiffet en un serio estudio en el que analiza la temática que comprende (La Vida, el Cosmos, la naturaleza, el Tiempo, la inmortalidad, la sabiduría) : “Aunque imposible, no es vano que el hombre intente conocer lo incognoscible. Hay más nobleza en esa honda desesperación ante lo inalcanzable, que en la resignación de los que no buscan ni intentan una solución a las incógnitas supremas. En ello está el mérito de estos sonetos admirables.”

Los ejemplos que anteceden, tomados casi al azar en su vasta bibliografía, ejemplarizan la amplitud de modalidades que abarca la estilística del gran uruguayo. En 1959 firmado tan sólo por “Orfeo”, publica un poema en treinta y ocho cuartetos alejandrinos titulado Eurídice, la joven del canto. Es una travesura poética, un subterfugio para despistar —también Neruda publicó en forma anónima la primera edición de Los versos del capitán—. Pero la arrogante prestancia de Sabat asoma de inmediato en ese poemario en el que reasume la exaltada potencia de Vidas. El autor está recreando el mito griego en torno de una imposible, inexistente Eurídice, figura imaginada como encarnación de la Poesía misma, como un nuevo mito reconstruido a partir del viejo mito clásico. Diáfana, grácil, etérea, inconsútil, nada de terreno puede rastrearse en esa criatura de leyenda y aire, con esos ojos verdes que las mitologías atribuyen a las náyades y sirenas. Tiene —como la Poesía— todas las bellezas de una doncella: casta, esbelta, pura, es el rapto luminoso y musical que asciende en vértigo de espirales: “¡El chanto, el canto, el canta, oh locura del canto, / la voz espiritual, la voz se te volaba, / era el milagro humano, la divina belleza, / el vuelo de los vuelos, la deliciosa escala!”

Se dijera que cuando empieza a otoñarle la existencia, el poeta retorna a la ceñidura de la forma, aunque no abandone el versolibre. Pero vuelve al arrimo del verso escandido, y en 1977, como homenaje a los sesenta años de la aparición de Pantheos y los noventa de vida del autor, su sobrina nieta Maribel Sabat de Stenger organiza una primorosa edición, con dibujos de su hermano Hermenegildo Sabat, que en tres tomos de muy reducido formato, reúne quinientos veintidós sonetos sobre el mismo tema: la mitológica presencia de Eurídice. De esa edición que contó con una tirada de sólo cien ejemplares, rápidamente agotada, lo que casi de inmediato la convirtió en una rareza bibliográfica, se hizo un nuevo tiraje en 1978, de doscientos ejemplares, en un solo tomo.

Según la tradición mítica, Orfeo hizo enmudecer a las sirenas, con la belleza de su canto, y envidiosas se arrojaron al mar y se convirtieron en rocas. Más tarde bajó al Hades, en seguimiento de Eurídice: amor absoluto, precursora de Beatriz en las andanzas subterráneas del más allá, ser espiritualizado y enaltecido como protagonista de la pasión terrena prolongada como sentimiento infinito y ultraterreno.

En el núcleo inextinguiblemente poético del mito griego, Carlos Sabat Ercasty toma pie para estructurar esa secuencia de sonetos en los que recoge toda la gama de las emociones, lo humano y lo divino, lo metafísico, todo un breviario del existir, pensar, sentir, soñar, condigno de la ancha experiencia vital de quien llevaba livianamente noventa años, que no le habían marchitado la inspiración ni endurecido la capacidad de sorprender cada día un rostro nuevo de la vida. El excelente prólogo de Maribel Sabat de Stenger analiza las raíces remotas del mito para ascender desde ellas a la poética de Sabat Ercasty en este itinerario de recreación lírica. Todavía es capaz de exclamar: “¿Quién mueve, quién movió, quién tal se atreve? / ¿Quién derramó el jazmín enamorado? j ¿Quién encendió la rosa en el costado? / ¿Quién logró sueños en la estéril nieve? / ¿Quién hizo eterna la dulzura breve? / ¿Quién arrancó del pecho el enconado / acero fiel, en el horror clavado? / ¿Quién en tanteo clamar pétalos llueve? // ¿Qué fresca nube ensombra las hogueras ? / ¿Qué quieta dicha enfrena el pensamiento? / ¿Qué mano azul en la purpúrea llaga // sutiliza olvidadas primaveras, / y levanta palomas, del tormento? / ¿Quién sube, oh luz, la nave, si naufraga?”

En 1977 ha publicado también los Sonetos de las agonías y los éxtasis, intensamente filosóficos, fieles a una categoría inconfundible a esta altura, como impronta de su creación. Es ya la hora de los recuentos, que le hace exclamar, taciturno pero nunca amargo: “Hube la rosa ideal sobre todas las rosas, / hube la ideal belleza, la intangible belleza, / hube el cielo invisible sobre todos los cielos, / y hubo el astro de espíritu sobre los vivos astros..

Toda reseña, por rápida que pretenda ser, acerca de la obra de autor tan fecundo, se convierte en inventario, nómina de títulos, y no queremos abundar en esto. Solamente hemos ido señalando algunos —dejando muchos más en silencio— con la sola finalidad de apoyar en los mismos el trazado de un recorrido que en ningún momento se apartó del imperativo mandato de su. vocación.

Junto a los poemarios éditos o inéditos, Sabat Ercasty dio cima a obras en prosa, ora de imaginación, ora ensayística. Su actividad de profesor quedó en libros de carácter docente —como su investigación en torno de la poesía de Julio Herrera y Reissig. El acervo inédito, voluminoso, fue donado por el autor el 16 de mayo de 1974 a la Biblioteca Nacional en emocionante ceremonia pública; porque en cierto modo el escritor daba su despedida a un importante tramo de su vida. Empero, prosiguió escribiendo y publicando. En esos años del tramonto volvió a colaborar con cierta periodicidad en el Suplemento Dominica] de “El Día”, aportando las hermosas y hondas Parábolas que formaron un libro en 1978.

Señalemos la sostenida actividad creadora de Carlos Sabat Ercasty desde la distante mocedad hasta el último día. Si alguna vez dijo, como en un renuncio: ‘cansancio de ser yo mismo a toda hora / siempre yo mismo, siempre el maestro y el poeta”, poeta y maestro fue, por indeclinable designio, íntegro y valioso. Si como creador se caracterizó por el tono incendiado y la vitalidad estupenda también vivió en el vórtice de las dudas, de las grandes preguntas sin respuesta que le condujeron a ahondar en todas las filosofías, y supo de las torturantes melancolías y el enfriamiento con la angustia, sin caer empero en el pesimismo destructor: “Satán de los insomnios, en tu negro astillero, / con maderas de nervios, de incendio, de locura, j trabajaste la barca de este pobre viajero / para que navegase la noche inmensa y dura...” Preguntas, vacilaciones, rachas de tormentas se entrecruzan como ráfagas contrarias en su alma, sin enturbiarla, sin debilitarla, mientras a su lado transcurría la vida cotidiana, hecha de labor incansable y, siempre, con el refugio del verso. Sabat fue un trabajador sin claudicaciones y, curiosamente, no se desgastó en la tarea docente. Por lo general, enseñar consume al creador, lo empareda en la rutina. No fue su caso, porque supo poner en la enseñanza, el mismo fuego que en su poesía. Sus clases eran magistrales, suscitaban vocaciones, abrían senderos, y fueron inolvidables para quienes nos honramos siendo sus discípulos. Dibujaba con enorme facilidad. Perfiles de Dante o de Goethe filmados por “Carolas” han de estar guardados en carpetas de ex-alumnos. Fue generoso con su saber y con sus libros. Su elocuencia era subyugante, de elegancia atractiva, que embellecía los temas trillados de los programas liceales. Cuando disertaba en publico se agigantaba, y el físico poderoso, la varonil belleza, la magnífica cabeza, así y todo, pasaban a segundo plano ante la voz de modulaciones secretas, resonante como un órgano, cuyas inflexiones cautivantes inmovilizaban al auditorio. En algunas ocasiones, oyéndole con el alma en suspenso en el Paraninfo de la Universidad, oímos a Roberto Ibáñez que nos susurraba con admiración: “¡Ahí está el brujo blanco!”

Cuando fue cayendo el final invierno sobre su vida luminosa, rica en el digno decoro con que vivió siempre, despojado de ambiciones materiales pero millonario de sueños y de versos, en esa “hora crepuscular” como él mismo la adjetivara en un reportaje televisivo muy pocos días antes de que dejara de latir aquel corazón infatigable, la gloria de una existencia que había volteado noventa y cuatro años sobre sus hombros atléticos respetó el resplandor indemne de aquel privilegiado intelecto.

Por el severo y solemne recinto de la Universidad de la República desfiló un pueblo acongojado que despedía, no a un hombre, sino al símbolo de una gran época de la literatura uruguaya. De ese mismo recinto partieron hacia el último reposo José Enrique Rodó y Carlos Vaz Ferreira. El Pensador, el Filósofo, el Poeta... Una suprema trilogía de la inteligencia y la cultura.

Ante Carlos Sabat Ercasty, hoy, y siempre, y para siempre, la alumna evoca a su Maestro.

Dora Isella RUSSELL. Montevideo, a 4 de noviembre de 1982.

Referencias bibliográficas:

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Salutación al maestro

                                       Para Sol Sabat Ercasty.

 

Maestro: está lejana,

con resplandor de infancia todavía,

con la frescura de la clara dicha

y la palabra aún no pronunciada,

nuestra primera clase.

 

La mañana gozosa se ha perdido.

Tú la has perdido;

... la perdimos nosotros

No somos ya las mismas que te oyeron

ni tú eres aquel que nos hablaba.

—El tiempo hace su tela de distancia—

Y sin embargo, entera,

la misma imagen

no sé en qué oculto subterráneo sueña.

Y volvemos a aquella transparencia,

a aquella hora primera,

cantando el corazón

y en la frente una estrella.

 

Maestro: está lejana

nuestra inicial sonrisa descuidada.

Está lejana,

como nosotros de nosotros mismos.

 

Y este retorno al corazón,

este viaje de ahora

por aquellos caminos de la sangre

que se han ido borrando en nuestra historia.

Este rehacer la senda de alegría,

y recorrernos el solar del pecho

buscando el eco antiguo;

este ir y venir por el recuerdo,

... es un oleaje de emoción,

un fuego,

una ternura,

un vivo espejo!

 

Te encontramos, Maestro, cuando apenas

espigaba la vida,

Eras erguido y bello y poseías

el lirismo incendiado,

y la palabra ancha y sonora,

alta de cielo y rica de horizontes.

Y  nuestro sueño,

.. .como una rosa en equilibrio era.

De ti supimos la hermosura exacta

que nos cabe en el hueco de una mano,

y la fiesta telúrica del verbo

que da su resplandor a la mañana.

¡Dulce Maestro de la ciencia grave:

nuestra pequeña y gran sabiduría

viene naciendo de tu propia llama!

 

Maestro: está lejana

la conmovida hora del asombro,

que tenía el temblor de nuestro miedo,

cuando a ti nos llegamos

con un secreto de primeros versos.

 

Revelación de voz irrevelada,

enigma dulce sobre el labio fuera

aquel canto inicial

que aún no tenía ni amargura ni encono

ni recelos;

aquel canto inicial que no sabía

otro destino que cantar no fuese.

 

Nadie nos había dicho

que el tiempo va robándonos;

nadie nos había dicho

la pasajera

fragilidad que tiene la esperanza.

La dicha era como cosa cierta

y el laurel, sin esfuerzo, se entregaba.

Todo era fácil, accesible, riente.

El existir nos daba

ventura y aventura.

íbamos descubriendo en nuestras sienes

lo adusto, lo imposible, lo velado.

En el pecho nacía

un mundo sin orillas.

Inabordable, inédita

nunca repetida primavera!

 

Poeta de desmesura y de medida:

nuestro pasado en ti tiene comienzo.

Porque es “pasado”

comprender la vida

y adivinarla

como una flor de incomprensible suerte.

Porque es “pasado”

revivir el ansia

que un día nos quemó sobre la frente,

y saber que es difícil la sonrisa,

que la belleza duele,

y que esta sangre

está perdiendo su incendiada selva.

Pero no vuelve a repetirse el cielo

ni deseados jazmines nos prodigan

su tersura de sueño.

 

Hoy que vuelvo a mirar con la mirada de antes,

veo que en ti, Maestro,

resplandece,

tal la pureza de la luz intacta,

aquello que en nosotros se hizo olvido.

El sueño todavía

es de la misma estirpe de tu sueño.

Pero la deuda antigua

el corazón saldar jamás consigue.

 

Sólo el verso desnudo puede darte

-desde esta soledad basta la tuya-

la voz pequeña

que nació a tu lado.

 

Dora lsella RUSSELL

                                                                                Montevideo, 1944.

Carlos Sabat Ercasty

Nació en Montevideo el 4 de noviembre de 1887, hijo de Mariano Sabat y Fargas, español y de María Luisa Ercasty, argentina.

Su padre, catalán de gran cultura, aficionó a sus ocho hijos a la lectura de los clásicos españoles. A sus cinco hijos varones, además, los inició en las disciplinas de la equitación, esgrima y natación, ya que se había formado como Maestro de Armas en España, revalidando su grado militar al ingresar al Ejército uruguayo.

Entre 1894 y 1908 cursa estudios primarios en la escuela “Atenea”, y estudios secundarios. Completa sus conocimientos estudiando en forma autodidáctica Ciencias Naturales, Matemáticas, Astronomía, Historia, Filosofía y Humanidades. Frecuenta la Biblioteca Nacional y la del Ateneo,

Ocupó el cargo de auxiliar en la Fiscalía de Corte y posteriormente ejerció funciones administrativas en la Escuela Industrial.

Su labor periodística la inició en la revista “Bohemia” bajo la dirección de Alberto Lista en 1908. Al año siguiente pasó a residir en Buenos Aires, donde continuó con esta tarea. De regreso a Montevideo en 1914, fue sucesivamente cronista de “El Día”, “Mundo Uruguayo”, “La Razón” y “El Telégrafo”. Al aparecer en 1932 el suplemento dominical de “El Día”, colabora en él hasta su muerte.

De tanta importancia como su producción literaria, fue su labor docente, la que comenzó como Profesor de Astronomía en 1920. Al año siguiente se desempeñó como Profesor de Matemáticas en la Escuela Industrial de Canelones.  En 1923 fue Profesor de Literatura Expresiva en el Instituto Normal de Señoritas “María Stagnero de Munar” y Profesor de Literatura de 1er. y 2do. Grado de Magisterio. Ese mismo año ingresó como Profesor de Literatura en Enseñanza Secundaria y Preparatorios hasta su jubilación en 1943. Entre 1937 y 1941 fue, además, Profesor de Literatura en el Liceo “Elbio Fernández” y en el Colegio Nacional “José Pedro Varela” desde 1942 a 1952. De 1949 a 1963 fue Profesor de Literatura en la Facultad de Humanidades y Ciencias dependiente de la Universidad de la República y en el Instituto de Estudios Superiores.

Sabat Ercasty tenia el orgullo de la vastedad de su obra literaria que abarcó prácticamente todos los géneros literarios: poesía, narrativa, drama, ensayos que plasmó en cincuenta títulos éditos y otros tantos inéditos. Su producción edita se inicia en 1917 con Pantheos y continúa con las siguientes obras: Poemas del hombre - Libro de la Voluntad, Libro del Corazón y Libro del Tiempo (poesía, 1921), V. Basso Maglio (ensayo, 1921), Poemas del Hombre: Libro del Mar (poesía, 1922), Églogas y Poemas Marinos (poesía, 1922), Vidas (poesía, 1923), El Vuelo de la Noche (poesía, 1925), Los Adioses (poesía, 1929), Los juegos de la frente (aforismos, 1929), Poemas del Hombre: Libro del Amor (poesía, 1930), Julio Herrera y Reissig (ensayo, 1930), Lírida (poesía, 1933), El demonio de Don Juan (teatro, 1935), Poemas del Hombre: Sinfonía del Río Uruguay (poesía, 1937), Himno a Rodó y Oda a Rubén Darío (poesía, 1938), Máximo Gorki (ensayo, 1938), Geografía: En el Río Cebollatí (poesía, 1939), Oda a Luis Gil Salguero (poesía, 1940), Cántico desde mi muerte (poesía, 1940), Verbo de América, Discurso a los jóvenes (ensayo, 1940), Artemisa (poesía, 1941), Romance de la soledad (poesía, 1944), El espíritu de la Democracia (ensayo, 1944), Himno universal a Roosevelt (poesía, 1945), Himno a Artigas (poesía, 1946), Las sombras diáfanas (poesía, 1947), Poemas del Hombre: Libro de la ensoñación (poesía), 1947), Oda a Eduardo Fabini (poesía, 1947), Poemas del Hombre: Libro de Eva Inmortal (poesía, 1948), Libro de los Cánticos: Cántico de la Presencia (poesía, 1948), Retratos del Fuego - Antonio de Castro Alves (ensayo, 1948), Unidad y dualidad del sueño y de la vida en la obra de Cervantes (ensayo, 1948), Prometeo (drama, 1952), Poemas del Hombre: Libro de José Martí (poesía, 1953), Retratos del Fuego, María Eugenia Vaz Ferreira (ensayo, 1953), El Charrúa Veinte Toros (narración, 1957), Chile en monte, valle y mar (poesía, 1958), Poemas del Hombre: Libro de los Mensajes (poesía, 1958), Sonetos ecuatorianos (poesía, 1958), Retratos del Fuego - Carlos Vaz Ferreira (ensayo, 1958), Euridice, la joven del canto (poesía, 1959), Lucero, el caballo loco (narración, 1959), El mito de Prometeo (ensayo, 1959), Dramática de la introspección (ensayo, 1960), Himno a Artigas e Himno de Mayo (poesía, 1964), Himno al joven de la esperanza (poesía, 19(57), Canto secular a Rubén Darío (poesía, 1967), Sonetos a Euridice (poesía, 3 tomos, 1977), Sonetos de las agonías y los éxtasis (poesía, 1977), Sonetos a Euridice (poesía, 2da. edición, 1978), Cánticos a Euridice (poesía, Tomo I, 1978), Parábolas (prosa, 1978), Retratos del Fuego - José Luis Zorrilla de San Martín (ensayo, 1978), Cánticos a Euridice (poesía, Tomo II, 1980).

El 16 de mayo de 1974, hizo donación de su archivo literario y obras inéditas a la Biblioteca Nacional.

Fue representante del Uruguay en el Primer Congreso de Academias de la Lengua Española celebrado en México en 1951. Concurrió al Congreso de Escritores reunido en La Habana, Cuba, con motivo del Centenario del nacimiento de José Martí en 1953. En ese mismo año representó a nuestro país en el Congreso de Filosofía y Ciencias de la Educación reunido en Quito, Ecuador.

Dictó cursos y conferencias en ciudades de Brasil, Argentina, Chile, Paraguay y Centroamérica. Recibió condecoraciones oficiales de varios de esos países, diplomas, etc.

Fue Presidente de la Asociación Uruguaya de Escritores, del Ateneo de Montevideo, de la Academia Nacional de Letras, y de otras entidades culturales.

Contrajo enlace en 1914 con Diana de la Fuente, hermana política de Julio Herrera y Reissig, que fallece tres años después. En segundas nupcias se casó con Margarita Blanca López Jáuregui; de este matrimonio nació su única hija, Sol, que con el tiempo llegó a ser su gran amiga, confidente y consejera. Al año siguiente de fallecer su segunda esposa, contrae nuevo matrimonio con Violeta Gladys Tubino.

Carlos Sabat Ercasty falleció en Montevideo, el 4 de agosto de 1982.

Notas:

[1] Sin ignorar las posiciones de la crítica sobre las generaciones literarias en el Uruguay (Primera generación romántica, generación del Ateneo, generación del 900, generación post-modernista, a título de ejemplo) creemos que un criterio de coetanidad, simplemente, debo regir el contexto de la obra de un escritor que, como en este caso, participó por su longevidad de distintos momentos históricos de la vida cultural del país, por lo que no se hace discutible que se integren dentro de su generación -que podría corresponder a la mal llamada generación post-modernista y nativista- otros nombres que visiblemente tendrían que reubicarse, generacionalmente, fuera de la misma.

[2] Las referencias corresponden a las Obras Completas do Juana de Ibarbourou, Ed. Aguilar, Madrid, 3a edición, (1968).

 

Dora Isella Russell
Prólogo de Antología T I
Biblioteca "Clásicos uruguayos" Vol. 165

Ministerio de Educación y Cultura

Montevideo, 1982

 

Ver, además:

 

Carlos Sabat Ercasty en Letras Uruguay

Recomendamos, muy especialmente, esta narración: El charrúa Veinte Toros (sugerencia: adaptarla para una película?)

 

Ver, además:

                                    

                    Dora Isella Russell en Letras Uruguay   

 

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