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Lemuns
Daniel Rovira Alhers
edicionespropuesta@hotmail.com

 

El edificio poseía tres plantas que crecían al borde de la calle a pocas manzanas del centro de la ciudad. Su aspecto pasaba desapercibido entre la sucesión de otros similares. Su construcción sería de ochenta o noventa años atrás y no evidenciaba ningún detalle destacable para los pocos curiosos que pasaban ante el. Salvo, claro está, por los tres ventanales con celosías del tercer piso que ahora se destacaban de la fachada ya que recientemente habían sido pintados y el desvencijado angelote que yacía en la cornisa del último piso sucumbiendo impávido a las descargadas de las palomas.

Lo que si a veces era tema de conversación y de nostalgia para las vecinas de enfrente y las de más allá, era la presencia en la planta baja de un local comercial- de alguna forma hay que llamarlo- que hasta la muerte de don Matías hacia tres años, había servido de almacén desde los tiempo de habilitación del edificio, allá por los años veinte. Ese lugar de reunión donde se encontraban las vecinas, ahora era parte de los recuerdos. El aire español que había imperado, ahora se había tornando en una atmósfera viciada y maloliente, propia de un lugar clausurado por mucho tiempo, y que se dispersaba invasiva por los mínimos intersticios al acercase apenas. Esto lo aseguraba Carmen, la anciana de setenta años que vivía en el fondo de la planta baja y que un tiempo atrás había abierto el local para mostrárselo a alguien interesado y que evidentemente no convenció. El pasillo estrecho, revestido de mármoles oscuros aumentaba el aspecto sombrío, y conducía a una escalera construida con el propósito de hacer difícil su uso.

En cada planta había un apartamento. Los del primero y segundo piso tenían una superficie normal, con lugar suficiente para vivir dos o tres personas. En el tercer piso, genialidad del constructor o perspicacia progresista del propietario, había sido planeado para que albergara una o dos oficinas. Contaban con ambiente, no muy grande por cierto, la cocina y un baño estrecho.

Los habitantes en el primer piso eran cuatro, y vivían adosados, entre ellos una niña de tres años, en el segundo pisos, apenas se alojaban dos personas, y en el tercero, en una de las oficinas, lógicamente uno. La otra permanecía vacía. El orden decreciente de los habitantes del edificio no dejaba de llamar la atención a doña Carmen cada vez que se detenía a mirar por el tragaluz de su cocina, en un momento de reflexión y recogimiento. La vida allí no presentaba mayores problemas, pese a lo que se puede suponer, todo hacía pensar que otros sesenta años más la construcción seguiría firme y segura en el mismo lugar en que se levantó.

Doña Carmen, además de mirar por el tragaluz, de vez en cuando se encargaba del cuidado y aseo del edificio, recayendo sobre ella la responsabilidad de toda casera, reparto de la correspondencia, las cuenta a pagar, y cualquier otra comunicación que considerada necesaria que le llegara a sus vecinos. Los trabajos realmente duros, lavar la escalera y los pasillos, los hacía Amalia, una empleada que se había conseguido hacía un tiempo atrás, entre los vecinos de la otra cuadra. Aunque parezca exagerado, Carmen cuidaba a un anciano de más de ochenta años que sufría toda clase de dolencias y cuya movilidad tan reducida siempre le permitía saber en qué lugar lo había dejado, en la cama, en el baño, incluso a veces cerca del tragaluz. Pese a que ese trabajo le era bastante engorroso, los recuerdos de años felices junto a ese hombre, cuando además cumplía con sus obligaciones de esposo, la sacaban del mal humor y de la ansiedad a veces desproporcionada para alguien que solo espera el alivio del natural desenlace.         

En el fondo, ella sabía que sus vecinos tenían la combinación exacta de rarezas que hacía posible una convivencia pacífica basada en la indiferencia. Los que vivían en el primer piso era un matrimonio con dos hijos, la niña de tres años, y el mayor que era inválido, sus padres lo trataban con el más dulcificado de los tratos. Pese a su afán de encubrimiento, siempre se notaba en la madre esa pizca molesta, irreductible de la culpa. En el segundo, se alojaban dos señoras de más de cuarenta años que siempre se las veía salir del brazo, y en el tercero, un ser bastante particular que no salía, que vivía solo, y al que casi nadie iba a visitar. Sobre esta última persona, la casera no recordaba casi nada. Su correspondencia eran solo sus cuentas, su ocupación un misterio, tal vez por su corta edad, se podía tratar de un estudiante. Pero ni siquiera la entrega de dinero para el pago de sus cuentas era ocasión para el encuentro, siempre aparecía el sobre días después que ella le hiciera llegar los recibos.

Sintiendo esa paz, Carmen se dormía todas las noches sabiendo que al día siguiente, todo iba a ser igual.

Daniel Rovira Alhers
edicionespropuesta@hotmail.com

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