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La decisión de Fernández
Daniel Rovira Alhers
edicionespropuesta@hotmail.com

 

Apenas había podido dormir esa noche. Tomar esa decisión le significó varias horas de darse vueltas en la cama y mirar el penumbroso tragaluz del techo. A las siete de la mañana, con el cuerpo destruido por el cansancio, salió a la mañana fría a buscar leche y más cigarros. Mientras se duchaba pensaba una y otra vez en la conveniencia de la determinación que había tomado. Pero estaba decidido. Hoy era el día. Nada ni nadie lo apartaría de su propósito.

Al llegar a su trabajo, justo segundos antes de abrir la puerta, un dolor agudo le estrujó el estómago; se repuso, no estaba dispuesto a renunciar así que, trago saliva y con gesto sereno, pero a la vez altivo, cruzó el umbral.

Una vez instalado en su escritorio, pudo dejar que sus ojos inspeccionaran el lugar, no sin una enorme cuota de delación. Creía que en las actuales circunstancias cualquier gesto, incluso el menos visible, podía abrir el abismo de la sospecha. Pero se tenía que reponer, hacía ya mucho tiempo que vivía en esa zozobra. ¡No podía más!

Prendió el cigarrillo número diecisiete; y eran apenas las once y media, ni él mismo podía creerlo. En ese momento se acercó Andrea, hola Fernández, quería pedirte si no podías terminar con el expediente del caso Silvera; el de ayer, ¿te acordás? Sí, claro. Empiezo con él en este momento. Cuando lo termine prometo avisarte, contestó Fernández con una gracia y soltura que ni el más promisor de los augures, podría haber creído posible. Instante seguido, se prendió de su cigarrillo que ardió en el más incandescente de los fuegos.

Mientras empezaba su tarea, recordó algunos pasajes, diríamos ilustres de su vida. Llegar a su edad, en tales circunstancias no era lo más habitual: o al menos eso era lo que pensaba Fernández. Vivir en el miserable apartamento en que vivía, tener por toda familia un viejo tío, que lo más razonable era mantenerlo lejos y casi sin amistades, lo hacían un hombre destinado al hastío más unánime e irrestricto. Sólo algunos encuentros con unos viejos conocidos del liceo, que se reunían de vez en cuando a jugar al póker y beber whisky lo sacaba de su aburrimiento vital. Pero hasta esas reuniones no lo conformaban. A veces se acordaba de su esposa aunque, trataba de no hacerlo. Sabía que hubo una época en que su vida no era como la actual, que se sentía diferente y fundamentalmente correspondido, no estaba solo, estaba con ella. Luego vino el tiempo de los hospitales, las nurses, las enfermeras, los médicos, los exámenes y análisis, las placas y los diagnósticos. Todo terminó una tarde de enero, con un calor sofocante, rodeado de pinos y tumbas.

¿Y cómo va eso Fernández? Pasé y como lo vi un poco pensativo, no sé; me dio ganas de acercarme... Bien. Ya casi termino. Me falta muy poco. ¿Hay alguna dificultad? No, porque debería haberla... lo vi tan ensimismado... Fernández sonrió, bueno, él cree que sonrió. No podía hacer otra cosa. Andrea lo miraba desde un metro de distancia, tal vez menos de un metro, y ella sí que sonreía. Tampoco sabía porque lo hacía. No había motivo. Sólo estaba ensimismado dijo, pensando algo; pero ella no podía saber en qué... de modo que; ¿sonreía? Eso cree que creyó Fernández ese mediodía. También recuerda, y no sabe cuánto tiempo después, Andrea le advirtió que se iba a su escritorio. Que le avisara cuando terminara.

Sintió un alivio. Con sus 39 años, Fernández ya se cansaba con pequeños esfuerzos, tampoco tenía la certeza de que hubiese sido un pequeño esfuerzo, pero de lo que estaba seguro era de su determinación; nunca antes, o por lo menos en el último tiempo, había estado tan decidido a algo. También creía no importarle los “costos” de esa determinación. Había analizado paso a paso todos los indicios, todas las pautas, todos los gestos, todas las insinuaciones; tal vez la palabra: “insinuaciones” estuviera fuera de contexto, pero al fin y al cabo poco importaba, ya está decidido.

Sus grandes perplejidades, sus primarias sorpresas, aún persistían, pero él ya no reparaba en ello. Después de todo; pensándolo detenidamente; 28 años y 39 no es una diferencia. Volvió a repasar la abundante lista de películas que había visto donde la pareja central no tenían la misma edad. Sean Connery mantenía un romance con una chica que podía ser su hija en una película que ahora no iba a recordar su nombre porque ya había terminado el trabajo y estaba caminando hacia el escritorio de Andrea que quedaba al otro extremo de la oficina.

Fernández llegó junto al escritorio. Ella hablaba por teléfono. Al verlo le hizo una seña para que la esperara. Él aceptó inmediatamente, mientras seguía con su vista las modificaciones brillosas del pelo azabache de la muchacha surcado por sus delgados dedos y el movimiento de su cabeza que acompañaba a los de su cabello, y la blancura de su piel donde se establecía con claridad los abismales ojos oscuros que sonreían cuando lo “tocaban”; la intermitencia de sus dientes, bordeados por los labios musculosos que habían dejado de hablarle al tubo blanco y que ahora junto con los ojos lo miraban, mientras él le decía algo que no estaba seguro de estar diciendo, hasta que se instaló un silencio, que descubrió que era suyo; ya que había terminado de hablar. Andrea se ponía de pie y se acercaba más aún.

En ese momento volvió a ver sus intermitentes dientes, mientras sus labios acompañaban cadenciosos, palabras desconocidas para Fernández; cuya consecuencia era una sonrisa: Yo también estoy muerta contigo, Fer.

Daniel Rovira Alhers
edicionespropuesta@hotmail.com

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