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Ellos en la playa
Daniel Rovira Alhers
edicionespropuesta@hotmail.com

 

Por el camino a la playa se distinguía el mar. La suave brisa apenas movía la hierba que crecía entre la arena. El cielo estaba despejado y las estrellas se veían claras como los movimientos ondulantes de Cyntia yendo y viniendo por la casa, con ese breve short blanco y la blusa levemente amarilla. Él trataba de evitar mirarla de manera evidente, pero la forma en que ella irrumpía por el aire del porche trayendo una copa, o sacando un plato vacío, lo automatizaba, le era imposible desprenderse de la servidumbre que significaba el juego despiadado de su cuerpo en movimiento y sus ojos cautivos de los efectos que ese vaivén le producían.

Volvió a mirar hacia el camino en busca de alguna ayuda a lo que ya se tornaba como inevitable; su desesperación para que de cualquier manera pudiera estar más cerca de Cyntia. Fue en ese momento que ella se acercó y le preguntó si estaba a gusto. El respondió que sí, naturalmente. Ella estaba esperando saber qué le gustaría beber… él decidió casi en un sobresalto la respuesta. El resto de los jóvenes que estaban por la casa, no advirtieron la zozobra en que Alberto se encontraba. Era casi seguro que esa chica fuera la novia del que aún no había llegado, suponía; tal vez el famoso Carlos, gran jugador de fútbol y de mujeres, agregaba ya molesto con sólo pensar en el ausente que, además, no conocía. Por un momento se sintió como si estuviera en ese lugar sin haber sido invitado. Todos tenían algo más importante que hacer que estar cerca de él, mientras lo único que le quedaba era sentirse preso por la visión maravillosa de la joven del short blanco que indirectamente lo obligaba a permanecer allí, sin moverse.

La música ayudaba a que algunas de las parejas bailaran en la sala mientras que otros intimaban en conversaciones herméticas. Mucho antes de lo esperado, la chica volvió con un vaso con algo que Alberto descontó que sería lo que había pedido. Ella le preguntó su nombre y él le respondió con la misma pregunta. Cyntia era la dueña de casa. Tendría algo más de veinte años y su forma de hablar y fundamentalmente de mirar, solo incrementaba el grado de aceptación que producía la joven en el muchacho. Permanecieron conversando unos minutos que pasaron muy rápido. Hasta que el sonido de la puerta de entrada deshizo el hechizo y la bella Cyntia fue a recibir a los nuevos invitados. Dos nuevas parejas se agregaron a la reunión. Cyntia conversaba con ellos mientras que Alberto miraba la escena desde la baranda del porche, frente a la puerta que daba a la sala. Bromas, intercambio de saludos, botellas de cerveza y algo de comer fueron cambiando de manos de los recién llegados a las manos de Cyntia, que agradecida desapareció rumbo a la cocina. Alberto decidió abandonar el porche y acercarse a la sala, temía perder el contacto con la joven y en la sala su presencia sería más inevitable, pensaba. Pero no fue así, Cyntia reapareció y se dirigió directamente a él, para retomar en nadie sabe dónde, la conversación que se había cortado.

Para Alberto, a medida que el tiempo pasaba, su interés crecía. Estoy entreteniendo a la novia de ese tal Carlos hasta que el imbécil decida aparecer… ¿es eso lo que estoy haciendo?, se interpelaba furioso el joven. Hasta que en un momento, se atrevió Alberto a preguntarle por el tal Carlos… ¿pero de qué forma? Se le ocurrió hacerse pasar por un hincha incapaz de reconocer al “famoso Carlos”, y preguntar si no había llegado. La chica se sonrió y le contestó que Carlos hacía ya un rato que había llegado, pero estaba con su novia en otra habitación.

Alberto comprendió al fin; no estaba tan equivocada su intuición, y decidido continúo conversando con la muchacha que estaba cada vez más animada.

La tibia noche de verano avanzaba con pereza a orillas del mar en la casa de playa de los padres de Cyntia. Los dos jóvenes desde que se acercaron la primera vez, casi no se habían separado. La chica atendía los pedidos del resto de los amigos pero volvía al lado de Alberto, en un claro gesto tanto para él, como para el resto de los invitados que en su mayoría, eran amigos que se encontraban en el verano, entre los que había universitarios como él, que había llegado ahí por culpa de un conocido de la facultad, que luego de ingresar a la casa, o mejor dicho a los brazos de una bella que lo esperaba impaciente, había desaparecido completamente.

Al poco rato, Alberto se animó a invitarla a bailar. En ese momento, desde un pasadiscos se escuchaban los primeros acordes de Samba pa ti, de Santana, un tema que en esa circunstancia era el indicado para que ambos se acercaran aún más, mientras sus cuerpos se rozaban siguiendo el ritmo de la melodía. Era una ocasión luminosa, pensó Alberto mientras sentía con su mano, la cintura de Cyntia moverse cadenciosa y ondulante sobre la marea musical de la guitarra de Santana. Pocas palabras cruzaron los jóvenes mientras bailaban; había una mágica armonía que los hacía vibrar por fuera de las cosas que los rodeaban. Por momentos simulaban no estar allí, o mejor dicho, era como si no estuviesen, salvo por sus cuerpos respondiendo cada uno a los impulsos y sensaciones del otro. Tal vez si alguien hubiese reparado en la escena, habría advertido la complementación que los dos muchachos iban tejiendo entre ellos, laboriosamente, al igual que una araña elabora paso a paso la fina tela que le permitirá seguir viviendo en la medida que esa construcción sea fuerte, vibrante, real, única, tal como era ver a Alberto y Cyntia bailando esa noche de enero en un balneario pegado a la costa, con reflejos marítimos, salobres y salvajes, vivos y efímeros como las olas que llegaban a la playa muy cerca de la casa, mojaban la arena, e inevitablemente retrocedían, aceptando la imposibilidad que le reservaba la tierra arenosa.

Finalmente los cuerpos se alejaron y se recostaron en la baranda exterior, casi en la arena, casi en la playa vecina. Los dos sólo se miraban, se admiraban, estaban extasiados. Sus caras cobrizas del sol estival, producían reflejos nuevos. En ese momento donde sólo se escuchaba el mar, y atrás la música, Alberto tomó su mano que trémula permaneció sujeta, y suavemente la apretó. Cyntia sonrió, entre asombrada y cómplice, ella era parte de la historia que estaban escribiendo, esa historia que podía ser inolvidable, ya lo era, y que ninguno de los dos la hubiera imaginado antes. Pero allí estaban, de la mano, mirándose con intensidad, edificando algo que nadie podía saber qué era, o qué sería, pero que su existencia estaba garantizada. Algo había nacido hacía pocos minutos, pero su fuerza primigenia ya era avasalladora. Les había quitado el habla. Ninguno decía nada. Se contemplaban, se respiraban uno cerca del otro, tal vez se comprobaban, chequeaban la existencia del otro, no se atrevían a romper el hechizo. Cualquier asunto estaría por fuera de estos momentos, y por eso era necesario preservar, cuidar, y si fuera posible, prolongar en la noche estrellada hasta que el sol los derritiera, dejándolos desnudos frente a frente, desnudos frente a los demás que no entenderían qué les había ocurrido, qué hechizo o maleficio los había transformado tanto y en tan poco tiempo para olvidar lo que los rodeaba y los contenía, el tiempo, la noche y las olas, la casa, la música y el baile, la arena, el salitre áspero y salvaje, la bóveda oscura y perforada de esa noche en la noche del tiempo, un tiempo vencido, agotado, nostálgico y nauseabundo, un tiempo amarillo y descolorido, un tiempo pasado, pegado y recostado en un cartón viejo de un portarretrato vulgar y descolorido, sumido en la inmensidad de un mueble oscuro y brilloso, en que la vida sólo es un recuerdo.

Daniel Rovira Alhers
edicionespropuesta@hotmail.com

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