El Campanero

 
                                        pongo
la palabra amistad y alguien levanta
el brazo armado para defenderse


José Ángel Valente
De vez en cuando me parece que el Campanero anda rondando; sospecho que en ocasiones actúa sin que yo lo note. Pero ayer sentí que me acompañaba en el tren, mientras el conejo peluche y yo improvisábamos la modesta escena de teatro Casper. También después, cuando la desolación de la niña Mónica se desbordó en llanto y su padre tuvo que levantarse y llegar hasta mi asiento para consolarla. No pudo; en cambio se enteró de lo que había sucedido. Entonces me ladró "Usted es un loco o un estúpido" y el Campanero, halagándole la vanidad, le respondió que en la duda se abstuviera, pero que si se podía elegir en todo caso era mejor ser como él: un estúpido. ¡Ah, Campanero, viejo amigo! 
Mientras el señor se iba del vagón, con la hija y sus gritos a rastras, pensé que cuando estoy de Campanero las cosas son más claras. Me libero del yo, ese error capital, me inflamo de un espíritu alertador, convocante, me siento lleno de empatía, casi de amor por el prójimo. Sí, de amor, aunque la altisonancia de la palabra es más propia de la campana que del que la hace sonar. En aquel momento deseé que ese ímpetu no fuera a crecer, porque la señora que tenía enfrente no dejaba de mirarme fijo, entre enojada e indignada, y no me faltaban ganas de obsequiarle una cachetada metafísica.
Minutos antes, cuando apenas había empezado a leer el artículo, arrancar del olvido ese trozo de mundo perdido mediante el lenguaje que emerge de aquella zona de la psique donde siempre se engendró la intuición, el sentir apasionado, ya me desconcentró una penetrante voz sopránica de niña, que pedía papá léeme el cuento del gatito perdido y el padre anda Mónica a caminar por el corredor que estoy cansado, y ella sí papá cuéntame. Pensé que yo sería capaz de narrarle la conseja de la bailarina renga con tal de que se callara, a ver, en el acto evocativo, más que el valor epistemológico y la objetivación ultraísta anda Mónica que ya te conté el cuento hoy no insistas más querida. Entonces el ruido del tren, y de nuevo, imprime sobre el lector la espontánea expresión de su autoemotividad, la traza mnésica pero ahí en el corredor estaba Mónica por el rabillo del ojo, conejo peluche en mano, no mirarla, la pauta de su intrahistoria de difuminados límites en relación con el espacio poético pero la revelación de Mónica, ojos pícaros, a la señora:
-Se llama Tortelín.
Que no le responda, que no...
-¡Precioso conejito! -de sonrisa puesta, comprensiva, la doña, ya el libro que había estado leyendo sobre la mesa que nos separaba, mirada por encima de anteojos.
Entonces sin duda regresar al artículo, dónde estabas, el empleo anafórico del participio abre una esperanza pero Mónica, tirándoselo en la falda, rugido: "¡Juega con Tortelín!", por Dios, el rechazo de una simple visión lírica y sensual, primitiva, y el conejo se escondía, aparecía, la saludaba, Mónica pegaba pequeños chillidos de alegría, más que el fútil intento de poseer una realidad inasible desde el legado, la bondadosa señora le hacía preguntas al conejo y Tortelín le contestaba con la cabeza, Mónica saltaba, feliz, mientras la escena concitaba miradas comprensivas, dulces sonrisas hacia la inocencia tierna de la infancia hecha Mónica tres añitos, oh dulzura; si te concentras a lo mejor: el dejo mortecino de un declive hacia
-Anda, Mónica -la señora debe de haber intuido que estaba cometiendo un error, tal vez empezaba a sentir el oprobio y por eso me pedía una mirada o una sonrisa de tolerancia, de perdón-, ve querida, a jugar con tu papá.
Dónde estaba, Proclama la belleza de la amada con recursos de amor cortés: "A despecho de tu desamor pero Mónica estaba resuelta a compartir a Tortelín así que me encaró y me dio la orden:
-¡Juega con Tortelín!
La miré. Quizá entonces llegaba el Campanero: era hora de hacerla crecer amorosamente, de hacerla evolucionar; hora de alertarla a ella y a los viajeros con un llamado vigoroso. Le solté una sonrisa. 
-Por supuesto -concedí-: además no tengo otra cosa mejor que hacer, niña.
-¿Cómo te llamas? -me preguntó.
-Campanero -le dije-. A ver, dame a Tortelín.
Mónica me lo tiró, anhelante; atisbaba mis reacciones, tenía muchas esperanzas en mí. No podía defraudarla. El conejo, de voz en falsete, le preguntó enseguida:
-¿A qué hay olor? Mónica, hay un olor raro -saltaba arriba de la mesa, aplaudiendo-. Chiii. Olorchito. ¿No te parece que habría que abrir un poco la ventana?
Mónica, ojos grandes, sonrisa insegura, sacudía sus rubios bucles en un no, no, pero Tortelín:
-¡Sí! ¡Voy a abrir la ventanilla! ¡Para respirar aire fresco!
-Cuidado, Mónica -aconsejó el Campanero-, no lo dejes. Le puede pasar algo, es peligroso abrir la ventanilla-. Y encarando al peluche: -Tortelín, conejito bello, príncipe de hamburguesas: no se te ocurra, ¿me oyes? 
No sirvió que yo enarbolara un dedo admonitorio y enojara el ceño, porque Tortelín ya estaba decidido y empezaba a treparse mientras la sonrisa amarilla y complacida de la señora de enfrente se congelaba y Mónica reclamaba al amigo:
-No, no, ¡Dame a Tortelín, dámelo!
El conejo, sin embargo, abrió la ventanilla y se asomó a respirar hondo, a que el viento de la velocidad le doblara las orejas y acariciara la gran eme que tenía impresa en el pecho. Con una voz suficiente para sobrepasar al fragor que venía de la noche, el Campanero advirtió:
-¡Mónica, no lo dejes, que es peligroso!
La mirada de terror de la niña indicaba cómo todo su ser estaba creciendo, trascendiendo por la acción benéfica del Campanero.
-¡Mónica, dile que vuelva! -le decía, alarmado. 
Tortelín alcanzó a darse media vuelta hacia Mónica y decirle con su voz aflautada:
-Mónica, muy mal te portaste conmigo. ¡Ya no te quiero más! ¿Por qué me dejaste? ¡Es culpa tuya! 
Y pegó un salto; quizá, de horror al vacío.

Leonardo Rossiello

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