Los Candombes
por Vicente Rossi

Obra de Don Ruben Galloza

En la Banda Oriental del Plata, los candombes, en su mejor época, alcanzaron a celebrarse todos los domingos, considerándose grandes fiestas Año Nuevo, Navidad, Resurrección y San Benito, y excepcional el día de Reyes, en que se lucía toda la pompa circunstancial. En esta conmemoración y en Año Nuevo, se verificaban recepciones de los representantes de la raza africana, por las autoridades civiles y eclesiásticas.

La inevitable influencia de la ley de evolución, que transforma y elimina, marcó el primer descenso al ser suprimidos los candombes domingueros, quedando reducidos a los ya citados días especiales. Les autoridades recibían todavía a la delegación africana, por respetar la costumbre en obsequio a la útil y humilde raza, pero gradualmente perdió su importancia esta ceremonia, que presidieron antes, con previa preparación, el presidente del país y el obispo diocesano, y fue degenerando hasta ser atendida, sin el menor protocolo, por el jefe de policía y un clérigo en misa de dos pesos.

Las últimas recepciones oficiales se celebraron durante el gobierno de Latorre: la pequeña columna de negros cruzaba las calles a los acordes de su modesta banda de música, y seguida de la inevitable escolta de curiosos; a la cabeza el rey, lamentablemente vestido de general criollo, no porque el traje no fuera auténtico, puesto que lo era, sí bien algo averiado, sino porque el pobre negro viejo, bichoco y juanetudo, descoyuntado por el trabajo y por los años, iba enfundado en el relumbrante atavío, que lloraba a gritos la ausencia de otro dueño y -el estiramiento y marcialidad que sus costuras requerían.

Es de extrañar semejante libertad en el vestir, por muy rey que fuese el negro rey, si se tiene en cuenta que en aquellos tiempos un militar de alta graduación era casi siempre un providencial, un temible mandarín, y en consecuencia objeto de profundo respeto su indumentaria.

Sin embargo el hecho tiene su lógica explicación: los morenos, abundante y excelente elemento militar, legión de bravos cuyas proezas en los campos de batalla no repercutieron en el escalafón, salvo rara casualidad, y con los que todavía era conveniente a los gobiernos conservar buenas relaciones, recibían en el grado nominal de general aplicado a su rey de raza, una alta distinción colectiva qué ellos aceptaban sinceramente.

Aquellos reyes no eran auténticos. No hay noticia de que los traficantes ofrecieran en sus ventas un rey, ni siquiera un príncipe, por motivos bien explicables: los esclavos se obtenían de las tribus en connivencia con sus propios jefes, que no tenían inconveniente en intercambiar los súbditos por baratijas o mercaderías de su predilección, negocio estupendo para el cristiano negrero; jefes o reyes no convenía exportar, por el peligro de que hicieran valer su influencia entre los esclavos, con grave perjuicio de los clientes y descrédito del exportador. Cuando los jefes de un pueblo o tribu se negaban al tráfico, el cristiano negrero fomentaba la guerra, echando sobre aquel pueblo tribus enemigas que después le vendían los prisioneros.

La ocurrencia de organizarse políticamente por sus naciones para sus candombes, les sugirió la institución de esos reyes no dinásticos, decorativos, y a imitación de los que gobernaban a los blancos.

¡Y qué ejemplar lección para éstos! Nunca una reina o rey africano defraudó la confianza que en el depositó su pueblo. Hacían de majestades en las fechas de recepciones y candombes, pero en los demás días del año vivían incorporados a la labor común, olvidados completamente de su elevado cargos atareados en las más humildes ocupaciones para ganarse el "bendito pan de cada día".

Majestad, uniforme y séquito, cruzaban las calles con la gravedad de sus parientes los cabildantes de los virreinatos, gravedad tanto más cómica cuanto más solemne. Este último monarca que visitó oficialmente a las autoridades, fue el de los Congos, nación la más profusa en el Plata; se llamó ese rey "Catorce-menos-quince", por acuerdo popular, curioso apodo que tuvo su origen, según era fama, en que habiéndole regalado alguien un reloj de bolsillo, aparato que no entendía, siempre que se le pedía la hora, sacaba el "tacho", lo consultaba y daba invariablemente "las catorce menos quince", sin que se sospechare entonces que con semejante disparate, se hacía precursor de la nueva esfera que el gobierno uruguayo fue el primero en adoptar en el Plata, cuarenta años después.

Durante la época del gobierno de Santos, recibió éste en las fechas de costumbre la delegación de los últimos africanos; no sumaban la docena. Simples visitas sin séquito y sin ruidos, de tradición y cortesía, y de especial reconocimiento a la protección que aquel gobernante les dispensaba, (siempre por la lealtad que sólo de ellos se obtenía). Famosa fue la escolta presidencial de Santos, formada de negros criollos de imponente presencia, hermoso pelotón de aguerridos soldados que habría envidiado el ex-kaiser alemán, tan creído de que sus guardias de opereta eran los mejores del mundo.

Santos fue el único gobernante que retribuyó aquellas visitas, acompañado de algunos de sus allegados. De pie, así era la costumbre: un apretón de manos, preguntas por la salud y por la familia, breves palabras sobre la situación de la raza, promesas consoladoras, otro apretón de manos y hasta la próxima, "si Dios quiere".

Cuando los africanos sobrevivientes, aplastados por su siglo y pico, no pudieron aventurarse a cruzar las calles, se produjo la supresión definitiva de sus visitas de cortesía oficial. Fue en esa misma época de Santos, quien sin embargo no olvidó a los pobres restos de la oscura raza, y en los días tradicionales, acompañado de varios militares y civiles, visitaba a los últimos reyes en su residencia de la calle Queguay, que más adelante se cita y describe, proporcionándoles el consuelo de tan honrosa atención y el auxilio de importante óbolo.

También el pueblo acudía a contemplarlos, para satisfacer una curiosidad tanto más intensa cuanto más se alejaba de su memoria y costumbres la actuación de aquellos reyes.

El candombe en sus mejores tiempos, era pintoresco y popular.

Su ceremonial en Montevideo marcaba su mejor época por los años 1875 al 80. Las continuas convulsiones bélicas que padecía el país, evitaron que tuviera la profusión que consiguió en la otra bande del Plata, y eso contribuyó a conservarle más sus caracteres de origen, porque los africanos, por su incapacidad o por su edad no servían para la milicia, y no eran molestados, mientras sus descendientes llenaban los cuarteles, no siéndoles posible mezclar en las costumbres de sus mayores sus modalidades criollas[1].

La gran fiesta se celebraba el día de Reyes por su atingencia con el rey Baltasar.

Semanas antes se preparaban las figuras del séquito oficial, procurándose las ropas y distintivos con que habían de ponerse en carácter.

Los negros no habían dejado de observar que la diplomacia tenía dos vestimentas, una civil y otra militar, por eso el que no se conseguía un desecho de graduado del ejército, se le animaba a un frac, una levita o un yaqué. Les preocupaba mucho el decorado: medallas, cadenas, anillos, cintas y todo lo que en su ingenuidad típica creían que daba carácter de personaje, aunque se tratara de cobre y estaño legítimos.

El séquito africano lo encabezaba el rey de los Congos o el de los Angolas, que eran los que tenían más súbditos. Las demás "naciones enviaban uno o varios delegados. Estas delegaciones ofrecían los más cómicos equipos, un buen surtido de obsequios de ex-uso personal de los amitos. Por el equipo se deducía la prosperidad y vinculaciones de la "nación" representada; y no se delegaban algunas, ya por falta de hombres aparentes para el cargo, ya por falta de ropas para uniformarlos.

Estas ostentaciones eran inocentes en el africano, por simple imitación del blanco, lo que en léxico trascendental se dice "por mimetismo"; exentas en absoluto de toda vanidad, defecto que desconocieron. Unos a otros se festejaban por las prendas, obtenidas, con su característica exclamación "güé! ", seguida de sus carcajadas inconfundibles, largas y sonoras; sin observar el valor de dichas prendas sino su cooperación decorativa en el conjunto, pues el africano no personalizaba nunca en asuntos de su raza. Al que se presentaba con pocos abalorios o sin ninguno, probando su mala suerte con los "amitos", que eran siempre los proveedores, nadie le hacía alusión alguna, y él se unía a la alegría de todos con sincera satisfacción. ¡Cuánta deducción insospechada e inverosímiles remontamientos, podrían sugerir estas "cosas de negros" a los cronistas filósofos!

Mientras se reunían, las delegaciones y se esperaba la hora de salida, una pequeña banda musical, la que luego debía preceder al séquito en marcha, desplegaba su repertorio cuartelero frente al local. Esta banda era de morenos criollos, que, siempre se distinguieron por sus excelentes condiciones filarmónicas, figurando como elemento principal en las bandas militares; se improvisaba en esos días en obsequio a sus ascendientes.

Desde las primeras horas de la mañana se notaba animación en la "sala" de los Congos, calle Queguay entre Soriano y Canelones, domicilio del rey y punto de reunión del séquito oficial de la raza.

De 8 a 9 formaba la comitiva en la vereda, y dada la orden de marcha, por la misma vereda la emprendían, felizmente amplia en esa parte de la ciudad, pero al entrar en las angostas se veía obligada a ocupar el medio de la calle. Gran acompañamiento de pueblo iba en aquella heroica prueba de resistencia para los viejos africanos, empujados por los acordes de la banda que no les daba tregua, haciéndolos descaderar la tortura de sus juanetes y sobrehuesos, con el empedrado desigual de la época.

Largo era el trayecto a recorrer, pues se dirigían al Cabildo y a la iglesia Matriz. En esta última, semanas antes se preparaba el altar de San Baltasar, donde debía oficiarse la tradicional misa. Raro será el que no recuerde dicho santo, el primero entrando por la nave derecha dc la Matriz; altar debido a la piedad y dinero de la reina de los Congos. Hasta hace unos doce años, allí estaba el rey santo y negro, abandonado, sucio y siempre a oscuras, prueba de la falta de clientela, y causa de sobra para que fuera a terminar su reinado entre los trastos viejos, ocupando su sitio el "milagroso" San Antonio, habiéndose olvidado los irreverentes que tal hicieron, de retirar la placa de mármol que incrustada en la pared a la izquierda de dicho altar, informa de la donación de su majestad la reina conga, y de consiguiente delata el cambiazo.

El rey y su séquito oían misa a las 10 ante san Baltasar, con la sencillez y el fervor que para sus mejores días habrían deseado los que la oficiaban. Terminada ésta, se dirigían al domicilio del presidente de la república, que solía esperarlos con sus edecanes; también visitaban a los ministros y al obispo, que los esperaba con su séquito de familiares y algún clérigo de jerarquía. Ratificaban una vez más ante todas aquellas autoridades, las seguridades de su fidelidad y respeto, A veces la visita se hacía extensiva a los jefes más populares del ejército. Como es de suponer, en todas partes se les obsequiaba con donaciones en dinero, que no ofendían en manera alguna a los dignatarios de la más humilde gente, condenada a perpetua pobreza y convencida de su humana inferioridad.

Un abundante y apetitoso almuerzo, en su propio local, recibía a la comitiva de regreso; es de suponer que aquella parte del programa era la más seria y mejor desempeñada, si se tiene en cuenta la fama bien ganada de cocineros de que gozaban morenos y morenas[2].

La repostería en sus mas criollas manifestaciones, que los negros crearon simple, apetitosa y sana, estaba allí tentadora. Única bebida de honor la chicha, la famosa Chicha, liviana como el agua y reconfortante como el vino, en su alta misión de acompañar aquellos alfajores y empanadas maravillosas.

También estaban presentes la preclara caña cubana auténtica, y su primogénito el famoso guindado oriental, "para asentar" al incansable mate.

Terminado el almuerzo, las delegaciones se retiraban a sus respectivas "salas"; así se titulaba el local de cada "nación", porque siendo el domicilio de sus jefes, en la sala, que solía tener puerta a la calle, se recibían las visitas y se exhibían al público los reyes, y esto hizo que los negros citaran la sala como sinónimo de "local".

Hubo también grupos que se titularon "Sociedades"; los formaban negros criollos que rodeaban algún ascendiente africano. Su ritual era el mismo de las "naciones", con la diferencia de que al "rey" le llamaban "presidente". El objeto principal de estas sociedades, era auxiliarse mutuamente, y aprovechar aquellos días para obtener recursos con que aliviar su pobreza.

Mientras el Candombe fue en Buenos Aires un motivo de diversión y bullicio, en Montevideo era un culto racial; por eso, aunque y abundaban los negros pocas eran las ruedas de candombes, aun en los tiempos de su mayor prosperidad, pero estaban estratégicamente ubicadas en los barrios del Sud (desde calle Guaraní hasta la Estanzuela), en la Aguada, Cordón, Reducto y Unión.

En la época colonial los locales se titulaban "canchas" porque la fiesta se hacía al aire libre, en la parte sud de la ciudad vieja, donde hoy corren las calles Reconquista y Residencia, lugar que llamaban "Cubo del Sud", por lo que hoy es el templo inglés. Cada "nación" tomaba su parte de terreno, y esas eran las canchas, como también lo son hoy y así las llamamos en todos los casos análogos, sea cual sea su objeto.

A las tres de la tarde se iniciaba el candombe en todas las salas, esto en sentido figurado, pues no se bailaba en ellas, sino en la vía pública.

El acto se precedía con una breve ceremonia, entrando en funciones otras dos figuras de esta tradición: el "ministro" y el "juez".

El rey salía de su sala acompañado de los citados, y se detenía en la calle a unos tres metros de la vereda, en medio de una rueda de asientos de toda especie, colocados allí expresamente. Los tocadores y bailadores rodeaban a este terceto, y a una señal del juez se ubicaban en los asientos; pasados unos instantes de silenciosa expectativa no interrumpida ni por el numeroso público que presenciaba la escena, el rey declaraba inaugurado el acto levantando una mano, y en seguida los típicos instrumentos africanos rompían su tan-tan un tanto quejumbroso, lleno de reminiscencias de selva y de tribu. El rey se retiraba con su ministro (maestro de ceremonias en la sala); el juez (maestro de ceremonias en la calle) quedaba de "bastonero" del baile, que a él correspondía dirigir y animar.

La visita a las autoridades y esta breve escena, era toda la tarea de gobierno que aquellos reyes tenían anualmente; reyes sin sucesión y sin autoridad definida; patriarcas más bien y como tales respetados y sostenidos. Los naturales de aquellas "naciones" o los socios de aquellas "sociedades", no se regían por ninguna pragmática ni por ningún estatuto; su único reglamento social y político radicaba en el color de su piel; él les obligaba a unirse y protegerse, a demostrar organización y urbanidad, a respetarse y obedecerse mutuamente. El rey, a pesar de su alta investidura, era un amigo, consejero a veces, y jamás dio una orden que no fuera grata a su pueblo.

Nunca hubo entre negros la más mínima diferencia por ambición de cargos, ni por personalismos; nunca se produjo entre ellos un abuso de confianza, ni defraudación, cosas corrientes entre blancos. Rey, ministro, juez ....... Los pobres negros se entregaban a un platonismo patriótico, haciéndose en un juego infantil una autonomía política. No olvidaban que eran una raza injertada en un país extraño, al cual han pagado su hospitalidad siendo fieles y útiles en todas las etapas de su evolución; innegable el hecho, derivable el derecho de esparcimiento racial, en homenaje al color y al origen; pero, siempre ingenuos, siempre reflejando en sus actos cierta inconsciente ironía. La fibra patriótica que suena a los blancos grave y solemne, y les recuerda en verso y en prosa sus históricas esclavitudes, sonaba a los negros en el "tan-tan" de sus tamboriles, que ampliaba la perenne sonrisa obispal de sus caras deformes, cual si se tratara de una broma divertida que les hacía olvidar que un día fueron siervos.

La indumentaria de sus dirigentes parecía justificar tal sospecha: El "rey" de general; el "ministro" de coronel, o de "dotor" si no había conseguido graduarse en lo primero, (llamaban así al equipo de levita, chaleco blanco, galera de felpa, cuello parado, etc.). El "juez" siempre de "dotor", pero con aplicaciones africanas, por así exigirlo su cargo, de lo que resultaba un disfraz raro y ridículo, y, sin embargo, riguroso símbolo de dos continentes: Europa y África; sobre la levita se sujetaba en la cintura dos cueros pintorescos, colgando uno por delante y otro por detrás, el típico taparrabo africano; ambos cueros abigarrados de lentejuelas, cintas y cascabeles; la aristocrática galera se ha rendido a un bochornoso adorno de plumas y cintas de colores; apoyaba su autoridad este "juez" en un báculo papal coronado con lazos llamativos; era la insignia de director o "bastonero" del Candombe, vocablo derivado de "bastón", que así se le llamaba a aquel báculo. ¿No parece todo eso un juego de muchachos?

Era allá por el sud de la calle Queguay.

Los contados sobrevivientes africanos ya no cantaban, gemían las notas martillantes de sus extrañas canciones nativas, y daban los pataleos finales en su popular danza.

Allí estaban congregados los pocos africanos que aún vivían en Montevideo; vacilantes bajo el peso de una edad cuyo cómputo habían perdido.

No bailaban ya. Eran sus descendientes criollos los que desempeñaban ahora todo el ritual del Candombe, con la buena intención de ayudar a bien morir una costumbre tradicional que no sentían ellos como sus mayores, a quienes respetaban profundamente.

La casa donde se reunían para la clásica y grotesca fiesta, era apropiado escenario de ella: tapera moruna colonial; un casuchón de barro y piedra, tejas, tirantes de palma, piso de adobe cocido, pero que fue de tierra-madre en sus mejores tiempos, cuando sus constructores los moro-godos les enseñó a edificar el marroquí para vivienda de chusma. Quizá vivió allí durante la colonia, algún fidalgo o noble de blasón en los fundillos; ahora viven los dos últimos reyes africanos que restan en el Plata. La tapera les había quedado por trasmisión -testamentaria de una reina de los Congos según era voz corriente, la que tuvo fortuna donada por sus amos a ella y a los suyos; motivo poderoso para que el clero católico se sintiese pariente de aquella reina, que al morir sólo dejó a los sobrevivientes de su "nación" aquel masacote de barro, piedra y tejas.

Todo estaba en el más lastimoso estado. El palán-palán triunfaba entre las tejas, agrietando el techo; las paredes rajadas y mostrando en su descascaramiento el material que conservaba a estas casas en perpetua humedad y hediondez; puertas y ventanas rústicas, de madera dura y herrajes carcelarios, sin encaje y sin vidrios; piso maltratado por el uso. Ese era el palacio donde los últimos reyes negros esperaban con inconsciencia de niños el final de sus días y de su reinado hipotético.

En esas fechas de Candombe, la ruinosa solariega abría sus puertas ofreciendo libre acceso al público, que algo ayudaba con sus limosnas.

Entrando, el zaguán presentaba dos puertas; una daba al oratorio, en el que se veía un altar con san Benito; todo pobrísimo, viejísimo, descolorido; dos sentimientos bien distintos asaltaban al contemplar aquello: tentaciones de risa ante tan inocente mamarracho; verdadera tristeza ante tanta miseria. El santo velaba cierta bandejita veterana que estaba sobre una mesita frente al altar, conteniendo algunas monedas de cobre que indicaban su oficio en aquel sitio,

Por la otra puerta se entraba a la sala del trono; allí también el tiempo y la pobreza habían dejado su marca. Dos sillones prehistóricos sobre una tarima, hacían el trono de la última supuesta dinastía africana en el Río de la Plata; su color negro, de moda cuando los fabricaron, dejaba descubrir fácilmente los inquilinatos construidos en ellos por la polilla.

El rey y la reina ocupan los sillones. Inmóviles, se les tomaría por figuras de cera de un museo, si no se les viera moverse en una inclinación de cabeza a cada visitante que asoma en la sala. Parecían dormitar, con sus ojos chiquitos, rojizos, bajo los párpados endurecidos por un siglo de desgaste.

El rey no viste ya con los relumbrones militares de los buenos tiempos, viste de "dotor", con ropas muy viejas. Luce en su pecho varias medallas olvidadas que cuelgan de cintas descoloridas; sería tiempo perdido solicitar de S. M. el origen de ellas; su respuesta no pasaría de su peculiar sonrisa, porque nada sabe, sólo entiende que las debe ostentar por así exigirlo la importancia de su jerarquía.

Los negros habían visto (en los retratos, naturalmente) que los monarcas se tachonaban el pecho con una mercería de metales y tintas, y han creído que aquello debía ser distintivo del cargo, y se proveyeron de la chafalonía necesaria, sin reparar calidad ni procedencia; sin embargo, un buen observador habría reconocido en el surtido algunas distinciones legítimas y honrosas, ganadas en las filas de nuestros ejércitos; y tampoco dará razón de ellas el buen rey. Sus descendientes criollos, que eran soldados de la patria desde su más tierna edad, delegaban en esos días el honor de sus conquistas en el venerable patriarca de la raza, por eso estaban allí aquellas distinciones legitimas.

Los reyes blancos, claretes y amarillos, cargan con el muestrario completo de las condecoraciones de que dispone su país, pues sería anómalo que se concediera alguna de ellas sin que se presuma que el rey la haya merecido con toda prelación. El pueblo negro había tomado aquello con mas dignidad, y con más seriedad: delegaban en su rey los premios individuales a méritos y sacrificios que consideraban colectivos; el desventurado destino de su estirpe les insinuaba tan acertado proceder. Falucho no fue un negro heroico, sino una raza heroica.

La reina, muy esponjada y almidonada, lucía histórico vestido de gro carmesí, con moñas y cintas de disonantes colores; collares de coral y cuentas de vidrio; gran prendedor y caravanas de pesado oro, una reliquia. Las motas divididas y seccionadas correctamente en bucles inverosímiles, a base de horquillas y viejas peinetas de carey auténtico. Pocas canas han logrado burlar la longevidad insospechada de su "graciosa majestad", y de su "augusto consorte", cuyas motas cortas y tupidas nunca necesitaron la odiosa tutoría de peines y cepillos, que de haber pretendido dispensársele bien embromados habrían salido.

Frente al trono se insinuaba al visitante una mesita y bandejita parecidas a las de san Benito; este era el óbolo de los reyes. La inalterable honradez y respetuosa devoción del negro, hacía inconcebible la mezcla de los humanos intereses con los de los santos. El óbolo de san Benito se destinaba estrictamente a su culto; lo que al santo se daba para el santo era; por nada del mundo se habrían atrevido a emplear ese dinero en otra cosa que no fuera el servicio debido a su dueño.

¡Cuánto tendrían que aprender los mendicantes de todas las sectas, de aquellos africanos que pagaron su forzada iniciación en la idolatría católica, con el más alto ejemplo de austeridad religiosa! Bien pontificó el cronista de la época, Isidoro de María, en su "Montevideo Antiguo": "En los negros, hasta la honradez!"

Conocí y contemplé aquella real pareja de Candombe, en uno de aquellos días de su ocaso.

Con un amigo pasábamos a una cuadra de distancia; notamos mucho público agrupado en la calle y corrimos a curiosear; corrimos de veras, porque éramos muchachos. Encontramos un auditorio del pueblo haciendo marco al Candombe.

Entramos a la casa y nos introdujimos en la sala de los reyes, que contemplamos, con curiosidad. Nos notaron; el rey nos dispensa su sonrisa y nos hace el honor de observarnos que debíamos descubrirnos, lo que hicimos en el acto, avergonzados; el afán de observar nos hizo olvidar de ese detalle; calcúlese que era la primera vez que veíamos reyes, y que nosotros los creíamos "de adeveras".

Pocos los visitantes y menos los que sintieron en el corazón aquel conjunto de pobreza, dejaron en la bandeja una pobre moneda de cobre.

Solían salvar la afligente situación los donativos de familias pudientes, en cuyos hogares servían o habían servido descendientes del africano, que en esos días hacían de eficaces mediadores. Existía entre las familias "de copete" y los negros, vínculos que no era posible olvidar, ya por reconocimiento a servicios y fidelidad, ya porque raro era que no hubiera una morena con "hijos de leche" en esos hogares, no pocos de los cuales hijos debieron su salud y músculo a la ubre negra[3].

La real pareja parece dormitar en su pobre trono.

Se oyen claramente en la sala los cánticos monótonos de la raza, y esta vez son tristes, llenos de una intensa quejumbre.

La real pareja parece extasiada con los ritmos de su tradición; sonríe siempre. Está en retirada; el Destino ha sido cruel con su raza, pero ya lo ha olvidado; se va sin una queja, sin odios, sin la menor protesta por nada ni por nadie; se va sonriendo y cantando la canción de la cuna.

Y he allí lo único que aprovechó el negro de sus socios de colonia: creer en confortable ultratumba para los fieles desvalidos, lo que le infundió plena confianza en el "'más allá", para donde partía lleno de seguridades; singular contraste con el terror que ese mismo viaje infundía a sus propios catequistas.

Ríen bajo el cielo protector de América, los monarcas africanos sobrevivientes, a cuya raza la orgullosa e inclemente Iglesia Católica le dispensó iconos, fechas y honores.

Ríen los últimos negros reyes en suelo rioplatense; olvidados, misérrimos; al final del camino hacia el seno de la madre-tierra y al compás quejumbroso de la música nativa.

Ríen como si supieran de lo "irónico" y de lo "'estoico", y sospecharan que dejaban la herencia de sus dislocamientos y cantables, que prolongarían su dinastía en los grotescos reyes carnavalescos, y su típica alegría en los fugaces reinados de los grandes salones.

El blanco ha debido darse cuenta alguna vez, de que con el negro se había hecho a sí mismo una broma muy pesada.

Pocos africanos quedaban. Las "naciones" habían desaparecido, y el grupo de sobrevivientes olvidó la propia para reunirse al calor del sol y del recuerdo, y al son de los postreros cánticos de su tradición.

Con sillas, bancos, cajones y todo objeto capaz de servir de asiento, hacían una gran rueda en la calle, junto a la vereda de la casa de los reyes.

Allí se ubicaban los tocadores de tamboriles y masacallas, los ancianos que cantaban para hacer coro y los bailadores cuando descansaban o esperaban turno.

Ya he dicho que estos últimos candombes eran desempeñados por los descendientes criollos. Algunos "tíos" y "tías" africanos hacían todavía acto de presencia, sentados, pero de vez en cuando, como impelidos por súbito entusiasmo, se levantaba uno de aquellos matusalenes, y sin separarse de su asiento, giraba su osamenta sobre sí mismo, con los meneos característicos de su baile nacional; giraba cuantas veces sus fuerzas se lo permitían y volvía a sentarse, contento de haber vencido por un momento el entumecimiento a que lo había condenado el peso de los años.

Esto solía comunicar entusiasmo a los bailadores, cuya rueda se agitaba instigada por el canto que ha subido de tono, como un homenaje al ascendiente animoso que ha sacudido su siglo por un momento a los compases de la clásica danza nativa.

Casi nunca faltó tan tambor militar en los últimos candombes, tocado hábilmente y con especial juego de palillos. En ese instrumento, así como el dominio del clarín cuartelero, los negros fueron maestros por su adaptación y resistencia.

Dentro de la rueda de asientos se formaba la del candombe y fuera del público. El espacio en que se bailaba se llamaba "cancha".

La ceremonia de iniciación no era la misma de los buenos tiempos; el rey no salía de su sala, se limitaba a contemplar a través de las abiertas ventanas y desde su trono, la tradición que boqueaba en la calle como perro viejo abandonado por inhumano dueño.

El "ministro" era cargo suprimido por innecesario, pues no existiendo ya ceremonial diplomático no hacía falta aquel personaje; severa lección de buen gobierno para los blancos, que sólo atinan a crear y sostener lo inútil.

Subsistía el "juez", llamado siempre "bastonero". Su aspecto ha cambiado poco; viste todavía de "dotor" con taparrabo, pero ha sustituido los botines con alpargatas, por ser más cómodas para su colección de callos. Su bastón de "tambor mayor" es ahora un palo cualquiera o una escoba, lo que hizo que también se le titulara "escobero". Este "di. rector" es simplemente el "hechicero" o sacerdote pontificante coreográfico, infaltable en las danzas de los pueblos salvajes, que aparece también en algunos bailables de nuestra sociedad, como el "cotillón".

Desde temprano, tamboriles, marimbas y masacallas sonaban para atraer público.

Se formaba la rueda de bailadores colocándose alternados un hombre y una mujer, sin perjuicio de que estuvieran seguidos varios de un mismo sexo, pues aquel baile no exigía parejas. El "bastonero", en medio de la rueda, blandía su palo en alto y paraba el tamborileo; luego pronunciaba las primeras sílabas de uno de sus brevísimos cantos, y bajando el palo daba la señal de empezar el baile, a cuyo efecto volvían a sonar los instrumentos, y la rueda entraba en movimiento contestando con otras sílabas del canto iniciado por el director.

La rueda airaba; el paso solía ser mesurado, como indeciso; los cuerpos marcando un suave vaivén en las mujeres, con oscilación natural de caderas; los hombres desarrollan una difícil diversidad de movimientos, sin perder el paso, no es posible demostrar con palabras la caprichosa coreografía aquella, librada al buen tino e inventiva de cada uno. Los famosos "dislocamientos obscenos" sólo existieron en los seudo-candombes de los seudo-negros carnavalescos.

Nadie desconoce lo discretos y morales que fueron siempre nuestros negros, inalterables mantenedores de las reglas de urbanidad; eso contribuyó a que los candombes tuvieran una corrección que no han sospechado los que han supuesto que aquellas pobres y sencillas fiestas eran "bacanales estrepitosas", quizá por ser "cosa de negros", y por lo de la "merienda de negros".

Los bailadores no estaban, pues, sometidos a ninguna regla de uniformidad de figuras en aquella danza; la obligación era una sola, única ineludible: el canto, cuya modulación sostenía el carácter y el compás del bailable. "Calún-gan- güel?" cantaba el bastonero; "oyé-ye-yúmba!" contestaba la rueda; y siempre así, durante media hora o más. El compás era lento; algunas veces el bastonero lo levantaba de tono o lo agitaba, por vía de inyección enervante.

Cuando aquél conceptuaba que convenía descansar, cambiaba el canto y gritaba: "oyé-yél!" contestando la rueda: "yuti-ban-bé!"; acto continuo al tamborileo lento sustituía un precipitado redoble adaptado a compás tan breve e insinuante; la rueda voltegeaba en un último esfuerzo, con rapidez en una tumultuosa revolución de movimientos; el bastonero gritaba y saltaba sosteniendo a todo trance aquella animación que duraría medio minuto; luego levantaba su palo por sobre todas las cabezas y daba el grito característico: "Güél", haciendo una "e" muy larga, llena de singular expresión de alegría; la rueda repetía el grito, deteniéndose, y los bailadores iban a sus asientos.

Enmudecían los instrumentos africanos y entraba en funciones el tambor militar, orgullo de nuestros negros, pues al impulso de sus redobles fueron cien veces conducidos a las luchas de los tiempos heroicos. El tambor evitaba que la reunión quedara en silencio, por ser mal impresionante, y llamaba la atención del público. Mientras tanto, una negrita solicita, entre los espectadores, con un platito, un auxilio "para los pobres negros".

Merece especial observación el bastonero. En medio de la rueda, sirviéndole de eje, gesticulaba y bailaba incansable. Era casi siempre un negro viejo pero ágil. Representaba la tradición de la raza, por su caracterización, su autoridad y su pontifical danzante. Bailaba, puede decirse, consigo mismo; las piernas en continuo movimiento, para que no estuvieran quietos los delantares del taparrabo; los pies parecía que apisonaban el suelo, en ciertos períodos, en otros daban la impresión de que pisaban sobre caliente y cuerpeaban a la quemaduras; se agachaba unas veces hasta casi sentarse, otras se estiraba, y erguido, muy echado hacia atrás, continuaba inalterable el pataleo; en todo había reminiscencia salvaje. Se sabía delegado de una tradición, y para su fiel desempeño concentraba toda su atención en el canto que movía la rueda y en las típicas figuras coreográficas que rememoraban la raza. El bastonero era el último simbolismo africano en el Plata.
En el lustro 1885-90 los candombes desaparecieron. No solamente el pueblo perdió interés por ellos, sino que los negros criollos sostenedores de esa única tradición, disminuían sin reemplazarse, por no ser raza inmigratoria la de ese color.

Notas:

[1] Después de la batalla del Arroyo Grande, en 1842, la necesidad de soldados produjo la ley de libertad de esclavos, con el objeto de quitárselos a sus dueños sin indemnizarlos. Como es de suponer, no hubo tal "libertad", y los esclavos salieron perdiendo, pues fueron a parar todos a los cuarteles. 

[2] En lenguaje rioplatense, "moreno", refiriéndose a color de piel, es riguroso sinónimo de "negro", adoptado entre las personas de esa raza por parecerles menos grosero.

[3] El parentesco graciable de "tíos" y "tías" dado a los negros viejos, era en atención al vínculo "de leche"; que fue de sangre en la colonia, y entonces cierto el parentesco. J. A. Wilde, cronista y testigo, dice que en Buenos Aires "las amas de leche eran en esos tiempos casi exclusivamente negras, y los médicos las recomendaban como las mejores nodrizas". Lo mismo en Montevideo. Cuando escasearon las negras, a fines del pasado siglo, se acudió recién a mulatas y blancas.

por Vicente Rossi
Cantos y bailes negros
Isidoro de María - Vicente Rossi
Enciclopedia urguaya Nº 9
Editorial Arca
Montevideo - julio de 1968

 

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                         Vicente Rossi en Letras Uruguay

 

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