El verano recién empieza
Mercedes Rosende

Mi madre es una egoísta a la que siempre le importó poco de sus hijos, pero por alguna razón, cuando nosotros crecimos y nos independizamos, hicimos de cuenta que lo habíamos olvidado. Un pacto de silencio nos ha protegido del dolor que significa hurgar en el pasado y nos permite, una vez al año durante cada verano, reunir el coraje necesario para enfrentar el reencuentro y pasar unos días en familia.

La cabaña se encuentra sobre los barrancos de la playa. Cuando mis padres la construyeron, aquí no había más que arena, piedras y viento. Los demás veraneantes se habían ido instalando más allá del recodo que hace el acantilado, en un más sitio resguardado, pero Mamá eligió éste lugar porque aquí, dice, los elementos de la naturaleza se desencadenan con toda su potencia y nos hacen sentir la fragilidad humana, nuestra temporalidad ante lo eterno. Yo creo sencillamente que este terreno era más barato.

Durante el año, recuerdo, en la casa de la ciudad, Mamá solía ser un fantasma que vagaba por la casa siempre en ropa de dormir, siempre con la resaca de algún somnífero asomando en su voz ronca, con el cigarrillo a punto de caer de sus labios. Pasaba la noche despierta y dormía durante el día.

— Hola amor, —decía si se encontraba con alguno de nosotros en el pasillo de las habitaciones— me duele la cabeza, voy a quedarme en la cama. ¿Podrías decirle a Dolores que me traiga un té?

Algunas veces parecía recordar que tenía hijos, y se apeaba del sopor uniéndose a la cena que nuestra empleada servía en la cocina. Se sentaba en la cabecera de la mesa, inquieta, nerviosa como un conejo, y yo no sabía si su desazón se debía a una incapacidad para comunicarse o a que no había podido encontrar sus lentes. Entonces nos preguntaba —con poco interés, creo recordar— cómo marchábamos en el colegio, si Pedro había aprendido a nadar, si Anita seguía con aquella tos tan ruidosa, o si yo me sentía más a gusto con ese profesor de matemáticas tan estricto y antipático. Nosotros reímos y yo le contestaba que aquel profesor lo había tenido en segundo, y que de eso hacía ya más de un año, y que Pedro jamás aprendería a nadar porque sentía terror del agua, y que Anita tenía tos casi desde que había nacido y no había ninguna razón para que dejase de tenerla.

— Y Pedro todavía se hace pipí en la cama —gritaba Anita para alejar la atención de sí.

— No es cierto, sólo algunas veces… —balbuceaba Pedro.

Pedro, el tímido Pedro, siempre se empeñó en ocultar a Mamá su enuresis, sin darse cuenta de que ella no lo hubiese notado aunque él apareciera mojado con los orines de un mes entero.

Mamá escuchaba nuestras historias un poco triste y un poco ausente, y hacía gestos de asombro con sus hermosas manos, luego sonreía como dando por terminada aquella fatigosa puesta al día y mandaba a Dolores a comprar helado. Era entonces que empezaba la fiesta, la fiesta con que ella nos regalaba cada tanto, por la única razón de existir en su entorno, por el hecho tan trivial como casual de que fuésemos sus hijos, y que en aquel momento constituyésemos su único auditorio. Era un don especial, así lo sentíamos todos, especialmente ella. Nos hablaba de sus tiempos en el teatro, de su época de brillo en las carteleras, nos contaba una y otra vez cómo un famoso director español la había seleccionado para hacer una película —aunque nunca se llegó a filmar— y nos relataba el final de “Bodas de sangre”, donde la gente la aplaudía de pie, durante diez minutos enteros.

Deberían haberme visto —nos contaba con la mirada perdida en sus recuerdos— saludando una y otra vez, llegando a mi camarín repleto de flores, o escapando por la puerta trasera del teatro para no morir aplastada por el fervor de mis admiradores.

Llegado aquel punto, apagaba las luces de la cocina, abría la cortina para que la iluminase sólo la luz de la luna, y subida en una silla de pino, nos recitaba monólogos tristes y poemas de amor que nos conmovían y hacían llorar a Anita. Yo también me conmovía, pero no podía dejar de pensar en lo que diría los vecinos que pasaban por la calle y veían a mi madre trepada en una silla de cocina, a oscuras, gesticulando frente a unos niños.

Terminada la actuación —sabíamos que había terminado porque cruzaba los brazos y cerraba los ojos, y así quedaba hasta que comenzábamos a aplaudir— comíamos el helado en un ambiente silencioso que entonces creíamos parecido al recogimiento que su actuación merecía. Pero ella ya no volvía a interesarse en nosotros, tomaba un vaso de agua, prendía el cigarrillo que había quedado fuera de la caja y comenzaba a irse de a poco aunque permaneciese sentada. Y por mucho tiempo volvía a ser el fantasma que deambulaba de noche por la casa y por el que nosotros, sus hijos, sentíamos una vaga familiaridad.

Pero en el verano todo cambiaba. Aparecidos los primeros síntomas de la primavera, ella comenzaba su propio cambio y los preparativos. Dejaba de lado la crisálida de su ropa de dormir y nos llenaba de alegría la vida vistiendo ropa de calle en colores claros. Nacía en ella otra mujer, una mujer activa y dinámica y nosotros vivíamos la ilusión de que nuestra madre nos visitaba.

Mandaba a limpiar la cabaña de la playa, preparaba la mudanza, confeccionaba la lista de invitados, elegía las flores que plantaría en el jardín.

— Debo comprar una malla de baño nueva para Anita, —decía anotando en una libreta— recordar los abrigos para las noches frescas, encargar los geranios al vivero. Sí, son plantas muy rústicas y resistirán bien el viento y el salitre —hablaba como para sí.

— ¿Podremos dormir en la carpa?, ¿podremos armarla en la playa? preguntaba Pedro cada año, sabiendo de antemano la respuesta, pero esperándola como un acontecimiento.

— Claro que sí - otorgaba ella, condescendiente.

También preparaba la casa de la ciudad para cerrarla durante el verano y enloquecía a nuestra empleada dando instrucciones imposibles de cumplir, lo que provocaba que, al final de la primavera, Dolores presentase su renuncia. Pero pasados unos pocos días, Mamá ya la había convencido de que se quedase, explotando el amor que la pobre mujer sentía por nosotros.

Finalmente partíamos a instalarnos en la playa, donde mis hermanos y yo éramos felices. Pero entonces sucedía algo inexplicable para nosotros. Al poco tiempo de llegados, el entusiasmo de Mamá comenzaba a decaer y lentamente, se iba apagando ante nuestros ojos. Todo en ella declinaba, se marchitaba, hasta que Papá, sobre el final de la temporada, venía a rescatarnos del mismo fantasma insomne que deambulaba en las noches por la casa de la ciudad.

En aquel tiempo de nuestra infancia, Papá ya simpatizaba con el alcohol, aunque todavía no se había vuelto una simpatía militante, como lo sería después. Se ocupaba de nosotros —asistido de Dolores, que era nuestro ángel de la guarda— y llenaba las ausencias de Mamá lo mejor que podía. Pero en verano solíamos verlo poco. Todos decíamos que aprovechaba esa época del año para hacer sus viajes de negocios, aunque yo creo que simplemente huía de la presencia de Mamá. Con ella tenía una relación de indiferente vecindad desde el nacimiento de Anita, según supe años después por boca de mi hermana mayor Emilia, a quién se lo dijo Dolores, a quien se lo confesó Mamá. Pero Papá, que envejeció intentando ocupar los lugares que ella dejaba, intentando protegernos de nuestra destino —como hoy lo hacemos nosotros mismos— nunca tuvo la fuerza suficiente para enfrentar los veraneos.

Emilia y Santiago son hijos de Mamá, pero de un matrimonio anterior del que nunca nos contó demasiado ni nosotros quisimos averiguar. Vivían con su padre, un conocido director de teatro, y se reunían con nosotros a pasar las vacaciones, lo que los convertía en unos desconocidos a los que nos unían lazos de sangre, extraña relación que en nuestra familia parece ser un sello identificatorio. Su vida transcurrió en todos los teatros del mundo y en ningún sitio en particular. Un día de diciembre simplemente llegaban a la cabaña de la playa, convocados por el verano, con sus valijas cargadas de polvo y timidez que conjurábamos con el primer baño y los primeros abrazos.

A medida que crecimos fuimos comprendiendo lo importante que éramos los unos para los otros y hoy los cinco hermanos formamos una familia. El hecho de que nuestros afectos maternales hayan sido tan mezquinos, nos ha llevado a valorar los días en la playa como únicos referentes de normalidad, o quizás hayamos tenido aquí momentos realmente felices. En todo caso, cuando crecimos pusimos especial cuidado en cultivar el recuerdo de lo bueno y cálido, de lo mejor del pasado. Y en cierta forma, esta casa, estas vacaciones representan mucho más que una casa y unas vacaciones.

Este verano, como sucede cada año, se ha producido el milagro de que éste lugar un poco mítico y un poco mágico, nos vuelve a reunir. Cada vez pensamos que será la última, que ya hemos tenido suficiente, que ya nadie puede querer volver, pero algo muy fuerte impulsa ésta unión. Tal vez necesitemos reelaborar nuestra historia, o tal vez estemos decididos a demostrar el amor por el absurdo.

Es casi gracioso ver a nuestra madre tratando de recordar cómo eran aquellos niños que nunca conoció, y a nosotros tratando de olvidar lo que nunca tuvimos.

Mamá ha estado en la casa una semana, preparando los detalles del reencuentro. Papá prometió que llegaría hoy de noche de la ciudad. Pedro llegó de Suecia y Santiago llegó de Francia, sin sus respectivas mujeres locales – creo que no desean mezclar aquellas sus nuevas familias con ésta - y con ese tono de piel verdoso típico del invierno boreal. Anita vino acompañada de sus perros y de su depresión, todo inseparable de ella misma. Hoy la mañana nos trajo a Emilia, y yo desperté alegre, escuchando su voz un poco grave y un poco ronca, tan parecida a la de Mamá.

Desayunamos los cinco juntos, contándonos pequeñas historias triviales de cada uno, de esas que provocan intimidad aunque no sean importantes. Hasta Anita se veía distendida, con el cabello al viento y un aire despreocupado. Santiago nos mostró fotos de sus edificios en Francia, y nos llenó de orgullo.

Cuando Mamá bajó, ya todos habíamos terminado. Creo que lo hizo a propósito, para crear la tensión de su entrada en escena. Hablaba con nosotros mientras bebía su té, con esa actitud deliberada que fluctúa entre jugar a las visitas y váyanse todos al carajo. Yo sentí el aire tensarse como una cuerda de violín. Nadie estaba cómodo, a pesar de que los problemas aún no habían comenzado y que entonces no podíamos saber lo que pasaría ese mismo día. La conversación era forzada, pero Mamá no parecía notarlo.

— ¿Cómo llegaste a estar tan gorda, Anita? —preguntó ella— eras tan delgada como yo y mira cómo has quedado.

Hasta un comentario tan banal puede desencadenar una tormenta, sobre todo si se tiene en cuenta que Anita no es delgada desde los diez años. Ví a mi hermana revolverse en la silla, incómoda en su cuerpo, retorciéndose los dedos como cuando era una niña. Mamá, indiferente frente a un tornado, cortaba una tostada y la untaba con miel.

— Deberías haberte casado con aquel novio que tuviste una vez. Pero ahora...- el movimiento de los músculos faciales con que mostró resignación fue una maravilla de expresividad y economía gestual.

— No me casé porque detesto la comida caliente, las casas hermosas y el sexo estable - susurró Anita, mirando empecinadamente las nubes, que iban ennegreciendo de a poco- Y tú, ¿ porqué te casaste, Mamá?

Ella no pareció molesta con la pregunta, sólo hizo un gesto con el cigarrillo que acababa de prender y movió las manos con aquel ademán suyo, que tanto podía expresar desconcierto como asombro.

— No peleemos, querida. Estamos aquí todos juntos, somos una familia a la que ni el tiempo ni la distancia han podido separar –a ésta altura del discurso Mamá ponía cara de ternura y miraba el infinito. De pronto se iluminó su rostro — ¿Y si recitamos?

Nadie era capaz de recitar más que ella, y nosotros recibimos la propuesta con sonrisas irónicas, aunque sólo Anita giró la silla y se puso a mirar la playa, de espaldas.

Mamá empezó en un tono muy quedo, que casi no escuchábamos, para ir elevando la voz de a poco, como hace en estas dunas el viento que viene del mar. Eran unos versos hermosos de amor, pero dolían demasiado. La voz de Pedro no me pareció soplada por la brisa.

— ¿Porqué nos dejaste solos, Mamá?

Ella pareció no escuchar, aunque interrumpió el recitado despacio, como si las palabras fuesen muriendo de a poco, como si se hubiese ido extinguiendo el propósito de la poesía. Pedro no la miraba, ni miraba a nadie, pero tampoco soltaba su hueso.

— Yo diría que tenemos edad de conocer las razones por las que fuimos condenados a vivir como huérfanos – dijo mi hermano y el salitre de su voz raspaba el aire- aunque quizás creas que lo mejor sea explicarlo en tu testamento.

Cada palabra, cada sonido del entorno, sonaba amplificada como en el teatro, demasiado fuerte para una simple reunión familiar.

Mamá jugaba con el cigarrillo, y parecía tan desconectada como en sus mejores tiempos de abandono y ropa de cama. Me hubiese gustado saber si en ese momento sentía algo, si se dolía de algo, o si simplemente lustraba el acrílico de su alma.

El sonido del teléfono, necesario e inevitable como la luz roja de un semáforo, rompió la mañana en pedazos.

Emilia se levantó de la silla y entró a la casa con precipitación de fuga. Luego hubo una interrogante que nadie escuchó, palabras sin significado y el golpe final del tubo contra el aparato. Volvió diferente y con paso lento, asomó su cuerpo sin decidirse a entrar a la terraza y susurró al aire que papá había tenido un accidente.

Santiago, Pedro y yo nos levantamos de las sillas, en un impulso de actividad tan inútil como vacío. Anita lloró como siempre y Mamá apagó el cigarro que tenía en la mano. Expiró el humo, demudada.

— Ojalá se muera -dijo– ojalá no lo vea nunca más.

Había gritado esas palabras con más pasión de la que yo le había visto en toda la vida, tanto que casi me hizo dudar si había empezado una de sus actuaciones. Muchas situaciones dramáticas tienen su origen en un grito, hablé para mis adentros. Ella no actuaba, ni miraba el infinito, ni movía sus hermosas y finas manos. Ni siquiera fumaba. Inmóvil, tenía los ojos fijos en Pedro, que desviaba la mirada como queriendo forzar al destino a torcerse, a volver hacia atrás los segundos necesarios para que no se produjese la explosión que anunciaba el aire, el big bang producido por el nacimiento de Mamá a la realidad del mundo.

— Tu padre nunca quiso otra cosa de mí que tener a su hijo. Y desde entonces no puedo dejar de pensar que ese momento de debilidad arruinó mi vida, -hablaba con los ojos clavados en Pedro- no puedo dejar de pensar en ese momento en que tu padre me convenció de que tú debías nacer, en ese momento en el que me ató para siempre.

Se hizo el silencio. Pude notar que algo extraño se había producido en el universo, la inmovilidad de los personajes, las nubes que no pasaban, las agujas del reloj que no giraban. Nadie se movía ni respiraba, parecían vueltos de piedra. “El tiempo es sólo una ilusión, el tiempo es sólo una ilusión”, repetí como un mantra mil veces.

Y volvieron a moverse, Mamá se encargó de ello.

— Yo estaba casada con tu padre, Emilia, - Mamá había girado la cabeza y miraba a mi hermana - tenía un futuro con él, tenía proyectos, una vida por delante. Conocíamos éste lugar en la playa y acá habíamos imaginado nuestra casa. Pero quedé embarazada del padre de Pedro, y él me convenció de dejarlo todo, de irme con él y tener a su hijo. Perdí un futuro como actriz, perdí un marido importante que me hubiese llevado a la cúspide. Fue un error que pagué con el resto de mi vida.

Pensé que Mamá iría a cruzar los brazos sobre el pecho y a cerrar los ojos, y que nosotros deberíamos aplaudir como en aquella lejana cocina de nuestra infancia. Pero la función no había terminado.

— En esta casa debería haber vivido con tu padre, Emilia – mi madre hablaba con tristeza lorquiana - y a pesar de mi error, cada verano lo he estado esperando, gastando mis ojos mirando el camino, aferrada a la ilusión de que él llegaría en cualquier momento a devolverme el futuro que me robaron.

Había sido la escena final. Mamá hizo su mutis dignamente y salió por la puerta de la terraza, aunque esta vez sin aplausos.

Nosotros quedamos en silencio, cada uno sumido en sus pensamientos, sentados sobre los restos de nuestro pacto de silencio. Quizás alguno pensó en el significado del desamor, tal vez otro pensó en la trascendencia de la vida. Yo imaginé lo delicioso que sería darme un baño antes de ir a ver a Papá al hospital. Sin hablar, comencé a sacarme la ropa, caminé hasta la orilla y me zambullí. Entré en el mar lo más profundo que pude, para que él entrase en mí y así confundir nuestras lágrimas de sal. Cuando mis pulmones estaban por estallar salí a la superficie y allí estaban mis hermanos, alrededor, nadando y riendo como en los viejos tiempos, recuperando los años olvidados.

Hoy Mamá volvió a su casa de la ciudad, a su cama de la ciudad. Creo que para ella empezó el invierno, a pesar de que el verano recién empieza.

Pedro, Anita y yo fuimos al hospital a ver a Papá, que está fuera de peligro, y podrá salir en un par de días. Emilia y Santiago estuvieron a nuestro lado todo el tiempo, tal vez porque no tenían otra cosa que hacer, tal vez no.

Y aquí estamos los cinco hermanos, juntos en ésta casa. Las ventanas están abiertas porque es una noche calurosa y yo, desde la terraza, escucho al viento jugar con sus voces. El aire de mar me hace sentir una paz interior que anhelaba desde hace mucho tiempo y el sonido de las olas desgarrándose en la orilla anestesia las viejas heridas. Me siento bien, porque la casa aún está aquí, porque aún estamos aquí.

Y porque el verano recién empieza.

Mercedes Rosende
de "Demasiados blues"

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