Mundos paralelos
Mercedes Rosende

La mujer que está sentada detrás del escritorio de cristal y acero observa el efecto de sus palabras, me observa como a una planta, como a una publicidad de jabón en polvo Después continúa hablando. 

— Sí. El material con los cien días de filmación entra hoy en la etapa de producción. Con ese crudo deben cubrirse otros cien días de emisión...

Por primera vez la miro sin esquivar su mirada. Ella tiene un aire de no tener nada que ver con las palabras que salen de su boca, como si los sonidos que emite fueran ajenos a su voluntad, a su persona. Yo percibo esa disociación y me siento confundida., quedo pensando en los muñecos que sostienen los ventrílocuos sobre sus rodillas, que mueven la boca diciendo las palabras de otro. Esas criaturas me trasmiten una cierta tristeza, la de quien quiere decir algo y no puede. 

No, no debe haber sido fácil para esta mujer sentada detrás del escritorio de vidrio decirme la verdad, explicarme una y otra vez hasta hacerme comprender que el romance que creí tener con Paolo fue la parte visible de una enorme y costosa superproducción, de un reality shows. Y que todo lo que nos sucedió en esos cien días fue minuciosamente registrado por casi sesenta cámaras y varios cientos de micrófonos aéreos, subterráneos, subrepticios, que les permitirá exhibir, abrir y desenrollar nuestra relación frente a los millones de telespectadores potenciales en la exhibición de este show de amor mediático.

Después de su explicación se hace un silencio. No puedo sentir, no puedo pensar en nada, tengo la mente en blanco y presiento que así debe ser. Miro a la mujer de aire ausente, de ojos como ventanas que dan a un pozo ciego, esperando algo más. Entretanto, como dije, no siento nada. Por fin ella habla —¿habla ella?— y me dice que los cien días transcurridos entre el momento en que conocí a Paolo y éste preciso instante en que estoy aquí sentada —“mire, mire la cámara detrás de usted”, dice dirigiéndome una sonrisa banal— serán transformados en cien programas destinados a ser emitidos en el invierno boreal, en todos los países del mundo de habla hispana.

Yo la escucho hablar y sigo sin decir nada, sin pensar en nada, sólo me miro las manos que ahora se mueven por sí mismas, se disparan, van hasta el borde de mi falda y lo toman, lo aprietan, lo estrujan. Intento fijar la atención en sus palabras, pero sólo logro mirar su cara de emociones planas, que no expresa ni alegría ni tristeza. O mirarme las manos en el borde de la falda. Mi mente se va, se me escapa y vuelve al día anterior, a la tarde que pasamos a orillas del Santa Lucía, a nuestras confidencias, las mías y las que creí suyas, al momento en que terminé de vaciar mi alma en Paolo para empezar nueva y sin historia. Fue entonces que tomó mi mano y me dijo que el día siguiente sería tiempo de revelaciones. Y así fue.

La mujer sigue hablando y yo temo haberme perdido de algo importante porque su voz suena interrogante y en sus ojos hay, por primera vez, algo de curiosidad.

— Perdón. ¿Qué me decía? ¾le pregunto, todavía pérdida en el pasado remoto del día de ayer.

— Le preguntaba qué le parece la propuesta.

No tengo idea de a qué propuesta se refiere, sólo puedo ver mi falda que se volvió ridículamente corta, y mis manos que se aferran al borde intentando estirarlo y cubrirme los muslos, que en esta oficina aséptica y blanca, resaltan y resultan casi procaces. La compré ayer de mañana, para estrenarla en mi cita con Paolo. Sabía que iríamos al río y elegí esta falda color turquesa, corta, de verano. Ahora y aquí parece tan extemporánea como un impermeable en un día de sol. Mis muslos se ven demasiado largos y el ombligo al aire ofende la seriedad de este recinto de vidrio y acero.

La mujer ya no habla y parece esperar que yo diga algo, pero no sé qué debo hacer o decir. Su cara expectante me dice que el silencio se estiró algún minuto más de lo conveniente.

— Disculpe, no la estaba escuchando.

Vuelve a explicarme cómo será emitido el programa, tres emisiones diarias durante tres meses, y en ese período Paolo y yo volveremos a conocernos en el Mercado del Puerto, una y otra vez, tantas como se decida televisarlo y volveremos a pasar por esta historia de amor de utilería. Qué estúpido suena todo en esta oficina y frente a esta mujer de mirada desierta. 

No sé qué viento me impulsa a levantarme de la silla. A esta habitación no llega ningún viento, ni rayo de sol, ni gota de lluvia, porque todo está cercado por cuatro paredes blancas sin otra abertura que una ventana de vidrio espejado. Pero algo me impulsa y me levanto, dejo la silla cromada y camino hasta la ventana de vidrio. Me acerco, me acerco tanto que dejo la aureola del vapor de mi respiración en el vidrio. No veo nada, solo a mí misma. Golpeo con los nudillos, pero no hay respuesta. Vuelvo a golpear, esta vez más fuerte. Me vuelvo y veo a la mujer, que también me mira con ojos de espejo. 

— Por favor, tome asiento —me dice.

Yo doy otra vuelta por la habitación impulsada por una rabia nueva, nada más que para no obedecer a sus palabras. Pero allí no hay nada que yo pueda ver, sólo el escritorio de vidrio y acero y las dos sillas, las cuatro paredes blancas y la ventana-espejo. Creo que ya lo he visto todo y no sé que otra cosa pueda hallar en esta celda. Ella continúa mirándome sin decir palabra, esperando como si tuviera toda la vida para hablar conmigo. Sin nada que hacer, vuelvo a la silla sintiéndome una escolar reprendida. 

Ella hace de cuenta que no hubo interrupción y continúa. Habla con palabras que suenan entusiastas y dice que la empresa televisará para todo el mundo, el momento en que Paolo me confiesa la verdad. Un hermoso primer plano de la cama de su apartamento y su voz que me explica que todo fue una historia libretada en Holanda, armada y producida en España y filmada en Montevideo. Filmada en Montevideo por un tema de costos menores, me explica ella, bajando el tono de voz . Y yo ahora recuerdo lo sucedido hace apenas unos momentos en el apartamento de Paolo, y a él sonriéndome y señalando la ubicación de las cámaras, y yo descubriendo todo sin emoción, como si yo misma fuera una cámara que se limita a registrar las imágenes de un reality show animado por mis sentimientos y sus cualidades interpretativas. Ocurrió esta misma mañana, hace poco más de una hora, mientras desayunábamos en su cama. En el lugar que creí que era su apartamento. Él me lo explicó todo con la mayor delicadeza, lamentó haberme inducido a error y dijo estar seguro de que la señorita Phillips sería capaz de exponerme el proyecto y de proponerme un acuerdo ventajoso. Yo lo escuchaba sin sentir nada, como si mi sistema nervioso hubiera sido suspendido por mal tiempo. Él hablaba y hablaba, y cuando terminó quedó mirando algo detrás de mí, como colgado y borrado, como pidiendo ayuda. Fue después que sonrió a la nada —una sonrisa algo ancha de más, ahora que lo pienso— y me señaló una cámara disimulada en un artefacto de luz. Yo giré, la miré y volví a mirar a Paolo, que después de un silencio largo, se levantó y encendió un cigarrillo, dándome la espalda. Luego de un momento, se volvió y me dijo que la señorita Phillips, gerente de la empresa, tenía su despacho en el piso de arriba ¾ todo el edificio pertenecía a la producción¾ y me esperaba. Me pareció que estaba nervioso y apurado por algo. “En cuanto estés en condiciones de subir”, agregó insinuando que debía vestirme de inmediato.

Cuando estuve pronta, dos hombres elegantes y fornidos aparecieron como salidos de la nada. Fue justo en el momento en que Paolo me tendía la mano, estrechaba la mía con toda la simpatía del caso y me aseguraba que había sido un gusto conocerme. Yo miraba su mano tendida al aire y en ese mismo momento dejaba mi condición de mujer para pasar a formar parte del reino mineral. Transformada en piedra, me dejé conducir por los dos hombres elegantes, que me hicieron subir un piso más arriba y entrar en el despacho de vidrio y acero en que me encuentro ahora, donde la mujer de ojos desconectados habla de mis secretos más íntimos con un entusiasmo que su mirada desmiente. 

Mis ojos vuelven a la falda color turquesa, a los muslos que se alargan, hasta que decido borrarlos de mi vida, no mirarlos más para que dejen de existir y así poder concentrarme en escuchar lo que la simpática miss Phillips tiene para decirme.

¾ Claro que antes de la emisión deben ajustarse los detalles del contrato. Usted debe dar su autorización para permitir la televisación de todo el material filmado y grabado, y conceder a la empresa Cartuja Inc la exclusividad de su imagen por el término de ciento cincuenta años.

Todo a cambio de una suma en dólares ¾que ella menciona en un tono algo más solemne del que empleó para el resto de la exposición¾ que a mí me hace erizar la piel de la espalda.

Después habla de presentaciones en vivo en programas de televisión, por los que he de percibir un porcentaje del cachet abonado a la empresa productora; de las notas en los medios gráficos, que me han de reportar una suma fija por nota emitida; de la participación especial en capítulos de seriales y telenovelas, que será negociada directamente entre Cartuja Inc y mi representante.

— ¿Qué representante? — pregunta mi boca, sin que yo hubiera pensado nunca en esa pregunta.

Intento concentrarme en escuchar su respuesta y en todas aquellas cifras seguidas de muchos ceros, pero su voz y la mía parecen venir desde un lugar donde el sonido se distorsiona y reverbera, hasta convertirse en un eco tembloroso que al llegar a los oídos, hace que las palabras pierdan todo significado. 

Miss Phillps me mira desde su inalterable vacío y me habla con esa voz cálida y amistosa desvinculada de su rostro.

—— Oh, no habrá problema en sugerirle algunos nombres de representantes artísticos para que usted misma elija. Seguro que alguno será de su agrado, querida. 

Después me explica que si yo acepto firmar el contrato —como ellos esperan que haga, teniendo en cuenta mi inteligencia y sensatez, que fueron razones de peso para seleccionarme entre miles de candidatas propuestas por la empresa productora— quedaré desde este mismo momento a disposición de Cartuja Inc, en un apartamento de este mismo edificio acondicionado a los efectos, aislada del mundo. 

Me explica que se me permitirá hacer algunas llamadas (“tiene derecho a hacer una llamada a su abogado”, decían en las películas) a familiares cercanos, eso sí, bajo la estricta vigilancia de un representante de la producción, a los efectos de que no se filtre información confidencial (“información calificada”, precisan los de la CIA en las películas) y desde ese momento seré trasladada a un sitio guardado bajo riguroso secreto (“se le dará una nueva identidad y comenzará en otro lugar”, le ofrecía Elliot Ness a los buchones) y mantenida allí, en la más estricta reserva, durante cien días, hasta que finalice la emisión del reality show.

Yo vuelvo a pensar en la tarde anterior en el río Santa Lucía, pero ya no en la paz del agua que se deslizaba morosa, ni en los tamarises mecidos por la brisa, ni siquiera en el atardecer rojo con los barcos recortados en el horizonte. Pienso en los cientos de micrófonos sembrados en la arena, colgados de las ramas, en las decenas de cámaras dispuestas en los alrededores, que registraron nuestras caricias y cada palabra que nos dijimos. Pienso en la anticipación con que deben haberlos instalado —¿cuánto antes, dos horas, un día?— y en los técnicos de luces, sonido y audio, en todas aquellas personas diseminadas o amontonadas alrededor de nosotros, mientras él y yo mirábamos pasar la tarde y nuestro tiempo. 

Ahora recuerdo que fue Paolo quien propuso el lugar un día antes, me dijo que sería “adecuado” y no mintió. Y allí se trasladó Cartuja Inc. y armó el tinglado, llegaron los equipos en camiones y en omnibuses y los operarios los instalaron trabajando como hormigas, en los alrededores del sitio exacto donde nosotros nos sentaríamos sobre la hierba, a dejar pasar nuestro tiempo, mientras el mundo giraba enloquecido en torno a nosotros. 

Y eso mismo debe haber hecho el equipo de Cartuja Inc en todos y cada uno de nuestros encuentros donde, ahora lo sé, no hubo nada improvisado, nada espontáneo, nada librado a la casualidad, sino que todo fue analizado, proyectado, diseñado y evaluado por quién sabe qué grupo de jodidas personas encargadas de la logística de este maldito programa, escondidas tras el absurdo nombre de Cartuja Inc. 

— Oh —dijo miss Phillps— no se preocupe si su estado de ánimo no es bueno. Desde el momento de la firma del contrato, usted contará con apoyo psicológico las veinticuatro horas del día, con los mejores profesionales especializados en ésta área.

Me pregunto cuál será esa área en que se han especializado esos profesionales. ¿Los estudiantes de psicología tenían un semestre de “reality show: conductas, patología y terapia”?

— Le prometo que enseguida se va a sentir mucho mejor —dice mientras me alcanza el contrato sobre el escritorio de vidrio y acero, un dedo lo empuja con delicadeza hacia mí y yo lo firmo sin mirar, sin importar qué vendrá después del ahora, porque nada podría ser peor.

Entonces los dos ursos bien vestidos vuelven a aparecer, a salir de la nada, y me toma cada uno de un brazo, me conducen por un corredor blanco y largo, salpicado de vidrios oscuros, pero no tan oscuros como para que yo no pueda ver a través de ellos a mis padres, a mis hermanos y a mis dos mejores amigas, que me miran pasar, me sonríen, me hacen señas y me hablan, aunque todos saben que yo ya no puedo escuchar lo que me dicen. Sigo caminando, los dejo atrás y los veo saludar con los brazos en alto. 

Los corredores se suceden como en un laberinto y cada uno es tan blanco y aséptico como los demás, sólo interrumpidos por estas ventanas de vidrios oscuros que me devuelven mi propia imagen. Casi no puedo moverme entre los dos tipos grandes y fornidos, que me toman de los codos con toda amabilidad y firmeza disuasiva.

De pronto descubro que esto ya ha ido demasiado lejos. Ellos podrán ser los propietarios de una parte de mi pasado, pero yo continúo siendo la dueña de mi futuro. Con un movimiento brusco, suelto los codos de las manos que los atenazan y me coloco frente a ellos, que me miran azorados. Aprovechando su sorpresa, doy un salto en el aire y largo una patada voladora que va a estrellarse directo a la mandíbula de unos de los dos ursos, que cae violentamente contra una ventana de cristal oscuro, la golpea y la atraviesa con todo el cuerpo. El vidrio se desmorona en cámara lenta, como un desprendimiento de hielo en un glaciar. Mientras escucho el sonido de los vidrios que caen hecho trizas, vuelvo a saltar, lanzo otra patada, larga y paralela al piso, esta vez directo a los testículos del segundo tipo, que cae y queda en el suelo inmovilizado, hecho un ovillo tembloroso. Yo quedo parada entre los dos, sobre una montaña de vidrios, conteniendo los gritos de la adrenalina que fluye por mis venas. Mis dedos se abren y se cierran sobre las palmas de las manos como animales enjaulados a punto de escapar. Los dos tipos siguen tirados en el piso, uno de ellos se toca la herida que acaba de aparecer en su cráneo rapado y el otro se sostiene los huevos como si fueran un gorrión herido. 

Siento que mi respiración se normaliza y sé que el momento es ahora. Paso con cuidado por la ventana que hasta hace unos instantes fue una frontera infranqueable, paso a través de los vidrios rotos, y saludo con la mano a los camarógrafos y sonidistas, a los asistentes, a los productores, a mis padres, a mis hermanos y a mis amigas, y en apenas un instante veo todos esos rostros sorprendidos, justo antes de encontrar la puerta de salida. 

La abro y el mundo me baña con su poderosa luz solar. Afuera el tiempo está más cálido de lo que yo puedo recordar y me alegra tener puesta esta falda tan corta y tan fresca, que la brisa hace mover entre mis piernas. Siento que se me eriza la piel de los muslos y una alegría salvaje que me impulsa a echar a correr por la calle, entre la gente que se vuelve a mirar a la loca de la falda turquesa, que los mira a los ojos y les sonríe y corre y corre hacia cualquier lugar donde la realidad no sea un show.

Mercedes Rosende
de "Demasiados blues"

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