Ídolos caídos
Mercedes Rosende

La periodista escuchaba las respuestas del maestro con la expresión extática de los devotos.

— La creación es una huida –dijo él.

Jugaba con los silencios y los dejaba flotar.

— Hoy como tantas veces –confesó en un susurro- la rutina pudo conmigo. Frente a un día lento y exacto, me arrancó de la cama con los ojos pegados de sueño y me lanzó al ruedo de la vida con una sonrisa de plástico enganchada a la boca.

Ella sorbió cada una de las palabras, registrando cada gesto con exactitud de adoradora. Al comenzar la nota había prendido el grabador en un acto tan mecánico como inútil, porque estaba segura de poder recordar cada palabra, cada inflexión de su voz, cada movimiento de sus manos.

— Pero todavía queda la magia —agregó el maestro, algo más quedo.
Hablaba en el mismo tono grave y cadencioso de las conferencias, con una media sonrisa y la mirada un poco perdida.

— Y atravesaré otro día estúpido y cómodamente igual a tantos –siguió- sabiendo que al margen de todo lo previsible, esta noche emprenderé un viaje por fuera del tiempo y del espacio. Por fuera de mí mismo ¾dijo, esta vez mirándola a los ojos. Me sentaré ante a un teclado, frente al horror delicioso de una pantalla vacía, e iniciaré el lento proceso de dejar atrás mi propia piel para resbalar fuera.

Él dejó flotar sus últimas palabras en el silencio. La periodista recordó la hoja con preguntas que yacía en el fondo de su bolso y decidió que no las necesitaría.

— Esta noche, al sentarme a escribir —murmuró él—, empezará el juego solitario e infinito de ser los otros. El juego de entrar en otra vida. Miserable. Maravillosa. Sórdida o brillante.

La luminosidad dorado rojiza del atardecer lo envolvía con una especie de halo incandescente, y a ella pensó que así deberían recordarlo las futuras generaciones de adoradores. Lamentó no haber traído su máquina de fotos, pero era bien sabido que el maestro no permitía ser fotografiado, aunque no se conocía la razón.

— ¿Porqué no se deja fotografiar, maestro? —preguntó ella con voz apenas audible.

Él no se dio por aludido y continuó con sus reflexiones.

— Porque ya no habrá de importarme, es que atrás quedarán las horas repetidas hasta el infinito y, como en un juego, resbalaré, me dejaré ir hacia el otro.

Ella sintió un nudo en la garganta cuando el maestro, las manos aferradas a los brazos del sillón y la mirada en algún punto de la lontananza, le confesó que era un hombre triste.

— El proceso creativo –dijo— es un dolor teñido de placer.

Al decirlo, deslizó su mirada desde el mismísimo infinito hasta los ojos de ella. Mirándola fijo desde las profundidades de su ser, encendió un cigarrillo largo y fino, con un aroma peculiar que a ella le trajo reminiscencias de campo.

Fue entonces que empezó todo. Primero fue el sacudimiento violento, el estertor que lo sacó de su compostura, luego la tos profunda y grave que lo hizo doblar en dos, y por último una convulsión que lo dejó tendido sobre la alfombra, boqueando y agarrándose el pecho con las dos manos.

Y después el silencio, apenas interrumpido por el sonido de la cinta corriendo en el grabador. La chica -hundida en el sillón de cuero blanco— quiso incorporarse, pero sólo lo logró al segundo intento. Miró a ambos lados, titubeó y se acercó despacio al hombre caído. Se arrodilló a su lado, intentando recordar alguna noción de primeros auxilios, pero no se le ocurrió nada. Sin desanimarse, colocó dos dedos al costado del cuello del maestro, donde debía estar la yugular.

No la encontró.

Pensó que había otra vena fácil de localizar en la ingle, pero temió bajarle los pantalones y que justo alguien entrara al apartamento. Se levantó y volvió a mirar a su alrededor buscando inspiración en las paredes. Vio el cigarrillo consumiéndose sobre la alfombra y, distraída, lo apagó con la suela del zapato.

Un inesperado ronquido asmático la sobresaltó, la hizo retroceder y tropezar con una imagen de Shiva, que cayó de su base y quedó tendida con un par de brazos menos.

La joven volvió a acercarse, se arrodilló, levantó la cabeza del maestro con sumo cuidado y colocó debajo un almohadón del sofá. Pensó que debía llamar a una ambulancia o a la policía. Buscó el teléfono con la mirada, pero el maestro no parecía ser de los que trivializa un ambiente austeramente minimalista ¾ blanco sobre blanco, apenas interrumpido por obras de arte casualmente dispuestas¾ con un aparato tan vulgar y utilitario.

Los ronquidos empezaron a hacerse más fuertes, el pecho subía y bajaba con visible esfuerzo y ella decidió atreverse y buscar en sus bolsillos. Primero sacó una billetera que dejó sobre la mesa, después sacó algunas facturas arrugadas de restoranes baratos de la zona, finalmente salió el teléfono celular y ella comenzó a marcar los números.

Entonces que los ronquidos cesaron y ella vio que el pecho del hombre había quedado inmóvil. Súbitamente consciente de la situación, dejó el teléfono a un lado. Sintió que las manos le temblaban y algunas lágrimas humedecieron su cara al recordar las palabras del maestro. “...Emprenderé un viaje por fuera del tiempo y del espacio, por fuera de mí mismo” había dicho, y ella tuvo la certeza de que aquellas frases habían contenido la irrevocable profecía de su propia muerte.

Lo miró allí tendido y no pudo evitar pensar en la responsabilidad de haber recogido el legado de sus últimos pensamientos. En un impulso, extendió la mano y tocó apenas la cara inmóvil con la punta de los dedos, casi como temiendo el contacto. La sintió pegajosa y retiró la mano en un gesto rápido.

Respiró hondo, caminó hasta la ventana y pensó en su alergia nerviosa. Casi de inmediato le empezó a picar el muslo y luego los antebrazos. Recordó que esa tarde, después de la entrevista, tenía un montón de trabajo por hacer, y recogió el celular abandonado en el piso. Marcó el número de la policía, habló brevemente y le prometieron –cuando no, pensó- llegar a la brevedad. Volvió a marcar un número y pospuso una cita de negocios. Al sentarse en el sillón blanco, recordó al maestro confesándole que era un hombre triste y sintió un nudo en la garganta.

Suspiró y puso los pies en la mesa hindú. Revolvió en su bolso buscando los cigarrillos, pero no los encontró.

Recordó que habían quedado en el auto. Dejó el bolso a un lado y echó una mirada a las paredes inmaculadas, intentando no mirar el sitio donde él estaba tendido. Contra un rincón, descubrió una pequeña mesa de madera con incrustaciones de nácar donde había una botella de vodka y algunos vasos. Se acercó casi corriendo, sirvió un vaso hasta la mitad y lo tomó sin respirar. Inmediatamente se sintió mejor, pero cada vez tenía más ganas de fumar. Miró al maestro –nada en él había cambiado- y se acercó despacio. Se arrodilló a su lado, buscó en el bolsillo de la camisa, sacó el paquete de cigarrillos y el encendedor.

— Qué asco -dijo en voz alta mirando la caja de cigarrillos mentolados.

Igualmente sacó uno de la cajilla y lo prendió, exhalando olor a yuyos por la boca. Luego tiró el paquete y el encendedor en un sillón. Volvió a la mesita, se sirvió otro medio vaso de vodka y miró la hora.
Mierda, casi las cinco. La policía tiene que estar por llegar.

Reparó en el grabador que aún giraba sobre la mesa, lo detuvo y se quedó mirándolo. El viejo había hablado como una hora, con aquello debía bastar para una buena nota, sin contar con que fuera la última.

Trató de recordar lo que habían hablado, pero no pudo. Algo respecto a ser otro. Con la emoción, todo se le había borrado. Tomó el grabador, retrocedió la cinta y escuchó un rato. Adelantó y escuchó otro poco. La verdad, aquello era un monólogo hecho de pura nada. Miró el cuerpo tendido en el piso y un poco más allá, la imagen de Shiva con los brazos desparramados.

La última nota del maestro, pensó. Le iban a pagar una fortuna por aquella mierda. Se hundió más en el sillón y lanzó hacia arriba el humo con olor a campo. Una sonrisa le distendió el rostro.

Mercedes Rosende
de "Demasiados blues"

Ir a índice de Narrativa

Ir a índice de Rosende, Mercedes

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio