El Cabo Antelo y el lobizón

 

De todo el destacamento, el Cabo Nicanor Antelo era por lejos el mas corajudo, instruido – dentro de sus posibilidades- obediente y respetuoso de las leyes, de sus superiores y de la gente.

De hogar muy humilde y de gran corazón, siempre era el primero en ofrecerse cuando se precisaba una mano amiga, el primer comedido para cumplir ordenes temerarias y le sobraban ganas de servir a la patria aun a riesgo de su vida si la situación lo exigía. La gente del lugar lo apreciaba, sus compañeros de armas lo querían y respetaban.

Eso si, era muy, pero muy supersticioso.

Ese Viernes 13 de marzo llego a la villa el Coronel Gabriel Pereira como parte de una gira de reconocimiento por los parajes mas apartados de la joven Republica. Luego de las inspecciones de rigor, los recibimientos, trabajos e intercambios profesionales, se dio orden de descanso.

Como bienvenida la oficialidad brindo al destacado visitante una buena comida tradicional: asado con cuero, chorizos, morcillas y achuras varias, acompañadas de ajo, perejil y albaca picaditos, mezclados con aceite;  y con abundante harina de mandioca en la mesa. Como postre boñatos asados – dulcísimos – , ensalada de frutas, unas vecinas colaboraron con zapallo en almíbar casero, dulce de higo, dulce de leche y por supuesto el infaltable arroz con leche con cáscaras de canela, ralladura de limón y clara batida a nieve por arriba. En pocas palabras, manjares, y tantos que sobró comida pese a que todos comieron a voluntad.

No falto vino a discreción y – a escondidas de los jefes – caña brasileña para la tropa y solo para la Oficialidad un barril grande de Ron Cubano traído desde el puerto de Montevideo, parte de una gran importación reciente, y donado por un acomodado importador a los jerarcas militares. El barril los acompañaba desde el inicio de la gira de inspección celosamente guardado por la guardia personal del Coronel. Solo la estricta orden de “Para la Oficialidad”, bien cumplida, le permitía mantenerse con varios litros en sus entrañas de roble.

Cuando el alcohol hizo efecto, comenzaron las conversaciones de motivos variados, derivando los cuentos hacia anécdotas personales y asi, de a poco, ayudados por día y fecha tan especiales, terminaron refiriendo innumerables historias de aparecidos, vampiros y lobizones.

El cabo Nicanor Antelo estaba entre el personal de guardia ese día, por lo que no pudo degustar nada alcohólico mientras durase su horario de servicio. Le había tocado efectuar guardia apostado cerca del fogón de la Oficialidad y no pudo dejar de escuchar los cuentos del mas allá. Sentía como se le ponía la piel de gallina y le parecía ver sombras moviéndose entre los chircales.

Una de las historias versaba sobre la vida del Doctor del pueblo, José Ignacio Palermo Mació, viejo vecino del lugar, conocido por todos y curiosamente séptimo hijo varón de diez hermanos. La niña tan esperada nunca llego a esa casa ¿Séptimo hijo varón! Seguro era lobizón. Nicanor conocía al medico desde chico, pero desconocía ese detalle de ser el septimo hermano varón. Le profesaba un gran respeto a ese medico de pueblo que había ayudado a su madre a traerlos al mundo a él y a todos sus hermanos.

Cuando todos dormían y solo quedaba el personal de guardia en servicio, un gran mastín marrón que había acompañado una de las tropillas de las estancias se acerco al fogón atraído por el olor a restos del asado.

Justo apareció por el costado de las casas del comedor de Oficiales cuando el Cabo Antelo pasaba caminando por el lugar. El perro lo vio y se quedo quieto, atento. El olor a carne le había hacho segregar mucha saliva al gran bicho hambriento y la baba le colgaba de las mandíbulas.

A la luz del fogón, a Antelo le pareció que los ojos del animal eran rojos, y ese tamaño de perro no lo tenia visto en la villa, tanto que con el susto le parecía casi un ternero. Seguro estaba frente a un lobizón... ¡el doctor,! de seguro era el doctor transformado, porque era noche de luna llena y viernes 13..

¡Justo a él le tenia que pasar!. Sintió un frío que le corría por la espalda y quedo de inicio petrificado por el horror. Luego su instinto militar lo hizo reaccionar y preparo la carabina para disparar, pero desistió del intento pensando en el galeno. Entonces, decidido, se paro firme y mirando al mastín que le movía la cola, desesperado dijo.

-“¡No me comprometa, Dotor Palermo!, ¡le ruego no me comprometa, por favor Dotor!.

Senén Rodríguez
Diciembre 2000

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