Recuerdo de la estadía en el hotel Los Pinos, de Río Ceballos (Córdoba)
(diciembre 2005-enero 2006)
Ricardo Rodríguez Pereyra

El 21 de diciembre, José y yo partimos en bus hacia nuestro destino de vacaciones, Río Ceballos, distante 900 kilómetros de Buenos Aires. Tomar un taxi, esa noche, en la puerta de calle, en pleno centro de la ciudad no fue fácil. Algunos “tacheros” al ver nuestras dos valijas (una chica y una grande) directamente no paraban, otros argumentaban que tenían el tanque de gas en el baúl y que no podían llevar equipaje. Otro dijo que entrar a la terminal de Retiro era algo imposible, qué sólo para entrar se tardaba casi media hora. Un rasgo de la proverbial simpatía de los taxistas porteños. Pero la excepción hace la regla, y apareció un taxista que paró, abrió el portaequipajes, cargó nuestras valijas y dobló por Sarmiento, recorrió la cuadra de Callao para tomar la avenida Corrientes con bastante tránsito a esa hora, con sus letreros y marquesinas luminosas, con su imponente obelisco en medio de la avenida 9 de Julio, la avenida más bonita del mundo para mí.

Finalmente, la entrada a la Terminal de Ómnibus, en Retiro, no estaba para nada complicada. Me llamó la atención el crecimiento de la “Villa 31”, con sus construcciones de material que trepan desparejas y con ladrillos sin revoque, hasta tres y cuatro pisos de altura. Hay iluminación, negocios, carteles escritos a mano, la pobreza del patio de atrás de las grandes ciudades latinoamericanas.

 

Una de las cosas que me fascinan de viajar en ómnibus es cuando las ciudades van quedando atrás dejando paso a las llanuras desiertas, a los campos bañados por la luna, o desaparecidos totalmente en la noche, cuando nada parece existir más allá del ronroneo del motor que va devorando distancia, las voces de los conductores en la cabina del piso de abajo, una radio encendida, el televisor pasando una película que no veo, la mezcla del inglés y del castellano en  una jerigonza por momentos fastidiosa pero que finalmente te obliga a dormir. Y volver a despertar y encontrarte de pronto que vas pasando por un pueblo blanco, pequeño, con ventanas oscuras y tratar de imaginarte cuántas historias en esas vidas que tu cuerpo y tu alma atraviesa acaso por una sola vez. Dormitar y despertar con alguna sacudida, con un chirriar de frenos, y siempre la carretera que no parece terminar nunca….

 

José me había comentado sobre Río Ceballos, lugar al que había viajado junto con un amigo, hacía como veinte años. En esa oportunidad se había alojado en la casa de un matrimonio mayor que tenía una casita en una de las calles sobre una de las innumerables sierras. Los dos muchachos se bañaban en el río cercano. Sabía que la provincia de Córdoba es enorme, sobre todo para alguien que nació en un país tan pequeño como Uruguay, pero imaginaba el río recorriendo serpenteante la geografía de la ciudad. Me adelanto a informarles que la mano del hombre, diques mediante, ha transformado el antiguo río, hábitat antiguo de los indios comenchigones, en una caricatura de río, en un hilo de agua que a veces aparece entre pequeñas piedras, y entre lechos secos.

 

Llegamos a la pequeña estación de autobuses de Río Ceballos a las siete de la mañana, una hora antes de lo previsto. Pensamos tomar un reparador café y hacer un poco de tiempo hasta ir al hotel. Pero el barcito de la estación no abría hasta una hora y media más tarde. Por suerte había una cabina donde una persona llamaba a los taxis para que fueran recogiendo a los pocos pasajeros que el bus de Buenos Aires había traído. Subimos a un taxi y le pedimos que nos llevara al hotel Los Pinos. El auto recorrió unas pocas cuadras, tomó la calle principal “25 de Mayo”, -angosta, y con construcciones de uno o dos pisos a ambos lados, árboles en las veredas y ningún movimiento- hasta entrar por un portón de entrada para vehículos y girando en U nos dejó ante la entrada de una vieja y enorme mansión de piedra, cemento y madera, rodeada de pinos. Un empleado del hotel, un joven muy amable salió a recibirnos y a buscar nuestro equipaje. Éramos los primeros pasajeros de la temporada y ocuparíamos una habitación del primer piso. Subimos por una escalera de madera cubierta por una alfombra, arriba, estaba Álvaro, un perro color canela, con cara de dormido, que nos miró amistosamente y siguió con la mirada perdida en vaya a saber que ensueños matinales.

 

La habitación era muy amplia, de las de antes, con techos altos y un ventilador de techo de motor reluciente y aspas de madera, que rugía como un avión aunque nunca hubo necesidad de encenderlo. Una especie de entrada o saloncito comunicaba con el baño y con el armario. Los muebles sobrios y confortables, de madera oscura, de reminiscencias florentinas. Desde la ventana se veía el paisaje de las sierras, las calles que aparecían y volvían a aparecer, sinuosas, que uno podía descubrir gracias a los autos que subían o bajaban de las casas cercanas.

 

El interior del hotel recuerda a las casonas de las viejas películas argentinas: en cualquier momento podría atravesar los amplios salones, Mecha Ortiz y Zully Moreno. Adriana, la reciente propietaria del hotel me mostró un folleto de la época de la inauguración en 1946, cuando el hotel se llamaba Kevalzon. La mayoría de los muebles  y los espacios, así como la decoración ha sido conservada como entonces. Los pisos de madera lustrada y la escalera alfombrada enmudecen los pasos. Al costado del salón comedor se abre una galería vidriada por cuya puerta se sale a uno de los costados, donde está una construcción más pequeña que forma una habitación para cinco personas, y enseguida, pasando una suerte de banco o glorieta entre plantas de lavanda, se abre la escalera que dando vueltas lleva a una depresión del terreno donde está una enorme piscina que los empleados limpian todo el tiempo. En una de las esquinas de la misma se lee  “pileta profesional PAL”. Todo su interior está pintado de color celeste, y el agua reverbera con el sol y los pinos se reflejan sobre las suaves ondas provocadas por la brisa.

 

Al fondo del parque está la otra calle y un portón que comunica con un puentecito de metal que antiguamente debió servir para cruzar el río. Ahora el agua corre escasamente y creo que no cubriría ni el dedo gordo del pie, pero de todas formas, el ambiente es apacible y seductor.

 

Adriana, la dueña, es una mujer de cuarenta y tantos, delgada y elegante. Coincido con José cuando dice que ella no parece caminar sino deslizarse a unos centímetros de altura del piso. Francisco, su hijo de dieciocho años es un joven de complexión física grande, con una avidez por la lectura que no deja de maravillar en estos tiempos de generaciones de vocabulario reducido, internet y teléfonos celulares. Quiere ser filósofo y admira profundamente al español Fernando Savater; le encantó mi anécdota de cuándo estuve un rato charlando con él --sin saber de quién se trataba-- de la humedad de Buenos Aires y otros temas cotidianos. Yo estaba esperando para asistir a una conferencia suya y mientras comencé a charlar con un señor con acento español, camisa a cuadros y anteojos, era muy simpático y de ese momento recuerdo solamente que hablamos del clima. Cuando nos despedimos, entré al auditorio donde tendría lugar la conferencia y cuando anunciaron al filósofo, pude ver que el hombre que estaba tomando lugar en el estrado era el mismo con quien había estado hacía un rato.

 

Para completar la presentación de los personajes es necesario mencionar a Dany, la pareja de Adriana, y gerente del hotel, un hombre muy seductor que parece estar en todas partes y que soluciona con una sonrisa cualquier contratiempo. Además están Pablo, el empleado del turno noche, que nos recibió el primer día, y su hermano, Nano, otra especie de comodín que siempre está de buen humor y dispuesto a hacerte la estadía inolvidable. También las chicas que cocinan y atienden el comedor son amables.

 

Una tarde, una súbita tormenta que pintó el cielo de una variedad de grises que sólo la naturaleza puede regalarnos, aventó las sillas y las mesas del parque que rodea a la piscina, tiró ramas de los pinos y agujas de pinocha que flotaban sobre el agua. Sobre éstas cayó una golondrina, supongo que arrastrada por las fuertes ráfagas de viento y por el peso del agua sobre sus plumas. Al principio se las ingenió para deslizarse sobre la pinocha y llegar hasta los escalones de la salida de la piscina. Pero el agotamiento o el agua pudieron más y no pudo seguir saliendo. Podía verla desde la veranda, una galería cubierta, con ventanas que daban al parque y a las sierras, en cuyo techo anidaban las golondrinas de un negro tan intenso que parecía azul. Intenté salir a buscarla pero me detuvo el viento y la lluvia y el temor de mojar todo el piso cuando volviera a entrar. Pasados algunos minutos, interminables mientras pensaba que estaba asistiendo a la agonía del pájaro sin hacer nada, la lluvia dejó paso a una llovizna casi imperceptible. Desde donde estábamos sólo se veía una mancha negra sobre los escalones de la piscina. Bajé y cuando me estaba acercando comprobé que la golondrina todavía vivía. Cuando estaba por inclinarme para agarrarla, ella se asustó y comenzó a escapar hacia el agua, al principio se deslizó entre la pinocha, y luego nadó al costado de la piscina en dirección a la parte más profunda, a la que nunca me animé a llegar, pese a que, aunque en forma muy rudimentaria, puedo llegar a nadar un ancho una vez cada tanto. Sobre una lomada descubrí una de las canastas de plástico con un mango de tres metros que usaban para limpiar la piscina y con ella, luego de algunos esfuerzos logré rescatarla. Piaba aterrorizada mientras yo hundía la cesta en el agua tratando de pescarla. Finalmente logré sacarla del agua y dejarla debajo de un piso, en una parte seca del terreno.

 

Los primeros días en el hotel estuvieron dedicados a largas siestas, después a la lectura: desde el folletón Ambos mundos de Blas Matamoro, pasando por la Vida cotidiana en la España medieval, hasta llegar a la desopilante Corín Tellado, autora de innumerables novelitas rosas como las que disfruté en esos días: En pos de la fortuna, Debéis casaros y Mi marido y yo. También fuimos a visitar el Cristo de Ñu Porá, y varias veces al centro de la ciudad, por donde caminábamos sin apuro. Cerca del “Kilómetro Cero” podía consultar el correo electrónico una vez cada tanto y asombrarme con esos callejones llenos de escalones de piedra que subían por la sierra, una cuadra desde la calle principal, para dejarte en una calle de tierra.

 

El ritmo de la ciudad es calmo y el calor hace respetar el horario de la siesta. Los almacenes del barrio del hotel me recordaban los de mi infancia montevideana. Las dos semanas en Los Pinos pasaron rápidas y cuando el ómnibus nos traía de vuelta a Buenos Aires, iba rogando a los manes tutelares que la atmósfera del lugar donde fui tan feliz me acompañara el resto del año.

© Ricardo Rodríguez Pereyra

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