Nada para mirar
Por Ricardo Rodríguez Pereyra

El grito la despertó.  Abrió los ojos y en la penumbra del recinto descubrió su propia imagen reflejada en el espejo, acostada junto a Juan. Miró la mancha oscura de su boca abierta por el asombro.  Pensó por un instante que habla sido ella misma quien habla gritado, ella misma la que sentía los retorcijones abriéndose paso en sus entrañas. Levantó el cepillo que estaba en la mesa de luz y lo lanzó contra el espejo que se resquebrajó en triángulos desparejos.  La superficie se mantuvo un segundo pegada al papel de azogue y enseguida cayó con estrépito.  Sus hombros temblaron y comenzó a llorar.  El silencio que la rodeaba después del grito pareció acentuar aún más los sollozos que apagaban la fuerte respiración del hombre que dormía a su lado.  Se acercó más a él. Se pasó una mano por las mejillas y sorbiendo sus lágrimas intentó sonreír.

 

Hubo una época en que estuve enamorada.  Era un adorable muchachito rubio y desgarbado.  Con aquellas manos tan finas que descubrían al artista desde el vamos. ¡Qué delirante! No quedó nada que no intentara en su afán de dar rienda suelta a su burbujeante mundo interior que lo hacía sentirse tan prisionero dentro de la casona. Primero fue la música y atronaba todo el santo día con el piano.  El famoso piano alemán que Felicitas cuando todavía conservaba un poco más de lucidez y podía moverse con mayor facilidad, custodiaba con obstinado celo. Algunas veces intentó sacarlo a golpes de la banqueta. ¡Si hasta llegó a apretarle las manos con la tapa del teclado! Después fue la pintura.  Enchastró cuanta superficie encontró a mano con sus colores y sus retorcidas figuras que parecían surgidas de atroces delirios alcohólicos.  Y por último la literatura: empezó a traducir con palabras los monstruos que creaba con el pincel. Seres desvergonzados, malignas criaturas a las que puso nuestros rostros y bautizó con nuestros nombres.  Nada respetaba en su nuevo descubrimiento. Como un vampiro.  Sin remordimientos tomó nuestras vidas y almas para ir pergeñando toda suerte de atrocidades hasta que por último nos envolvió con su enfermiza costumbre de inventar historias fantásticas con los pedazos de verdades a medias.  Así nos fuimos dejando llevar por esta suerte de juegos con los que quiso sobrellevar el aburrimiento.  Ya no sólo estamos aburridos y tristes.  Ahora también estamos asustados.

 

Se preguntó cómo diablos él podía seguir durmiendo con todos esos ruidos pero enseguida se dijo que era probable que se estuviera haciendo el dormido para no tener que preguntarle por el motivo de sus lágrimas. Siempre era la misma cosa.  Siempre las mismas preguntas para las que no podía esperar respuestas.

Sollozando en forma más queda contempló una vez más desde que lo recordaba, la esfera desvaída del reloj despertador, cuyas agujas herrumbradas anunciaban las ocho y veinte.  Trató de recordar, sorbiendo las diminutas gotas salobres que se le metían por la comisura de los labios.  Su mejilla y su ojo izquierdo estaban sumergidos en la almohada y con el otro ojo seguía viendo constantemente el reloj detrás del pecho de Juan que subía y bajaba acompasadamente.  Trató de recordar en qué momento se había detenido ese reloj.  Le hubiera encantado poder precisar las circunstancias que habían rodeado la detención de ese mecanismo tan complicado. Nunca antes había imaginado que pudiera detenerse del todo, así como tampoco se explicaba cómo habla hecho antes para marchar.  No se trataba del hecho de si tenía cuerda o no la tenía.  No,  ella no podía entender cómo las diminutas ruedas dentadas podían arreglárselas para girar midiendo el tiempo.  Un tiempo que fuera igual para todos los relojes.

 

Por más que lo intentaba era inútil: ni siquiera podía precisar en qué año había dejado de funcionar. ¿En que año estamos, Juan?  No se animó a desenterrar su cara de la almohada para gritar la pregunta en alta voz al cuerpo que seguía yaciendo a su lado, respirando pausada, silenciosamente.  Pero la idea siguió dando vueltas en su mente. ¿En qué momento exacto se había detenido ese reloj? ¿A la mañana o a la noche? ¿En verano o en los primeros días del invierno?  Por más que lo intentó no pudo recuperar de los laberintos de su memoria algún punto de referencia para conectar sus pensamientos. ¡Nunca dejaría de sentirse así! Esa sensación de malestar, flotando sobre un mar interminable, la ausencia de tiempo, de ver salir el sol, el crepúsculo... Le hubiera gustado poder aprehender cualquier cosa que fuera tabulando el tiempo y poder escapar de esta zambullida hacia la nada con los gritos de Felicitas allá arriba y los enanos abandonando sus escondites y recorriendo la casa. Fantasmas sin sueño, gnomos lúbricos en los rincones.  Palabras de amor surgiendo súbitamente de altoparlantes ocultos, Susurros que enseguida se confunden con esos jadeos y después…

 

Manuela se levantó deshaciendo el ovillo que ella misma había formado con sus miembros blancos y flacos.  Caminó hasta la ventana sabiendo que allí no encontraría nada para mirar.  Todo igual: el vacío negro detrás de los vidrios, las telarañas, la espesa capa de barro y estiércol cerrando todas las posibilidades de salida. La lámpara encendida arrojaba una luz tornasolada, de un color cuyo nombre ya no recordaba.  Caminó hasta el pequeño tocador y se sentó a peinarse frente al marco vacío donde antes habla estado el espejo.  Le sonrió a la pared que le devolvía una imagen distinta a la que habla visto hacia un rato antes, No quiso reconocer que tenía arrugas.  Trataba de no tocarse la cara pero a veces distinguía sobre la almohada unos increíbles surcos que permanecían como rastros de babosas, plateados, nítidos, durante un buen rato, Después que abandonaba la cama ella daba vueltas por la habitación fingiendo no verlos.  Por el rabillo del ojo esperaba a que desaparecieran, diluyéndose sobre el tejido amarillento de la funda.  Recién entonces, cuando se convencía de que no quedaba nada sobre la almohada bajaba al encuentro de Juan.

A veces le daban ganas de preguntarle a Juan si él también le veía las arrugas.  No se animaba a hacerlo. Dos o tres vocablos incoherentes le quedaban colgados de los labios entreabiertos.  El la miraba somnoliento o aburrido pero ella sabía que él la amaba. Casi nunca se lo decía.  Lo esperaba siempre hasta que llegaba del lugar donde se perdía con sus libros viejos y apolillados o entre televisores inservibles.  A veces hacían el amor arrullados por un disco que estaba rayado en el último surco.  Juan coincidía casi siempre con la parte donde el disco comenzaba a saltar y sus últimos espasmos mientras eyaculaba parecían seguir el compás repetido de la misma palabra mutilada de esa canción que hablaba del amor. Un latigazo que lo obligaba a apurarse más y más hasta llegar…

 

Con los ojos medio abiertos Juan la veía sentada ante el tocador.  Cepillaba el largo cabello dividiéndolo en dos partes para dedicarse con ahínco primero a una y luego a la otra.  El color de su pelo era ya ostensiblemente ceniciento, si bien conservaba aquí y allá, algunas hebras doradas que denunciaban un blondo pasado. A veces como ahora, se peinaba hasta quedar extenuada. Cruzaba entonces sus manos que aun sostenían el cepillo de nácar sobre el regazo e inclinaba un tanto la cabeza quedándose así medio dormida, con las piernas apenas separadas y las chinelas colgando a pocos centímetros del suelo.  Una extraña luz la envolvía confundiéndola con la vaga realidad de los retratos que estaban en las paredes.

 

En algunas ocasiones, cuando estaba más distraída que de costumbre, los brazos se le subían solos como si fueran dos miembros independientes de su cuerpo que levitándose a voluntad buscaran adoptar una postura más cómoda.  Las manos le quedaban un rato así por encima de la cabeza peinando una invisible y larga cabellera.

 

Los gritos resultan insoportables.  Las puertas cerradas no alcanzan a sepultar la sonoridad de allá arriba.  Si alguna vez nos adormecemos temblorosos y exhaustos, sabemos de antemano que en cualquier momento de la noche nos sorprenderá su llamado de alerta, su salvaje alarido de loca.  La imaginamos siempre, incluso cuando no está presente.  Vemos sus carnes blancas hinchándose, ablandándose con cada movimiento respiratorio, echando borbotones de aire con los ronquidos. Nos recuerda una ballena blanca encerrada dentro de una jaula con barrotes de bronce que rechinan bajo su peso.  Felicitas yaciendo en su lecho con el crucifijo que la custodia desde la pared llena de hongos negruscos. Dice Juan que tal vez simboliza a otras ballenas, de cuentos infantiles por ejemplo, cuyos cuerpos (¿Cómo es posible que nunca hayas leído Moby Dick?  Se asombra y su fingido escándalo me llena de ternura) ahora, luego de haber sido arponeados y despedazados se han ido pudriendo abandonados... Una víscera gigantesca sobre la arena de una playa desierta donde se refugian los cangrejos y se amontona la basura y los pescados muertos que cada tarde con la bajamar trae la resaca.  Pero el mar es sólo el recuerdo de paisajes entrevistos en las brumas de la memoria.

 

Está sentada cerca de la ventana; en la penumbra se diría dormida.  Sus manos huesudas sostienen un rosario que cuelga sobre su falda oscura debajo de la cual asoman sus pies muy juntos calzados en viejas zapatillas de abrigo.  Un rayo de luz que atraviesa diagonalmente su rostro descubre burbujitas de saliva brotando de entre las comisuras de sus labios. Entonces se escucha el continuo balbuceo de un Padre Nuestro tartamudeado. Letanía interminable por los siglos de los siglos, de los siglos, de los siglos... No sabemos qué cantidad de años lleva sentada en esta silla junto a la ventana que da sobre un jardín cubierto de malezas.  Cerca está la calle que nunca se divisa porque las persianas siempre están cerradas. A veces tratamos de medir el tiempo pero resulta bastante difícil hacerlo.  Se angosta como una tela barata lavada varias veces.

De tanto en tanto se escucha el ruido de motores, vehículos indescifrables, alguna explosión lejana, una voz más fuerte que otra, un ruido incierto. Esos vagos indicios nos hacen pensar que afuera debe haber algo todavía.  Aquí dentro podríamos estar en el escenario de una obra de teatro. Los personajes seríamos nosotros.  Felicitas podría estar representada por una muñeca con cara de porcelana y peluca de algodón con cuerpo relleno de paja.  Y yo una sombra fugaz pasando frente al espejo.  Un hombre que ya se parece a una calavera. Mientras, la vieja sigue rezando en pos de la vida eterna y la resurrección de la carne. ¡Dios si la escuchas¡ No permitas que resucite su carne desvencijada y temblequeante, su hablar ininteligible.  No permitas que resucite su carne marchita y solitaria. ¿Para qué resucitar esta carne?  No hagas que se prolongue el cuidado de esta anciana enloquecida que anuncia la llegada de un niño y nos tiene apresados entre estos muros vetustos y sombríos.  Todo se nos antoja un laberinto donde cada puerta nos conduce ante una nueva esfinge cada vez más impenetrable que la anterior y la suma de todas en definitiva, dando la vuelta de cada recodo, colaboran en la tarea de aumentar esta suerte de aburrimiento que amenaza con destruirnos.

A veces me despierto por las noches. Las cucarachas corren zigzagueando sobre el piso de tablas.  Así los pensamientos avanzan en furtivos ejércitos de sombras devorando sueños, desenterrando recuerdos que aparecen como rebeldes osamentas que se niegan a quedar sepultadas bajo la arena.  Todo un mundo resquebrajado en un instante.  Puedo sentir el olor del azufre y el calor del fuego debajo de mi piel mezclándose con polvo de piedras desintegrándose.  Mis labios se abren resecos.  La sed aumenta con la angustia de saber que ya nada, nada, logrará calmarla.

           

Escucho la respiración de Manuela.  Pienso que en realidad no es ella la que está tendida a mi lado, la que se enrosca en mi cuerpo buscando calor.  Entonces me hago el dormido y ella se levanta.  Camina hasta la pared más cercana y se sienta con el cepillo en la mano y comienza a peinarse distraídamente.  A veces los brazos vuelan por sí solos hacia sus cabellos y una sonrisa estúpida curva sus labios.

         

Esta noche la respiración de la vieja es tan fuerte que atraviesa silbando los pasillos y llega hasta nosotros.  Agudizo el oído.  Parece el ruido del agua corriendo por las cañerías oxidadas, el viento colándose por los techos desvencijados.  Por momentos no se escucha nada.  En el próximo tramo de respiración va a fallar me digo sabiendo de antemano que no es cierto. Fingiré estar durmiendo.  Sé que a la mañana siguiente Manuela no se sorprenderá al encontrar su cuerpo helado, sus ojos fijos en cualquier parte del techo.

Lo escucho tocar el piano.  Es una melodía triste.  Me recuerda una marcha fúnebre.  Cuando está de mejor humor también suele tocar música más alegre.  Entonces los acordes inundan toda la casa y nada parece importarle a ninguno de los dos.  Sumergidos en vaya a saber qué ensueños, envueltos en la melodía tratan de ignorar a Felicitas arrastrándose por los pasillos de arriba agarrándose el vientre con las manos. La vieja debe tratar, me imagino, de no escuchar la maldita música que le horadará los oídos, que le destrozará los tímpanos mientras el dolor le retuerce cada víscera.  Con un poco de suerte quizás los tenga tan tapados como los conductos de su mente.  Si la afasia le permitiera hablar podría decir en alta voz todas las palabras que sin duda se estarán embotellando en su cerebro.  Y si pudiera expresar pensamientos completos en lugar de balbucear incoherencias, ¿los reconocería como propios? ¿Reconocería ella su rostro arrugado como puedo reconocer el mío si me paso los dedos por la cara?

 

           

Aún recuerdo la última vez que vi mi figura reflejada en un espejo.  Fue antes del incendio.  Estoy seguro de eso porque enseguida Manuela decidió esconder todos los espejos que se habían salvado del fuego y de los picos de los bomberos, mi pequeño cuerpo se levanta apenas ochenta centímetros del suelo.  A primera vista podría ser confundido con un bebé, pero la enorme cabeza denuncia enseguida al enano.  Sé que al caminar todo mi cuerpo se bambolea de un lado a otro, resistiendo dificultosamente el peso de la cabeza sobre el corto tronco y las piernas diminutas.  Mi rostro acromegálico, la frente larga donde el pelo nace enrulado detrás de las profundas entradas y mis ojos saltones, verdosos.

 

Una y otra vez vuelvo a verme en sueños aunque los espejos ya no me sorprendan a la vuelta de un pasillo.  En ocasiones escucho las voces que se burlan sin disimulo ante mi paso.  Sin embargo hace tanto tiempo que no salgo a la calle.  Ellos salían al principio sin importarles demasiado la gente.  Decían que no había que hacerse problemas por el hecho de haber nacido en un mundo de gigantes.  Yo trataba de compartir su posición frente a las cosas pero no podía dejar de sentirme incómodo al subir la escalera con sus escalones de mármol alfombrados que ahogaban el ruido de los pasos. Enormes los muebles.  Todo el mundo enorme y asfixiante. Felicitas gigantesca y malvada apoyándose en su bastón, Los gatos tan grandes de largos pelajes, deslizándose sobre los sillones como si fueran serpientes emplumadas.  Los balcones siempre mostraban el mismo panorama: la interminable muralla de ánforas alineadas que no dejaban ver nada más que el follaje de los árboles surgiendo por encima de la balaustrada desconchada y musgosa,

 

           

Resultaba difícil determinar de qué lugar exacto brotaban las luces mortecinas que iluminaban los distintos rincones de la sala.  Los muebles parecían moverse debajo de las fundas de tela.  Desde altos aparadores sin espejo crecían las telarañas; se enroscaban en las columnatas de madera, ascendían hacia el techo y bajaban por los marcos de las puertas y ventanas poniendo como un macramé sobre los vidrios cubiertos por una suerte de postigos formados por la tierra, la lluvia y el barro, las malezas del exterior, la suciedad y el tiempo.  Se diría que una eternidad de miradas llenas de tedio y de preguntas hubieran ido formando capas y más capas sobre ellos.  Un mosaico indescifrable. Sobre esta especie de pinturas abstractas, Manuela garabateaba con el dedo complicados corazones con formas anatómicas bastante similares a los verdaderos. Ahora ella estaba tratando de abrir una ventana fingiendo no escuchar las carcajadas de la vieja allá arriba.

 

-- Esta falleba de mierda sigue sin girar. ¡Maldita sea!

 

-- ¡Qué vulgaridad¡ Miren cómo se expresa la niña Manuela.- Juan se contoneaba aparatosamente como una vieja dama.  Se dio vuelta y se agachó mostrándole los fundillos gastados de sus pantalones.  Con la boca hizo como si pedorreara.  Manuela fastidiada comenzó a gritar.  Corrió por la habitación.  Juan la seguía.  Tropezaban con los muebles enfundados.  Cuando él la abrazó e intentó besarla riendo, ella lo apartó con nerviosos movimientos de sus manos.  Volvió a la ventana y se dedicó a continuar dibujando los complicados mecanismos llenos de ventrículos y de válvulas que apenas se distinguían en la escasa luz que también iluminaba los retratos que colgaban en las paredes.  Parecía que un hálito de vida recorriera la quietud de esos seres que custodiaban las habitaciones desiertas.  Las figuras marrones y grises abandonaban la inmovilidad del óleo, saliendo de los lienzos para ir destapando los muebles con manos aladas.  Huesudas falanges cubiertas de polvo, de tierra, de ceniza y de recuerdos.  Después se escuchaban palabras y enseguida el eco hasta que empezaba el silencio otra vez perdiéndose entre las grietas de las piedras de la casa.

 

Algunas luces fueron haciéndose más intensas sobre  los muebles.  Estos parecían ser la única presencia tangible del ambiente.  Lentamente, casi imperceptible al principio comenzó a escucharse un piano.  La melodía teñía las cosas con un dejo de melancolía y al mismo tiempo parecía presagiar algún suceso inminente que viniera a quebrar la ominosa quietud del lugar.

 

Una mujer vieja cruzó la escena.  Caminaba con paso cansado y aire distinguido.  Se apoyaba en un bastón con empuñadura de piedras preciosas.  Los lienzos que cubrían los muebles se desintegraron rápidamente hasta que no quedó nada de ellos excepto algún jirón enganchado sobre las cornisas de los muebles más altos o en el interior de un marco vacío.

           

-- ¿Qué tocabas?

           

La voz de la anciana era casi ininteligible, quebrada, recordaba a un ruido de agua brotando de entre las piedras.

           

-- ¿Chopin? ¿Debussy?

           

La pequeña figura sentada al piano quedaba desdibujada en ese lugar que estaba sumido en la penumbra.  Giró la enorme cabeza para mirar a la vieja y saludó con un movimiento torpe que arrancó un leve crujido a la banqueta.  La vieja se acercó un poco más al piano.  De pronto pareció transformarse en otra mujer muchos años más joven, casi una niña que empezó a entonar una dulce canción.  Apenas podía escucharse las  palabras que canturreaba.  Se trataba de un idioma difícil de identificar, podría haber sido una lengua extraña, inventada por ella misma.  También pudo tratarse de un coro de niños bullangueros jugando en un lugar lejano.

Sin embargo fue sólo una cuestión de segundos.  Enseguida su voz se apagó y sólo se escucharon los acordes del piano y los largos sonidos de las teclas entrando en no se sabía qué profundidades más allá de las paredes.  La mujer, vieja otra vez, arregló unas rosas rojas que habían aparecido sobre un florero encima del piano.  Volvió a hablar dificultosamente:

 

-- Ayer vinieron. ¿Sabes?  Hacía tiempo que no lo hacían.  Supongo que el frío debe acobardarlos.  Sobre todo ahora que Amandita ya no está como antes.  Recuerdo que venía todos los domingos al principio.  Siempre con un ramo de rosas recién cortadas.  Después se habrá ido acostumbrando a la idea.  Probablemente, digo.  Y dejó de venir poco a poco.  Pero qué te voy a hablar a tí de estas cosas.

 

           

La música del piano se transformó en la estrepitosa cadencia de un rock and roll.  Luces multicolores, estroboscópicas, descubrieron y volvieron a ocultar la figura del enano sentado al piano con las piernitas colgando de la banqueta, con todo su cuerpo sacudido en cada digitación de sus cortos dedos sobre el teclado.

 

           

Basta por favor...que me voy a morir de risa.  Morir de risa.  Morir... ja, ja, ja...

           

Juan avanzó riendo a carcajadas y de un manotazo sacó la peluca blanca de la cabeza de Manuela.  La tiró en el interior de una pecera llena de agua pero sin ningún pez que estaba encima del piano.  El algodón de la peluca se fue llenando de agua, se hinchó y se hundió enredándose entre piedras y espinazos de pescados. Manuela se sentó en un sillón cubierto por un lienzo amarillento.  Abrió las piernas levantando los pies todo lo que le resultó posible.  Juan se le acercó y la besó en la boca.  Luego se arrodilló a su lado y comenz6 a pasarle la punta de la lengua por las rodillas.  Fue bajando por sus piernas hasta llegar a los dedos de los pies descalzos.

           

-- ¡No! Dejame, Juan.-protestó ella.- No te contaré más historias. Me quedaré para siempre así con un dedo sobre los labios en señal de silencio.

         

-- No seas tonta mujer.

         

Juan le metía las manos debajo de la falda y le acariciaba los muslos, se entretenía allí dentro dando vueltas con sus dedos largos y finos.  Le hacía cosas.  Le gustaba ver como ella sonreía estirando el cuello hacia atrás, contorsionándose, tratando de negarse al placer que estaba recibiendo.

           

-- No, Juan... Que no te digo...  ahhh... ¡Basta!

           

Lo empujó.  El cayó de espaldas sorprendido y se quedó sentado en el suelo viendo como Manuela caminaba hasta la ventana y comenzaba a dibujar apéndices alargados en un corazón que había dejado a medio terminar.  Después el hombre se levantó y le preguntó si no había escuchado el grito de la vieja allá arriba.  Manuela no le contestó.  Se quedó mirando como el dedo de él se acercaba a uno de los corazones y alargaba las válvulas transformándolas en falos erectos.  Lo dejó hacer hasta que el dibujo quedó convertido en una extraña araña erótica.  Entonces Manuela comenzó a gritar.

 

-- ¡Vamos, mon amour! Tu manera de entretenernos es un seguro de aburrimiento.  No podemos escucharte nada más, Estamos hartos de tus palabras.

Hartos de tus cuentos, de tus sueños; de tus veleidades de narrador. ¿Entiendes?  Quizás la mayoría de las cosas que dices que sueñas en el fondo no son más que un montón de débiles patrañas con las que alimentas la eternidad de tus noches de insomne calenturiento...

           

Juan le cerró la boca de una bofetada.  Federico, enrojecido el rostro por la sorpresa y la indignación, crispó los puños y avanzó hacia él, o tal vez debería decir que fue Juan quien avanzó hacia Federico. O tal vez fue Manuela la que en realidad abofeteó a Federico.. .

Quizás la bofetada no existió nunca y fue sólo un pedazo de revoque de las bovedillas desconchadas cayendo en el interior de la pecera donde aún quedaban restos del sedimento algodonoso de la peluca que había usado Manuela un rato antes. En ese momento ella gritó que miráramos la ventana. Nuestro estupor no tuvo límites.  El y yo nos miramos pensando qué diablos sino barro podríamos ver en esos vidrios que ya casi habían cambiado de esencia, mutándose en un material que nadie reconocerla en el futuro si lograban entrar en la casa.  En esta casa que la vegetación debe haber cubierto ya totalmente.

-- ¡Miren la ventana!- insistió Manuela.

      

La obedecimos con algo de fastidio.  El incidente de la bofetada habla sido olvidado Manuela se acercó con una vela.  La llama oscilaba como amenazada por una ráfaga que se estuviera colando por algún lado.  Puso la vela debajo del mentón.  Las líneas de su rostro se hicieron siniestras al reflejarse contra la negrura de los vidrios sucios.  Federico gritó:

 

-- ¡Basta¡ ¡Basta¡ ¡Exijo que nos digas ya mismo qué cosa estás viendo!

 

-- ¿Exigir?-soltó una carcajada falsa. ¿Acaso estoy sorda o loca y confundo las palabras? ¿No será que eres tú el confundido y creíste que yo soy la otra... ? ¡Imbécil! ¡Estúpido! Jamás toleré que alguien se dirigiera a mí en ese tono. Manuela estalló en llanto.  Levantó una sábana que estaba cubriendo una butaca de terciopelo desteñido, la lanzó al aire por encima de su cabeza y la dejó caer sobre ella. Una vez que estuvo cubierta se fue agachando lentamente.  Abrió las piernas y colocó los brazos de tal manera que enseguida logró parecerse a cualquiera de los otros muebles.  Unicamente los sollozos revelaban que era ella esa forma llena de vueltas que se movía hacia un lado y a veces hacia otro.  Se escuchó el ruido de un fósforo raspando una cajilla.  Debajo del falso sillón se hizo una luz y la difusa figura de Manuela apareció en el interior de la sábana. Un fantasma. Un muerto hace tiempo no visto cuya cara comienza a ser olvidada.

Un embrión fosforescente.

           

Se escucha la voz de Federico arrepentida:

           

-- No te enojes conmigo Manolita.

           

-- ¡No me llames Manolita!

           

-- Está bien.  Está bien.  No te llamaré así más. ¿Esta bien...?

           

-- No quiero recordar por qué razón me estás pidiendo disculpas.  Hablas dicho que nos ibas a contar el sueño que tuviste la otra noche. Pero no vayas a decir qué noche. ¿Sí? ¡Por favor! No puedo entender el tiempo.  No sé en qué momento exacto estoy respirando si es que respiro. ¿Y si es mentira?  Si Juan tiene razón y estamos todos muertos creyendo vivir en los intestinos putrefactos de esta casa que nos ha atrapado, que nos mantiene asfixiados y tristes. ¿Entiendes?  No quiero que hables de una noche precisa, de un tiempo, del tic tac que se escucha repetirse a sí mismo como un eco.  Un eco lastimoso, insoportable, como los gritos de ella allá arriba.  Con esos gritos llenándolo todo, todo...

 

A una señal de Juan, Federico comenzó a hablar y poco a poco sus palabras fueron superponiéndose a las de Manuela escondida todavía debajo del lienzo. Cuando la luz se extinguió costaba trabajo distinguir dónde estaba en realidad.  Si uno quería sentarse en un sillón de pronto se daba cuenta que lo estaba haciendo sobre la cabeza o la espalda de ella.  Y de lo contrario cuando se pretendía sentarse cuidadosamente porque se pensaba que era Manuela, se trataba realmente de un sillón de terciopelo escondido debajo de la tela.

 

Ahora la voz de Federico recorría el ambiente que la penumbra desdibujaba.  Luces sorprendentes y súbitas inventaban a veces geografías desconocidas sobre paredes imaginarias, seres monstruosos copulando en los rincones, niños decapitados cayendo desde un risco, una procesión de monjas atravesando un claustro…y por último un enano arrastrando una carretilla llena de flores.

           

--…tenían uniformes que abarcaban la gama del azul, del celeste hasta el violeta, cofias de un blanco azulino remataban sus caras tan pálidas y demudadas.  Las cuatro mujeres avanzaban con sus plumeros y sus baldes como si flotaran en la luz que se filtraba por alguna ventana que yo no vela.  No sé exactamente si aparecían en el momento en que abría la persiana y me colaba al interior de la casa mientras me preguntaba angustiado por qué diablos estaba condenado a entrar a mi propia casa por la ventana y entonces… ¡Ah sí! Entonces me encontraba en el principio de un pasillo desde el que surgían otros pasadizos interminables y siniestros.  La luz descubría mucho polvo que flotaba en círculos como planetas diminutos.  Me recordaban un astrolabio que vi una vez en un museo.  Más atrás las mujeres seguían avanzando amenazantes con sus caras de gesto torvo, Sus ojos me perseguían.  Echaba a correr sobre las baldosas.  Los colores antes tan nítidos se iban desvaneciendo.  Ya casi no quedaban matices intensos, sólo una pátina blancuzca, fantasmal, iba ascendiendo por todos lados hasta que me encontraba en un jardín.  Los colores eran otra vez muy brillantes.  Quizás era el jardín de un cementerio desconocido en una ciudad inexistente, Corría entre los altos setos y las plantas exóticas.  Corría hasta que un animal extraño, mezcla de unicornio y de centauro, aparecía en un sendero.  Contenía la respiración para que la bestia no advirtiera mi presencia.  Tenía un agujero en el cuerpo de peluche marr6n claro.  Era como la ventana redonda que está en el ático.  Se divisaba parte del jardín a través del agujero.  Yo seguía corriendo... corría como un poseso hasta olvidar por qué corría.  Daba vuelta la cabeza y ya no había nada persiguiéndome.  Nada: mujeres, bestias, todo desvanecido y entonces… Sólo iba existiendo el jardín a medida que mis pasos me llevaban hacia adelante.  No podía dejar de correr.  Sentía que la garganta iba a incendiárseme por la sequedad.  Ya no me quedaba saliva y el corazón… ¡Bombeaba cada vez con mayor fuerza! De pronto, detrás de un macizo de flores rojas apareció una figura de espaldas.  Primero pensaba que se trataba de un maniquí pero cuando se dio vuelta...  ¡Qué horror¡

          

Federico, asustado con el recuerdo de la pesadilla, alzó la voz.  Manuela asom6 la cabeza desde lo que hasta entonces parecía el respaldo de un sillón. -- …la mujer era completamente calva.  Iba pintarrajeada como una indígena.  Una bruja quemada y vuelta a la vida, ¿Qué digo?  Era un monstruo soñado por un cerebro enfermo.  Me miró y supe que estaba esperando por mí desde hacía tiempo...

Federico se desplomó en un sillón que resultó ser Manuela.  Cayó de espaldas con las piernas en el aire.  Juan corrió para ayudarlo a levantarse, a desanudarse de ese extraño juego de piernas y brazos resultado de la confusión de Federico.  Rieron los tres tratando de restar importancia a la pesadilla.

 

-- No deberías asustarte -dijo Juan- ¡Total¡ La vida es una pesadilla.  Y no se termina cuando despiertas.  Al contrario: comienza otra vez hasta que vuelves a quedarte dormido.  Así todos los días de tu...

 

-- ¡Nada de reflexiones filosóficas, tesoro¡- Manuela caminaba en puntillas de pie y adoptaba posturas de bailarina con los brazos sobre la cabeza enlazándose los dedos alados y blancos.  Una melodía de cajita de música surgió en alguna parte.

 

-- ¡Ah no¡ La vieja otra vez. ¡No!- se fastidió Federico atusándose unos bigotes imaginarios.

 

-- ¡Que alguien cuente un sueño lindo¡ Respondiendo al pedido de Manuela, Juan, Federico, o quizás ella misma imitando la voz de un hombre joven, casi adolescente, comenzó:

 

-- Soñé con un lago.  Con un paseo por bosques de colores sepias y un bote con dos muchachas que llevaban capelinas.  El bote tenía un toldito de tela a franjas de colores que en mi vida había visto pero que eran más bonitos que los del sueño de Federico.  Las dos mujeres eran sirenas escapadas de un cuento para niños que había escrito un muchacho muerto en el anonimato, solo y olvidado en un hospital de tuberculosos.  Las sirenitas que ignoraban quién las había hecho tan deformes y desparejas respecto de las demás mujeres, suspiraban mirando a las jovencitas que paseaban al borde del lago caminando lentamente sobre sus bellos pares de piernas, protegiéndose del sol con sombrillitas primorosas; alimentaban en silencio secretos odios.  La envidia discreta no alcanzaba a alterar la belleza serena de sus rostros y sin embargo sus ojos dejaban escapar chispas de malestar y maquinaciones misteriosas.  Un hombre remaba en un extremo de la pequeña embarcación pero como en el sueño no lo podía distinguir bien, digamos que no existía.  La barca se deslizaba sola sobre el agua...

      

-- ¡Basta¡ Estoy hasta de esas historias de sirenas y príncipes encantados y la mar en coche.  Supe de un muchacho que escribía cuentos por el estilo: bellas princesitas, sapos y ardillitas encantados a la espera de un beso que los transformara, pajes convertidos en ratones, calabazas en carrozas de cristal y oro, ¡Bah! Pamplinas. ¿Saben que hacía?  Salía a violar niñitas indefensas que volvían de la escuela.

           

-- Juan, tú eres testigo, ella quería que les contará una historia linda.  Y al final no me deja terminar.

           

No pude evitar reírme a carcajadas.  Ahora mismo me río porque no recuerdo dónde quedó la hoja anterior y no sé si el cuento de las sirenitas lo estaba contando Federico, Juan, yo mismo o todos al mismo tiempo.  No entiendo qué pueden tener de lindo dos pescados envidiosos y frustrados paseando por un lago cualquiera que el tiempo convertiría en un lodazal lleno de excrementos donde la gente de los alrededores  de lo que alguna vez habla sido un barrio elegante, arrojaría después toda clase de inmundicias y donde además para escarnio de la moral y las buenas costumbres, amantes marginados, prostitutas y linyeras, se daban cita para saciar sus bajos instintos. Un lugar donde para colmo de males dos por tres aparecía el cadáver de un anciano muerto a golpes o el resultado de un aborto...

           

Manuela volvió a protestar diciendo que estaba hastiada de esas historias sórdidas a las que no podía acostumbrarse a pesar de que alguna vez había leído los diarios: violaciones, adulterios, suicidios.  Todo un montón de palabras girando en una calesita que nunca se detenía.

 

-- ¡El tiene la culpa! ¡El!-gritó Manuela blandiendo unas hojas llenas de escritura apretujada de un azul desvaído.- "Aún recuerdo la última vez que ví reflejada mi figura en un espejo. Fue antes del incendio".-leyó en voz alta: "Estoy seguro de eso porque enseguida Manuela..." ¡Manuela! ¿Cómo te atreviste? ..."decidió esconder todos los espejos que se hablan salvado del fuego ... "¡Del fuego!  Ja, Ja, Ja. ¡No me hagas reír¡"La enorme cabeza denuncia enseguida al enano." ¡Por favor!

           

Manuela siguió leyendo en voz baja durante un buen rato.  Parecía que estaba rezando aunque no podía entenderse ya lo que decía, como si sus palabras se fueran haciendo más ininteligibles a medida que las sombras lo iban ganando todo. Después un pesado silencio cayó sobre nosotros. Desaparecimos con resignado fastidio.  Hubo un momento en el que  Federico nos miró antes de salir de la sala; creí que iba a decirnos algo pero enseguida cerró la boca y sólo hizo una mueca indefinida que bien pudo ser burlona o tácita.  Qué más da.  Manuela no le prestó atención entretenida en hamacar las hojas manuscritas como si se tratara de un muñeco invisible mientras entonaba esa canci6n de cuna que sabemos hasta el hartazgo.

Cuando todo quedó a oscuras alguien podría haber pensado que se trataba de una obra de teatro.  El telón estaba bajando y los actores ya se retiraban.  Sin embargo sabíamos que otra vez volverían a surgir las luces y ellos reaparecerían con sus carcajadas y sus llantos, con su vocabulario de niños prematuramente tristes y solitarios.

           

Ahora surge súbitamente el ruido de un motor que se acerca...cada vez se acerca con mayor intensidad.  Aparecen dos focos descubriendo una persiana.  La atraviesan.  Una escalerilla de luz.  Una claridad rayada como la piel de una cebra.  Las luces giran inventando figuras que duran lo que un relámpago El motor está cada vez más cerca pero no tanto como para impedir que pueda escucharse el chirrido de puertas que se abren y vuelven a cerrarse, de pasos que van y vienen.  Dentro de la oscuridad se escuchan voces que susurran y finalmente gemidos que pueden ser de sexo o de muerte.

 

¿Sería porque entre sueños habla estado escuchando a la vieja quejándose toda la noche que Manuela se despertó más intranquila que de costumbre?  Se había tapado la cabeza con la almohada pero aún así los gritos seguían entrando en su cerebro y allí se anidaban.  Echaban raíces y crecían en laberintos sonoros que el eco amplificaba y alargaba en interminables sonidos estridentes, imposibles, alucinantes.

 

Por segundos nacía en ella la alocada fantasía de subir hasta el cuarto donde estaba Felicitas y terminar con toda esa historia de ayes y de noches de pesadilla. ¿Qué diría Federico si supiera que a veces barajaba la idea de dar muerte a la vieja?  Sin duda la creerla loca, ¿Pero acaso no estaban también ellos un poco locos…? ¡Bah! Nada tendría solución.  Debía alejarse de esos malos pensamientos.  Imágenes religiosas cruzaron ante sus ojos ocupando el espacio delante suyo.  Pudo escuchar la voz del párroco de su infancia.  Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos.  Se preguntó por qué todavía se le ocurrían tantas preguntas.

Miró la ventana tapiada del dormitorio.

             

Allí están las respuestas a todos mis interrogantes.  Si miro hacia abajo estoy segura que mis ojos atravesando toda la espesura del barro y las telarañas podrán divisar la procesión de la otra tarde…………………...…………………...

           

La luz de altas velas en candelabros plateados que estaban arriba de una mesa colocada en el jardín cubierto de malezas, creaba un pequeño recinto circular.  Alrededor sólo había sombras.  Manuela estaba vestida de fiesta, parada al lado de una silla.  A pesar de tener los ojos cerrados las imágenes atravesaban sus párpados.  Veía desfilar un silencioso cortejo con tazas de noche, jarras y palanganas de porcelana, crucifijos y velos desteñidos.  Le recordaban una procesión de los antiguos romanos con los bustos de los antepasados que habla visto una vez en un libro de historia.

      

Estaba el padre de Felicitas con los bigotes embetunados y la abuela con su corsé de avispa y su mirada de buitre, sentada dificultosamente sobre los miriñaques, con sus tules negros conmemorando siempre algún duelo que ya no recordaba.  Y él a su lado con los enormes pantalones flotando al viento que hacía oscilar la llama de las velas.

Se escuchaban voces saludando:

 

-- ¡Amandita! ¡Amandita!

 

Varias manos blancas, huesudas, surgieron de las sombras hacia el círculo de luz.  Se movían ansiosas, suplicantes.

 

-- ¡Aquí! ¡Aquí!

 

-- ¡Míranos por favor! ¡Amandita!

Una mujer con el rostro cubierto por velos oscuros pasó frente a la mesa. Arrastraba un larguísimo camisón grisáceo. Por momentos parecía que los vendajes de una momia se fueran desenrollando lentamente. Caminaba erguida seguida por otra mujer de cuello estirado y aire de superioridad; sostenía entre los dedos enguantados una bacinilla recamada en piedras preciosas que cubría con un lienzo bordado con el anagrama de la familia.

 

Voz de mujer susurrando admirada:

 

-- ¿Quién es esa dama?

 

-- ¿No la reconoces?  Es la del óleo del pasillo.

 

Voz de mujer anciana con cierto tono de escándalo:

 

-- ¡Cómo! ¿Terminó en un pasillo?

 

Jocunda voz de hombre:

 

-- ¿Y esa copetuda quién diablos es? ¿Acaso no va al baño como todos los demás?

 

-- Se parece a mí. ¿No es cierto? ¡Es horrible! Pero creo que es así.

 

-- Se murió cuando iba a una fiesta de beneficencia en una fría noche de invierno.  Dice Amandita que no era mala.- Federico aflautando la voz tratando de imitar a una mujer. -Era tan piadosa la santa.  Una verdadera cristiana.  Recogió a tantas criaturas huérfanas que dejaban en el torno, Santa, santa, benedicta...

Alguien chista para que guarden silencio.  Juan y Manuela apenas aguantan la risa.  Acaba de aparecer un caballero de bigotes, desnudo su cuerpo esquelétíco, macilento, con una galera de terciopelo negro cubriéndose los genitales sentado en el interior de una enorme bañera con ruedas que empujan cuatro monjas de mirada dura y labios tan apretados que parecen una línea dibujada con tinta sobre el óvalo que deja libre el tocado.

      

-- Esa es la bañera donde pintaron a la Casta Susana. - Federico riéndose mira a Manuela que se había escondido debajo de un lienzo adoptando la pose de una vetusta armadura. No se sabe cómo se las arreglaba pero podría jurarse que llevaba yelmo e incluso coraza.  Federico grita a voz en cuello:

      

-- ¡Cuídate guerrero de los ardores de nuestro querido tatarabuelo! ¿Es capaz de traspasar el acero con tal de consagrarse a los placeres de Urano!

      

Lentamente las figuras siguen avanzando. Dos o tres viejos, dos o tres niños. Los pasos suaves al principio se van haciendo más sonoros al ir pasando por el círculo de luz hasta perderse finalmente en las sombras ..........………………….

 

Todavía recordaban la primera vez que la habían visto.  A simple vista parecía una niña sentada en un sillón debajo de una glorieta abandonada.  A medida que se acercaron descubrieron las arrugas que surcaban su cara, las bolsas enormes bajo los ojos, como sacos llenos de aguas violetas donde pequeños peces negros se movían cuando hablaba o hacía cualquier gesto.  Las encías sin dientes.  La dificultad para hablar a causa de la afasia ya entonces incipiente.  Después advirtieron el temblor de las manos y la inestabilidad de su cuerpo, el temblequeo de sus movimientos cuando hacía alguna cosa. Sólo la risa, aquella risa suya, mezcla de alegría y de enajenación, devolvía la juventud a su cara, a su figura.  Les costaba grandes esfuerzos hacerla reír.  Sobre todo últimamente cuando se les habían agotado todas las historias divertidas y ya no encontraban nada que la entretuviera.  Era entonces cuando empezaba a hablar de su hijo asesinado y del joven soldado que había huido hacia la frontera y que nunca había vuelto a ver.

La voz de su padre naciendo en su cerebro, recorriendo sus arterias tan oxidadas como las cañerías de la vieja casona, afloraba a su memoria hecha de retazos, siempre los mismos retazos, y se escapaba por su garganta labios afuera en bizantinas disertaciones acerca del honor y la moral. Manuela acariciaba distraída un gato que dormía sobre su falda o quizás era tan sólo una madeja de lana o una joroba.  Tal vez una simple figura chinesca nacida en la pared blanca de una tarde de hastío.

Juan tocaba el piano y decía:

 

-- La puta que la parió a esta vieja loca.  Mirá que tenernos prisioneros en esta casa de mierda.

Manuela le recordaba que no tenían por qué quedarse, que si querían podían salir, que solo había que tener cuidado con no resultar aplastados por los tanques que pasaban y pasaban en vueltas interminables movidos por controles electrónicos.

 

-- Salí nomás si te animás.  Y si encontrás un lugar seguro, donde no haya gases y tengamos alguna cáscara podrida para llevarnos a la boca, entonces avísame y dejaremos a la vieja que se muera sola en este caser6n lleno de telarañas y filtraciones. No tenían por que quedarse.

 

-- Anda - repetía ella- Si sólo es necesario que abras la puerta y salgamos al exterior.

 

El miedo brillaba en los ojos de Juan.  Y volvía a maldecir a Felicitas que se hamacaba en el sillón canturreando algo que les recordaba a una canción de cuna.  Después de todo no era tan mal negocio.  Ni siquiera tenían que limpiar los pisos.  Sólo cuidar a la vieja. Las indicaciones habían sido bien precisas: acompañar a Felicitas y no salir de la casa bajo ninguna eventualidad.  Tendrían todo lo necesario. ¿Pero qué cosa necesitarían ellos?  Por otra parte, cualquiera que se les ocurriera, allí dentro la encontrarían.  Era cuestión de saber buscar.  En algún lugar por ejemplo, había un viejo proyector.  Podían buscarlo y poner a andar una vieja película en blanco y negro.  Cualquier comedia intrascendente. Además estaba el gramófono y aquélla colección de discos de pasta.  Juan se entretenga en contar las rayaduras qué tenía cada uno y en clasificarlos por cada rubro musical.  Opera: 56 rayaduras del lado A y 52 del lado B. Esto indicaba que ambos lados de los discos hablan sido escuchados probablemente el mismo número de veces.  Los de zarzuela estaban casi impecables. Resultaba obvio que a Felicitas no le gustaba demasiado, apenas una docena de rayaduras contando todos los discos de la serie.  A veces se aburría de clasificar las rayaduras y se dedicaba a contar los vidrios rotos de las claraboyas.  Cualquier cosa era buena con tal de ordenar y contar cosas, tratar de mantener sus neuronas en acción.  En la casa había varios aparatos de televisión de todos los modelos imaginables, desde los primeros hasta los últimos de alguna década atrás. ¿Pero de qué servían ahora?  Con los más viejos, los de válvulas, Juan había hecho cajones para guardar trastos, despanzurrando aquellos laberintos de lámparas y cables de colores.  Los tubos los había roto dentro del hogar de piedra, haciéndolos estallar con un golpe seco.  Era divertido ver como se pulverizaban con una explosión seguida de una especie de silbido cuando el aire se escapaba del interior y se desinflaban hechos escombros sobre las cenizas y los leños a medio quemar. Felicitas lo habla visto una vez sentado en el piso maniobrando en las entrañas de un aparato y se había llevado las huesudas manos a la cara, ahogando un grito.  Después habla subido corriendo las escaleras y se había quedado acurrucada frente a la puerta del cuarto sollozando, con el pulgar metido entre los labios temblequeantes.

           

Les llevó mucho tiempo descubrir quien era esa muchacha que Felicitas decía que venía a buscarla todas las tardes.  Aparecía siempre en los atardeceres sepias y melancólicos de comienzos del otoño, aunque la vieja nunca se daba cuenta en qué estación del año estaban.  Manuela insistió desde el primer momento: la muchacha no era otra que la misma Felicitas, casi una niña, una adolescente de dieciséis años que un día habla abierto el balcón para que entrara el amor.  El amor deseaba su cuerpo.  Ella sintió como aquella vara rígida iba desgarrando la virtud que le hablan enseñado a guardar.  Entonces esa verga ilícita escupió dentro de ella la simiente de la vergüenza familiar que habría de ser degollada en los albores de un caluroso y rojizo amanecer en los primeros días del verano.

¿Quién fue la mano encargada de hacer desaparecer el fruto de aquéllos amores? ¿Qué ojos espiaron escondidos detrás de los postigos de la estancia la llegada de la niña seguida de su fiel niñera?, entrando en el casco que ahora ya no existiría, las faldas al viento, cómplices, guardando al niño que viviría apenas el tiempo necesario para cortar el cordón umbilical ...

           

Toda la vida queriendo cortarlo.  Tantos libros escritos acerca del famoso cordelito.  Y a ése que se lo cortaron  de primera nomás, no vivió para disfrutarlo, decía Juan a las carcajadas mientras la vieja iba desgranando la misma historia de siempre.  Juan quería en realidad que Manuela no se diera cuenta de los escalofríos de espanto que le causaban aquella historia que parecía sacada de un viejo folletín por entregas. ¿Por qué no seguir creyendo que Felicitas jamás habla conocido varón?  Acaso no era mejor creer que ella deambulaba loca por la casa, divagando, enhebrando sueños y mentiras de un pasado tan vacío como estéril, llorando por la criatura que aseguraba haber parido. ¿Por qué saber finalmente que de entre sus piernas habla asomado la cabeza robusta de un bebé asesinado en nombre de la buena reputación de la familia?  La boca desdentada y los ojos de la vieja redondeados en aquella mueca de pánico viendo caer una cuchilla que ellos no podían ver.

¿Cuántas historias como aquélla estarían dispersas en las fruslerías del arte, dispersas en el viento del tiempo, prendidas como babas del diablo en memorias desvencijadas como la de Felicitas?, que ahora, de tanto en tanto, se paseaba desnuda por los pasillos interminables de la casona y que más tarde se tiraría a morir sobre un lecho cualquiera en noches azuladas, blanquecinas hacia el amanecer, con el día colándose por el ventanuco redondo con la forma de un cilindro lechoso arrastrándose por el piso de tablas y Felicitas aún insomne balbuceando palabras de amor a un toro bañado por la luna, cabalgando sobre él, sintiéndose abierta de par en par hacia el universo, sintiendo  que la vida fluía desde el centro mismo de su cuerpo, desde el útero recóndito mientras las manos de fuego despertaban cada terminación nerviosa de su piel, mientras el canto de los grillos enmudecía bajo sus gemidos de placer y el rostro del soldado se transformaba en una mascara cincelada en piedra en el momento en que la inundaba del tibio semen que tenía ese olor acre y dulzón que aún ahora, cien años después reconocería; a veces le llegaba hasta la nariz cuando deambulaba por los pasillos y cruzaba frente a la puerta entreabierta del cuarto de esos extraños que se habían instalado en su casa.

 

Felicitas se suelta el cabello ceniciento que cae en cascadas.  Se tira al piso por un rato ante la mirada asustada de Manuela que no se atreve a hacer nada.  Luego lleva sus manos al vientre y sus dedos huesudos acarician una circunferencia invisible hasta que separa las piernas y se deja estar de espaldas, jadeando rítmicamente.  Ellos no se atreven a hacer nada pero Manuela grita que deberían levantarla, que el frío puede dañarla, quizás precipitar un desenlace fatal. ¿Pero acaso el desenlace no ha empezado ya hace tiempo, mucho antes de que ellos hubieran nacido?

 

Súbitamente, un gorrión surgió volando sobre sus cabezas tratando de encontrar un lugar por donde escapar.  Por un buen rato no dieron crédito a lo que estaban viendo. ¿Cómo era posible que aún quedaran pájaros por ahí'?  Los choques del diminuto cuerpecito emplumado contra los marcos de las puertas y los frontispicios más altos de los muebles los sacó de la abstracción; enseguida el gorrión comenzó a estrellarse contra los vidrios de las ventanas que le hacían ver cielos que no eran tales, espacios celestes donde no se podía volar.  Después de sobrellevar encima de ellos por un largo rato se escondi6 entre los viejos libros en lo alto de una estantería.  Juan pensó que quizás algún día alguien descubriera el diminuto esqueleto del gorrión convertido en un montoncito de polvo y hongos, tan insignificante como sus propias osamentas, apenas un indicio para futuros investigadores.

Como la intervención del gorrión los distrajo por un rato no vieron en qué momento las rodillas de Felicitas se levantaron ni cuando su cuerpo comenzó a moverse con las contracciones al tiempo que no dejaba de jadear y el sudor comenzaba a hacer corretear diminutos surcos de agua entre los rasgos agrietados de su rostro imposible de reconocer ahora por los continuos gemidos y gesticulaciones.  Sus manos iban y venían por el vientre; el camisón levantado casi en jirones dejaba ver su barriga flaca, esquelético, los huesos empujando el pergamino de la piel, el pubis cubierto de pelos que ya comenzaban a perder el color que hacia poco aún era negro y ahora se parecían a sus cabellos.

 

Juan empezó a tocar el piano para acallar los gritos de ella que no dejaba de seguir pujando y balbuceando incoherencias.  Las palabras se enredaban en su lengua y salían convertidas en jirones de entre sus labios finos que dejaban caer globitos de saliva.  A causa de la afasia y de la fiebre, distintas voces parecían brotar del interior de su garganta, voces que anunciaban que el niño ya venía, ya viene, sigue pujando mi tesoro, fuerza, fuerza que ahí veo su cabeza; voces canturreando cantos de cuna, arrullando, no llores mi niña, no llores y el piano cada vez más sonoro sacudiendo los viejos cimientos.

 

Empezó a soplar el viento, débil al principio y más fuerte después a medida que el amanecer fue llegando y colándose por las ventanas cubiertas de barro y de telarañas, Manuela corrió hasta el piano y se abrazó a las espaldas de Juan que se dio vuelta y le dijo que no temiera que pronto terminaría todo.  Ya faltaba poco.  Y allí sobre el piso de tablas que hacía tiempo que nadie lustraba fue surgiendo la masa de pelo de una gigantesca cabeza que fue redondeando la vagina de Felicitas que soltó un largo alarido. El grito se metió en todos los recovecos de la casa y alborotó al gorrión que había quedado escondido.  Los ojos atónitos de ellos contemplaron aquella cabeza que seguía saliendo.  Parecía que Felicitas no iba a terminar nunca de parir.

Detrás de las ventanas, confundidos con la suciedad de los vidrios parecía que se movieran algunas sombras curiosas.  Se trataría sin duda de algunos vecinos que aún quedarían por el lugar y que se habrían acercado al escuchar los gemidos y los gritos de la vieja.

 

-- ¡Malditos hijos de puta!- gritó Juan blandiendo el puño en actitud amenazante. Aunque no podía verlos, se los imaginaba a todos, mujeres y niños con las horribles mascaras antigases ocultando sus rostros mientras asistían al espectáculo del parto de Felicitas ahí dentro de la casa.  Sin duda se estarían preguntando cómo aún no la habían logrado demoler.  Quizás la casa estuviera encantada le explicaba un anciano a un pequeño y por eso ninguna máquina era capaz de derribar ni una sola piedra.

           

El viento había traído lluvia y ahora el agua golpeaba contra los cristales, se filtraba por alguna parte y corría por las hendiduras del piso confundiéndose con las aguas que estaba perdiendo Felicitas.  Se diría que eran miasmas en realidad a juzgar por la fetidez que fue inundando el ambiente.  Una especie de vapor verdoso, azulino, que recordaba la capa de fermento sobre algunos alimentos olvidados arriba de una mesa, fue brotando junto con la interminable cabeza que estaba naciendo.  La respiración de Felicitas se fue haciendo más débil, agotada por el esfuerzo de tratar de incorporarse apoyando las manos sobre el piso y alzando la cabeza para mirar entre sus piernas, Cuando lo logró se encontró con aquella cara arrugada y con aquellos ojos que eran tan viejos y azules como los suyos y la miraban con expresión de indescriptible pánico mientras la boca rodeada de un bigote ya blanco igual que la barba que nacía alrededor de sus mejillas alargándose hacia el mentón, se abría para soltar un vagido que no era otra cosa que un reproche por haberlo hecho salir del refugio seguro de su vientre.  Ella lo miró con amor.  Intentó explicarle algo pero las palabras se anudaron dentro de su garganta y solo asomaron entre las encías nuevos globos de saliva.

           

Juan y Manuela asistieron con alivio al último espasmo de Felicitas que precedió a la caída de la enorme cabeza que rodó sobre el piso, siempre con los ojos y la boca abiertos, con los largos pelos de la barba pegoteados, sosteniendo con obstinación la misma expresión de máscara de terror. Esperaron que rodara hasta quedar junto a ellos, al lado de los pies adormecidos por el plantón y todavía contemplaron otra vez aquellos ojos que repetían con la fidelidad de un espejo la mirada de Felicitas en esa madrugada, yaciendo ahora despatarrada, inmóvil, quizás muerta. No fue sino con un sentimiento de asco que Juan empujó la cabeza hasta uno de los viejos armazones de televisor convertidas en baúl y luego levantó la tapa con una mano.  Un trueno ahogó el ruido de las bisagras al girar.  Tomó la cabeza por el extremo de les cabellos húmedos, pegajosos y la dejó caer en el interior junto a una montaña de porcelanas resquebrajadas, viejas mantillas y otros trastos irreconocibles.  Mientras bajaba la tapa, la luz del amanecer entrando al interior de la caja iluminó momentáneamente los ojos abiertos de la cabeza que seguían mirando fijamente hacia un punto convergente que parecía estar en las proximidades.  Por un instante, mientras la imagen iba desapareciendo de las retinas, Juan no pudo dejar de reconocer que habla visto antes esos ojos.  Eran muy parecidos a los suyos, mejor dicho:   eran exactamente los suyos.

 

Manuela lo ayudó a abrir la puerta de calle que como siempre se trancaba.

 

-- Esta cerradura de mierda.  Un día de estos vas a tener que arreglarla. -le dijo Manuela mientras empujaban el cadáver de Felicitas que pronto comenzaría a descomponerse a juzgar por el olor que ya empezaba a despedir.  Los curiosos que habían asistido al alumbramiento detrás de las ventanas huyeron apurados tratando de mantener sus identidades en la clandestinidad de los jardines umbríos, abandonados.  Las vestimentas flotaron al viento por un momento y se perdieron en la distancia bajo unas nubes tan bajas que parecían tocar las puntas herrumbradas de la verja. La vieja quedó tirada de cualquier modo sobre la tierra agrietada, cerca de los escalones de entrada; las piernas abiertas mostrando la oquedad del enorme útero (que todavía conservaba algunos pelos que habían pertenecido a la cabeza) que igual que una víscera eventrada parecía absorber toda la tierra que el viento furioso arrojaba contra la casona.

           

Una vez que Juan y Manuela hubieron entrado a la casa, subieron la escalera lentamente. Los escalones crujieron cada uno con mayor intensidad que el anterior.  Todo hacia suponer que ya no resistirían que otra persona volviera a apoyar un pie sobre ellos.  Encontraron el lecho de Felicitas revuelto, las sábanas grises con enormes puntillas se desintegraban despaciosamente.

Se desnudaron sin prisa, sabiendo que tenían todo el tiempo por delante.

© Ricardo Rodríguez Pereyra, Buenos Aires.

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