Las aguas del Arcángel
Ricardo Rodríguez Pereyra

Nicanor se despertó sobresaltado. Tenía los ojos brillantes y la excitación de alguien que acaba de vivir una experiencia trascendente. Un arcángel se le había aparecido en sueños anunciándole que muy pronto llovería sobre la ciudad. Trató de ordenar los detalles del sueño: estaba bebiendo como de costumbre en un boliche que ahora no podía identificar. A la madrugada venía caminando para su casa, dando traspiés y eructando de tanto en tanto, cuando al pasar frente a la plaza donde estaba la fuente con los angelitos le pareció que una de las estatuas se movía. Se acercaba lentamente...

Sabía que no estaba tan borracho como para ver visiones. Al llegar a la fuente lo primero que escuchaba era el sonido de un chorro cayendo sobre el piso. Cuando levantaba la vista veía a un hombre joven con sotana blanca y una especie de alas de papel celofán asomándole detrás de la espalda. En esos momentos estaba orinando, parado sobre el borde de la fuente.

Nicanor se había persignado y se disponía a seguir el camino cuando escuchó una voz grave que parecía surgir del más allá.

-"Soy el Arcángel, Nicanor. Vengo a avisarte que muy pronto va a llover sobre esta ciudad".

Mientras hablaba se apartaba los pliegues de la sotana con la mano izquierda porque corría un viento fuerte que le impedía orinar con comodidad, sin mojarse sus propios hábitos. Nicanor también se cuidaba de no ser salpicado, con algo de vergüenza por tener reparos de las aguas de una figura así. Mirándolo incrédulo había murmurado:

-Pero Arcángel, si hace treinta años que no llueve...

Por toda respuesta el arcángel se puso un dedo sobre los labios haciéndolo callar. Y antes de desaparecer envuelto en una especie de neblina repitió:

-"Ya lo verás. Ya lo verás..."

Estuvo dando vueltas en la cama durante un buen rato tratando de hallar una respuesta, el verdadero significado del mensaje recibido. De pronto se sentó movido por un resorte imaginario. Se le había ocurrido una idea genial. Hacía más de treinta años que la gente no pensaba en paraguas. En el único lugar donde aún quedaban era en la tienda del anticuario. La oportunidad estaba en realizar el mejor negocio de su vida: comprar todos los paraguas por una cantidad exigua y una vez comenzada la lluvia podría pedir los precios que quisiera. La gente desprevenida no tendría más remedio que pagar cualquier suma para adquirir los paraguas que él solo estaría en condiciones de vender. El problema consistía en cómo obtener el capital necesario para comprarle los paraguas al anticuario.

Siguió dando vueltas en la cama hasta que volvió a sentarse. Se puso la camiseta sobre su cuerpo cobrizo recubierto de un vello blanco; se calzó los pantalones de dril que estaban sobre la silla, se agachó para buscar las alpargatas tiradas debajo de la cama. Se lavó la cara rápidamene vertiendo agua de una jarra dentro de la palangana de porcelana rajada. Los escalones herrumbrados crujieron bajo su peso.

Llegó al patio descubierto al cual daban las puertas de las habitaciones. Había plantas marchitas que trepaban de cualquier modo; macetas vacías y otras resquebrajadas; ropa tendida, olores de comida que al mezclarse hacían más espeso el aire siempre caliente y pegajoso. Debajo de la escalera del altillo estaba el baño con la puerta abierta mostrando el retrete de piedra con el agujero abismal lleno de sarro. Oscuro y redondo, parecía el ojo perdido de un antiguo cíclope.

También había un limonero reseco que recordaba el esqueleto blanco de un ave desconocido, y cierta cantidad de objetos que no servían para nada ya que los habitantes de la casa habían olvidado para qué se utilizaban.

Nicanor se encontró con Tomás, su hijastro, que estaba en me- dio de un acceso de tos. Su cuerpo flaco se sacudía por los espasmos. Con las manos crispadas se aferraba al borde de la pileta de lavar. Nicanor sintió una rabia sorda ante el espectáculo.

-¡Maldito tísico del diablo! ¡Bicho de mal agüero! -masculló para sus adentros y se encaminó hacia la pieza de Alcira pensando que no debía dejarse desanimar por la presencia enfermiza de Tomás. El arcángel había sido bien claro en el asunto de la lluvia.

Cuando entró en la pieza de Alcira, la mujer estaba sentada en la cama con la pollera levantada y se ajustaba las correas de la pierna ortopédica. El cuarto estaba iluminado por una claridad ambarina y todos los objetos se veían teñidos de ocres y terracotas. Mirando con atención se descubría que era el sol atravesando los vidrios de la puerta cubiertos con papel de colores que imitaban un vitraux lo que hacía que las cosas se vieran así.

Alcira le recriminó que no golpeara antes de entrar. Nicanor le pidió disculpas tratando de emplear sus mejores modales; después le dijo sin rodeos:

-Alcira, usted es una mujer inteligente. Se me ha presentado un negocio fenomenal y me gustaría que usted fuera mi socia en esto.

Alcira levantó los ojos y lo miró extrañada; después recorrió la habitación hasta llegar al espejo del ropero donde se vio sentada en la cama. Más atrás estaba Nicanor rascándose nervioso la prominente barriga que la camiseta no alcanzaba a cubrir completamente.

-Quiere mis ahorros. ¿Verdad?

-Así es.

Alcira tomó la muleta. Se levantó y caminó con rapidez hasta la puerta de la habitación, abriéndola de par en par.

-Mis ahorros los confiaré solamente al hombre que sea mi marido.

Nicanor volvió a sentir el mismo sentimiento de unos instantes atrás cuando viera a Tomás sacudido por el asma. Trató de disimular diciendo que lo entendía y salió de la habitación. Poco después estaba en la calle, caminaba pensando. Se acordó del arcángel; le parecía que la angelical figura tenía cierto parecido con María. No sabía a ciencia cierta si eran sus ojos o la mirada triste lo que le hacía pensar en eso. María le había dejado una cantidad de recuerdos y también a Tomás, ese hijo que ella había tenido con un desconocido que había llegado al pueblo tan misteriosamente como había desaparecido.

Ahora volvía a recordar las palabras de Alcira y se llenaba de indignación. Los ahorros sólo se los confiaría a su marido. Sintió una mezcla de asco y vergüenza. ¿Qué dirían los muchachos del café si lo supieran casado con una chueca?

Sin embargo no estaba todo perdido. El, Nicanor González, no podía casarse con ella, pero su hijastro sí. Una mujer con una pierna sola no era tan poca cosa para un bobalicón y encima medio tísico que se pasaba borroneando papeles. El muchacho incluso podría llegar a divertirse, pensó. Tomás no estaba en condiciones de comparar. El sí podía hacerlo. Pensó en el gran número de mujeres que habían gemido bajo su cuerpo fuerte y sudoroso. Podía sentir el mismo calor entre los muslos diferentes de tantas mujeres iguales. Sus manos y su boca eran la memoria siempre alerta en la comparación de una nueva piel. Pocas mujeres lo habían rechazado, las demás lo habían aceptado e incluso buscado y ahora la chueca...

¡La chueca! pensó y escupió un poco de tabaco que se le había metido entre los dientes amarillentos y cariados. "Habráse visto mujer vanidosa, yo casarme con la chueca. Ni aunque la tuviera de oro".

Pero si bien era cierto que un hombre nunca debía dejar de poner las cosas en su lugar cuando la ocasión se presentaba, también era cierto que huir a tiempo en determinados casos no era cuestión de falta de hombría, sino de inteligencia. Inteligencia. Eso necesitaba para hablar con Tomás y convencerlo de que no había otra alternativa: debía casarse con Alcira.

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Tomás estaba derrumbado en un perezoso. Tenía los ojos claros y la mirada siempre perdida entre sueños que su madre le había transmitido al contarle fábulas de mundos lejanos y de seres encantados que no se parecían en nada a los habitantes del pueblo. Era flaco y pálido, el sol permanente que resecaba todo desde hacía tanto tiempo parecía no haberlo descubierto. Tomás nunca había visto la lluvia pero se imaginaba algo así como las lágrimas de su madre cuando su padrastro llegaba tambaleante y la golpeaba por cualquier tontería. Hacía poco que había dejado la adolescencia y sin embargo había en él algo así como un niño que se asomaba huidizo y asustado ante los ojos de los demás adultos que ignorantes de otra cosa que no fuera la sequía, lo miraban con desinterés, pensando que Tomás era un retardado.

Había cerrado los ojos y sus pensamientos volaban hacia lugares luminosos, hacia la música que a veces ponía Don Simón en el gramófono. Pensaba en los poemas que quería escribir, en la cantidad de hojas que había tirado a la basura sin encontrar las palabras exacta para decir lo que realmente sentía. Y de pronto, pasada la tos, sentado al aire de la tarde que arrastraba ese vaho caliente y espeso, lleno de tierra de esta ciudad donde nunca llovía; pensó que sólo bastaba con poder decir lo que le dictaban sus pensamientos. Pero ¿cómo traducir con su reducido lenguaje todo aquello, para que los demás entendieran por lo menos una vez lo que era la felicidad?

La felicidad era estar lo suficientemente despierto para que una melodía lo inundara por dentro y sentir que el alma giraba como un trompo enloquecido. La felicidad era aceptar que por siglos de hastío y desilusiones, existían momentos como esos en que se sentía abierto a la música y que ésta lo recorría por dentro como una fragancia fresca, como un bálsamo que apagaba todas las fiebres y que le dibujaba en los labios una involuntaria sonrisa.

Entre sueños vio llegar a Nicanor que avanzaba medio tambaleante. Escuchó la voz de su padrastro que le decía:

-"Tomás, creo que ha llegado la hora de conseguirte una mu- jer". Tomás vio a Matilde corriendo a la ribera del arroyo, sobre el que las moras arrojaban aquella sombra fresca con olor dulzón. Tuvo ganas de saber dónde se encontraba ahora, de tomarla de la mano, de besar sus labios y recitarle esos versos que jamás le había mostrado a nadie.

El patio con las puertas y los vidrios con las cortinas de crochet amarillentas, dejó de ocupar el espacio alrededor suyo. Su mente se perdió en otras imágenes hasta que la mano de Nicanor se cerró sobre su brazo y escuchó la voz que parecía brotar desde el interior mismo de un odre.

-Te estoy hablando, estúpido. Podés poner atención por lo menos un momento. ¿No?

Tomás asintió con la cabeza y Nicanor comenzó a hablarle de arcángeles, de negocios, de dinero, de los paraguas que le compraría al anticuario, de la lluvia que no tardaría en empezar a caer sobre la ciudad de las ganancias que obtendría con los ahorros que Alcira le prestaría.

Tomás dejaba que las palabras desfilaran ante sus ojos y que pasaran por su cerebro sin molestarse en tratar de entender qué significaba eso de los paraguas que esa misma tarde había ido a ver. Eran antiguos, algunos muy bonitos, tenían varillas de madera y otros de metal. Tenían telas gruesas que parecían al pergamino y también los había de colores brillantes. Esos sin duda serían comprados por las mujeres más distinguidas de la ciudad. Los otros, los más oscuros y grandes, serían para los caballeros que preferirían la sobriedad.

Nicanor se quedó callado por un momento mirándolo fijamente y tomándolo de las muñecas le preguntó:

-¿Aceptarás casarte con Alcira, entonces?

Anselmo, el chofer, llegó puntual. A las once de la mañana se escuchó el chirrido de los frenos y luego el motor apagándose. Nicanor engominado, con un traje brillante y una flor en la solapa corrió hasta la pieza de Alcira para avisarle que se diera prisa. La modista estaba desprendiéndole un alfiler del vestido. Alcira se apoyaba en una silla de respaldo tapizado que le ocultaba la pierna de palo. Viéndola así parecía una mujer con dos piernas, una novia feliz.

-¿Y Tomás? -le preguntó con una sonrisa. Nicanor le dijo que ya estaba casi listo pero igual iba a subir hasta el altillo para apurarlo un poco. Lo encontró frente al espejo de la cómoda. Aún no se había puesto el saco. Nicanor lo ayudó y le colocó, contra la voluntad de Tomás que intentó resistirse con un gesto, una rosa roja que sacó de un florero que estaba al lado de la pequeña ventana desde la que se veía el patio.

Mientras Nicanor le preguntaba "cómo estaba para el casorio" y le daba consejos para la noche de bodas, se escuchó una melodía que subía desde las habitaciones de Don Simón. Tomás no quería escuchar otra cosa que no fuera los vibrantes acordes de la música. Las palabras groseras parecían pegotearse en sus orejas, don- de su padrastro las iba soltando mojadas de aguardiente.

-¿Me estás escuchando, Tomás?- le preguntó Nicanor y el muchacho no le contestó, contemplando algún lugar desconocido que parecía estar muy lejos de las paredes del altillo que se reflejaban detrás suyo en el espejo.

-¿Me escuchás, ganso? -lo sacudió, lo tomó de las solapas. Tomás lo miró a los ojos y Nicanor apartó la mirada. Por unos segundos le pareció que debajo del rostro del muchacho se escondía el de María que lo miraba con reproches. Y detrás de esos rasgos aparecían los del arcángel de su sueño. Y aquellos ojos tenían tristeza.

La modista acompañó a Alcira del brazo hasta la mitad del patio. Don Simón, medio dormido en su sillón de hamaca, no se dio cuenta de que la música había terminado y que el disco seguía girando. La púa arrancaba un sonido áspero. Como un graznido, pensó Tomás mientras bajaba la escalera de hierro mirando la espalda del traje azul de su padrastro que sonreía mostrándole los dientes amarillentos a las mujeres que le miraban bajar, en tanto que vociferaba bromas acerca de la espera de la novia, allí abajo entre las plantas y los ronquidos de Don Simón.

Alcira buscó los ojos de Tomás, esperó sus manos. Tomás pasó junto a ella y dijo casi en un murmullo:

-El auto está esperando.

-¡Chocolate por la noticia, ganso! -apostrofó Nicanor ayudando a Alcira a bajar los escalones de la entrada. Desde allí se veía parte de la carrocería del Ford a bigote y la mitad de la figura de Anselmo. Media cara, medio cuerpo y la mano derecha sosteniendo respetuosamente la gorra: un viejo quepis verde que había encontrado tirado en un camino.

Anselmo le aconsejó al novio que subiera primero y que luego ayudara a subir a la futura esposa. Tomás subió, se sentó en el asiento recubierto con una tela estampada que ocultaba los resortes y la estopa que se insinuaban ostensiblemente bajo el rudimentario tapizado. Alcira le entregó la muleta y Tomás la tomó con cierta aprensión, como si se tratara de un hierro caliente. Luego le dio la mano a ella, Nicanor ayudaba levantándola un poco por la cintura.

Pasaron unos instantes de confusión cuando la pata de palo quedó trancada en el marco de la portezuela. Nicanor y la modista trataron de ayudarla y sólo consiguieron golpearse las manos, mientras el chofer se acomodaba la gorra fingiendo no enterarse de lo que sucedía y Tomás trataba de memorizar los acordes de la melodía que se había quedado muda dentro de la casona.

Después todo se arregló: le acomodaron la pata a la mujer y Nicanor subió junto al chofer. La modista se sentó atrás con los novios. Cuando Anselmo hizo girar la llave de contacto el motor comenzó a toser.

Tomás pensó que el automóvil también sufría de asma o quizás estuviera tísico, como decía Nicanor. Las ruedas se movieron y ellos se fueron hacia adelante desprevenidos cuando el coche dio las primeras sacudidas. Luego se detuvo y hubo una explosión sorda que los sorprendió. Una rápida columna de vapor se alzó desde el radiador y comenzó a envolver a sus ocupantes.

Nicanor se quejó. ¿Por qué el idiota de Anselmo no había tomado la precaución de subir la capota antes de salir?

-¿Para qué voy a subir la capota si aquí nunca llueve? -bromeó Anselmo, mientras bajaba para abrir la tapa del motor. Nicanor volvió a entrar a la casa en busca de una botella de agua.

Tomás se quedó mirando el humo y pensó en un dragón de hojalata que abría las fauces lanzando fuego en señal de protesta. Alcira le tomó la mano y le sonrió diciéndole en voz baja que se sentía muy dichosa. La modista consultaba su diminuto reloj de pulsera con un gesto de fastidio.

Al rato Anselmo introdujo la manivela debajo del motor y comenzó a darle vueltas, cada vez con mayor fuerza, hasta que el motor tosió de nuevo tapando las palabras de Alcira que seguía sonriendo, mirando los ojos del muchacho que se alzaban sobre el parabrisas. Miraba las fachadas de las casas que se apretujaban sobre la calle por la que poco después marchaban hacia el Registro Civil.

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Volvieron todos juntos del casamiento. Nuevamente se suscitaron problemas para ayudar a Alcira, ya que la pobre en su algarabía quería correr y levantaba la muleta con el taco de goma en la punta y daba grandes pasos con su única pierna. Muchas veces estuvo a punto de caer y sólo una Tomás la sujetó del brazo, gesto que a Alcira le pareció hermosísimo y digno de ser recompensado con un largo beso sobre los labios rojos del muchacho que apenas le respondió con un murmullo, sin entreabrirlos, sin importarle que ella no entendiera lo que había querido decir.

Habían colocado una larga mesa en el patio y Don Simón había puesto el gramófono al lado de la puerta del cuarto de Alcira. La música era estridente, tropical. A pesar de ser desagradable tenía la virtud de impedir que se escucharan las distintas conversaciones de los comensales. Nicanor repantigado en la silla alargaba la botella de aguardiente en toda dirección y sonreía pidiendo disculpas luego de cada eructo.

-Peor sería que pedorreara. ¿No?- rió familiarmente junto a la cara de Don Simón que le contestó algo que la música arrastró con sus notas y mezcló con otras palabras. Nicanor miraba a los novios. Alcira radiante. Tomás aburrido. ¡Qué más podía pedirse de ese bobalicón! Había sido una excelente idea la de obtener los ahorros de Alcira. Ahora que eran de la familia no iba a poder apremiarlo para que se los devolviera. La lluvia comenzaría muy pronto y él saldría por las calles a vender su mercancía. Multiplicaría considerablemente la cantidad que había invertido en los paraguas.

Cierto que Tomás, además de aburrido, no parecía muy contento. Sentado en la silla parecía no ver nada de lo que sucedía a su alrededor. Sostenía un tenedor jugando distraído, dando vueltas y vueltas alrededor de las flores bordadas del mantel, seguía la circunferencia de una mancha de vino.

La gente hacía comentarios, bebían y levantaban las copas brindando a la salud de los jóvenes novios. Una vieja cuchicheó que en realidad Alcira no era tan joven: le llevaba veinte años a Tomás. Sin embargo, qué importancia tenía ese detalle si ambos se amaban perdidamente, comentó la modista viendo la sonrisa de Alcira que no había vuelto a sonreír desde que le amputaran la pierna. Alicia sabía muy bien lo horrible que habían sido aquellos días cuando el tranvía la atropelló y la lanzó hacia un costado de las vías convertida en un guiñapo sanguinolento. Los médicos temieron por su vida. Haberla salvado había sido un verdadero milagro. Lástima lo de la pierna, pero no quedaba otro reme- dio. No podía ser conservada. Y Alcira no había reído más. Y ahora con Tomás... 

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Alcira esperó que Tomás la tomara del brazo y la ayudara a entrar al cuarto que ahora también sería de él. Esperó unos segundos tan sólo, parada, apoyada en la muleta y respirando un poco agitada. Sus grandes senos subían y bajaban tensando la tela roja del vestido.

Tomás vio la puerta entreabierta y dentro la cama, con una colcha nueva que esa mañana había puesto Alcira. Enseguida descubrió su propia imagen en el espejo del ropero. Los puños de la camisa le asomaban por las mangas del traje medio holgado y anticuado cubriéndole las manos casi hasta la mitad de los dedos. Vio la rosa que apenas conservaba algunos pétalos, ridícula. Por último reparó en Alcira apoyada en la muleta, su vestido rojo, la pata de palo que terminaba en aquella especie de regatón de taburete y al lado, obstinado y solitario, el zapato rojo de tacón (¿Qué diablos haría con los zapatos izquierdos?) parecía apuntar a las baldosas, acusador. La mujer lo miró y le sonrió con una mezcla de picardía e incertidumbre. Tomás la miró. Esta vez de soslayo.

Alcira pensó en el cuerpo joven que dentro de unos instantes sería suyo. El muchacho pensó en sus versos, en su madre encerrada en el ataúd de madera de pino. Pensó en un hombre desconocido que se alejaba por la calle y en un pequeño con los fundillos colgando que corría detrás llamándolo "Papá". Después, siempre mirándose en el espejo, como si le costara reconocerse, recordó a Matilde. La primera vez que la vio junto al arroyo comiendo las moras que le teñían toda la boca.

Alcira entró por fin y lo tomó de una mano llevándolo hasta el centro de la habitación, cerca de la cama de bronce. Giró sobre la punta de goma (Tomás pensó que caería por un momento) levantando la mano libre para hacer equilibrio, mientras cerraba la puerta con un golpe de muleta. Tambaleó y apoyó bruscamente la muleta en el piso. Después caminó hasta la cama y se sentó luego de retirar hasta el respaldo de bronce la colcha estampada.

Le pidió a Tomás que apagara la luz de arriba. El la miró un instante como si no estuviera oyéndola y antes de que Alcira se lo repitiera, la apagó. Sólo quedó en la habitación el resplandor rojizo de la diminuta pantalla de tul plisado.

La mujer comenzó a hablar del futuro de ambos, de los ahorros que tenía, del dinero que le había prestado a Nicanor esa mañana, de lo felices que serían y de la cantidad de años que tenían por delante. Ella aún era joven. A propósito: ¿qué edad le daba él? Tomás se desplomó en una silla. Sintió náuseas. Tal vez el champagne, arriesgó Alcira con una pronunciación dificultosa. El muchacho se apresuró a decir que sí. Había bebido demasiado. No todos los días se casa uno, ¿no?- bromeó nervioso, tratando de no ver la espalda de Alcira que fue apareciendo a medida que ella iba bajando el cierre del vestido.

-Ya que no me ayudan...- murmuró en voz baja, avergonzada. Tomás sonrió forzadamente. Sus ojos estaban húmedos o tal vez era la escasa luz que lo hacía parecer. Se quitó la chaqueta y luego se acercó a la cama. Trató de no mirar la pata de palo, la almohadilla que simulaba un muslo y las correas de cuero con presillas metálicas que en esos momentos Alcira desprendía con una lentitud casi morbosa. El viso blanco se le había subido y mostraba el muñón sobre las sábanas, rodeado de las puntillas de la bombacha de novia.

Tomás se había quedado de espalda a los barrotes de bronce mirando hacia adelante. Sus ojos parecían no ver otra cosa que no fuera el propio interior de su cerebro. Alcira le dijo algunas cosas tiernas que él no escuchó, pero fingió que lo hacía. La mujer le desprendió la camisa con movimientos que a Tomás le parecieron tan lentos y exasperantes como los que había hecho antes de recostar la pata de palo entre la cama y la mesa de luz. Mientras ella le recorría el pecho escuálido y lampiño con los labios pintados, él pensaba en la chiquilla de las moras y en su boca teñida.

Después Tomás se movía sobre Alcira violentamente, con los ojos cerrados, sintiendo las uñas de ella que se clavaban en su espalda. El trataba de ignorar el cuerpo rollizo y mutilado que estaba debajo suyo. No sabía si podría llegar hasta el final sin que antes le ganaran las náuseas que los espasmos del vientre ya le anunciaban subiéndole hasta la garganta. En tanto que entraba y volvía a salir del cuerpo de Alcira, la imagen del muñón crecía dentro de sus ojos cerrados.

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Nicanor comenzó a dar vueltas en su cama hasta que se despertó y encendió la luz. Se apoyó sobre un codo y miró la hora pensando que debería anotar esa fecha porque significaba el comienzo de su bonanza. A pesar del tiempo transcurrido desde la última vez que había llovido, no se olvidaba del sonido de la lluvia. Y esos débiles pero continuos golpeteos sobre el techo eran inconfundibles: las primeras gotas. Se vistió de cualquier manera y bajó corriendo, llamando a gritos a Tomás y Alcira.

Tomás estaba boca arriba en la cama, con la espalda empapada de sudor pegándose a las sábanas. Junto a él dormía Alcira que le rodeaba el pecho con los brazos y descansaba la cabeza en su hombro. El muchacho contemplaba el techo alto pintado de blanco quizás desde hacía un siglo atrás. Aún se conservaba limpio, exceptuando alguna mancha de humedad, alguna telaraña imposible de sacar o que tal vez nadie descubría desde abajo. Se veían también las vigas de hierro herrumbradas entre las canaletas de las bovedillas.

En la habitación se respiraba una atmósfera rancia, se confundía con el calor opresivo y con la naftalina que se escapaba por una puerta del ropero que estaba mal cerrada.

Tomás se dio cuenta de que estaba amaneciendo y pensó en los habitantes del pueblo que también como él, escucharían en esos momentos las primeras gotas que al principio no identificarían. Algunos escépticos pensarían que era sólo un chaparrón y que no debían hacerse ilusiones porque hacía años que no llovía y seguramente eso no volvería a suceder jamás. En cambio otros, despertarían a sus mujeres y se levantarían para ver la figura conocida que avanzaría desde los suburbios empujando un carro lleno de paraguas, voceando su mercancía. Sonreirían asomados a sus puertas dejando que las diminutas gotas de lluvia que cada vez irían cayendo con mayor intensidad, les mojara la cara.

Tomás se levantó, pasó frente al espejo que lo reflejó desnudo, casi esquelético. Caminó hasta la puerta y apartó los visillos. Vio a Nicanor que corría por el patio vociferando y desatrancando postigos, sacando el carro y llenándolo de paraguas de todos los colores y formatos.

Alcira despertó y se recostó entre las almohadas. Bajo las sábanas sobresalía el bulto estirado de su única pierna.

-¿Qué pasa...? ¿Qué es tanto alboroto?- bostezó y se subió la sábana hasta los senos. Tomás dejó caer los visillos y sin darse vuelta le dijo con voz un poco ronca:

-No es nada. El viejo otra vez borracho.- Después caminó lentamente hacia la cama.

© Ricardo Rodríguez Pereyra

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