La reina de las flores
por Ricardo Rodríguez Pereyra

Dicen que doña Rosaura nunca estuvo muy convencida de dar su consentimiento para que Rosita se presentara a competir por el título de Reina de las Flores; pero como ella sabía que a su esposo no le quedaba mucho tiempo de vida, pensaba que si su hija llegaba a ser elegida, él se iba a sentir orgulloso y sin duda el triunfo de su hija iba a ser su última alegría, o mejor dicho una de las pocas alegrías que habría tenido a lo largo de toda su vida grisácea. En realidad, él había vivido para su mujer y las dos chicas. Se habían casado cuando ya pasaban los treinta y nunca habían pensado en dejar el pueblo. Apenas una vez habían ido de veraneo a la playa cuando las hijas eran pequeñas.

El tiempo se había deslizado tan rápido, como si hubiera sido contado en una de esas biografías que a Rosaura le gustaba leer, como si no se hubiera tratado de sus propias vidas. Cuando quisieron darse cuenta, Martín se había jubilado del Banco sin haber logrado alcanzar un buen puesto, de eso hacía ya dos años. Ella lo había ayudado siempre cosiendo para afuera y seguiría haciéndolo hasta que pudiera sostener la aguja y pedalear en la vieja Singer. Por eso había aceptado aunque no le gustaba demasiado la idea de que su hija menor desfilara medio desnuda delante del jurado, integrado por los viejos señores del pueblo, a los que la edad colocaba más allá del bien y del mal; esos respetables ancianos lograrían darle al acontecimiento un aire de honradez y beneficencia, que en otra circunstancias, habría despertado la crítica hasta de sus propias esposas. Pero los tiempos habían cambiado y la misma Secretaria de Cultura del pueblo, una oscura profesora de canto de colegios secundarios, iba a formar parte del jurado del concurso. Rosaura en el fondo soñaba con un destino diferente para su hija. Clara, su hija mayor, ya estaba encaminada, el año próximo se casaría con Mariano, el joven heredero de uno de los campos más grandes de la región. A Clara, cuya timidez la hacía parecer más fea de lo que en realidad era, nunca se le hubiera ocurrido presentarse a un concurso de belleza, tal vez por su naturaleza callada, más propicia a mirar hacia adentro que a mostrarse ante los demás. Rosita era diferente, más charlatana, extrovertida, siempre riéndose por cualquier motivo y rodeada de un grupito de chicas y muchachos. Por eso Rosaura, se había sorprendido mucho, cuando Clara le avisó que iban a venir los padres de Mariano a pedirla en matrimonio. Eso había ocurrido por la misma época de la jubilación de Martín; el noviazgo se había deslizado desde entonces en forma tranquila y sin sobresaltos, casi a la antigua, con largas despedidas en el zaguán y los clásicos paseos por la plaza, que las parejas de enamorados venían haciendo desde la fundación del pueblo y algunas visitas que a veces realizaban en compañía de la hermana menor. Todos esperaban que Clara y Mariano tuvieran muchos hijos y la vida de ambos transcurriría apacible, dichosa y sin sobresaltos económicos. A Rosaura le hubiera gustado que Clara siguiera estudiando, pero después de terminar el secundario, donde nunca se destacó ni por buena ni por mala, decidió que seguiría un curso de corte y confección para ayudar a la madre.

Rosita en cambio, había empezado a estudiar computación en una academia y seguía con el inglés que había comenzado años atrás con la señorita Ilse. Rosaura la escuchaba a veces hablando con sus amigas de que cuando fuera mayor se iba a ir a la capital para trabajar como secretaria ejecutiva. Entonces, al escuchar el anuncio en la televisión, de La Reina de las Flores, fue corriendo a decirle a sus padres que quería participar. A Rosaura, la muerte del marido, sorpresiva a pesar de lo delicado de su estado, la llenó de dudas acerca de si por las cuestiones del luto debería finalmente retirar a Rosita del concurso; pero por otro lado no tenía fuerzas para discutir y además hubo mucha gente que se acercó para darle ánimos y alentarla diciéndole que su hija tenía probabilidades de ganar y aunque no resultara así, les vendría bien tener algo en qué entretenerse en esos días tan tristes. La ilusión de tener una reina en la casa, aunque sólo fuera de las flores y por un año, les ayudaría a sobrellevar mejor la ausencia del padre.

Clara se encargó de terminar de convencer a Rosaura.

-Dale, mamá, dejala que se presente. ¿Qué tiene de malo? Ya hace dos meses que papito se fue. Hasta Mariano me decía el otro día que eso le iba a ser bien a Rosita, pobrecita, con lo mimosa de papito que siempre fue...

Así que Rosita se presentó y desfiló en el Club Social del pueblo con varios vestidos de calle y fiesta y también en trajes de baño. Fue muy aplaudida cuando desfiló con su diminuto dos piezas y su número nueve de cartón entre las manos. Rosaura no quiso ir al club pero la vio en el noticiero de la televisión el mediodía siguiente en una toma de conjunto. La habían acompañado Clara y Mariano, quien aplaudió con entusiasmo cada vez que desfiló por la pasarela, sorprendido al descubrir que su futura cuñada se había transformado en una bellísima mujer. Aunque Rosita no logró alcanzar el título de reina fue coronada segunda princesa.

La madre las esperó levantada esa noche y a través de los visillos vio como sus hijas bajaban contentas, del auto de Mariano. Rosaura, muerta de sueño, apenas tuvo fuerzas para abrazar y besar a su hija, pero no se quiso ir a la cama antes de encontrar un lugar destacado donde colocar la pequeña copa de hojalata. Y por un segundo, al mirar ese trofeo al lado del retrato en blanco y negro de un Martín joven y sonriente, en una instantánea de varias décadas atrás, la recorrió un escalofrío.

Esa madrugada, Mariano no se quedó despidiéndose como siempre en el zaguán porque era demasiado tarde. Antes de irse, besó a Rosita en la mejilla y la felicitó por su triunfo, augurándole el reinado para el próximo año y luego besó a Clara; ella aprovechó para sacarle con la punta de los dedos varias brillantinas diminutas del maquillaje de la hermana que  se le habían aherido a la cara. Y en ese momento, aunque sonreía, tuvo un mal presentimiento.

Las compañeras de Rosita nunca se enteraron de la carga que a veces le ocasionaba su belleza. En el fondo siempre había sabido que no iba a lograr ser feliz en el pueblo donde el destino había querido que naciera, nunca iba a vivir la vida de esas chicas de la capital, que aparecían sonrientes en las revistas de actualidad, siempre acompañadas de lindos hombres que estaban dispuestos a ponerles el mundo a sus pies. Se decía a sí misma que de haberle gustado estudiar en serio, y no perder el tiempo en cursos de todo, que siempre abandonaba, ahora podría destacarse siendo la médica del pueblo, la veterinaria, o incluso la notaria, pero a duras penas había terminado el secundario. Durante un tiempo le prometieron un empleo en el mismo banco donde había trabajado su padre, pero nunca se concretó.

Cuando fue elegida reina la cabeza se le llenó de burbu­jas como si hubiera bebido toneladas de licor. Tuvo que viajar dos veces a la capital, invitada por una radio y por una editorial de poca importancia que se especializaba en publicar semanarios con chimentos del espectáculo, por relaciones de una agencia de publicidad cuyo dueño le debía favores a uno de los integrantes del jurado. En realidad había viajado ella, porque no había ninguna otra interesada. Ni la reina, ni la primera princesa estaban dispuestas a viajar en ómnibus, siete horas a la capital, para salir en la prensa amarilla y en una audición que se trasmitía casi de madrugada. Algunas de las fotos aparecidas en semanarios baratos y tan llenos de tinta que obligaban a lavarse las manos enseguida de leerlos, le resultaron verdaderamente horribles, aunque en realidad nada podía conformarla. Lo que realmente deseaba era que la llamaran de la televisión y ser descubierta por un representante de estrellas que la convirtiera en una celebridad de la noche a la mañana. Pero nada de eso había sucedido y pocos meses después ya nadie parecía recordar que ella era la Segunda Princesa de la Reina de las Flores. Sólo volvió a brillar una noche del año siguiente, fugazmente, en el momento de entregarle su coronita de alambre dorado a la nueva segunda princesa, aunque en esa oportunidad nadie pareció reparar en ello, porque las miradas y los aplausos eran para la reina, por supuesto.

Cuando Mariano comenzó a asediarla, ella se resistió. Era el novio de su hermana, se decía, aunque el muchacho siempre le había gustado,  no se podía permitir una cosa así. Eso fue al principio, pero después no tuvo demasiada fuerza, o la entereza necesaria y una noche de verano le entregó su virginidad en el asiento de atrás del auto escondido en el bosque; el acto en sí había resultado demasiado rápido y a su inexperiencia se habían mezclado la incomodidad del lugar, el calor y el apresuramiento y la torpeza del muchacho, tironeado a un tiempo por el deseo y por la culpa. Ella hubiera preferido que las cosas fueran de otra manera, una velada romántica en una lujosa suite con un balde lleno de hielo y champagne como en los teleteatros pero entonces empezó a pensar que la vida no era un teleteatro, sino una película, mala a veces, que terminaba demasiado pronto, sin darnos tiempo a entender del todo el argumento.

Rosita siempre se había reído de la madre y de las tías, cuando aseguraban que los hombres no se casaban con las chicas que se entregaban antes del matrimonio. Al final siempre se convertían "en mujeres de la vida". Estaba convencida de que eran consejas de vieja; bastantes ejemplos había en el pueblo de que eso no era así en la vida real. Pero no contó con algo sencillo, Mariano pensaba igual que su madre y sus tías y por lo tanto, no sólo no se casó con ella, sino que tampoco se casó con la inocente y traicionada Clara. Al poco tiempo de desencadenarse el escándalo, el joven terrateniente partió hacia la capital para proseguir sus estudios de agronomía, según una escueta noticia aparecida en la Sección Sociales del periódico local.

Rosita se quedó con el recuerdo de aquéllas cuatro noches que sucedieron a la primera, a lo largo de un mes, fuera y dentro del vehículo, alguna vez en medio del bosque, sobre una manta y con la visión de un cielo nocturno lleno de estrellas, asomando entre los árboles. Mientras Mariano la poseía ella sentía las piedritas y los guijarros que se le incrustaban en la espalda a través de la tela. Nunca se habían desnudado del todo por el temor a ser descubiertos, como si de haber ocurrido, el hecho de estar con ropa hubiese representado un atenuante. Talvez lo más positivo de la relación para Rosita, o premio consuelo como correspondía para una segunda princesa, fue que Mariano había sido lo suficientemente cuidadoso y no la dejó embarazada. Años después volvió a verlo en la plaza del pueblo, iba con su mujer, una rubiecita lánguida de la capital, que llevaba un bebé en brazos. Mariano la había mirado como si le costara recordar de quién se trataba y apenas la saludó con una inclinación de cabeza. Ella sólo le sonrió al bebé.

Nunca supo en realidad, si fue la madre o Clara, la primera en volver a dirigirle la palabra después que Mariano le devolvió todas las cartas y todos los regalos a la hermana, dejándola rodeada de un montón de objetos que de pronto se habían vuelto trastos apilados en todos los rincones y cajones de la casa. Ambas parecieron confabularse en un indignado silencio del cual sólo el paso del tiempo logró arrancarlas. Después la rutina y la vida misma con sus resfríos y las reglas femeninas, con sus alegrías y sinsabores, esa suma de acontecimientos cotidianos, pareció ir deshilvanando de sus recuerdos aquel episodio. Al principio, a la pena de Clara, se le sumaba la vergüenza del qué dirán, pero afortunadamente, según comprendió después, un escándalo no dura para siempre y en el pueblo siempre estaba ocurriendo algo que era un nuevo motivo de habladurías. Hasta el cura pareció olvidarse y volvió a tratar a Rosita con el mismo aparente respeto de siempre, a pesar de que la muchacha fue espaciando sus confesiones hasta que perdió definitivamente el registro de cuando había sido la última vez que había llegado hasta  el confesionario. Rosita prefería ir a la iglesia fuera de los horarios de misa, cuando no había casi fieles que se dieran vuelta a mirarla y cuchichear; se sentaba en un banco en mitad del templo y se quedaba absorta contemplando los vidrios de colores y así, pensaba y rezaba al mismo tiempo.

Una mañana encontraron a la madre muerta en la cama. Rosita se había levantado nerviosa sin poder explicarse qué cosa estaba fuera de lugar. Le llamó la atención que la jaula del canario estuviera todavía tapada ya que su madre se levantaba antes de la siete y lo primero que hacía era destaparla. Sobre la cocina no estaba hirviendo el agua ni tampoco estaba la mesa preparada para el desayuno. Clara apareció arrastrando los pies, restregándose los ojos, la noche anterior se había quedado cosiendo hasta muy tarde. Cuando vio la expresión de Rosita se despabiló de golpe y corrió hasta el cuarto de la madre, enseguida llamó a gritos a la hermana. Luego vino el médico y la casa se llenó de vecinas y cuando quisieron acordar, ya estaban bajando de un auto, en la puerta de la casa, de regreso del cementerio.

Rosita comenzó a ayudar a Clara con la costura. Al principio le costaba hasta enhebrar la aguja pero enseguida se las ingenió y hasta descubrió que coser no la disgustaba del todo. Las clientas de siempre siguieron viniendo y aún se sumaron otras nuevas atraídas por la posibilidad de ver a la antigua princesa ahora modista. Incluso, alguna de las que se habían presentado ese año y que no habían obtenido ningún premio, venían a compararse con ella, a ver cómo las había tratado el paso del tiempo y aunque nunca lo iban a reconocer públicamente, la mayoría sabían que salían perdiendo. Rosita, en la mitad de la treintena, aún mantenía su larga cabellera rubia que ahora llevaba recogida en un prolijo rodete que le agregaba algunos años pero que al mismo tiempo le confería cierto aire distinguido que antes no tenía. Además, conservaba una silueta delgada frente a las otras que luego de varios embarazos lucían rollos por los cuatro costados, rollos que precisamente las modistas eran las encargadas de disimular y hasta ocultar cuando era posible. Clara en cambio parecía más vieja aunque siempre estaba de buen humor, como si las tristezas del pasado no le importaran nada. Nadie podía decir que  hubiera rencor en su mirada y cuando se refería a la hermana, estuviera o no presente, lo hacía de manera afectuosa.

Con el paso de los años se había ido estableciendo una unión casi enfermiza entre las hermanas. A tal punto estaban unidas que una no quería viajar sin la otra ni siquiera a la capital, cuando muy de tanto en tanto, debían comprar telas. Nada les parecía mejor que salir siempre juntas. Se las veía por la plaza algunas tardes y a veces hasta tomando un aperitivo en la confitería principal. Mucha gente empezaba a confundirse y a pensar que no habían sido ellas las protagonistas del aquel viejo escándalo juvenil y eso daba lugar a algunas charlas a algunas matronas aburridas. Pero lo que realmente sorprendió a muchos fue la noticia de que Rosita se iba a casar con un viajante de comercio. Parece que el hombre había comenzado a tratar a las dos hermanas al mismo tiempo, como un amigo de la casa, pero hubo quien afirmaba que el viajante había empezado a cortejar a Clara. Los rumores avivaron las brasas del antiguo escándalo y corrió con mayor fuerza a medida que avanzaba la fecha del casamiento. La historia decían, se había vuelto a repetir y Rosita había logrado sacarle el novio a la hermana  por segunda vez. Nadie pudo asegurar que esto hubiera sido así, lo cierto es que Clara, los acompañó alguna vez por el pueblo en alguna salida. Parecía más envejecida, con menos color en su rostro y en su vestimenta, como si hubiese vuelto a usar el luto.

Clara se empeñó en convencer a Rosita de que tenía que casarse de blanco, con un vestido discreto, pero blanco. Ella misma lo diseñó y comenzó a coserlo. Los vecinos más cercanos la oyeron pedalear durante noches y noches en la vieja Singer, como si cosiera un vestido interminable.

A la ceremonia civil del casamiento no asistió mucha gente. En realidad, sólo algunos familiares del novio que vinieron de la capital y unas primas de la novia que llegaron de un pueblo cercano. En la iglesia, en cambio, se reunieron numerosas personas del lugar, atraídas por distintos intereses, aunque en general fueron para combatir el aburrimiento. Dicen que nunca se vio una novia más hermosa y radiante. El vestido que tantas noches había tardado en coser Clara, habría hecho palidecer de envidia a las damas de la mejor sociedad de la capital. Y Rosita, sonreía entrando sola y lentamente por el pasillo alfombrado. Ese día el cura habría hecho encender todas las luces, aunque no se lo hubieran pagado; aunque el novio entregó una suculenta donación para las obras de caridad de la parroquia. El cura por otra parte, ya se había olvidado del pasado de la novia y su sermón fue realmente conmovedor para la mayoría de los asistentes.

Después de la ceremonia, los novios saludaron en el atrio y tomaron una copa de champagne en el salón parroquial y enseguida partieron para el hotel que Clara les había conseguido una confortable habitación para pasar la noche de bodas. A la mañana siguiente partirían en ómnibus hacia la capital para pasar allí una semana de luna de miel. Lo que pasó en el hotel, sólo puede armarse en base a conjeturas porque la tradición oral se encargó de la historia con diversos aditamentos. Sólo en una cosa coinciden las versiones: el terrible alarido de la novia nomás entrar en la habitación, todavía vestida con sus tules y volados. Cuando los empleados del hotel y los pasajeros corrieron a la habitación encontraron un cuadro sobrecogedor. La novia yacía desmayada sobre el piso, acunada por el novio que parecía tener la vista clavada en algún punto más allá del alcance de los demás y de su boca temblorosa, se deslizaba un hilo de baba. Más atrás, por la puerta entreabierta del baño se veía a una mujer con un vestido de novia idéntico al de Rosita, colgando de una cuerda atada en algún lugar del alto y antiguo techo.

Cuando el médico llegó al hotel y logró hacer volver en sí a Rosita, tardaron un poco en hacerle comprender a Rosita que no se trataba de una mujer ahorcada, sino que solamente se había tratado de una broma de mal gusto. Alguien había vestido una silueta de cartón con el vestido de novia y lo había colgado para asustar a la pareja cuando llegaran a pasar su noche de bodas. Sin embargo, el que más tardó en recuperarse fue el marido de Rosita y algunos dicen que jamás se recuperó del todo. Esa misma noche volvieron a la casa familiar, junto a Clara que los recibió en camisón y les preparó varias tazas de tilo hasta que los sorprendió el amanecer. El viaje de bodas, suspendido en principio temporalmente, cayó en el olvido; y la pareja se quedó a vivir con Clara.

El final de la historia nunca quedó del todo dilucidado, hay quienes sostienen que Rosita y su marido, a consecuencia del susto jamás pudieron consumar el matrimonio y que la gente los fue olvidando a medida que el pueblo fue creciendo, porque los locales de comercio, fueron apretujando con sus escaparates y letreros luminosos la puerta de entrada de la casa. Eso es probable, porque Clara, la más lúcida desde aquélla noche, con el paso del tiempo se vio obligada a ir subdividiendo y alquilando las piezas que daban a la calle, quedándose reducida a compartir la habitación grande de la parte trasera, con su hermana y su cuñado. La habitación siempre había estado destinada a guardar trastos y objetos inservibles pero que los padres nunca habían querido tirar, a los que se sumaron los restos del noviazgo trunco de Clara y Mariano; así que los tres se confundían a veces, con viejos calefones, armazones de antiguas radios y el maniquí de costura, recostado contra una pila de sábanas sin usar que el tiempo se había encargado de teñir de amarillo.

Hay quienes contaban, que en los últimos tiempos, a pesar de que ya no tenían clientas que les encargaran trabajos, la vieja máquina se seguía escuchando y continuó con su ruido aún mucho después de que los tres se hubieran muerto de viejos; aunque la casa había sido demolida y cubierta por la vegetación, transformada en un pequeño baldío encerrado entre altas medianeras. Al menos eso es lo que afirmaba uno de los vecinos del edificio de departamentos que se levantó después en el terreno que antes había ocupado. Tal vez por eso el lugar adquirió fama de embrujado  y la gente se mudaba enseguida de instalarse. Parece que en cada aniversario del casamiento de Rosita, el sonido de la máquina de coser se hacía más intenso hasta transformarse en el ruido de una locomotora atravesando el campo en mitad de la noche, y el aire se llenaba de risas, como si el tren llevara una multitud de chicas en busca del cetro de Reina de las Flores.

Ricardo Rodríguez Pereyra

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