La danzarina de Piazza del Popolo

Ricardo Rodríguez Pereyra

para José Fuster Retali

La anciana danza bajo el sol del mediodía primaveral con movimientos ondulantes de caderas y de brazos, por momentos cruza las manos sobre el pecho y las mueve como si fuera el aleteo de una de las innumerables gaviotas que a toda hora surcan el cielo de Roma. Las primeras noches en la ciudad escuchaba el graznido de pájaros desconocidos que sobrevolaban la ventana de la Pensione Panda, ubicada en el 35 de Via della Croce, una de las estrechas callecitas que desembocan en Piazzza di Spagna. Ayer Tazio, mientras cenábamos en una mesita en la calle, a la vuelta de la pensión, dijo que eran gaviotas. La danzarina lleva una falda por debajo de las rodillas y una blusa suelta de colores debajo de la cual resaltan sus pechos caídos que se bambolean con el baile. También se mueve el pelo de su melenita canosa, con restos de alguna tintura castaña; un mechón le cae al mover la cabeza, sobre los anteojos de gruesos cristales de aumento donde se refleja la luz.  

La mujer sonríe todo el tiempo mientras baila al son de una melodía de Benny Goodman ejecutada por un joven saxofonista, que está parado frente a ella, cercana al Obelisco Egipcio, el flaminio, donde hemos venido a sentarnos un rato en su pedestal, antes de retomar la caminata matinal. La figura del hombre se recorta a contraluz y sólo parecen brillar las monedas que los turistas arrojan en el interior de un pequeño recipiente redondo. Quizás la anciana forme parte del dúo de artistas callejeros pero es evidente que disfruta del baile. Los miro desde mi asiento de mármol en esta ciudad eterna llena de habitantes de mal humor y trato con frecuencia descortés. Más allá, en varios puntos de la piazza, están algunas estatuas vivientes, como una de Tutankamon, que un rato más tarde comienza a desprenderse de su túnica dorada y se transforma en un joven que saca un teléfono celular del bolsillo de su jean y comienza a gesticular mientras habla. Luego se acerca a una de las fuentes y se lava la cara para terminar de sacarse el resto del maquillaje dorado. Recoge las monedas del tachito y se sienta en el otro extremo del monumento a fumar un cigarrillo y a seguir hablando por teléfono.

A mi lado un anciano come castañas asadas que va sacando de un cucurucho de papel de diario. Del otro lado del basamento del obelisco un hombre toma sol, con la cabeza recostada contra el mármol. Por momentos no parece que tuviera los ojos cerrados, sino que estuviera contemplando obsesivamente las dos iglesias gemelas que coronan uno de los lados de la plaza en las diagonales de Via del Babuino a la izquierda y Via del Corso, en el centro. Pero cuando lo miro con atención veo que no tiene los ojos abiertos a la inabarcable perspectiva arquitectónica que se despliega como un abanico hasta donde alcanza la visión. Debajo de una de sus piernas asoma un ejemplar de La Reppublica en el que puede leerse parte de un titular que anuncia que el próximo viernes arribará el presidente norteamericano con una comitiva de casi un millar de personas. Le comento a José lo que he leído y acerca de mis dudas sobre si el diario será de ese señor a mi lado ya que me gustaría leerlo. El hombre de los ojos cerrados debe entender español porque inmediatamente toma el diario y lo pone debajo de su otra pierna, fuera de mi alcance.

Los acordes del saxo callan, la danzarina hace una reverencia al músico y desaparece por un lado del monumento. Enseguida la veo aparecer subiendo los escalones donde estamos sentados al sol. Se acerca al hombre que come castañas. El le extiende el cucurucho de papel donde todavía quedan algunas. Ella comienza a recoger algunas pertenencias que estaban sobre el mármol, una bolsa de nylon de un mercado, un periódico. El hombre le pregunta:

- ¿Te sei divertita?

- Si, molto.- responde la mujer sonriendo.

El hombre, mientras se levanta del escalón con cierto esfuerzo que denota su edad y la falta de ejercicios habituales, la mira y su voz es tierna al decirle:

- Brava, te lo ameritavi.

La pareja baja los dos o tres escalones del obelisco y caminan despacio. La anciana le tira besos a una estatua viviente y siguen caminando, haciéndose cada vez más pequeños. El hombre del saxo reinicia la melodía pero la danzarina ya no está, se ha perdido en la distancia luego de atravesar la Porta del Popolo.  

Ricardo Rodríguez Pereyra

Roma-Buenos Aires, junio 2007.

Ir a índice de crónica

Ir a índice de  Rodríguez Pereyra, Ricardo

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio