La abuela.

Ricardo Rodríguez Pereyra

Primer Premio VII Concurso Literario Radio Carve, Montevideo (1979)

Todas las noches la cena se servía a las ocho en punto. Digo se servía porque en casa todos estábamos acostumbrados a hablar siempre en tiempos impersonales; como una forma de redactar una rutina de trabajo y no la de los días que se deslizaban en la penumbra del comedor familiar.

Esta forma de designar las tareas y pequeños quehaceres domésticos resultaba muy útil a mamá para disimular ante terceros la salta de servicio, por lo tanto delante de alguna esporádica visita, mientras le alcanzaba una taza de té, decía:

- No sé si el té estará de su gusto, no sé cómo lo han preparado.

 

No entiendo por qué entonces, si mamá actuaba así, a papá le parecía descabellado que abuela sostuviera en la mano durante toda la cena la pequeña campanilla de bronce que hacía tintinear por descuido. Esta especie de tic se transformaba en la música de fondo de todas las veladas.

 

-¿Han traído el diario de la noche?- preguntaba papá mirando una silla vacía frente a él.

 

Mamá respondía:

 

-Lo han dejado sobre el sillón de la sala, ¿deseas que te lo alcancen?. - y enseguida se levantaba y caminando erguida iba en busca del diario. - Las pantallas de papel pintaban de una penumbra rojiza el antiguo comedor, haciendo siniestras y a veces ridículas las figuras inmóviles de las reproducciones de Modigliani y de Rembrandt. No obstante la que mas me impresionaba (confieso que hasta llegué a soñar con ella) era la "Lección de anatomía".

 

-He leído que Amandita se va de viaje a Europa. ¡Qué lástima que no haya tiempo de hacerle una pequeña reunión de despedida - decía abuela.

 

-Pero mamá, Amanda volvió de Europa el año pasado. Abuela hacía como que no la escuchaba y agitaba la campanilla con la mano izquierda, mientras que con la otra levantaba vacilando la cuchara de plata con una pequeña cantidad de sopa.

 

Yo miraba sus manos llenas de venas azules y de manchas como un vegetal en descomposición y miraba el retrato para constatar que el cadáver seguía sobre la mesa de disección. Mamá me hacía alguna pregunta para darse cuenta si realmente yo estaba presente o si sólo era una sombra rojiza en la silla.

 

-- Ayer vi luz en tu cuarto al pasar por el pasillo, ¿leías?.

--Sí, lo hacía.

--¿Qué leías?.

--Huxley.

--Huxley.- repetía mama y papá recriminaba:

--Leyes, leyes, los jóvenes de ahora no tienen más que la ley en la boca, como si la conocieran... no me interrumpas, siquiera podías fingir escucharme... ah, ¿un mundo feliz? Perdón, habré escuchado mal.

 

Abuela parecía no prestarnos atención, mirando hacia adelante. Nunca acertaba a saber en qué lugar exacto de la sala o del tiempo se detendrían sus ojos casi sin brillo. Tal vez estuviera viendo los geranios del jardín bajo el sol; escuchando conversaciones en voz baja de antiguas siestas; el paseo bajo los tilos; las visitas de María Eugenia. "Bajo este árbol escribió su primer poema", decía abuela acariciando el viejo tronco, como si los demás pudiéramos seguir el hilo de sus pensamientos.

 

Los ruidos de la demolición de la vieja casa de al lado comenzaron a ser escuchados pocos días antes de la muerte de abuela. Es curioso que recuerde esto ahora; como si las veladas familiares continuaran con ella viva, haciendo sonar la campanilla que los embalsamadores le colocaron entre los dedos.

 

¿Les sorprende? Cada familia hace lo que quiere con sus muertos, por lo general los entierran, los sufren, los olvidan, los heredan, los maldicen. Pero nosotros de común acuerdo, junto al cuerpo aún tibio; mirando sus queridos huesos y venas azules resolvimos llamar a los mejores taxidermistas y encargarles un buen trabajo.

 

Desde entonces la abuela estaba sentada en su sitio de siempre en la mesa, con sus ojos abiertos totalmente a oscuras., con su vestido de terciopelo verde y la capelina que siempre le sacaba y colocaba sobre el respaldo de la silla cuando íbamos a comer.

 

A veces un golpe sobre la mesa al depositar un plato o al levantar una copa, hacia tintinear la campanilla y por un momento todos sabíamos que ella estaba con vida, que enseguida iba a hablar confundiendo nombres y fechas.

 

Todo hubiera continuado como de costumbre de no haber sido por la demolici6n de la antigua casona. Según mama, abuela no pudo sobrellevar esa desgracia.

-- Ochenta años viendo esa casa, Angelina se crió allí y eran tan amigas...las sucesiones, treinta personas con una picota cada una destrozando cada ladrillo del que se ha ido.

 

-- ¿A dónde, quién?- preguntaba papá escondido tras el diario.

 

Mamá lo miraba con fastidio y luego se levantaba para que los platos fueran llevados a la cocina.

 

Mamá había vuelto a entrar al comedor con la bandeja del café. Antes de servirlo colocó nuevamente el sombrero en la blanca cabeza de la abuela. Papá la miró y sonrió por primera vez en tantos años. En realidad no habla sonreído, era algo distinto lo que sucedía con su cara, sus ojos, su nariz y sus labios: se ablandaban, se movían sin control.

 

Pensé advertirle a mamá que él no se sentía bien, pero cuando intenté abrir la boca no pude hacerlo; no podía articular palabra ni mover la lengua. Miré a mama pero ella ya no me veía, estaba rígida en la silla frente a su taza de café.

 

Sus manos, su cara, comenzaron a perder consistencia; parecía como si estuviera hecha de cera y por el vapor del café fuera derritiéndose rápidamente. En pocos segundos más terminara como papá, cuya calavera se asomaba apenas bajo el holgado traje.

 

En ese momento se escuchó la campanilla. Miré hacia el lugar de la abuela. Ella sonreía y sus ojos tenían brillo otra vez. Vivía.

 

Se levantó y con paso decidido vino hasta mí y tomando mi mano con fuerza, la abrió y volvió a cerrarla después de colocarme entre los dedos que yo ya no podía controlar, la campanilla de bronce; dijo resuelta:

-- Estoy muy vieja para esto. Ahora deberás encargarte tú.

© Ricardo Rodríguez Pereyra

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