Oscar Hermes Villordo: 
literatura y homosexualidad en la Argentina.
Ricardo Rodríguez Pereyra*

En los últimos años es común la inclusión de personajes gays en las producciones culturales, sean éstas cinematográficas, teatrales, televisivas o literarias, y la economía de mercado parece haberlos descubierto como una interesante franja de consumidores a conquistar. Aun así, parece seguir existiendo una barrera entre el mundo mayoritariamente heterosexual –el primer mundo- y el minoritario tercer mundo de la homosexualidad gay y lésbica y por consiguiente de todas las demás categorías incluidas en los grupos LGBT[1], las colonias más pobres e ignotas del mundo global de la sexualidad. Hoy en día a la mayoría de la gente el vocablo gay le resulta familiar, pero “entonces no se decía gay, ni siquiera homosexual, sino puto” apuntaba Villordo (1993, p. 14) en uno de sus últimos ensayos.

 

En realidad, uno de los motivos de este preámbulo es para explicar que utilizaré el término gay, como un equivalente de varón homosexual, pero apartándome de cualquier tipo de polémica sobre el verdadero alcance de tal categoría en términos de visibilidad o identidad, como la que podría resumirse en la afirmación de Jáuregui (1987) acerca de que “todos los gays son homosexuales pero no todos éstos son gays”. Más allá de la polémica, es evidente que en el lenguaje coloquial internacional, gay, es un vocablo utilizado y comprendido por la mayoría de las personas, independientemente de la orientación sexual o de los propios niveles de aceptación u homofobia. Es cierto que gay, desde hace varias décadas en Estados Unidos y Europa, y más recientemente en América Latina, es una expresión menos peyorativa que otras designaciones. Como sostiene Giddens, es un ejemplo de un proceso reflexivo donde un fenómeno social puede verse apropiado y transformado por medio de un compromiso colectivo (Giddens, 1995, p. 23). Es probable que antes de la popularización del vocablo gay, la ausencia de una palabra no peyorativa, haya nutrido con expresiones descalificadoras, la homofobia interna y externa.   

 

¿Quién fue Oscar Hermes Villordo?.  Nació en la provincia del Chaco en 1928 y murió en Buenos Aires en 1994. Ejerció el periodismo y la crítica literaria en diversos diarios argentinos y fue autor de varios libros, entre éstos:  Poemas de la calle (1953),  Teníamos la luz (poemas, 1962), y las novelas, El bazar (1966), Consultorio sentimental (1971) y el ensayo Genio y figura de Adolfo Bioy Casares (1983) y una biografía de Manuel Mujica Láinez, Manucho (1991). También prologó y anotó ediciones de Miguel de Unamuno, Florencio Sánchez, Nicolás Guillén, Marabbo y Jean Paul Sastre. Fue premiado con la Faja de Honor de la SADE (Sociedad Argentina de Autores), la Pluma de Plata del Pen Club Internacional, el Premio Municipal de Literatura y una beca Fullbright. En este artículo abordaré solamente su producción literaria de ficción relacionada con el homoerotismo,  representada por tres de sus obras editadas en el período post dictadura. Me refiero a las novelas La brasa en la mano (1983), La otra mejilla (1986) y El ahijado (1990), las cuales constituyen una verdadera trilogía de la visibilidad homoerótica, a través de la vida y las costumbres de los personajes, varones homosexuales porteños, de las década del cincuenta al ochenta del siglo XX.

 

Villordo no fue el inventor de la literatura homoerótica argentina; algunos autores establecen que los verdaderos orígenes literarios de la homosexualidad nacional se remontan al cuento fundacional El matadero de Esteban Echeverría (1805-1851), escrito en 1840. Si se deja de lado la línea narrativa de una historia de rivalidades políticas, puede verse el sometimiento e intento de violación contra un joven unitario tomado prisionero por un grupo de mazorqueros, como un cuento específicamente gay. La villanía de los mazorqueros está descripta como un "pecado" de características oprobiosas, la sodomía; pero al mismo tiempo las imágenes son perturbadoras en cuanto a la descripción del intento de violación que culmina con el suicidio del joven que se inmola para evitarla.  Una historia similar es referida en el poema La resfalosa (música con la que los mazorqueros tocaban a degüello) de Hilario Ascasubi (1807-1875). También Eugenio Cambaceres (1843-1890), en su novela En la sangre describe al inmigrante como un ser vil y corrupto, incluyendo la homosexualidad entre sus defectos. Otro autor, Roberto Arlt (1900-1942),  expresa sentimientos homofóbicos en su primera obra El juguete rabioso (1926). En esa novela "describe a un joven homosexual con todas las características que le atribuía la sociedad de entonces, es decir, corrupto, de clase acomodada, poco afecto a la higiene y admitiendo francamente su pretendida condición de enfermo mental" (Acevedo, 1985, p. 117). Manuel Puig (1932-1991), fue otro de los autores de literatura homoerótica en Argentina,  que se hizo mundialmente conocido, cuando Hollywood trasladó al cine su novela homónima El beso de la mujer araña (1976). La homosexualidad de Puig, como la de Villordo no era un secreto a voces, como en el caso de otros famosos. Había tenido problemas con la censura en la década del sesenta y en 1976, año del golpe militar que dio comienzo a la dictadura que gobernó el país hasta 1983; marchó al exilio donde desarrolló una exitosa carrera. El estereotipo más conocido de Puig es el de un hombre atrapado en el cuerpo de una mujer, tal como gustaba definirse a sí mismo. Jaime Manrique, un amigo y alumno, escribió: “fue uno de los hombres más afeminados que yo haya visto nunca.” (Manrique, 1999, p. 71)

 

Villordo,  por el contrario, no daba muestras de afeminamiento; su voz fue la voz de un poeta ciudadano, sus descripciones no eran amaneradas, aunque la mayoría de las veces eran francamente transgresoras por el lenguaje empleado para narrar los encuentros sexuales de sus protagonistas. Ha sido poco frecuente que la literatura se ocupara de la homosexualidad en la Argentina durante el siglo XX, en general hubo obras incluidas dentro de patologías psiquiátricas, en su mayoría traducciones, y alguna vernácula de increíbles niveles de homofobia, como las expresiones de Nerea, (1944) que preconizaba el exterminio de gays y judíos por considerarlos una verdadera amenaza social.

 

Recién a mediados de la década del ochenta aparecen obras como las de Jáuregui: La homosexualidad en la Argentina (1985) y Homosexualidad: hacia la destrucción de los mitos de Acevedo (1987), que pueden considerarse apologéticas, y el breve ensayo del crítico literario Gregorich, Literatura y homosexualidad (1985), que reafirmaba las bases del gay como un  estereotipo trágico.

 

Para entender la importancia de la figura de Villordo en relación al homoerotismo, se debe recordar que la visibilidad homosexual en Argentina, estuvo desde tiempos coloniales, en un cono de sombra, y ligada a la enfermedad y a la delincuencia, y que sólo a finales del siglo XX alcanzó un alto grado de exposición pública, a través de la televisión, aunque infelizmente banalizada. La literatura gay de Villordo comenzó a aparecer en forma contemporánea al accionar de distintas agrupaciones de activistas por los derechos de la población LGTB, que  habían comenzado a surgir en Buenos Aires, como reflejo del Stonewall2 de Norteamérica en 1969, y que, silenciadas durante la dictadura de 1976-1983, volvieron a la carga en el nuevo período democrático que comenzó con el triunfo del radicalismo.

 

No existen estudios sobre quiénes son los lectores de autores como Villordo, si pertenecen a un gueto gay, o si es frecuentado por heterosexuales y qué conceptos  merece por parte de unos y otros, su literatura. Sus novelas arrojan luz sobre los amores entre hombres que en el imaginario de la cultura popular están instalados por medio de estereotipos vinculados a la marginalidad, la prostitución, la delincuencia y el afeminamiento. Denunció la persecución y asesinatos de homosexuales durante la dictadura militar en La otra mejilla. “La novela narraba los crímenes de la policía contra los homosexuales con una crudeza sólo equiparable al Nunca Más”-señala Leopoldo Brizuela- “Colocó a lo homosexual en el foco de la consideración mediática, no sólo por la publicación en sí, sino porque  desde entonces, Villordo hizo pública su condición de homosexual”. (Brizuela, 2000, p. 17)

 

El mérito de Villordo fue hacer pública su orientación sexual en un momento donde salir del armario aún no se había puesto de moda, ni en Europa ni en los Estados Unidos, moda que tardaría en llegar a la Argentina hasta finales del siglo XX. Era la época de la breve "primavera alfonsinista" que daría lugar a un florecimiento del arte y de las libertades personales, aunque al mismo tiempo persistieran los edictos policiales que podían llegar a regular incluso hasta la vestimenta. La policía tenía el poder para bajar a un hombre del tren, en pleno verano en la tórrida Buenos Aires, sólo por vestir pantalones cortos. Pero si se compara con el oscuro período del Proceso de Reorganización Nacional, como se denominó a si misma la dictadura militar, la situación era notoriamente mejor.

 

La brasa en la mano.

 

La novela está ambientada en la ciudad de Buenos Aires entre las décadas del cincuenta y sesenta del siglo pasado. Presenta una descripción de la vida oculta de los homosexuales, en un tono irónico y no exento de cierta comicidad, a través de situaciones en apariencia biográficas del propio narrador. Entre los personajes que lo acompañan, están Beto, Myriam, El Príncipe entre los Lirios, Adolfo y Andrea, la única mujer de la historia. También están Baba y sus invitados, mientras que los personajes secundarios son taxi boys, marineros y soldados. Los espacios urbanos donde transcurre la novela remiten a bares, plazas y lugares secretos. El clima de la obra está inmerso en los prejuicios y en la condena social deparada a los que se atreven a transgredir la norma y asumen una sexualidad diferente de la regla heterosexista de la sociedad patriarcal. La novela muestra la soledad de seres que no forman células familiares tradicionales. Según Freda “la primera discriminación que un integrante de las minorías sexuales enfrenta está en su familia. Todas las figuras a quienes ama y admira (el padre, la madre, el cura) le enseñan a despreciarse a sí mismo. El homosexual  aprende que es marica, o sea, un afeminado cobarde”(Freda, 2000); en lo que hace a la propia visión del sujeto pasible de ser considerado un estereotipo, encontramos un componente homofóbico que le ha sido trasmitido desde el seno de su familia y del entorno social. “En el comienzo está la injuria” plantea Didier Eribon, un historiador del pensamiento, para quien la identidad homosexual se construye en el momento en que el insulto queda escrito en la mente del gay y determina un espacio social, una minoría a la que pertenece, y un miedo precoz al desenmascaramiento. “Si a mi no me hubieran tratado de sucio marica desde que tengo doce años puede que no hubiera pensado que entraba dentro de una definición y me hubiese dicho que ser homosexual es una cuestión de sensibilidad personal”. (Brecha, 2001, p. 20)

 

Ya en las primeras dos páginas, el autor/narrador rememora el final de una relación sentimental mencionada por Villordo como un romance vulgar.  Al principio de la novela aparece el estereotipo que asimila al varón homosexual como equivalente femenino:

 

“El me confundía con una mujer, nuestras relaciones tenían no sé qué de parecido con las del hombre y la mujer. Hasta creo que se divertía cambiándome el sexo en el diminutivo de mi nombre”.  (Villordo, 1983, p. 8)

 

Esto recuerda el estudio sobre la masculinidad en la sociedad cabileña de Bourdieu donde el autor sostiene que el cuerpo tiene una parte delantera, que es el lugar de la diferencia sexual, y una parte trasera, con una sexualidad indiferenciada, y potencialmente femenina, es decir, pasiva, sometida:

 

“(…) como lo recuerdan, mediante el gesto  o la palabra, los insultos mediterráneos (especialmente el famoso “corte de manga”) contra la homosexualidad, sus partes públicas, cara, frente, ojos, bigote, boca, órganos nobles de presentación de uno mismo en los que se condensa la identidad social, el pundonor, el nif, que impone enfrentarse y mirar a los demás a la cara, y sus partes privadas, ocultas o vergonzosas, que el decoro obliga a disimular.” (Bourdieu, 2000, p. 30)

 

Esta idea del gay equivalente de mujer se da desde el interior mismo del imaginario de sus personajes, que son mostrados como criaturas tristes, en busca de la felicidad momentánea que sólo parecen hallar en la promiscuidad; los cuales con frecuencia se tratan con el pronombre femenino. Distintos elementos materiales del universo femenino aparecen contenidos en la construcción de algunos personajes, por ejemplo Beto, en el cual la descripción de su personalidad afeminada, está acompañada del uso de maquillaje, ruleros y batones. Remite también a los elementos que han utilizado los cómicos argentinos a la hora de construir el estereotipo de homosexuales travestidos en televisión o en películas como las del binomio integrado por Jorge Porcel y Alberto Olmedo. Beto usa cremas para prevenir las arrugas, se maquilla y se pone vestidos, aunque siempre circunscripto al ámbito de su privacidad domiciliaria. En un momento de la novela, rompe esta regla, debido a la imprevista fuga de su mascota, un canario, y sale a la calle corriendo, vestido de mujer.

 

“¡Está loco!”, aullaba Adolfo. “¡Mirá cómo sale! ¡Lo van a llevar preso!” Corrí detrás de él, seguido por los otros, pero su batón floreado iba dos pisos adelante, como una enloquecida mariposa que aparecía y desaparecía, espantada por nuestros gritos. Cuando ganamos la calle, él estaba entre un remolino de curiosos, el ómnibus se había detenido y el chico que le vendía los diarios (que tenía su puesto en la esquina) capturaba a Aglae, trepado a una ventanilla. Los tres mirábamos la escena sin atinar a nada, inmóviles ante lo que ocurría. El chico le entregaba el pajarito y respondía a su beso de agradecimiento con un “¡No, es nada, señorita!”, y le decía a un vecino, para mayor aclaración: “Es la señorita del quinto piso”.  (Villordo, 1983, p. 21)

 

Es interesante analizar los adjetivos que emplea Villordo para describir la carrera de Beto en persecución de su mascota: “enloquecida mariposa”. En el lenguaje coloquial del Río de la Plata, el adjetivo mariposa o mariposón, y también loca, designa despectivamente al hombre gay o sospechoso de serlo. Por otra parte la descripción del comportamiento de Beto en el interior de su mundo privado, su casa, donde recibe a sus clientes, vestido de mujer, está reafirmando  su categoría cuasi femenina desde una visión estereotípica del género:

 

“…iba y venía de una crema a la otra, volvía a embadurnarse, con una habilidad y una ligereza que al menor descuido presentaba al espectador una cara diferente, sin que pudiera explicarse como había ocurrido el cambio. Sobre los anteojos se alargaba las cejas, sobrecargaba de rimel los párpados, se sombreaba las ojeras. (…) Para los labios tenía el rápido movimiento de cilindro de las mujeres (…) Jamás salía pintado a la calle, ni se lo hubiese permitido, sino con la cara borrada, refregada para sacarse los afeites. Únicamente para el incrédulo diariero (un chico que le alcanzaba los diarios por la puerta entreabierta) contaban los atuendos y las cremas. Para los transeúntes, sólo la cara inexpresiva de ese señor constantemente apurado e imprudente, ese hombre de edad indefinida, que se parecía a cualquiera de ellos”. (Villordo, 1983, p. 16-17)

 

Beto, según narra Villordo, había  heredado la costumbre de usar batones de unas tías provincianas; tenía una colección. Si hacía calor los llevaba desprendidos, flotando vaporosamente por  toda la casa, y si hacía frío, se ponía varios, unos encimas de otros, de maneras que sólo podía caminar, contoneándose. Beto se presenta como Betina, usa el pronombre femenino para presentarse ante otros homosexuales, como el propio Pajarito, protagonista biográfico de la novela. Además del estereotipo de la loca, aparece a través de las propias palabras de Beto, el del chongo, ampliamente descrito por Sebrelli (1997).  Se advierte el trasvasamiento de la figura del chongo, de un mundo al otro, en la construcción del estereotipo, desde el interior y el exterior del gueto homosexual, por categorizar rápidamente una zona de espacio vinculante entre personas con los mismos intereses sexuales, aunque no siempre coincidan espacial o ideológicamente. Pajarito está enamorado de Esteban, uno de estos personajes, camuflados en una falsa masculinidad puesta en venta para los hombres homosexuales que fantasean con conquistar el amor de un heterosexual. Esteban se acuesta con él por dinero, y a su vez tiene relaciones con mujeres.

 

En una ocasión cuando Pajarito está triste por la ruptura sentimental con Esteban, recibe de Beto la siguiente reflexión:

 

“Pajarito, vales mucho más que ese chongo atorrante que se acostaba por plata”. (Villordo, 1983, p. 13)

 

El chongo en la mitología popular se percibe a sí mismo como un varón heterosexual, que en ocasiones, mantiene sexo con otros hombres pero siempre desempeñando un rol activo –aceptando la convención de que rol activo está designando al sujeto que penetra o es felado en una relación sexual- por algún tipo de intercambio económico. En realidad no se diferenciaría de un individuo que ejerce la prostitución (taxi boy, chapero, hustler, etc.). Sobre este tema resulta esclarecedor el estudio realizado por Perlongher (1993) en el ámbito de la ciudad de San Pablo.

 

La novela brinda también una descripción de las costumbres urbanas de algunos homosexuales de la década del cincuenta y sesenta, y los diversos códigos de conquista (cruissing, levante) imperantes en la Buenos Aires del siglo XX.

 

“Adolfo dijo que era temprano; él dijo que era tarde. El otro dijo que era la hora de los maricas, Beto que era la hora de los marineros”. (Villordo, 1983, p. 24)

 

“Los soldados se sentaron en un banco, Beto dudó, miró una y otra vez, sin soltarme el brazo, y siguió hablando como si me dijera algo importante (…) Su conversación era una alocada sucesión de gestos, una disparatada exhibición destinada a los dos  espectadores, cuyas reacciones vigilaba sobre mi hombro, con miradas que tenían una sola dirección y que acabaron en poner sobre aviso a los muchachos”.  (Villordo, 1983, p. 32)

 

Finalmente, Beto se marcha con uno de los conscriptos y Pajarito, con el otro. El conscripto estaría ocupando el estereotipo del chongo; el muchacho que se asume como estrictamente heterosexual, pero que acepta brindar servicios al homosexual en un rol activo, a cambio de una invitación a comer, o de una suma de dinero. A través de la conversación que mantienen, es evidente que el soldado demuestra superioridad sobre Pajarito, un sujeto pasivo, un equivalente de mujer.

 

“Después, mirando a los conscriptos que estaban apoyados en la victrola, quiso oír un disco, acercarse a ellos, que evidentemente habían tenido menos suerte que él. Lo acompañé para que se mostrara, para que tuviera ese momento de alegría infantil, que es el creerse superiores a los otros, y porque una vez en el juego las leyes de la pareja son iguales a los del hombre y la mujer.” (Villordo, 1983, p.39)

 

Desde el punto de vista histórico, Villordo, está legitimando un modelo de pareja patriarcal, donde el poder está, en manos del hombre. Al mismo tiempo, describe la existencia de una cultura gay, que para la época, permanecía oculta, funcional en sus propios códigos y espacios. En la acción de la novela, ya había transcurrido más de una década de lo que fue conocido como el “escándalo de los cadetes del colegio militar”. En 1942 un grupo de homosexuales relacionado con el joven propietario de un lujoso departamento céntrico ideó un particular sistema para conseguir compañía sexual. Gracias a la ayuda de una bella modelo que alternaba en un bar donde concurrían cadetes del Colegio Militar,  los jovencitos eran engañados y llevados al departamento donde se suponían disfrutarían de los favores de la mujer; pero una vez allí, ella desaparecía y los dejaba con un hombre que les revelaba la verdad. Muchos se retiraban, pero los que quedaban eran fotografiados desnudos, aunque con elementos del uniforme militar; desconociendo los ocultos propósitos de futuras extorsiones. La denuncia de un cadete que no aceptó la propuesta desató la investigación y el escándalo, que motivó cárcel e incluso dos suicidios de los involucrados, todos hombres pertenecientes a distintas clases sociales. Este tema ha sido hasta el momento poco investigado por los historiadores, aunque se encuentran menciones en autores como Donna Guy (1994), Jorge Salessi (1995) y Zelmar Acevedo (1985).

 

 En la novela Bajo bandera de Gabriel Sacomano (1991), sobre el tema del servicio militar obligatorio, uno de los capítulos aborda la homosexualidad temporal de los jóvenes soldados, mostrada a través de las relaciones que mantienen con un conscripto, gay asumido. Al igual que en la falsa masculinidad del chongo, en este caso, el homoerotismo queda justificado por el prolongado período de confinamiento y abstinencia  en un mundo exclusivamente masculino. Esta situación recuerda la afirmación de Foster (2000) referida a ejemplos de distintas sociedades latinoamericanas, codificados en su producción cultural, acerca del macho que mantiene relaciones con mujeres y con otros hombres sin perder un ápice de su masculinidad. “La figura del maricón es reservada exclusivamente para el penetrado, pero la pregunta que ocurre con insistencia es la disyuntiva entre la ideología del macho que penetra y el maricón penetrado y cuáles pueden ser, de hecho, los detalles íntimos de sus prácticas sexuales más allá de lo exclusivamente genital.” (Foster, 2000, p. 74)

 

Por la descripción del escenario mostrado en La brasa en la mano, no quedan dudas de que se trata de Plaza San Martín, recreada en varios tramos de la novela y en otras obras de Villordo. La plaza, un enorme espacio verde en plena ciudad, está cerca de una estación de tren y del puerto, lo cual la vuelve un lugar de tránsito para turistas, así como para descanso del mediodía y merienda de los trabajadores de las oficinas de las cercanías. La presencia de esta actividad homosexual, rutinaria y habitual en ese espacio urbano, da cuenta también de una época donde los mingitorios públicos todavía no habían sido clausurados:

 

“Era la hora de la reunión, porque había cesado la vigilancia y porque la plaza estaba vacía. El mingitorio de la rotonda seguía abierto y allí vigilaban las luciérnagas más audaces, cuyas luces eclipsaban los foquitos de las puertas y aparecían y desaparecían iluminando al que llegaba, guiándolo en la oscuridad como parte del servicio público. En el revoloteo agitado entre los bronces reinaba Beto, consagrado la luciérnaga madre. Desde allí, en un momento que no se sabía cuando, como si la estatua y la plaza fuesen su cuartel general, se desbandarían invadiendo las calles, abandonando las graciosas lamparitas y convirtiéndose en muchachos apurados que espiaban al pasar desde las puertas de los bares, que se paraban en una esquina, que parecían hacer tiempo en los andenes, que trepaban súbitamente a un colectivo, que se obstinaban en los mingitorios y que, como si recordasen de pronto su pasado luminoso, pedían fuego al que pasaba”. (Villordo, 1983, p. 41)  

 

La presencia de los baños, entonces, con su escenografía de mingitorios y graffitis, en el espacio urbano, está denunciando una arqueología del deseo, en la cual pueden hallarse códigos semiológicos al servicio de la comunicación del deseo homoerótico. Como en un juego de cajas chinas, este espacio privado, al cual no le está permitido salir a la luz, se torna público para una limitada comunidad de hombres.

Hacia el final de la novela, Pajarito, borracho, con un nuevo fracaso amoroso a sus espaldas, le pregunta a Beto “qué es el amor”.

 

“¡La cosa más hermosa del mundo, Pajarito!”, me contestó arrastrándome detrás de unos muchachos” (…) “¡Vení, ya vas a ver lo que es el amor!” y me empujó hacia el mingitorio de la rotonda. “Eso es el amor!”, me señaló al que tenía al lado. El fuerte olor, los cuerpos pasivos, inmóviles dentro del vapor, del vaho que se desprendía, me tumbaron de nuevo (entre los aspavientos y los gestos cómplices en la sombra), y vomité”. (Villordo, 1983, p. 189) 

 

A través de una fuerte imagen física, Villordo, aporta elementos para ayudar a construir desde el interior mismo del mundo homosexual al que pertenece,  el estereotipo de una imagen promiscua. En un solo párrafo incluye varios elementos adjudicados a la imaginería gay: mingitorios, promiscuidad, dolor, borrachera, cuerpos pasivos, entregados al vicio; donde la pasividad se identifica con lo femenino, con aspavientos y complicidad en las sombras. Por momentos, para un lector desprevenido, ciertos rincones urbanos de la mítica Buenos Aires  se transforma en un espacio dantesco donde lo gay adquiere características de un nihilismo sin redención.  Por contraposición resulta interesante cuado se lo compara con la despreocupada alegría y naturalidad del mundo narrado en El ahijado, que incluye una larga sucesión de coitos sin ningún cuestionamiento existencial.

 

La otra mejilla.

 

En esta novela, como en las otras dos de la trilogía, Villordo, transformado también en el protagonista y la voz que conduce la acción, es quien narra el presente y el pasado. Muestra la trasgresión sexual enfrentada a la represión social, llevada al límite a través de la violencia del Estado, y al mismo tiempo nos deja ver una serie de estereotipos de varones homosexuales en el ámbito urbano, nuevamente en la ciudad de Buenos Aires, gobernada por el autoritarismo y la violencia. Sobre este telón de fondo político, apenas delineado se narran las historias eróticas, las razzias policiales, los asesinatos de gays y las detenciones por parte de la policía ante la mínima sospecha de homosexualidad. La abolición de los edictos policiales, y la legislación sobre la no discriminación por orientación sexual recién se aprobaría en el Código de Convivencia de la Ciudad de Buenos Aires, a fines del siglo XX.

 

La novela revela la existencia de códigos urbanos para el relacionamiento homoerótico en individuos que deben ocultar su verdadera orientación sexual en público, en el interior de su propia familia y en el medio laboral y profesional. Hay muchachos que rondan las estaciones de trenes y baños públicos, la cofradía masculina de los bares donde se juega al billar y que representan una verdadera pintura de una Buenos Aires que no conocía todavía la globalización ni la cultura del gimnasio y el body built. Villordo narra los encuentros rápidos callejeros:

 

“…vi avanzar entre los pocos retrasados al flaco de camiseta I Love You, que todavía rondaba por el andén (...) Se detuvo a pocos pasos, me clavó los ojos cuando me vio que lo había descubierto, y vino derechamente hacia donde yo estaba.” (Villordo, 1986, p. 32)

 

El protagonista está esperando la llegada del tren que trae a la madre de su amigo Víctor y teme que ella se de cuenta de la situación. Ambos muchachos tropiezan.

 

“El encontronazo, sin embargo, no le impidió al perseguidor manifestarse porque, mientras nos ayudaban a levantarnos, él, puesto de pie más rápidamente, me tocó la pierna por sobre la rodilla, del lado de atrás, para cerciorarse de que no me había lastimado, y no contento con eso, en un movimiento incontrolado llevó la mano a la bragueta, para ver si ahí, también, no me había golpeado.” (Villordo, 1986, p. 32)

 

Más tarde, ese mismo muchacho es sacado a empujones del baño por dos agentes de policía. También en esta breve escena, están presentes varios elementos de la iconografía y de la imaginería gay, que parecen brotados de los dibujos de Tom of  Finland: levantes en baños, violencia policial, cárceles, temor a ser descubiertos y promiscuidad. Estos elementos se repiten a lo largo de la trilogía de Villordo. Es interesante recordar que la misma comienza a ser publicada en el inmediato período post dictadura: La brasa en la mano (1983), La otra mejilla (1986) y El ahijado (1990). A comienzos de la década del 80, mientras en Estados Unidos y Europa, la visibilidad gay había logrado fortalecerse a través de la acción de grupos organizados, de los cuales, las feministas habían sido precursoras; en Argentina la homosexualidad seguía siendo objeto de una fuerte censura oficial y privada. Es en este contexto histórico que aparecen las novelas de Villordo para hacer visible el amor homosexual, aunque de la mano de seres marginados, a veces por la sociedad, a veces por las leyes, y siempre por la felicidad.

 

El tema de los encuentros en baños públicos, tan ligado al tema de la homosexualidad como clivaje de espacio público y privado para la socialización y la consumación del deseo, aparece en la literatura de Villordo. Se trata de un escenario marcado por la sordidez de encuentros rápidos y promiscuos en lugares la mayoría de las veces, sucios y fétidos. El baño es el pizarrón de graffitis como medio de comunicación y enlace entre seres ocultos; un medio que coexiste con las nuevas tecnologías, en los ámbitos urbanos.

 

También están presentes los “levantes” de estación, calles y plazas que no parecen variar con el paso de los tiempos, excepto, por la mayor disponibilidad de lugares bailables, discotecas, saunas,  y todo tipo de lugares de la actual gay culture, incluidos los propios avisos sobre prostitución masculina homosexual desde las páginas de diarios, revistas e internet.     

 

Villordo dedica varias páginas de esta novela -y también de las otras- a la descripción casi anatómica de los miembros viriles, deteniéndose en un minucioso inventario de formas y tamaños, entre la que intercala reflexiones y recuerdos con los que intenta justificar este ejercicio taxonómico más vinculado a la pornografía, entendida esta como una narración orientada a la excitación, que a la anatomía.

 

“Porque el momento mágico del deseo –atiéndalo bien- es el que hace a los verdaderos tamaños y formas”. (Villordo, 1986, p.141)

 

En términos de violencia, varios de los estereotipos que el autor muestra en la novela, corresponden a seres bestializados, prisioneros del deseo carnal. Toda la acción de la novela gira en torno de un eje de violencia ejercida desde el interior y el exterior del propio gheto homosexual, si puede definirse así a ese conjunto de situaciones y ambientes donde se mueven los personajes principales y secundarios. Por ejemplo, en la comisaría, además de los intercambios sexuales de los propios presos, hasta el comisario satisface su homosexualidad oculta obligando a Víctor a que le practique una fellatio. (Villordo, 1986, p. 64). 

 

A través de la técnica del flashback nos enteramos sobre la primera detención policial sufrida por Víctor:

 

“Había estado conversando con un desconocido a la salida del café y se había parado en el poste indicador del ómnibus que iba a tomar cuando fue llevado por un hombre, acompañado por otro, que rápidamente le mostró la credencial de policía y más rápidamente aun lo obligó a acompañarlo. Cuando entró en la salita donde lo tuvieron largo rato, no podía darse cuenta todavía de lo que le estaba pasando. De la salita, de la  “amansadora”, lo pasaron a una celda colectiva. Previamente, claro, le habían hecho “tocar el pianito”. (Estos términos, “amansadora” y “tocar el pianito”, por las largas esperas y la toma de impresiones digitales, los aprendió entonces, y aunque indican una larga experiencia, él, muchacho de buena familia, con casa y trabajo, los repetía en las conversaciones desenfadadamente, con entusiasmo, como si no le importaran, porque lo colocaban sobre los otros, los que no lo conocían y lo escuchaban, y porque la costumbre acaba por matar la inocencia). En la celda vio las primeras miserias.” (Villordo, 1986, p. 50-51).  

 

Allí Víctor toma contacto por primera vez con los códigos y situaciones reservados a los delincuentes y es transformado él mismo en un ser marginal, al ser detenido bajo la presunción de su homosexualidad. Hasta entonces Víctor era un “muchacho de buena familia, con casa y trabajo”. En la celda también está otro joven no marginal, que terminó preso como consecuencia de una clásica despedida de soltero, y que será liberado prontamente, una vez que vengan a buscarlo sus familiares. Resulta interesante la contraposición de los elementos que componen el estereotipo masculino típico rioplatense, y la costumbre de las despedidas de soltero, que conllevan el permiso para la trasgresión de identidad, dentro de los límites de la heterosexualidad: el travestismo obligatorio del novio. Esta ceremonia pareciera ser la última etapa de la socialización del varón con festejos que incluyen travestismo, maquillaje y afeitadas, espectáculos de desnudismo (mujeres contratadas al efecto) y violencia corporal, atadura del novio a columnas del alumbrado público, o árboles; que a veces terminan en  accidentes o como en el caso de La otra mejilla, en  una comisaría.

 

Los otros presos que estaban con Víctor, eran en su mayoría seres marginales, que Villordo se encarga de pintar con precisas y suscintas descripciones. Se encuentra otra figura estereotípica, un muchacho de largos cabellos, a quien le gusta lavarse la cabeza en un piletón del patio, y quien llega a sufrir todo tipo de humillaciones para conseguir ese permiso. El joven recibe una golpiza por parte de uno de los policías que lo llama “¡Puto de mierda!” (Villordo, 1986, p. 58). El joven afeminado gozaba lavándose el cabello porque:

 

“ …criado por una abuela, había asistido desde chiquito al lavado del pelo de la vieja, que lo acostumbró al ritual. Por eso él, cada vez que lo hacía, era feliz, dejaba derramarse el pelo, lo revolvía con la espuma, aunque fuera en la pileta de un patio sórdido y no en la tina de agua clara, de agua de lluvia, del patio con plantas donde su abuela cantaba, mientras él, con el tacho, dejaba caer el agua sobre la cabellera desparramada en la luz.” (Villordo, 1986, p. 59)

 

Al mismo tiempo en que los presos eran maltratados por la policía en el interior de la comisaría, la ciudad era escenario de una serie de crímenes perpetrados contra homosexuales. La narración se basa seguramente en una serie de asesinatos contra gays que ocurrieron en Buenos Aires entre 1981 y 1983 y que nunca fueron aclarados. La violencia es mostrada como la represión de la libertad individual y el castigo a la trasgresión, generadora  de un ciclo constante de marginalidad y punición.

 

La novela culmina con el asesinato de Víctor a manos de desconocidos. Al mismo tiempo, Tomasito, otro de los personajes, es atropellado por un jeep junto a otros amigos. La narración del accidente remite en forma insoslayable al recuerdo del propio terrorismo de Estado y a la violencia desatada por la actuación de la tristemente célebre Triple A, en tiempos del gobierno de Isabel Perón.

 

El Ahijado.

 

El eje de la historia pasa por un personaje que no aparece en la novela, pero que a pesar de esta situación narrativa, atraviesa todas las páginas de la misma, al ser mencionado constantemente como en una suerte de convocatoria a la manera de Esperando a Godot. El Ahijado representa las fantasías de diversos hombres, algunos que nunca lo conocieron y otros que llegaron a tener un trato íntimo con él. Todos conocen a ese hombre misterioso, incluso aquellos que nunca lo han visto; sus andanzas y su irresistible sensualidad pasan como una sombra a lo largo de la obra, quizás la más sórdida de las tres novelas. Los escenarios donde transcurre la acción son lugares cerrados de la periferia urbana de Buenos Aires, una  pequeña casilla, y una obra en construcción. La figura del muchacho se va armando con los recuerdos de la cárcel donde estuvo el protagonista ausente de la novela, contada como en las otras obras, por la propia voz de Villordo, quien pasa revista y describe con la precisión de un manual de técnicas amatorias, los distintos encuentros sexuales que van teniendo lugar. Al mismo tiempo que se cuenta en primera persona los actos amorosos, convertidos en una verdadera calistenia sexual, la figura del ser evocado, pasa a ser la de un fantasma que describe la acción desde una perspectiva distante:

 

“Yo traté inútilmente de contarle la verdad.

-Siempre me habla de vos. No quería que te conociera, por eso dijo que no. Ahora dice que sí. Apuráte- me pidió mientras se desvestía urgido por el deseo.

- ¡No soy El Ahijado! –grité yo.

- ¡Por favor! ¿Me vas a dejar así? –y blandió el miembro erecto, ya desnudo y abierto de brazos. Era un formidable amante. Es cierto que el ardor lo desfogó enseguida, a los primeros contactos, pero tuve tiempo de probar su lengua, de sentir sus manos y su cuerpo cuando se ajustó a mí y sobrevino el escalofrío. Fue como recibir una corriente eléctrica de la cabeza a los pies por el temblor que me trasmitió a lo largo, mientras, a su pesar, eyaculaba entre mis piernas”.  (Villordo, 1990,  p. 26-27)

 

Villordo ensaya una suerte de explicación sobre la homosexualidad, distinguiendo dos tipos: el “hombre-mujer”, el individuo pasivo  y el “hombre-hombre”. Según esta línea de clasificación, el hombre-mujer equivaldría al maricón y sus variantes según la escala de aceptación u homofobia; mientras que el hombre-hombre sería equivalente al chongo. El chongo, tal como se lo describe en la novela es un homosexual atraído por otros hombres, independiente del rol pasivo o activo.

 

Uno de los elementos más sobresalientes de El Ahijado, es precisamente la visibilidad del gay desde una perspectiva diferente a la clásica pintura del hombre afeminado, aún dentro de las clasificaciones de hombre-mujer, Villordo no está describiendo a la peyorativa mariquita. Sin embargo el gay es presentado también como un personaje lindero con la marginalidad. Los hombres de la novela son ex presidiarios, villeros, seres marginales. Y al mismo tiempo son seres rudos, acostumbrados al trabajo físico, como en el caso de los albañiles de esta novela, y también  de los que aparecen en las páginas de La brasa en la mano:

 

“Yo recordaba el encuentro porque él me dijo, al pasar frente a la obra en construcción, que trabajaba ahí y que no me había hecho entrar porque el sereno estaba con mujeres”.  (Villordo, 1990, p. 10)

 

“El compañero era fuerte, con la desarrollada musculatura de los albañiles”. (Villordo, 1990, p. 75)

 

“Pero el acróbata no venía solo, para desgracia del compañero y para felicidad mía. Dos albañiles del entrepiso acababan de encontrarnos. Subidos a la terraza y guiados seguramente por los saltos, caminaban hacia nosotros contentos con el hallazgo.  Seguían al muchacho frotándose las manos y tambaleándose al andar. (…) Me di cuenta de que eran de esos a los que la borrachera exacerba pero no inhibe, duros y de tiro largo, capaces de gozar y hacer gozar aun contra la brutalidad a que los obliga la desesperación. Encuentros como éstos son buenos de tanto en tanto, no hay que buscarlos ni provocarlos, y resultan si uno se da maña”.  (Villordo, 1990, p.  93)

 

En El Ahijado, también están presentes las razzias policiales, aunque en esta ocasión no buscan a los transgresores sexuales, sino a otro tipo de delincuentes. Aparece el mundo de la cárcel, con las relaciones homoeróticas que tienen lugar entre hombres rudos, alejados del estereotipo afeminado; justificadas por los largos períodos de confinamiento. Villordo muestra los códigos de camaradería, poder y sumisión, que envuelve a la homosexualidad en las prisiones. Recurre a un antiguo término manflora3 para designar a los hombres que juegan un rol pasivo sexualmente, y que son usados por los presos heterosexuales como una forma de desahogo frente a la imposibilidad de contactos íntimos con mujeres.

 

El tema del amor,  aparece entre El Acróbata y  El Ahijado, aunque en menor grado, ya que la narración enfatiza el aspecto carnal de las relaciones entre los individuos. La violencia endógena y exógena está presente en la novela y acentúa cierta visión externa de la homosexualidad como equivalente de la marginalidad, vinculada a la idea de perversión y delito y no a una libre elección del objeto de deseo.

 

Del análisis de la trilogía de Villordo surge este entrecruzamiento de saberes populares que intervienen en la construcción de los estereotipos y se desprende un enfoque hacia lo que denomino estereotipo primario gay (Rodríguez Pereyra, 2003, p. 89),  el maricón; en definitiva el hombre-mujer de Villordo.

 

Podríamos concluir que la característica más anclada en el imaginario popular, es la del homosexual trágico, el hombre torturado, infeliz e incapaz de auto realizarse, como si todas las facetas de la vida y la personalidad estuvieran atravesadas por el eje de la orientación sexual. Esta visión olvida la totalidad del individuo. Habría que esperar si en el futuro, un mayor desarrollo y comprensión del tema de la homosexualidad posibilita una literatura gay con estereotipos más optimistas y felices (Rodríguez Pereyra, 2001).

 

Quizás, por el período histórico en el cual se desarrolló su educación sentimental, Villordo no logró escapar a su propia homofobia interna. En su literatura, a través de sus personajes, el propio gay termina atrapado en una situación paradojal que lo lleva a transformarse en un colaborador involuntario de la construcción del estereotipo marginal, asociado con la enfermedad y el delito, y siempre, con la imitación de una falsa feminidad. En este sentido, debo reconocer que la literatura de Villordo, contribuye al fortalecimiento del mito del gay promiscuo creado mayormente desde el exterior de la cultura homosexual, referido a seres lindantes con la marginalidad, hambrientos de sexo, inmersos dentro de una preocupación falocéntrica, a partir de una sexualidad basada en la genitalidad -con un eje que pasaría exclusivamente por la bragueta-, pero al mismo tiempo, también contribuye a poner al alcance del lector -independiente del género y de la orientación sexual del mismo- una pintura de ciertos homosexuales porteños que fueron construyendo, a veces con los materiales que tenían más a mano: el machismo y la homofobia, una suerte de basamento para la visibilidad homoerótica en el campo de la literatura argentina.

 

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Villordo, Oscar Hermes. No es pecado ser gay.  Buenos Aires: Beas, 1993.


Referencias

* Doctor en Historia, CONICET

1 - Designación de grupos de minorías sexuales: gays,  lesbianas, bisexuales, travestis y transexuales. (Murphy, 2000)

2 - Las marchas del “orgullo gay” (gay pride) y la llamada “revolución gay”, gestada al calor del mayo del 68 francés y de la protesta juvenil en Norteamérica, estalló la noche del 28 de junio de 1969 después del entierro de Judy Garland, la estrella favorita de muchos homosexuales de esa época. Los clientes de un bar de ambiente gay, el Stonnewall Inn, situado en el barrio Greenwich Village, de New York, se rebelaron contra el continuo acoso policial y dieron comienzo a los disturbios y enfrentamientos que duraron toda  una semana, lo cual dio nacimiento al llamado Orgullo Gay. (Petit, 1996, p. 293).En Buenos Aires los primeros grupos por la liberación gay comenzaron entre 1969 y 1972, Eros y Grupo Nuevo Mundo, que luego conformarían el FHL (Frente de Liberación Homosexual).

3 - Manflora designa a un hombre afeminado tomado de la expresión americana en su diminutivo manflorita, es una “corrupción del culto hermafrodita: que tiene o parece tener los dos sexos”. (Gobello, 1999: 165)

© Ricardo Rodríguez Pereyra
Buenos Aires

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