Memorial funeral del héroe

poema Carlos Rodríguez Pintos

de "Tres elegías de la Ciudad de los Ahorcados"

                                                                                           a Susana Soca <Vlvit sub pectore vulnuts.»

                                           Vamos a hablar
                                                de la infancia del Héroe.

 

          I

  Infancia
 

Esto era el Héroe:
Una espiga de trigo.
(cerrada caña

y ancho grano).


Ni más alto
Ni más bajo.
 

Ni más separado del cielo.
Ni más apretado a la tierra.


Más cerca de la nube viajadora,

del viento y del relámpago

que el polvo de la sal.


Más al alcance de la mano,

de la palabra y de la lágrima

que la cimera del pino.


Esto era el Héroe-Niño

en la Ciudad de mi sangre.


Las pupilas del Héroe

abiertas en su cara

como dos casas gemelas.


Las miradas del Héroe

quietas en sus pupilas

como dos piedras desveladas.


Para construir esas pupilas,

yo levanté una cosecha

de ternuras contenidas,

de cobardías esperanzadas,

de esqueletos de goces y de miedos

—de todos los goces bajo el cielo—

—de todos los miedos sobre la tierra—


Con el más tierno de sus latidos

mi corazón hizo las altas sienes,

las vigilantes manos

y los delgados dedos,

uno a uno.


En los pulgares puso
el rubí de la cólera, encendido.
Una sortija negra

en el índice ardiente.


Un grano de cebada en cada uña

y una paloma herida en cada palma.


En la red de la frente,

la memoria,
triste como una espada.


En la espiga del sexo,
la inocencia,
azul como una estrella.


En la rosa del pecho

la amistad,
perfecta como un huevo.


Para hacer el cuerpo del Héroe,
—su cuerpecito de cinco años—
tuve que abrir los más antiguos cofres,
los más oscuros armarios,
los mejor cerrados;
aquellos donde los hombres guardan
sus trajes más limpios,
sus más inmaculadas camisas.
—sus camisas de antes del pecado original—


Tuve que abrir los cofres más antiguos;

aquellos donde los hombres guardan

sus huesos elementales,

y también su sangre,
—su sangre, blanca de olvidos—

y también su piel.
—su piel, bien lavada de futuros—


Y con aquellos mínimos huesos,

y con aquella sangre blanca,

y con aquella piel de hombres limpios,

y con aquellas camisas de antes del pecado

fui construyendo el cuerpo del Héroe;

de este Héroe del que te estoy hablando,

a ti que me escuchas,

a ti,
quienquiera que seas,
que te inclinas sobre estas páginas
dándome tu curiosidad;
sobre estas páginas que escribo
no para ti
ni para nadie,
ni siquiera para mí,
que todas estas cosos
se me están pudriendo dentro,
y tengo que sacarlas de prisa
antes de que comiencen a heder
y mi mundo se llene de alas hambrientas
abofeteando un aire
que no supo sostenerlas.


Y también de cuchillos,

y también de gritos

sobre mejillas de agua
y contra yunques de espuma.


De todas estas cosas,
(Dios mío, perdóname)

de todas estas cosas horribles

que suben del corazón de un hombre

cuando un rostro se asoma a su soledad.


Esto era el cuerpo del Héroe

(del alma hablaremos luego,

que ya se está haciendo tarde,

demasiado tarde,

y me queda poco tiempo

para acudir a su llamado

y para atar sobre sus labios

la última gota de leche

a la primera gota de sangre).


Este era el Héroe con sus cinco años.
Y esto soy yo con mis cinco siglos.


Y él me toma de la mano
y me arrastra hacia su plaza

y hacia su estatua.


Y yo estoy temblando de espanto,

porque bien sé lo que me espera

en aquella plaza
y frente a aquella estatua.

Pero el Héroe no me suelta,

y su mano de niño se ha dormido

entre mi mano de hombre,

como un pájaro con frío.
(Y ya no puedo libertarme,

que la despertaría.)


Este era el Héroe, te digo.
Este era el Héroe-Niño

en la Ciudad de mi Sangre.
 

         II
  Presencia


                                                          Vamos a hablar
                                                          de la Estatua del Héroe.
                                                          Vamos a hablar
                                                          de la Plaza del Héroe.


En la Ciudad perdida de mi Sangre,
—perdida y reencontrada—

está la plaza.


Y en el comienzo de la plaza

está la Estatua.


Y está el Caballo de Bronce.


(Y está el caballo de plata

y está el caballo de acero

y está el caballo de nácar.


Y está el caballo con cuerpo de amatista

y el caballo con patas de alabastro
y el caballo con pecho de diamante.


Y está la llamarada de la orina

y la profunda nube de las ancas

y la laguna verde de los ojos.

Y está la doble luz de las narices

y el doble caracol de los ijares.)


Está el puro Caballo del Ensueño,
desnudo y adornado
como una joven mujer en Primavera.


Y encima del caballo está el Jinete.


Está el Jinete de Bronce.


(Y está el jinete de oro

y está el jinete de vidrio

y está el jinete de seda.


Y está el jinete con casco de amaranto

y el jinete con lanza de azucena
y el jinete con puño de torcaza.


Y está el alto jazmín de la mirada

y la centella virgen de la frente
y el huracán azul de los riñones.


Y está la doble tierra de los labios

y el doble girasol de la palabra.)


Está el puro Jinete del Ensueño,
flamígero y rotundo,
como un ceibo florido en la mañana.
                         •
Abierta en el recuerdo

y en un celeste lecho de relámpagos,

más allá de la estatua

está la Plaza.


—Te miro con mirada sin consuelo

desde mi infancia

¡oh mi Plaza del Héroe,

mi inolvidada!


Mi inasible dulzura,

mi lejana,
mi pausa sin sentido

rescatada en un tiempo doloroso,

bajo un cielo profundo de fantasmas

y de inocentes monstruos.


¡Oh mi Plaza del Héroe!
En el feroz diamante de tu ausencia

se me recuesta el alma,

ya sin rubor, sin lágrima, sin canto,

sola en su antigua estancia.


Sola frente a tu sombra

y al espléndido olvido de tu muerte.


Ya mi desvelo apaga
tu equivocada angustia,
tu rota geografía,
tu subterráneo cielo,
tu tierna perspectiva enamorada.
¡Oh mi Plaza del Héroe!
(dulce almendra perdida

en la rama más alta

de ningún árbol...)
 

         III
    Muerte

 

                                                          Vamos a hablen-
                                                           de la muerte del Héroe.

Es la noche del Héroe.
La noche irremediable.


La sangre es miedo.
Azufre la saliva.
Yodo la lágrima.
                                                                 (Que el aire, que el aire,

                                                                   que el agua, que el agua,

                                                                    paloma...)


Es la noche del Héroe.


Atado a un horizonte

de pumas y venados,

mi corazón deshecho

ladra a la Muerte.
                                                                    (Que el aire, que el aire,

                                                                      paloma. ..)


Mi corazón y la Muerte

se anudan en mis dedos

y yo he de ser el triste

verdugo sin consuelo.


Y por cada gota de sangre

muere un Rey de barajas

sobre mi sangre.


Y por cada partícula de carne

solloza un Ángel ronco
bajo mi carne

Por la Sangre.
Por la Carne.


¡Oh, Héroe, mi Héroe!


Por la tremenda nube

contra tu frente.
Por el clavel obsceno

en tu pupila.
Por la futura blasfemia

sobre tu boca.
Por el rencor futuro

bajo tu pecho.
Por el grito.
Por el canto.
Por el odio.
Por todo lo que pudre

tu agraz irresponsable...

levanto el signo exacto,

sin memoria,

sin sueño,

y ya sin esperanza.

Sobre el Tiempo quemado

mi corazón se duerme,

como en una suavísima

leche interminable.


                            (Que el agua, que el agua, 

                              paloma...)
 

          IV
Ejecución de la estatua


En la tiniebla herida,
junto a un temblor de vientres
y de oscuras matrices,
mis dos manos cansadas
ahorcan al Caballo.
(y la ilusión, que acecha la sombra del Caballo).
Y ahorcan el relincho.
(y la espuma, que arde debajo del relincho)
Y ahorcan la pupila.
(y la mirada, que crece detrás de la pupila)
Y ahorcan las patas.
(y el galope, que baila en medio de las patas)
—el galope inexorable,

que llenaba de alas

e inflamaba de ópalos

el pecho de mi Ciudad—


Y ahorcan al Jinete.

(y a la Justicia, que nace del flanco del Jinete)
Y ahorcan el puño.
(y la Piedad, que lame los límites del puño)
Y ahorcan el corazón.
(y el olvido, como una zarza ardiendo,

en torno al corazón)
Y ahorcan la cintura.
Y el músculo.
Y el semen.
(y la esperanza, que cruza como un relámpago

en la noche del semen)
Y ahorcan el Canto.
(y el cloroformo patriótico del Canto
Y ahorcan la Gloria.
(y los canibalismos turbios de la Gloria)
Y ahorcan el átomo.
Y el uranio.
Y el plutonio.
Y el helio
(y la super-vergüenza termonuclear, ardiendo

en la macabra danza de la H a la Z)


Y ahorcan la náusea.
Y ahorcan el miedo.


El Miedo.


El Miedo, enorme y triste,

como un párpado espeso

caído sobre el mundo...


Una cólera aséptica

enrojece mis manos.


¡Oh Héroe, mi Héroe!
En la Ciudad de mi sangre

no hay sitio para ti.


De tu frustrada forma

sólo queda un puñado

de sal entre mis dedos,

un silencio en mis sienes,

agudo como un grito

y en el filo del Tiempo

una lágrima muerta,
                             clarísima,

                             castísima,

                             y amarga, 

                             amarga,

                              amarga...
                                                    (Que el aire, que el agua,

                                                       paloma...)
Fuera, en la dulce sombra, duerme la noche inmensa,

       con una yegua blanca recostada en el pecho,

              como un jazmín.

poema de Carlos Rodríguez Pintos

de "Tres elegías de la Ciudad de los Ahorcados"
Originalmente en Revista Nacional Año XI. — Montevideo, abril-setiembre de 1966 — Nos. 228-29. Tomo XI.

Gentileza de Biblioteca digital de autores uruguayos de Seminario Fundamentos Lingüísticos de la Comunicación

Facultad de Información y Comunicación (Universidad de la República)

 

Ver, además:

 

              Carlos Rodríguez Pintos en Letras Uruguay

 

Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce 

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