La princesa que perdió el color de sus ojos
Cuento Leyenda de Carlos Rodríguez Pintos

La Princesa “Guaviyú” tenía quince años. Alta y fina como uno de esos juncos nacidos al borde de la laguna Grande, llevaba la cabellera suelta y larga hasta los pies, y sus ojos eran azules como el cielo de otoño después de una tarde de tormenta. Su padre, el cacique “Mburú-bichá”, el fuerte, y su madre, “Urú-pilá”, la paloma, le pusieron al nacer el nombre de Guaviyú, que quiere decir, “Arbol del fruto dulce”. Porque la princesita además de sus ojos azules, tenía el corazón tan dulce como un fruto maduro, y para acercarse a su corazón dulce, y para mirarse en sus ojos azules, venían de toda la ancha tierra de América, todas las madres indias, trayendo de la mano a sus hijos pequeñitos, con la esperanza de que al mirar a la Princesa, sus ojos adquirieran también el color maravilloso. Pero al cabo de un tiempo, madres y niños volvíanse a sus casas, en sus lejanas tierras, con los ojos igualmente negros, tan negros como la pluma del Urú-bú, el señor Cuervo, siempre vestido de luto y siempre de mal humor.

No solamente venían los niños indios para mirarse en los ojos de la Princesa, sino que de todos los rincones de la tierra y del cielo llegaban todos los animalitos, todos los pájaros y todas las mariposas de colores.

Y éstos quedábanse junto a la princesita. Guaviyú estaba siempre contenta rodeada de sus nuevos amigos, y pronto aprendió a hablarles en sus propias lenguas, y ellos le enseñaron a llamarles por su nombre y le contaron sus pequeñas historias. Y así supo Guaviyú, que “Guazú-birá”, la venada, estaba siempre triste, porque sus cuernos no le crecían, mientras los de su marido alcanzaban ya, por lo menos, a veinte centímetros de altura, y porque no sabía como hacer para mirar a la princesita de frente, sin que sus ojos, demasiado grandes se pusieran en seguida a llorar sin consuelo. También supo Guaviyú que su amigo “Curú-rú”, el sapo, no podía vestirse más que con el color de la tierra mojada, y cantar con una voz gruesa y ronca, mientras su prima hermana la joven “Yú-í”, la ranita de la hierba húmeda, lucía preciosos vestidos verdes, y llevaba una campanita de cristal dentro de la garganta; “Curú-rú” encontraba que esto no era justo, y venía a contárselo a los ojos azules de su joven amiga.

Churrinche

Y Guaviyú supo también que “Urú-tatá”, el churrinche, estaba empezando a cansarse de tener que vestirse siempre de colorado; y que “Añá-mbaracá”, la cigarra, estaba ya cansada del todo, de no poder ser otra cosa que una cajita de música, y de que la siguieran llamando con su viejo y feo nombre de “Guitarra del diablo”. Pero una de las cosas que más entristeció a Guaviyú, fue el saber que “Carumbé”, la tortuga, la Señora del río, se moría de envidia mirando volar sobre la cabeza de la princesita, la nube de las mariposas de colores que formaban en torno a ella un círculo brillante o, prendidas todo a lo largo de su cabellera, la cubrían hasta los pies. Las mariposas amaban mucho a la princesita Guaviyú y habían formado un ejército, que la acompañaba a todas partes, de más de mil alitas multicolores, mandado por sus dos grandes reinas: “Tanambí”, la mariposa amarilla color del día y “Ura”, la mariposa negra color de la noche.

La princesita Guaviyú, vivía feliz, rodeada de sus amigos de la tierra y del cielo. Por las tardes, luego de haber jugado con ella durante todo el día, a todos los juegos del cielo y de la tierra, éstos venían a sentarse en rueda a sus pies, bien calladitos, esperando que ella les diera a cada uno, una larga mirada de sus ojos azules, para luego volverse a sus casas, uno a uno, llevándose guardada dentro del corazón, la preciosa mirada de la Princesa.

Carumbé

Y así, podía verse, cuando el sol se ponía, a “Guazú-birá”, la venada, corriendo ágil, hacia lo más espeso del monte, y dejando caer en el camino un collar hecho con sus más brillantes lágrimas.

Y también veíase a “Curú-rú”, el sapo, dando sus pequeños saltos, envuelto en su vestido color de barro, y diciendo: “buenas noches” con su voz ronca y agria. Y detrás de él íbase “Yu-í”, la ranita, con su preciosa pollera verde, agitando las campanitas de su garganta que querían decir: “Adiós”, “Adiós”, con su fina voz de cristal. Y de un salto se escapaba “Urú-tatá”, el churrinche, desapareciendo de pronto dentro del aire, como una chispa colorada. Por último “Carumbé”, la tortuga, volvíase despacito, despacito, hacia la orilla del río, dando vuelta la cabeza tristemente para mirar a las mariposas que iban plegando las alas, una a una, sobre la larga cabellera suelta de la princesita Guaviyú.

Porque las mariposas, que eran las favoritas de la Princesa, se quedaban toda la noche junto a ella, y hacían nido entre sus cabellos, en largas filas brillantes, según el tamaño y el color, y siempre vigiladas por sus dos reinas, que dormían, a su vez, sobre las dos sienes de Guaviyú: sobre la sien derecha, “Tanambí”, la mariposa amarilla, color del día, y sobre la sien izquierda, “Ura”, la mariposa negra color de la noche.

Pero una tarde en que la princesita Guaviyú tendióse a dormir a la orilla del río, al despertarse y al mirarse en las aguas transparentes, vio que de sus ojos había desaparecido aquel admirable color azul, y que éstos se le habían vuelto pálidos, y casi tan blancos como las plumas de “Urú-ra-tí”, la garza triste que vivía cerca de la laguna. Y Guaviyú lloró amargamente, y sus lágrimas ya no fueron azules, sino plateadas y frías como las gotas del rocío en la mañana.

Junto a Guaviyú lloraron todos sus amigos de la tierra y del cielo; y su padre, el cacique “Mburú-bichá", el jefe, y su madre, “Urú-pilá la paloma, lloraron también con todas las lágrimas de sus ojos negros, porque sabían que si antes de la cuarta luna, no le había sido devuelto el color de sus pupilas, la princesita Guaviyú moriría sin que nadie pudiera remediarlo.

“Mburú-bichá” y “Urú-pilá" mandaron hacer dos grandes carteles, en los que decían que aquél que encontrara el color de los ojos de la Princesa y se lo devolviera, habría de casarse con ella, y podría usar desde entonces sobre su frente, las cuatro plumas amarillas que desde siglos atrás eran el signo del poder y de la fuerza.

Estos carteles fueron entregados: uno a la vieja y desplumada “Yapá-caní”, el águila, y el otro al no menos viejo y pelado “Mirí-quiná”, el mono negro; y como ellos eran muy antiguos y muy fieles servidores de la familia de Guaviyú, y como querían con todo el amor de sus dos viejos corazones a su joven y linda princesita, salieron en seguida a cumplir la misión que les fuera encomendada.

“Yapá-caní”, el águila, paseó en su picor durante largas horas, por encima del campo, del río y de la laguna, el cartel que le diera el cacique. También “Mirí-quiná”, el mono negro, colgó a su vez, el otro cartel, entre las ramas más altas de la palmera del monte, y luego lo extendió durante varias horas sobre la tierra, junto a los caminitos que hacen, para ir a beber al río los que habitan dentro de la espesura. Y así habrían de saberlo no sólo aquellos que viven en el cielo y montan sobre las nubes, sino también aquellos que viven en la tierra y se arrastran sobre ella.

Al saber la noticia salió corriendo la rápida “Guazú-birá”, la venada, más ágil que nunca y con los ojos más llenos de lágrimas. Y estuvo cinco días sin volver, y al fin del quinto día, apareció de nuevo trayendo enredada en sus pequeños cuernos, una red finísima de seda de un claro azul transparente, que había hilado especialmente para ella su amiguita “Ñá-andú'’, la araña, y por eso esta red color de cielo llamábase “Ña-andutí”. La venada puso la red sobre las manos de la princesita, que la miró durante largo rato en silencio, pero sus ojos siguieron tan pálidos como antes. Y “Guazú-birá” se echó a los pies de la Princesa y siguió llorando.

Luego fuése a su vez “Curú-rú", el sapo, dando grandes saltos de costado y desapareció también durante cinco días seguidos, al cabo de los cuales se le vio venir trayendo en la boca cuatro piedrecitas brillantes y de un precioso color azul, que le había regalado su amigo “Azú-rú”, el pantano. “Curú-rú”, puso las cuatro piedrecitas en las manos de la Princesa quien también las miró largo rato sin decir nada, pero sus ojos siguieron tan pálidos como antes. Y “Curú-rú", el sapo, se echó a los pies de la Princesa y se quedó callado y triste, con los brazos cruzados sobre el vientre.

Tocóle el turno a la pequeña "Yú-í” la ranita. la que toda vestida de verde, se fue, haciendo sonar su campanita y perdiéndose entre los altos juncos.

“Yú-í” estuvo sin dejarse ver durante cinco días y cinco noches, y en la noche del quinto día, trepóse de un salto sobre las rodillas de la Princesa, y metiéndose entre sus manos, dejó en ellas cinco estrellas azules y brillantes como gotas de fuego, que le había regalado su amigo “Cocuyo”, el bichito de luz, quien para podérselas dar tuvo que arrancárselas de su propio corazón. La princesita Guaviyú las contempló largo rato callada, pero sus ojos no cambiaron de color, “Yú-í”, la rana, echóse a los pies de la Princesa, y allí quedó acostada como una hojita verde.

Tocóle el turno entonces a “Urú-tatá”, el churrinche. Prendiéndose con el pico a un rayo de sol, “Urú-tatá” desapareció entre las nubes más altas, donde su sombra quedó bailando, por un instante, como una gotita de sangre. No se supo de él hasta pasados los cinco días y las cinco noches; al cabo de la quinta noche, “Urú-tatá” apareció de nuevo hamacándose sobre una rama de laurel y trayendo en su pico cinco plumas pequeñitas y azules que bajo la luz nocturna parecían hechas con hilos de la luna, y que le habían sido regaladas por su pariente lejano, el joven e inquieto “Guáh-numbí”, el picaflor, el que para hacerle ese regalo había tenido que deshacerse de los mejores adornos de su traje de baile. “Urú-tatá” puso las plumitas azules en las manos de la Princesa, quien luego de mirarlas y mirarlas, las dejó caer al suelo, quedándose con los ojos tan pálidos como antes. “Urú-tatá”, el churrinche, se hizo un ovillito rojo a los pies de la Princesa.

“Carumbé” la tortuga, sin decir nada a nadie, y sin que nadie la viera, se alejó con el trotecito más rápido que le fuera posible obtener de sus cuatro patas torcidas, y no volvió hasta la quinta noche, en la que se apareció frente a los pies desnudos de Guaviyú, poniendo sobre ellos la más azul de todas las flores azules de cardo que han habido jamás en el mundo, y que cortó especialmente para ella, su amiga y comadre “Teyú”, la señora Lagartija.

La Princesa contempló durante largo rato la preciosa flor azul, pero sus ojos no recobraron por ello su antiguo color. Y “Carumbé”, la tortuga, escondió la cabeza y las patas, y quedóse a los pies de la Princesa como una fuentecita de barro dada vuelta al revés.

Y viendo todo esto, las mariposas azules se arrancaron las alas, y las dejaron caer dulcemente sobre las rodillas de Guaviyú. Pero nada pudo volver el color perdido.

Entonces, por la noche, aprovechando el sueño de la princesita, todos sus amigos se fueron lentamente hacia la orilla del río, donde vivía “Aráh-berá”, el pescador, quien hacía mucho tiempo estaba enamorado de la Princesa Guaviyú. ‘"'Aráh-berá” tenía también quince años, y sus ojos y su pelo eran más negros que las plumas de “Yb-güí-ra-né la garza negra del bañado; y su cuerpo era de color del bronce, y brillaba bajo el sol como una espada de oro. Y porque tenía el cuerpo tan luminoso, le habían puesto el nombre de “Aráh-berá”, el relámpago.

Todo los pájaros del monte acompañaban siempre a “Arah-berá”, mirándose en su cuerpo como en un espejo, y “Aráh-berá” comprendía todos sus cantos y los llamaba por sus nombres.

Cuando “Aráh-berá” supo que nadie podía encontrar el color de los ojos de la joven Princesa, púsose muy triste y sentóse a llorar junto al borde del río, donde todos los pájaros vinieron a consolarlo.

Y mientras estaba sentado en la orilla, he aquí que “Carumbé”, la tortuga, salióse del agua y le contó que había descubierto, oculta en el fondo del río una flor maravillosa que tenía los pétalos de un azul tan claro y tan puro, que toda el agua alrededor habíase teñido con el color del cielo en la mañana.

“Aráh-berá” inclinándose sobre el agua, pudo ver a su vez la preciosa flor que había robado el color de los ojos de la princesita, la tarde aquella en que ésta quedárase dormida junto al río.

Aráh-berá” el pescador, echó su red en el agua por diez veces seguidas, pero la flor conseguía siempre pasar al través de las mallas, quedándose escondida entre las arenas del fondo. “Aráh-berá” volvió a sentarse en la orilla tristemente sin saber qué hacer, cuando “Yú-í”, la ranita verde, que sabía muchas cosas, porque andaba siempre escuchando en todas las puertas, díjole que sólo podría conseguir alcanzar la flor azul, si se arrojaba él mismo al río, y se dejaba morir por el amor de la Princesa.

Al oír esto, “Aráh-berá” tiróse de cabeza al agua, y consiguió al fin alcanzar la preciosa flor; pero ya no pudo subir más a la superficie y todos los pájaros lloraban sobre el río, volando, volando, en grandes círculos de colores.

Cuando la princesita Guaviyú lo supo, vino ella también a sentarse a la orilla del río, en el fondo del cual podía verse al pobre “Aráh-berá” acostado a lo largo, teniendo entre sus manos la preciosa flor. Pero el cuerpo de “Aráh-berá” el pescador, había perdido todo su bello color de bronce, y estaba tan pálido como los ojos de “Guaviyú”,

“Guaviyú” hizo echar nuevamente la red al río, y todos los pájaros vinieron a levantarla, trayendo en ella el cuerpo de “Aráh-berá”, con la flor apretada entre sus manos.

La princesita se puso a llorar amargamente, y cuando sus lágrimas cayeron sobre la flor, el bello color se escapó de los pétalos para ir a esconderse de nuevo dentro de los ojos de la Princesa; y a medida que la flor se tornaba blanca, los ojos de “Guaviyú” recobraban su antiguo azul.

Mientras esto sucedía, el cuerpo pálido de “Aráh-berá” el pescador, iba también tomando de nuevo su brillante color de bronce; y todos los pájaros se acercaban a mirarse otra vez en él como en un espejo,

“Aráh-berá”, el pescador despertóse de su sueño, y al ver a su lado a “Guaviyú”, mirándole con sus preciosos ojos de cielo, se quedó muy contento, y tomándola del brazo volvióse con ella al lado de sus padres, el cacique “Mburú-bichá”, el fuerte, y “Urú-pilá”.

Detrás de ellos iban todos sus amiguitos del cielo y de la tierra, y la nube de colores de los pájaros, y la de las mariposas.

Sólo se quedó en la orilla del río “Carumbé” la tortuga, que estaba muy enojada y quería castigar a la mala flor ladrona, arrancándole todos sus pétalos uno a uno, “Mburú-bichá”, el cacique y “Urú-pilá” la paloma, dieron a “Aráh-berá” la mano de la princesita Guaviyú, y pusieron sobre su frente las cuatro plumas amarillas que son el signo de la fuerza y del poder.

La princesita “Guaviyú” y “Aráh-berá”, el pescador, fueron muy felices y no olvidaron nunca a sus amiguitos de la tierra y del cielo.

 

por Carlos Rodríguez Pintos
Revista "El Grillo" Nº 49 Julio, 1959

Digitalizado y editado por el editor de Letras Uruguay. 


Editor de Letras Uruguay: Carlos Echinope Arce 

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