El nieto de Kafka

 
2777278, Movicom. El Señor K. oprime en vano los botoncitos cuadrados de su aparato: central fuera de servicio. Se levanta costosamente de su cama: no es fácil liberarse del colchón floating system. Se deposita con cuidado sobre sus hush puppies, pero los pies hinchados desbordan escandalosamente de esos artefactos color caoba.
Deslizándose penoso sobre la moquette indestructible y antifiama, alcanza el modular de la computadora. El sillón anatómico regulable lo recibe tan confortable como siempre. Enciende la llave general y después de buscar el Word Perfect, escribe.
Conecta el modem y marca un número en el anticuado teléfono digital, todavía con cable, que está al lado de la computadora.
Trrrr. Trrrr. Trrrr. Trrrr. La saturación de líneas impide que el mensaje, convertido en ceros y unos, llegue a la otra computadora, donde "ella", Milena, fuente de toda salvación, espera el llamado del Señor K.
El Señor K. engulle un puñado de anfetaminas. Después va hacia el fax. Pisa un montón de compact-disc que quedaron en el suelo. Resbala sobre los escurridizos estuches plásticos y cae contra el equipo de sonido. Con el impulso arrastra el rack completo y los cuatro parlantes compactos, tironeados por sus respectivos cables, se desprenden de las paredes. Uno golpea el control remoto de la TV de 40 pulgadas, alta definición, oprime el on, y en la pantalla aparece "Casablanca" en colores. El sonido cuadrafónico es atronador.
El Señor K. recoge el video-disco de "Terminator VII" y lo arroja contra el televisor. Da contra los controles manuales. La imagen se congela en el gesto de Bogart encendiendo un cigarrillo, con su poco explicable actitud de irreprimible asco. El audio se desconecta instantáneamente. El Señor K. mira a Bogart, silenciado y estático en las profundidades del trinitrón. Se alivia.
Cuidadoso, como si estuviera sobre el hielo, el Señor K. se para. Siente hambre. Piensa en yogurt descremado, homogeneizado y con bifidus. Pero antes debe llegar al fax, que descansa en su lugar como un sapo blanquecino y mate.
Con un marcador de bolilla flotante e indeleble, garabatea en un papel membretado. Señor K. y su dirección, dice arriba, impreso en caracteres "San Francisco", exotismo que se permitió en un día de sol.
Introduce el papel en el fax y marca 52342454. Ningún resultado. La saturación incluye a las líneas normales.
El Señor K. tendrá que salir. Su viejo Mitsubishi con ruedas de carbono, y sólo 16 válvulas, lo espera a 36 pisos, o 23 segundos en ascensor.
Va a la heladera. Tira de la puerta imán y saca el envase desechable y multicolor del yogurt ACME. Lo destapa, observando el hermoso color sintético rosado flúor de la crema. El Señor K. no se encuentra la boca y atribuye el fenómeno a su estado de turbación. El mismo con que despertó exactamente a las ocho horas de haber tomado su somnífero preferido.
Deja que el yogurt caiga en las mandíbulas del triturador de basura de la pileta, que lo engulle con ruido a tiburón.
Tres pasos fuera de la kitchenette lo ponen junto a su cama. Se embute el brilloso traje Pierre Cardín sobre la camisa que no se había sacado. Pelea sin suerte con los zapatos. Busca unos amplios championes high-tec y consigue calzárselos.
Desconecta el aire acondicionado y levanta la persiana metálica del ojo de buey cóncavo. El reloj de la torre ACME indica que son las siete de la mañana.
El smog, la restricción vehicular. El señor K. duda. Intenta recordar qué matrículas no pueden circular ese día. ¿Las que terminan en 2 y en 6? ¿0 en 3 y 7? Su chapa termina en 7.
Prefiere la multa. Busca las llaves dcl auto y la tarjeta magnética de su puerta.
Revuelve papeles, platos, ceniceros, se agacha bajo muebles, hasta que la tarjeta aparece en uno de sus propios bolsillos. Las llaves no. El Señor K. saldrá igual, e incluso, si es necesario, caminará al aire libre.
Desconecta la alarma del apartamento e introduce la tarjeta magnética en la ranura lectora y espera el ping-pong y que se abra.
No se abre. Extrae la tarjeta. La invierte y vuelve a colocarla. No ocurre nada.
Repite la operación y empuja la puerta, sin éxito.
No intenta gritar. Los constructores garantizan el total aislamiento acústico de cada apartamento.
Al señor K. la resignación no le cuesta demasiado.
Endereza el rack de sonido, cuelga los parlantes y pone un compact de música electrónica y sonido matemático.
Se sienta frente al monitor apagado y se mira reflejado en la pantalla, tampoco hoy verán (ni "ella", Milena, ni los otros), su cabeza transformada en airosa computadora. Un auténtico personal computer, piensa el Señor K.

Elbio Rodríguez Barilari
La Mitad del Infinito (cuentos)
Ediciones de la Banda Oriental

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