El monje Teótimo
José Enrique Rodó

... Pasó que, huésped en una casa de campo de Megara[1], un prófugo de Atenas, acusado de haber pretendido llevarse bajo el manto, para reliquia de Sócrates, la copa en que bebían los reos la cicuta[2], se retiraba a meditar, al caer las tardes, a lo esquivo de extendidos jardines, donde sombra y silencio consagraban un ambiente propicio a la abstracción. Su gesto extático algo parecía asir en su alma: dócil a la enseñanza del maestro, ejercitaba en sí el desterrado la atención del conocimiento propio.

Cerca de donde él meditaba, sobre un fondo de sauces melancólicos, un esclavo, un vencido de Atenas misma o de Corinto[3], en cuyo semblante el envilecimiento de la servidumbre no había alcanzado a desvanecer del todo un noble sello de naturaleza, se ocupaba en sacar agua de un pozo para verterla en una acequia[4] vecina. Llegó ocasión en que se encontraron las miradas del huésped y el esclavo. Soplaba el viento de la Libia, producidor de fiebres y congojas. Abrasado por su aliento, el esclavo, después de mirar cautelosamente en derredor, interrumpió su tarea, dejó caer los brazos extenuados, y abandonando sobre el brocal de piedra, como sobre su cruz, el cuerpo flaco y desnudo: "Compadéceme -dijo al pensador-, compadéceme si eres capaz de lágrimas, y sabe, para compadecerme bien, que ya apenas queda en mi memoria rastro de haber vivido despierto, sino es en este mortal y lento castigo. ¡Ve cómo el surco de la cadena que suspendo, abre las carnes de mis manos; ve cómo mis espaldas se encorvan! Pero lo que más exacerba mi martirio es que, cediendo a una fascinación que nace del tedio y el cansancio, no soy dueño de apartar la mirada de esta imagen de mí que me pone delante el reflejo del agua cada vez que encaramo sobre el brocal el cubo[5] del pozo. Vivo mirándola, mirándola, más petrificado, en realidad, que aquella estatua cabizbaja de Hipnos[6], porque ella sólo a ciertas horas de sol tiene los ojos fijos en su propia sombra.

Acaso nunca ha habido anacoreta que viviese en tan desapacible retiro como Teótimo, monje penitente, en alturas más propias que de penitentes, de águilas. Tras de placer y gloria, gustó lo amargo del mundo; debió su conversión al dolor; buscó un refugio, bien alto, sobre la vana agitación de los hombres; y le eligió donde la montaña era más dura, donde la roca era más árida, donde la soledad era más triste. Cumbres escuetas, de un ferruginoso color, cerraban en reducido espacio el horizonte. El suelo era como gigantesca espalda desnuda: ni árboles, ni aun rastreras matas, en él. A largos trechos, se abría en un resalte de la roca una concavidad que semejaba negra herida, y en una de ellas halló Teótimo su amparo. Todo era inmóvil y muerto en la extensión visible, a no ser un torrente que precipitaba su escaso raudal por cauce estrecho, fingiendo llantos de la roca, y las águilas que solían cruzarse entre las cimas. En esta espantosa soledad clavó Teótimo su alma, como el jirón de una bandera destrozada en lides del mundo, para que el viento de Dios la limpiase de la sangre y el cieno. Bien pronto, casi sin luchas de tentación y sin nostálgicas memorias, la gracia vino a él, como el sueño al cuerpo vencido del cansancio. Logró la entera sumersión del pecho en el amor de Dios; y al paso que este amor crecía, un sentimiento intenso, lúcido, de la pequeñez humana, se concretaba dentro de él, en este diamante de la gracia: la más rendida y congojosa humildad. De las cien máscaras del pecado tomó en mayor aborrecimiento a la soberbia, que, por ser primera en el tiempo que las otras[7], antes que máscara del pecado le pareció su semblante natural. Y sobre la roca yerma y desolada, frente al adusto[8] silencio de las cumbres, Teótimo vivió, sin otros pensamientos que el de la única grandeza velada allá tras la celeste bóveda que sólo en reducida parte veía, y el de su propia pequeñez e indignidad.[9]

Pasaron años de esta suerte[10]; largos años durante los cuales la conciencia de Teótimo sólo reflejó de su alma imágenes de abatimiento y penitencia. Si acaso alguna duda de la constancia de su piedad humilde le amargaba, ella nacía del extremo de su misma humildad. Fue condición que Teótimo había puesto en su voto, ir, una vez que pasase determinado tiempo de retiro, a visitar la tumba de sus padres, y volver luego, para siempre, al desierto. Cumplido el plazo, tomó el camino del más cercano valle. La montaña perdía, en lo tendido de su falda[11], parte de su aridez, y algunas matas, rezagadas de vegetación más copiosa, interrumpían lo desnudo[12] del suelo. Teótimo se sentó a descansar junto a una de ellas. ¿Cuántos años hacía que no posaba los ojos en una flor, en una rama, en nada de lo que compone el manto alegre y undoso[13] colgado de los hombros del mundo? . . . Miró a sus pies, y vio una blanca fio recilla que nacía de un tallo acamado[14] sobre el césped; trémula, y como medrosa, con el soplo del aura. Era de una gracia suave, tímida; sin hermosura, sin aroma . . . Teótimo, que reparó en ella sin quererlo, se puso a contemplarla con tranquilo deleite. Mientras notaba la sencilla armonía de sus hojuelas blancas, el ritmo de sus movimientos, la gracia de su debilidad, una idea súbita nació de la contemplación de Teótimo. ¡También cuidaba el cielo de aquella tierna florecilla; también a ella destinaba un rayo de su amor, de su complacencia en la obra que vio buena! ... Y esta idea no era en él grata, afectuosa, dulcemente conmovida, como acaso la tuvimos nosotros. Era amarga, y promovía, dentro de su pecho, como una hesitante[15] rebelión. Sobre la roca yerma y desolada[16] nunca había nublado su humildad el pensamiento que ahora le inquietaba. ¿Todo el amor de Dios no era entonces para el alma del hombre? ¿El mundo no era el yermo, sobre el cual, única flor, flor de espinoso cardo, el alma humana se entreabría, sabedora de no merecer la luz del cielo, pero sola en gozar del beneficio de esta luz? Vano fué que luchara por quitar los ojos del alma, de este obstinado pensamiento, porque él volvía a presentársele, cual si lo empujase a la claridad de la conciencia de Teótimo una tenaz persecución. Y tras él, sentía el eremita[17] venir de lo hondo de su ser[18], un rugido cada vez más cercano . . . , un rugido cada vez más siniestro . . . , un rugido cuyo son conocía, y que brotaba de unas fauces que creyó mortal-mente secas en su alma. Bastó una débil florecilla para que el monstruo oculto, la soberbia apostada tras la ilusión de la humildad, dejase, con avasallador empuje, su guarida . . . Bajo la alegre bondad de la mañana, mientras tocaba en su pecho un rayo de sol, Teótimo, torvo y airado, puso el pie sobre la flor indefensa...

* * *

La reclusión en el pedazo de tierra donde se ha nacido, es soledad amplificada, o penumbra de soledad. Todos los engaños que la soledad constante e ininterrumpida cría en la imaginación del solitario, en cuanto al juicio que forma de sí mismo, suelen arraigar también en el espíritu del que no salió nunca de su patria; y cuando ha respirado el aire del extranjero, se disipan: ya se traduzca esto en desmerecimiento o en reintegración; ya sea para palpar la vanidad de la fama que le lisonjeaba entre los suyos; ya, por lo contrario, para saber que ha de estimarse en más y que puede dar de sí más que pensaba[19]: ya como el ermitaño[20] cuya ilusión de santidad se deshizo en presencia de la silvestre florecilla ...

Notas:

En el cuento simbólico El monje Teótimo del capitulo LXXXVII de MOTIVOS DE PROTEO, Rodó ejemplifica cómo "la soledad continua ampara y fomenta conceptos engañosos".

[1] anacoreta: persona que vive en lugar solitario, dedicada a la oración y a la penitencia; eremita.

[2] Rodó suele usar las formas le, les, en casos llamados de acusativo.

[3] ferruginoso: color rojizo, característico de las tierras que contienen hierro, en forma de óxido.

[4] clavó: figuradamente, detuvo; puso; colocó.

[5] nostálgicas memorias: recuerdos melancólicos; lo que los portugueses llaman "saudades" y los gallegos "morriña". También las "memorias tristes" con que finaliza el soneto X de Garcilaso.

[6] gracia: don sobrenatural, que se recibe con agrado.

[7] Según la historia cristiana, la soberbia fué el primer pecado, cometido y castigado.

[8] adusto: referido a las cosas, debe aceptarse como sinónimo de "imponente; grandioso*'

[9] indignidad: falto de mérito.

[10] suerte: modo; manera.

[11] falda: ladera; en lenguaje figurado, parte en declive de una elevación de tierra.

[12] desnudo: figuradamente, árido, seco, estéril.

[13] undoso: ondoso; que ondea; que tiene ondas.

[14] acamado: caído o tendido sobre el suelo, por acción del viento o de la lluvia.

[15] hesitarte: dudosa; vacilante.

[16] desolada: derruida; seca; asolada; sin fertilidad.

[17] eremita: ermitaño; el que vive en soledad; anacoreta.

[18] Rodó suele diferenciar con acento diacrítico, la acepción distinta que tienen "ser" y "son" (verbos) y "ser" y "son" (nombres). La Academia no señala normas para distinguir éstos y otros casos de palabras homógrafas de significado diferente.

[19] Expresiones parecidas suelen reemplazarse por otras de este tipo: más t/e lo que pensaba.

[20] ermitaño: anacoreta: el que vive en soledad; eremita. reservada o enigmática".

José Enrique Rodó
Parábolas cuentos simbólicos
Ilustraciones de Santos Martínez Koch
Contribuciones americanas de cultura S. A.
Montevideo 1938

Texto e imagen recopilados, escaneados y editados por el editor de Letras-Uruguay Carlos Echinope Arce Es uno de los autores elegidos, por marzo del 2003, para integrar la Letras Uruguay nacida el 23 de mayo del 2003.

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