Centenario de Juan José Morosoli

Un narrador de transición
por Pablo Rocca

LA DEFINICIÓN fue suya: "Se sabe que no soy literato -de lo cual Dios me libre y me guarde- sino simplemente un escribe papeles y que pongo en ellos un poco del drama de cada hombre humilde". Así lo dijo Juan José Morosoli (1899-1957) en una conferencia pronunciada en 1945, en Minas, donde nació hace un siglo y donde permaneció hasta morir. Sin embargo, este narrador prolífico, que también fue poeta y dramaturgo, llevó a cabo una consciente profesión literaria que rebasa esos modestos límites autoatribuidos. Como pocos de los escritores posgauchescos de la región, Morosoli pensó -y mucho- sobre el vínculo entre realidad y literatura. Sus numerosos relatos son testimonio suficiente de esta preocupación.

 

REVELAR AL OTRO. Una tradición crítica postula que ciertos escritores crean mundos autónomos, paralelos o de escasos nexos con éste (desde H.G Wells hasta Jorge L. Borges). Hay otra que confía en la experiencia del creador y en su capacidad de observar el entorno más inmediato (desde Balzac hasta Rómulo Gallegos). Las ficciones de Morosoli parecen situarse cómodamente en la segunda línea: "Si usted quiere ser un escritor, tiene que andar", fue la frase iluminadora que escuchó un día y que lo hizo abandonar sus escarceos poéticos para dedicarse a contar, en un oficio que lo redimiría como "escritor social": "el que muestra la verdad".

A ese escritor-interlocutor, según lo concibe Morosoli, le compete acompañar "en sus procesos mentales" a quienes son incapaces de mostrar "por sí mismos las dimensiones de su espíritu''. Esta actitud podría alinearlo con el solo registro costumbrista y con una visión autoritaria, pero el caso es mucho más complejo. Parece tarea fértil recolocar un problema que la crítica debate desde hace décadas.

Quien sólo haya leído un par de historias suyas puede corroborar que los personajes de Morosoli carecen de trascendencia, aunque de acuerdo con el Azorín de Los Pueblos, el escritor uruguayo podría decir "que en la vida nada hay que no revista una trascendencia incalculable". Nada hay en Morosoli del "gauchismo cósmico" que reclamaba su coetáneo Pedro Leandro Ipuche para ultrapasar la retórica de la añosa literatura gauchesca. Pero buscando "pintar la aldea", en procura de ciertos nítidos reflejos exteriores, Morosoli se arrima y a la vez esquiva el pintorequismo. Ciertos personajes (como el calagualero o el minero) o algunas pinceladas del paisaje agreste de la serranía minuana, resultan marcas exteriores que valen por sí mismas y no sólo en favor de una mirada interior, como postulara Carina Blixen (El País Cultural, Nº 149). Con la recuperación de lo típico minuano, Morosoli también capitaliza su experiencia, su capacidad de observación del otro: el prójimo simple, el ejercitante de un oficio en extinción. Por eso, cuando empezó a escribir "el gran cuadro de composición se nos escapaba. Apenas si podíamos aspirar al cuadro limitado del hecho personal con alguna concesión al tipismo o al pintorequismo honrado y verdadero. Era la hora de entrar en el hombre " ("La soledad y la creación literaria", 1952).

Además de narrar las tribulaciones de estos "vivientes" de la orilla pueblerina o de sus alrededores -los que padecen y sufren como en cualquier rincón del planeta-, en Morosoli hay una fuerte preocupación social (y aun política) por esa estructura económica que forma y hasta determina el "alma" de los de abajo. No por casualidad sólo en su novela Muchachos (1950) se acerca un poco a los burgueses y a la clase media llena de prejuicios (las Señoritas, el Cura y el señor Matías), quienes ni siquiera ocupan un lugar central. Pocas veces recurre al estanciero "de riñón cubierto", como dijera Serafín J. García en su célebre poema "Orejano", y cuando lo hace siempre lo ve en relación con el desposeído.

Ser "un escritor social", significa en consecuencia, indagar todo lo que implique la aventura del hombre en esas criaturas que conoce a fondo, con las que convive. Y esa investigación redundará en un mejor conocimiento de la realidad propia, la de ese país moderno que en su obra apenas conquista avances superficiales, puesto que ignora y deja solos a los moradores pobres. No puede extrañar que la soledad y la muerte sean las variables más reiteradas en sus cuentos.

Un "escritor social" nuevo que debía desatender las tres opciones que por el año treinta se habían cristalizado en la narración rioplatense: 1) el destino épico del criollo, según el modelo novelístico de Acevedo Díaz; 2) la sociología cruda que muestra las arbitrariedades del jefe político o cuartelario, como en "Facundo Imperial" de Javier de Viana; 3) la idealización del paisano, que puede reconocerse desde Magariños Cervantes hasta Juan Mario Magallanes. Hubiera sido fácil, también, incurrir en las trampas de un arte doctrinario o en el realismo socialista que llegó a estas orillas a fines de la década del cuarenta con algunos relatos de Alfredo D. Gravina o de Enrique Amorim. Pero ante esta oferta estética, Morosoli opinó de modo tajante que "tan ridículo como presentar por verdadero el cuadro de la estancia cimarrona es crear el falso problema de una lucha de clases campesinas" (La novela nacional y alguno de sus problemas actuales, 1953).

Los propios títulos de sus libros y sus cuentos, aun en su aparente parquedad, dicen mucho de la doble dimensión que desobedece las simplificaciones y compromete, a un tiempo, problemas técnicos y toda una visión antropológica. Por un lado, paratextos como Hombres (1932), Hombres y Mujeres (1944) y Vivientes (1953), aluden a una genérica condición humana y no sólo a una circunstancia provinciana que sería propia de los "escritores departamentales", destino patético al que algunos se empecinan en condenarlo. En otros casos, los mayoritarios, sus títulos notifican que el relato se focaliza en esos protagonistas de vidas nada heroicas ("Cirilo", "Tomás", "Hernández", "Ramos", "Pablito", etc.). El sujeto concentra esa doble dimensión: su particularidad subjetiva y una o más variaciones de las vicisitudes que atañen a cualquiera, esté donde esté. Ya Raviolo ha enumerado los temas fundamentales de la obra narrativa morosoliana: soledad, muerte, alternancia del hombre con el paisaje. Podría agregarse, también, que sus personajes sugieren una callada solidaridad. Por ejemplo, del personaje Ramos se comenta que "andaba siempre como desconfiado de todos" y su vecino Arbelo piensa que, por eso mismo, "algo le funciona mal" ("Ramos").

Desde lo "pequeño y nuestro", Morosoli crea personajes con los que indaga en la condición humana, como el ruso Alejandro del cuento "Ferreira", quien afirma la igualdad plena entre gringos y criollos; o el protagonista de "Un gaucho" que, sin empacho, declara algo inhallable en Javier de Viana: "Mi pago es donde yo ando". Junto a esa tendencia hay, por otra parte, tipos sociales inseparables del paisaje serrano: la rezadora en el cuento epónimo o los amigos de la orilla pueblerina que salen en jubilosa expedición para ver, por primera vez, el Río de la Plata ("El viaje hacia el mar"). Estas criaturas hablan desde una geografía social y enseñan las variaciones psicológicas de personajes populares ubicados en un mapa preciso.

En varios artículos Morosoli insistió en la función "documental" de sus cuentos, en la necesidad de que el arte recuperase a la gente que iba retrocediendo ante los avances de un nuevo orden. De ahí que el escritor se vea a sí mismo como un "revelador" y no tanto como un intérprete de los desposeídos y acorralados por el recambio de valores y prácticas económicas: "Cuando (empecé a escribir) comencé por revelar figuras en las que había reparado. (...) La muchedumbre que vegeta en los bordes de los pueblos -resaca de ellos y deshechos del campo- no tenía aún su revelador" ("Cómo escribo mis cuentos", circa 1945).

Estos seres también formaban parte de ese país que había crecido ufano en las dos primeras décadas del siglo y que, en el centro de la crisis -el primer libro es de 1932, antes de la dictadura de Terra-, tritura a los postergados del campo, los deja sin voz. Por eso son incorporados a un vasto proyecto nacionalista que existió e involucró otras miradas confluyentes, como la de Zavala Muniz sobre el paisano de la frontera norte que se queda sin la protección del caudillo (en Crónica de un Crimen, 1926) o la de los criollos viejos escépticos de la limpieza del régimen electoral (como en el cuento "La primera elección", de Yamandú Rodríguez). 

 

DEL GAUCHO AL CAMPESINO. Como Espínola en los cuentos de Raza Ciega (1926) o Enrique Amorim en la novela El Paisano Aguilar (1932), también Morosoli quiso hacer literatura nacional. En puridad, hacia mediados de la década del veinte un considerable grupo de artistas locales (el narrador Víctor Dotti, el músico Eduardo Fabini, el escultor José Belloni, los pintores Figari, Arzadun y Cúneo) entendió que "lo nacional" se cifraba en el marco campesino y en el pueblo o el caserío. Ese rumbo estuvo marcado por el enorme peso de una tradición que tenía como centro al gaucho.

 

Por ese entonces Montevideo empezó a crecer a un ritmo antes desconocido. La nueva tecnología (desde el teléfono al automóvil) y los avances de la industria cultural argentina y estadounidense (las revistas, el cine, el comic, la producción discográfica) modificaban para siempre las relaciones culturales y amenazaban esa noción estática y aun mítica de la nacionalidad. El campo no era el mismo que habían recreado en sus ficciones Acevedo Díaz, Viana o Carlos Reyles. La paz que imperó desde la última insurrección saravista de 1904, borró los últimos restos del gaucho, la estancia-empresa lo convirtió de andariego o soldado de las "patriadas" en mano de obra útil, cuando no lo confinó a los rancheríos miserables; la granja requirió la presencia de inmigrantes europeos. El país gaucho y "bárbaro" se fue haciendo cada vez más "civilizado" y gringo.

 

Los narradores posgauchescos uruguayos fueron bastante inmunes a las transformaciones estéticas que se estaban operando en todo el mundo. En un principio, ninguno probó suerte a fondo con las nuevas imágenes. Con diversos matices todos siguieron confiando en el realismo, del mismo modo -y hasta paralelo- a la preocupación por el destino del criollo, la mimetización de sus registros de habla y su lugar en el nuevo orden campesino, entendiendo a estos tres elementos como nutrientes básicos de la identidad nacional. Esto podría considerarse una forma de resistencia conservadora ante el empuje de la vanguardia. Asimismo, podría vérsela como un camino ciego y nostálgico, ya que se enfrentan al avance de nuevas realidades que terminarían por clausurar el universo de personajes, costumbres y tradiciones.

 

Las épocas de transición y de crisis generan desconciertos múltiples, pero también impulsan soluciones. Si en la poesía de referencia criolla Fernán Silva Valdés e Ipuche hibridaron lo tradicional con lo nuevo (sobre todo desde el punto de vista formal), en la prosa vernácula no hubo mayores rupturas con el pasado inmediato, salvo en el plano histórico o político. Renato Poggiolo habla de dos vanguardias, una política y otra estética. Adaptando esta disyuntiva al contexto uruguayo, la vanguardia estética encuentra en el nativismo lírico su expresión más refinada y novedosa, por más que Carlos Martínez Moreno piense lo contrario (Las vanguardias literarias, 1969). En la narrativa, la vanguardia política puede leerse a través de una apuesta angustiosa y urgente, que examina la vida rural en pleno triunfo de la modernización. Eso explicaría el deslinde de las mutaciones técnicas a las que, en el mejor de los casos, sólo llegará Espínola alrededor de 1950.

 

Para narrar esa vida agónica, al margen de la polémica entre localismo y universalismo, las modalidades realistas seguían siendo necesarias. En parte esto explicaría, desde el punto de vista comparativo, el escaso número de narradores urbanos (José Pedro Bellan, el primer Ildefonso Pereda Valdés, Juan Carlos Weiker, Alberto Lasplaces, Manuel de Castro y muy pocos más), así como la reducida constancia de narraciones filofantásticas que sólo tiene su representante en Felisberto Hernández, mientras que en Buenos Aires la lista es bastante generosa para una y otra vía (Roberto Arlt, Roberto Mariani, Macedonio Fernández). En Argentina, durante esta misma época, según señala Graciela Montaldo, el "ruralismo" literario crea "sus héroes y sus sentidos, se intenta fijar una mitología bélica cuyo escenario son los campos argentinos. Los mitos culturales que se inauguran en ese momento están teñidos del tópico de la «edad de oro» siguiendo una premisa difusa aunque verosímil: si el presente promete ser brillante, el pasado también lo será: (De pronto, el campo, Beatriz Viterbo Ed., 1993). En Uruguay, en cambio, sólo algunos miran con expectativa la posibilidad de la paz y la extensión por la campaña de la justicia social (Zavala Muniz, Adolfo Montiel Ballesteros, Y. Rodríguez). Otros, como Morosoli, desconfían.

 

Antes que otros, el escritor minuano ofreció respuestas sensatas y profundas sobre ese tiempo que vio desaparecer. Sus cuentos y su única novela pueden ser leídos en diálogo crítico con sus artículos sobre literatura y cambio social, los que reuniera Heber Raviolo en el volumen La Soledad y la Creación Literaria. Ensayos y otras páginas inéditas (1971). En la conferencia sobre "La novela nacional...", Morosoli planteó su más decantada reflexión sobre el sitio que ocuparon tanto él como sus colegas generacionales en el ocaso de los veintes. En la oportunidad, cerca de su muerte y con una obra que ya no traería mayores sorpresas, respondió a las ideas del crítico peruano Luis Alberto Sánchez a propósito del paisaje en la novela latinoamericana. Pero, en rigor, contestó la artillería pesada que dirigían contra los escritores rurales los jóvenes críticos más activos de la época (Emir Rodríguez Monegal, Mario Benedetti y Carlos Real de Azúa) y revisó las posibilidades del cuestionado relato campesino. No lo hizo con una defensa tímida sino que expuso los fundamentos de su poética a partir de las coordenadas sociales y económicas en un tiempo de transición: "Cuando nosotros llegamos terminaba el ciclo que contenía todo lo que la novelística de la época consideraba imprescindible para escribir una buena novela nacional. Llegamos cuando transitaba del gaucho al campesino".

 

Como otros tantos escritores de su promoción (Montiel Ballesteros, José Monegal, Y. Rodríguez), Morosoli escribió la mayor parte de sus ficciones para que circularan en la prensa antes que en esos libros que hoy se atesoran pero que pocos compraban. Las concurridas páginas de Mundo Uruguayo, del Suplemento Multicolor, del diario porteño Crítica, de Marcha y del cuaderno dominical sepia de El Día —donde colaboró asiduamente—, cobijaron sus cuentos y artículos. El hecho de que escribiera para los medios masivos, sin descontar los periódicos que se editaban en su pueblo, prueba una voluntad de hacer literatura para un público amplio y se refuerza en una identidad nacional amenazada. Acompaña a esta labor una firme actividad en gremios de escritores y una activa tarea de publicista y conferenciante. Para Morosoli, el escritor es un trabajador que no puede mantenerse al margen de la realidad.

 

Su prosa seca, las pronunciadas pausas intermedias entre una secuencia y otra, su capacidad de construcción del diálogo en ajuste a personajes lacónicos, la reinvención del lenguaje popular campesino, el uso del estilo indirecto libre o la austeridad para referir directamente lo narrado, todo esto no puede verse sólo en tanto dispositivos formales. Se trata de andadores con los que consigue la dicción exacta y, a veces logra piezas magistrales del cuento breve, como en "Pablito", "Siete pelos", "Andrada", "Dos viejos" o "Un gaucho". Al asignarse el papel de "revelador" de esos seres, Morosoli se inscribe quizá involuntariamente en la mediación típica del intelectual latinoamericano desde el siglo XIX: el letrado habla por el que no lo es y le descubre su clave secreta a quien, paradójicamente, nunca podrá leerlo. Ni siquiera en esos periódicos de gran tiraje.

UNA CULTURA HERIDA. Confiar en el relato como un espacio de la memoria fue el último recurso para almacenar una cultura herida de muerte. Pero no fue el único. Exponiendo el "hecho desnudo" y no su expresa interpretación, Morosoli consigue franquear la barrera del apunte costumbrista, en el que había incurrido en sus primeros escritos evocativos y didácticos. Silenciando su propia voz, refiriendo la historia desde la mirada del personaje, consigue desolemnizar el problema de una literatura criolla que corría el severo riesgo —como dijera Borges— de volverse "un simulacro laborioso y piadoso" de los ritos camperos.

 

Con todo, a menudo predomina la nostalgia y la clara percepción de que la modernidad corrompe la naturaleza pura de los "humildes", como suele llamarlos en sus escritos teóricos. Lo que viene de fuera (los nuevos discursos, el avance del latifundio sobre la pequeña unidad productiva) contaminan el adentro (la comunicación íntima entre el ser y su atmósfera).

 

Quien no pueda resistirse al dinero y al poder se erosiona o se carcome. En "Siete pelos", el protagonista homónimo cuida de un cementerio y el día que le comunican un ascenso que requerirá su traslado, prefiere quedar donde está, y donde tiene todo lo que necesita. En "El campo", el hacendado Correa acumula riquezas sin reparar en el infortunio ajeno, pero piensa que "tener plata es como tener enemigos o remordimientos". En esta encrucijada, Morosoli resuelve la mayor de sus paradojas: mostrar que el capitalismo desvirtúa las relaciones entre la gente sin exaltar las caras más turbias del subdesarrollo. Porque, como apunta al concluir Los albañiles de "Los Tapes", mezclando las voces de narrador y personaje: "todos los que vivían allí también estaban enfermos. Lo que hay es que no sabían que estaban y vivían «así», como vivían, como los animales... Estos campos deshacen a cualquiera...Lo q'hay es q'uno no se da cuenta...".

Vida y obra

1899. 19 de enero. Nace Juan José Morosoli en Minas, hijo de Giovanni Morosoli Quadri y María Porrini. Su padre, de profesión albañil, había llegado a Uruguay en 1894 proveniente de Ticino (Suiza italiana).

1907-1909. Cursa sólo dos años de educación primaria. Su familia atraviesa dificultades económicas que lo obligan a abandonar los estudios.

1908. Trabaja en la librería y bazar de su tío César Porrini, desempeñándose como mandadero y, luego, como vendedor. Con los libros inicia su formación autodidacta.

1920. Junto con dos amigos abre un comercio de almacén y lechería.

1921. Con los mismos socios instala el Café Suizo, donde se exhibe cine mudo y se organizan veladas musicales con una Orquesta de señoritas y la Orquesta Renacimiento. Desde 1923, los amigos del Café editan el periódico El Departamento, en el que Morosoli escribe notas con el seudónimo Pepe. Más adelante colaborará en otros medios de su pueblo, como La Unión y la Revista Minas.

1923. Adquiere un almacén y barraca, en el que trabaja hasta el final de su vida. En diciembre, la Compañía de Carlos Brussa estrena en el Teatro Escudero de Minas su pieza dramática Poblana, con dirección de Ángel Curotto. Al año siguiente la obra se presenta en el Teatro Artigas de Montevideo.

1925. Se publica en Minas el volumen Bajo la misma sombra, que recoge un conjunto de poemas de Morosoli titulado "Balbuceos", además de otras composiciones de sus amigos José M. Cajarville, Guillermo Cuadri, Valeriano Magri y Julio Casas Araújo. El 25 de abril la Compañía de Brussa estrena su drama La Mala Semilla.

1926. Bajo la dirección de Curotto, la Compañía de Rosita Arrieta estrena, en el Teatro de Lavalleja de Minas, el drama morosoliano El Vaso de Sombras.

1928. Publica el volumen Los Juegos (poesía).

1929. 18 de Mayo. Contrae enlace con Luisa Lupi, con quien tendrá dos hijas.

1932. Publica en Minas el volumen de cuentos Hombres. Se reedita en Montevideo diez años después con prólogo de Francisco Espínola, suprimiendo tres cuentos y agregando otros cinco.

1933. Colabora en el Suplemento Multicolor de los Sábados, del diario Crítica, Buenos Aires, dirigido por Jorge Luis Borges y Ulises Petit de Murat.

1934. Por primera vez el suplemento Dominical de El Día divulga un relato de Morosoli. Sigue colaborando con cuentos y esporádicos artículos para este Suplemento, de manera muy activa en el período 1947-1953, llegando a publicar más de setenta textos.

1936. Aparece Los Albañiles de "Los Tapes" (narraciones), editado por el sello binacional Sociedad de Amigos del Libro Rioplatense.

1937. Forma parte de la delegación de escritores uruguayos que recibe los restos de Horacio Quiroga, provenientes de Buenos Aires.

1938. Participa en el "Primer Congreso de Escritores del Interior".

1940. Colabora en el semanario Marcha con algunos artículos. Dicta su primera conferencia en la Universidad Popular de Montevideo, práctica que reiterará en otras instituciones públicas y particulares de la capital, de Minas y otras ciudades del interior.

1944. El editor Claudio García publica el volumen de cuentos Hombres y Mujeres. Comienza a colaborar en la Revista Nacional.

1947. Aparece Perico, colección de relatos breves para niños.

1948. Colabora en Mundo Uruguayo con artículos y narraciones.

1950. Sale en Montevideo la novela Muchachos.

1952. Como miembro de la AUDE (Asociación Uruguaya de Escritores), participa en el "Primer Congreso Nacional de Escritores del Uruguay".

1953. Se publica en Montevideo Vivientes (cuentos).

1957. 29 de diciembre. Muere en Minas de un paro cardíaco. "El primero de enero de 1958, el miércoles próximo, —dijo Juan Carlos Onetti— comenzaría a escribir una novela pensada desde años atrás. Sería la continuación de Muchachos y su acción cubriría dos décadas de la vida del país". (Acción. 29/XII/57).

1959. Aparece Tierra y Tiempo (cuentos), volumen que había preparado poco antes de morir. Se le otorga el Premio Nacional de Literatura.

1962—1971. Heber Raviolo desarrolla una amplia tarea de investigación sobre Morosoli, que publicara en Ediciones de la Banda Oriental: en el 62 recoge cuentos inéditos en libro en el volumen El Viaje hacia el Mar; en el 64 publica Cuentos Escogidos, que contiene dos cuentos inéditos; en el 67 edita por primera vez el relato para niños “Tres niños, dos hombres y un perro"; entre 1967 y 1971 da a conocer cinco volúmenes de Obras de Juan José Morosoli, compilando las obras editas y, en el último tomo, recupera ensayos y artículos hasta entonces desconocidos o que habían circulado en publicaciones periódicas. Todo este plan será reeditado en 1999 con el apoyo de la Intendencia Municipal de Lavalleja.

1973-1984. Aunque sin mediar reglamentación expresa por parte de las autoridades de la dictadura, Perico deja de ser leído en las escuelas del Estado. Según datos proporcionados por Ediciones de la Banda Oriental, el tiraje baja de diecisiete mil ejemplares en 1972 a un promedio de cuatrocientas copias anuales, hasta el restablecimiento de la democracia.

1989. La Televisión de la Suiza italiana produce el film de 92 minutos Viento del Uruguay, dirigido por Bruno Soldini, basado en el relato Los Albañiles de "Los Tapes". Rodada en Uruguay con la participación de varios actores nacionales, se estrena en 1995. El propio Soldini dirige el documental Juan José Morosoli (1899-1957). Narratore del silenzio.

1990. La Fundación "Lolita Rubial" comienza a entregar en Minas, con el respaldo de la municipalidad de Lavalleja, los "Premios Morosoli de la Cultura Uruguaya".

1998. Las hijas del escritor, Ana María y María Luz Morosoli, donan el archivo de su padre a la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación, con destino al Programa específico en Documentación del Departamento de Literaturas Uruguaya y Latinoamericana. Un equipo de investigadores prepara un volumen sobre los escritos inéditos del archivo.

por Pablo Rocca

El País Cultural Nº 516

24 de setiembre de 1999

 

Ver, además:

 

 

                     Juan José Morosoli en Letras Uruguay

 

 

                                                          Pablo Rocca en Letras Uruguay

 

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