En el taller del escritor

Relatos ignorados de Acevedo Díaz
por Pablo Rocca

APENAS pasados los cuarenta años de edad, pocos en América Latina pueden haber hecho tan fructífero despliegue de energías como el que realizó, en las dos orillas del Plata, Eduardo Acevedo Díaz (1851-1921). Se había alistado en dos "revoluciones" (la de Timoteo Aparicio, 1870-72 y en la "Tricolor", contra la dictadura instalada en 1875); en 1897 volverá a pelear, esta vez contra el gobierno de Idiarte Borda. Había dirigido varias revistas y diarios. tanto en Montevideo como en Argentina; había polemizado con la primera fila de sus oponentes colorados —en particular con Julio Herrera y Obes—; había engendrado una vasta progenie a la que mantenía con decoro pero con grandes sacrificios; había escrito varios centenares de artículos de toda especie (políticos, literarios, estéticos, filosóficos, costumbristas), una media docena de cuentos —entre ellos el magistral "El combate de la tapera" (1892)— y cinco novelas. Con tres de ellas —Ismael (1888),  Nativa (1890) y Grito de gloria (1893)—. este padre del relato histórico que ahora está de moda, construyó sólidos cimientos para la narrativa uruguaya.

A mediados de los noventa Acevedo Díaz se perfilaba como el único caudillo ciudadano del partido blanco, pero a causa de las sucesivas tormentas políticas, se había radicado en Dolores (Argentina) donde trabajaba y vivía con su familia. Sabiendo que la conducción de un hombre con su prestigio y sus dotes podía revitalizar las alicaídas fuerzas nacionalistas, un grupo numeroso y entusiasta inició, en febrero de 1895, una campaña para repatriarlo. Los militantes jóvenes del partido tomaron la iniciativa y pronto se formó una comisión de notables para cumplir el objetivo. El homenajeado, al principio, vaciló: "Alejado ha tanto tiempo de mi país, no estoy en condiciones de apreciar correctamente la marcha de las ideas, sino por lo que de éstas reflejan los únicos diarios que recibo", contestó en marzo a una carta de la juventud (El Nacional, Nº 582, 12/IIV/1895). Pero la agitación no se detuvo, y en mayo el líder cedió ante el ofrecimiento de la dirección del diario El Nacional, al que se integra el 18 de julio de ese año.

Se iría del país en 1903, esta vez expulsado por la mayoría de sus correligionarios como castigo por haber dado su voto a José Batlle y Ordóñez. Pero ésa es otra historia.

LA DESPEDIDA DEL NARRADOR. En ese mismo diario El Nacional, el 1 de enero de 1902 apareció en la primera plana del número 2425, la curiosa serie de relatos "Pasajes del paisaje (Desde el tronco de un ombú)". Por esa fecha no sólo era el escritor rioplatense más celebrado por la crítica y aun respetado como tal por sus adversarios políticos, sino que era también un maestro para los jóvenes. Con su habitual estilo epistolar algo quejumbroso, se lo había comunicado Javier de Viana (1868-1926) en una carta aún inédita, fechada el 25 de setiembre de 1899: "Me esforzaré por seguir sus consejos, trabajar constantemente sin desfallecimientos, eso le garanto hacerlo (...) Hasta ahora no he leído referente a mi libro, ninguna crítica seria, ninguna opinión autorizada: ¿y cuál más autorizada que la del autor de Ismael, de Soledad y de Nativa?". Se refería a Gaucha, su segundo libro y su única novela.

"Pasajes del paisaje..." fue la última colaboración literaria de Acevedo Díaz en el periódico nacionalista, y hasta ahora nunca se había recopilado en volumen ni tampoco reproducido en publicación periódica alguna. Sólo podía hallárselo revisando la colección del diario que lo alojó, y la que existe es la sola y bastante maltratada que se conserva en la Biblioteca Nacional. El investigador que hubiera seguido ésta u otras pistas guiado por la recensión de Walter Rela (Montevideo, Ulises, 1967), se hubiera encontrado con que en ella se lo llama "artículo". Pero no hay que alarmarse. eso es apenas una muestra de las decenas de omisiones y errores que contiene tal repertorio bibliográfico.

UN PROYECTO INCONCLUSO. Este extraño texto marginal, o mejor aún, este conjunto de seis impresiones o viñetas narrativas, hasta donde pudimos indagar, es la única muestra del género que Eduardo Acevedo Díaz publicó en su larga carrera literaria.
Los microrrelatos parecen anotaciones desprendidas del trabajo en una novela o a la inversa. podrían ser proyectos consignados en la libreta del escritor para la redacción de cuentos de mayores proporciones. Asimismo, estos textos se ganan un espacio de validez estética propia. Y no sólo por su condición de estampas o instantáneas sobre un detalle paisajístico, o sobre un referente cotidiano que el ojo del narrador percibe y transforma; también porque constituyen ejercicios en una prosa austera, desprovista de las verbosidades y aun de las ampulosidades en que pudo caer en algunos momentos de sus novelas. Ejercicios de taller, quizá en plan de escritura de algún proyecto abonado por sus fatigosos deberes cívicos y políticos.

LOS TEMAS Y EL LENGUAJE. Alguna de estas tres líneas domina en las escuetas historias: el estricto desarrollo de una anécdota (II y IV); la descripción poética de un fragmento del paisaje (VI) y, principalmente, la narración como apólogo, lo que puede verse en la mayoría de ellos, pero en particular en el primero (I), el tercero (III) y el quinto (V).

Ciertos motivos, como el que se propone en el apunte narrativo inicial, fueron reelaborados en textos posteriores. Así, en un relato de viaje que sólo se publicó en 1978, De Montevideo a Londres (Revista de la Biblioteca Nacional, Montevideo, Nº 18). el narrador-protagonista-Acevedo Díaz mantiene un diálogo con Jessie,  una joven tripulante a la que de algún modo intenta seducir. En el capítulo X de ese cuaderno de bitácora se recrea un pedido de la dama: la narración de un cuento con la advertencia de que prefiere aquellos en que abunden "los pájaros, las flores". Frente a sugerencia tan poco ilustrada, el protagonista se anima a relatar una breve fábula que involucra cuervos y cisnes. Cuando concluye el juego, cuando se cierra la historia, el narrador acota irónicamente: "Ahora (...) empleo algún tiempo en la cría de águilas, de las azuladas que giran en las sierras... La muchacha, crecida en el norte uruguayo, agrega cándidamente: "He visto de esas en la sierra del Tandil, y también en la de la Ventana".

En estas páginas dominan las descripciones de ambientes y situaciones exteriores; hay una acertada fidelidad mimética al lenguaje de los personajes populares (caso de II): hay un narrador que tanto sabe dibujar de unos trazos el retrato de un personaje, como concluir en pocas líneas un episodio de compleja resolución. Acevedo Díaz poseía una conciencia literaria cabal que afloraba aun en la escritura de sus apuntes entregados a la prensa, ofrecidos a la memoria fugaz y al olvido.

Pasajes del Paisaje

Desde el tronco de un ombú

El cordero agonizaba en el valle. Bajó el águila azulada de la sierra, y le devoró uno de los ojos, el que miraba al cielo. Limpióse el pico curvo en la lana tenue, lanzó una nota estridente y remontóse de nuevo a los picachos. Otra águila le salió al encuentro, y se trabó la lucha. Algunas plumas cayeron al suelo. Luego se apartaron por distintos rumbos. En tanto, una oveja con gusano en el cerebro se acercó al cordero moribundo, y se puso a dar vueltas sin cesar ni descansar, con la cabeza airada y la colilla tiesa.

II

Cruza ana carreta hacia el paso del arroyo tirada por ocho bueyes entre barrosos y yaguanés. El conductor viejo, montado en un cebruno flojo, va somnoliento. El criollito de ojos negros muy vivos, arrollado en el tronco de la lanza, le grita: ¡Taita, la zanja es honda! El viejo se endereza en el recado, rezongando: ¡vuelta güey! Pero el vehículo estaba a los bordes, y cayó a la zanja pantanosa. Maniobró la picana, se alzó la voz enérgica, y después de un vaivén enojoso, la carreta arrancó con las pinas crujiendo. El criollito silbó un triste, poniendo los dos pies desnudos en la lanza y las rodillas en el rostro. El viejo arrojó un terno entre un bostezo, y dijo: ¡siempre peludeando!

III

En tanto se abaten los negros tordos y los pechos amarillos en el cardizal ardiente, y asoma la gama su airosa cabecita entre las altas hierbas allá en el fondo del llano, como atenta a extraño ruido, relincha con imponente brío un semental criollo y se precipita en frenética carrera a la loma del flanco, que traspone en un segundo y vuelve en el acto con la crin ondulante y el copete encrespado arremolinando una tropilla de ventrudas, reacias al esquilón de la madrina.

Ora enseñando los blancos dientes o dilatando las narices, ya enarcando el cuello o dando una corveta, compele a su grey y la lleva al trazo de gramilla; se para de súbito, arroja un pequeño gruñido felino, y se pone a pastar. De pronto, una de la grey se aleja demasiado de la ronda. El potro se pone en tres saltos junto a ella, y pagó caro el delito de insubordinación... La victima se doblega; y la madrina mira aquello con aire de idiota, tal vez cansada de esos caprichos y celos formidables.

IV

Un poco apartado, cerca de un rancho pobre, muy negro y ya de paja incolora, una menor con la pollerita levantada y las rodillas al aire, parecía recoger huevos bajo las totoras. Seguíala un mastín con paso tardo y paciente. Cuando ella se detenía mucho en sus afanes, el perro se echaba.

Luego, proseguían una y otro su marcha de rodeos. Algo debía haber encontrado, aunque fuesen huevecitos de ratonas, porque de vez en cuando se detenía como a contar lo que llevaba en el ahuchado del vestido. El perro, por esta vez. se le había alejado un poco y olfateaba. De pronto delante de la niña, de una mata espesa, salió corriendo un lagarto gris verdoso. Cerca había una sombra de toro, una de tantas avanzadas del bosque contra el pampero, y a él se dirigió el reptil con su apéndice en alto. Allí estaba la cueva. La menor dejó caer toda su carga, y se lanzó tras él con pasmosa rapidez, pero no tanto que no llegara al mismo tiempo que el mastín, bulto enorme a su lado. El lagarto, en un tropiezo sin duda perdió ventaja, pues aunque ya con todo el cuerpo en el escondrijo, fue asido de la cola por la pequeña. El perro coadyuvó sin pérdida de segundo, y mordió en el tronco. La criolla se quedó con el apéndice en las manos, que se retorcía como una culebra. Fuese riendo, con las greñas en las mejillas. El mastín la siguió breves pasos; se detuvo; volvió sobre ellos, como avergonzado. olió largo rato al pie del árbol; introdujo pane del hocico en la covacha, movió de uno a otro lado la cola; y al fin se acostó frente a ella. con la cabeza entre los remos y los ojos fijos en el mísero hogar de la presa mutilada y perdida.

V

Una banda pequeña de ñandúes cruza por el médano que está a media cuadra del paso del arroyo, y a un costado del camino. El médano es un reducido círculo amarilloso en medio de dilatadas verduras, y en su centro mismo hay algunos arazaes y malezas solitarias, como si la costra fecunda del subsuelo protestara contra la aridez de las arenas. Los ñandúes marchan tranquilos. Pero, de improviso, dos o tres levantan a modo de árganas los alones mostrando el abrigo interno blanco como la espuma, y emprenden a saltos la fuga. Las demás corredoras se separan del sitio por opuestas direcciones, y alguna brinca con los pies juntos, cual si el peligro no diera tiempo a desplegar los nutridos plumeros. Más de una víbora de la cruz. dormitando en la arena caliente, que empolla el huevo del yacaré, ha alzado su chata cabeza y vibrado la lengüeta, al sitio melancólico de esas aves hijas del cuma, tan similares en sus hábitos de libertad salvaje a los del primitivo gaucho vagabundo.

VI

Se van muy lejos, y el sol se acuesta. Las sombras bajan al valle. La noche, una noche límpida, serena, de inmensos doseles azules tachonados de solos infinitos, trae con su majestad solemne el don de la calma, del silencio y del reposo que esparce en las sierras y en los llanos con sus luces y rocíos. Los grandes rumores han cesado. Los que se perciben no perturban: bajo diapasón de patos silvestres, tertulias de gallaretas, aleteos entre el ramaje, y el armonioso acento del zorzal, que se alza como un himno a las estrellas, vibrante en los aires, llena de dulce encanto los ribazos sombríos. 

(1902)

por Pablo Rocca
El País Cultural Nº 325
26 de enero de 1996

Ver, además:

 

                     Eduardo Acevedo Díaz en Letras Uruguay    

 

 

                                                               Pablo Rocca en Letras Uruguay

 

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