Polémicas literarias del 900 


Batallas de un siglo atrás

por Pablo Rocca

EL URUGUAY DEL NOVECIENTOS fue un laboratorio de diversas experiencias sociales, culturales y políticas que circularon, en apariencia, por pistas independientes. En pocos años, en lo que va de 1897 a 1904, se vivieron el apogeo, la crisis y el ocaso del caudillismo rural. Poco después comenzaría el arduo debate sobre el lugar de las minorías partidarias en la escena civil, la necesidad de proteger a los sectores más débiles de la campaña y evitar, de paso, que estos fueran víctimas de los muy temidos alzamientos "revolucionarios". 

LA CIUDAD Y LOS LETRADOS. Con la pacificación que sobrevino al término de la guerra de 1904, el Estado podrá cumplir una clara influencia en todos los puntos del territorio: fortalecerá el ejército, extenderá la educación media, montará hospitales públicos en las capitales del interior, multiplicará los ramales ferroviarios. Después de la última guerra saravista surgirán los primeros partidos "de ideas", de los cuales el Socialista sería liderado por el poeta Emilio Frugoni (1880-1969); los gremios ganarán espacios bajo el impulso de las ideas anarquistas y estallarán las primeras huelgas de entidad. Por entonces, se ahonda el proyecto democrático y centralista, que culminará en la segunda presidencia de José Batlle y Ordóñez (1911-1915). 

Montevideo se convierte en la llave del nuevo proceso. Allí arriban, en general para quedarse, los inmigrantes europeos con ansias de lograr el bienestar que se les niega en su tierra y hacia la capital se trasladan sin pausa los criollos, que empiezan a vaciar el campo. En esa ciudad con discreto aire cosmopolita, las clases medias adquieren, por vez primera, un significativo peso. Hay, allí y por esa época, debates de todo tipo: sobre el lugar de la mujer y la ley de divorcio, sobre los derechos sociales y la estatización de algunos servicios. Hay, también, polémicas sobre arte y literatura con un grado de fertilidad y de crudeza hasta entonces desconocido. 

NOMBRES PROPIOS. La llamada generación del Novecientos, vista un poco más de cerca no parece haber sido tan homogénea como postulan los esquemas, quizá insorteables, de los programas de Enseñanza Media y aun los estudios clásicos inspirados en las teorías generacionistas de Julius Petersen y de otros, como los de Emir Rodríguez Monegal y Carlos Martínez Moreno. El corte más adecuado debería hacerse en la primera década del siglo. Antes que nada, porque buena parte de los que comenzaron a escribir y operar en la vida cultural hacia los albores del siglo murieron jóvenes: Federico Ferrando(1877-1902), Julio Herrera y Reissig (1875-1910), Florencio Sánchez (1875-1910), Delmira Agustini (1886-1917). Otros problematizan más la pretendida homogeneidad. Roberto de las Carreras (1873-1963), ubicuo en todo el panorama literario finisecular, es recluido al promediar la década del diez a causa de una demencia que lo ensimisma y lo margina del mundo exterior. Horacio Quiroga (1878-1937) se va de Uruguay en 1902, luego de matar accidentalmente a su amigo Ferrando, mientras preparaba la pistola con la que éste iba a enfrentarse a duelo con Guzmán Papini y Zás (1878-1961), extremo al que se había llegado a raíz de la violenta polémica que mantuvieron en La Tribuna Popular, El Tiempo y El Trabajo. Quiroga nunca regresó, o lo hizo apenas en visitas episódicas, y cuando se traslada al norte argentino sus opciones estéticas se transformarán por completo en relación con el proyecto originario. 

Nada o casi nada tienen en común la sensibilidad, la formación y, sobre todo, las actitudes de Rodó con las de Roberto de las Carreras. Mínimos puntos de contacto parece tener Carlos Reyles (1868-1938) con Herrera y Reissig, por lo menos en la última etapa de la vida de este último, en la que radicaliza sus experimentaciones poéticas. Aunque está claro que el modernismo hispanoamericano con sus marcas y señales de esteticismo, refinamiento, tentación por lo exótico y por lo decadente, puede advertirse con grados inestables en cada uno de ellos, sin embargo, con los textos a la vista los resultados arrojan diferencias ostensibles. 

En un ensayo fundamental, Carlos Real de Azúa propuso colocar "como telón, al fondo, lo romántico, lo tradicional y lo burgués" en la aventura cultural acaecida en esta época. Recogiendo lo que ya era una tradición de la clase letrada montevideana, cimentada por los "principistas del setenta", los jóvenes de entonces estuvieron al día con las últimas novedades literarias, siguieron con mucha atención las oscilaciones del termómetro cultural francés, se esforzaron por revertir el provincianismo ambiente tratando de abonar el campo intelectual (publicando libros, fundando revistas, reuniéndose en cenáculos, cafés y librerías, estrenando obras de teatro), pero siempre en contacto --epistolar o por medio de colaboraciones en publicaciones periódicas-- con otros sitios americanos y, en principio, con Buenos Aires, esa cercana y ambicionada meta para los artistas uruguayos de todos los tiempos. 

SENSITIVOS Y EXQUISITOS. Pero el "telón" del que habla Real de Azúa fue rasgado por varios, en particular por un grupo de poetas "sensitivos". Estos asumieron ideas "maximalistas" algo confusas o un anarquismo utópico bastante contradictorio; en cualquier caso fueron hipercríticos de la moral dominante y hasta, en cierto momento, ensayaron la precursora ruptura con los compromisos y presiones que podía ejercer el medio. Algunos poetas introdujeron en el panorama nativo una desusada violencia verbal, llena de gestos antiburgueses y defensas de la moral libertaria que, en ocasiones, implicaba la apología de la sexualidad sin restricciones. El dandismo, que se hizo muy notorio en el ejemplo de Roberto de las Carreras, borró los límites entre obra y vida y como advirtió Uruguay Cortazzo encontró en "la burla del lector, de sí mismo y de la propia institución literaria [...] su principal herramienta crítica para atacar otras instituciones". 

Todo este aparato, al comienzo, obtuvo el respaldo de la nutrida prensa de la época (El Día, El Tiempo, La República, La Razón, La Tribuna Popular, etc.), hasta que estos medios empezaron a interponer frenos, en virtud de las previsibles quejas de "las familias" ante un discurso tan revulsivo. De esa censura fue víctima Álvaro Armando Vasseur (1878-1969), quien se vio obligado a reunir en folleto su réplica "al pobre alienado Roberto García Zúñiga (a) de las Carreras, porque la Prensa no me ha permitido contestar[le] como se merecía", según notifica en su Folleto de Ultra Tumba Para Hombres Solos. El incidente habido entre A. Armando Vasseur y Roberto García Zúñiga (a) de las Carreras (Montevideo, 1901). Sin embargo nada dice Vasseur sobre su enemigo en los fragmentos de las memorias publicadas con el título Infancia y Juventud (Montevideo, Arca, 1969). En otra reyerta, ese brazo "higienizador" de los directores de los periódicos alcanzó al propio de las Carreras, a quien la dirección de La Tribuna Popular le "solicitó" que "suprimiera algunas asperezas contenidas en el tercer artículo de contestación al [...] señor Julio Herrera y Reissig". 

El exquisito grupo de poetas que hacía una literatura difícil y escandalizaba con su conducta, pertenecía al alicaído patriciado montevideano o a la burguesía acomodada de la capital y del orgulloso Salto (como Quiroga y Ferrando). Ellos formaron el primer sector letrado que en América Latina rehusó participar en las actividades político-partidarias, tradición que no dejaron Rodó ni Reyles ni Javier de Viana (1868-1926). Maldijeron la sociedad aldeana en que vivían; despreciaron las manifestaciones de la "vulgaridad" que imponía la espontánea alianza entre criollos e inmigrantes pobres (el fútbol, la música popular); exaltaron la subjetividad y, en consecuencia, creyendo huir de los principios burgueses, merced a su furibundo individualismo, volvieron a caer en sus redes. Estos selectos fueron, como se verifica a cada paso de sus polémicas, muy afectados a resolver sus diferencias a través del duelo, esa institución machista y sólo propia de las elites. 

Como enseñó Walter Benjamin en su ensayo "Sobre algunos temas en Baudelaire", en la metrópoli moderna el poeta sufre el shock de la aparición de la masa y la ciudad. Por medio de la integración de esos elementos en su obra, disuelve el "aura" del objetivo artístico, lo desacraliza. La respuesta de muchos modernistas latinoamericanos fue otra: se rechazó la masificación y se reafirmó la consiguiente autonomía de la producción simbólica frente a los referentes sociales inmediatos. "Al desprecio se respondió con el desprecio --escribió Angel Rama-- a la ignorancia provocativa con la burla destemplada, al desinterés masivo con la ironía y el apartamiento aristocrático. Los poetas edificaron parsimoniosamente sus torres de marfil, a conciencia siempre de que se trataba de medidas defensivas destinadas a preservar valores superiores que en ese momento veían naufragar" (Rubén Darío y el Modernismo, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1970). 

LOS FRENTES DE PELEA. En ese cuadro se ubican las polémicas de los intelectuales novecentistas uruguayos. Estas pueden desglosarse en dos líneas: 1) la que involucró la relación entre el Estado y el intelectual; 2) la que puso énfasis en las riñas y disputas intestinas entre los poetas "sensitivos". 

En la primera zona se destaca el sesudo intercambio entre Rodó y Pedro Díaz sobre la supresión de los crucifijos en los "establecimientos de beneficencia" públicos, polémica que hoy puede leerse completa en la larga argumentación rodoniana reunida en Liberalismo y Jacobinismo (1906), así como el texto de la conferencia que Pedro Díaz dictara el 14 de julio de ese año en el "Centro Liberal", reeditado por el Ateneo en 1964. Consta, también, la discusión que en 1908 envolvió a Pablo de Grecia (seud. de César Miranda, 1884-1960), discípulo de Herrera y Reissig, con dos redactores que firmaron con seudónimo, acerca de la pertinencia de una beca oficial para el poeta de la Torre de los Panoramas, privilegio con que se había beneficiado a Florencio Sánchez. Este último cruce de opiniones se desvía hacia otra productiva área de debate aún inexplorada en esta etapa, la disyuntiva entre el arte "superior" (y minoritario) de Herrera según Miranda o la incapacidad de su poesía para reflejar o "descender a la vida", como sí lo hacían según los redactores de esas notas Guzmán Papini, Ángel Falco (1885-1971) y otros. La polémica entre Miranda, "Fausto" y "Sincero", se desarrolló en las páginas del diario montevideano La Razón, entre abril y junio de 1908. Hasta ahora sólo fue recogida parcialmente en el libro La Literatura Uruguaya del 900, publicado por Ediciones Número (1950). 

La segunda línea, que fue más abundante, tiene una cara muy visible. Se construye en un campo marginal al espacio de "lo público" y parece reducirse a la vanidosa competencia personal, a causa del despecho que trae una opinión adversa y que desencadena un imparable envión, tan agresivo como narcisístico. Esto lleva, sin mucho esfuerzo, a que los implicados transiten por el agravio o por el mero insulto, sin reparar en buenos modales o en reglas de cortesía, según lo ejemplifican los feroces intercambios entre Papini y Ferrando (todavía no reunidos en libro) o entre Vasseur y de las Carreras. Tamaño destierro de la moderación no se veía desde los tiempos de la Guerra Grande (1838-1851), cuando en sus letrillas satíricas Acuña de Figueroa o Francisco Xavier de Acha denostaban a sus enemigos (políticos y literarios) y, sobre todo, se lanzaban dardos uno contra otro. 

El ejercicio de la excentricidad (en un doble sentido: alejarse de un estable punto medio y mostrar dotes de raro y extravagante), aun en su aparente insensatez y frivolidad, adquiere gran relevancia desde un punto de vista moderno. Pensando en otros aspectos, al que hay que agregar este extrovertido afán polémico, Julio Ramos observó que la modernidad de los escritores finiseculares se articuló, sobre todo, en base a sus "prácticas intelectuales [que] comenzaban a constituirse «fuera» de la política y frecuentemente opuestas al Estado, que había ya racionalizado su territorio socio-discursivo" (Desencuentros de la Modernidad en América Latina. Literatura y Política en el Siglo XIX, México, F.C.E., 1989). 

Es cierto, también, que la condición de outsiders de Herrera y Reissig o de Roberto de las Carreras, se erosiona, en la medida que con su petulancia aristocrática se creyeron dueños de plenos y naturales derechos para reclamar la asistencia del Estado, a fin de que se les otorgaran becas o destinos diplomáticos. Los camaradas-discípulos de Herrera y Reissig, como se vio, intercedieron para que se le pagara una estadía en Europa al "Divino Julio", contando con su silencioso aval. De las Carreras solicita a su amigo el presidente Batlle y Ordóñez que, sin demoras, le asigne un puesto de representante del país en la capital francesa. Casi como devolución de una broma entre compinches, en 1907 el Poder Ejecutivo, en lugar de enviarlo a París lo manda a Paranaguá, desolado puerto del Estado de Curitiba, con el cargo de Cónsul de Distrito de Segunda Clase. Y el inconformista acepta la modesta distinción, sin vacilaciones. De la perdida ciudad brasileña, el escritor-diplomático es trasladado con el mismo puesto a la capital del Estado de Curitiba. Desde allí regresa a Montevideo, aunque el 13 de julio de 1913 se había firmado su traslado hacia Asunción. Una anotación en el "Cuaderno de Audiencias, II, de la Secretaría del Presidente Batlle", consignada el 2 de enero de 1905, registra que "Roberto de las Carreras agradece y acepta el consulado en Estados Unidos que S.E. le ofrece por intermedio del Dr. Arena". Este ofrecimiento no llegó a concretarse, si es que no ocurrió en la imaginación del poeta*. 

Hay que remarcar que sólo existe en el período una discusión que involucra a una mujer intelectual: Delmira Agustini. Transcurrió según informa Clara Silva en las páginas del diario montevideano La Razón, contra los periodistas Alejandro Sux y Vicente Salaverri: "El motivo es un artículo del primero, publicado en la revista Elegancias, de París, suplemento de Mundial, que dirige Rubén Darío, ciudad donde aquél reside. Delmira demuestra, insospechadamente, gran nervio y habilidad de polemista" (Pasión y gloria de Delmira Agustini. Buenos Aires, Losada, 1972). En los demás casos, en los que se enfrentan los hombres, la polémica entre los poetas "sensitivos" con harta facilidad abandona el pudor y se desplaza de la obra a la vida privada. En esta dirección, el texto polémico funciona como espectáculo que, por un lado, horroriza al "buen burgués" y, por otro, pone en escena un dispositivo verbal estridente. Estas furias atomizan, con mayor violencia, el reducido grupo de los que hacen poesía en un medio bastante reacio a la novedad. 

Pero por esta práctica se da cuenta de uno de los principios clave del modernismo hispanoamericano, según lo formulara Sonia Mattalía: "el trabajo del escritor sobre la forma como espacio específico y especializado". Porque en los textos polémicos concurre la acumulación de calificativos, el efecto humorístico devastador, que se cifra en las múltiples valencias de un vocablo o en la frase ingeniosa y original, las asociaciones semánticas o fonéticas, el empleo de galicismos, la invención de palabras, la cita culta y la sintaxis disruptiva. Son estos algunos elementos que pueden homologarse, sin esfuerzo, a los recursos que exploraron en sus textos poéticos. 

Nada mejor para testimoniar esa preocupación simultánea entre discurso poético, dandismo y especialización profesional, que la lucha por la propiedad de una solitaria imagen entre Herrera y Reissig y Roberto de las Carreras, los ex amigos, los provocadores, los "hermanos siameses" de una literatura que se estaba renovando a fondo
[1].  

[1] Debo esta información al profesor Juan E. Pivel Devoto (1910-1997). 

por Pablo Rocca
El País Cultural
2 de febrero de 2000

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                      Pablo Rocca en Letras Uruguay

 

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