Horacio Quiroga
Teoría y práctica del cuento

Pablo Rocca

1. Niveles del lenguaje narrativo

HORACIO QUIROGA (1878-1937) fue -según lo ha señalado Angel Rama- el primer escritor rioplatense en quien el homo faber y el "estilista" van juntos:

"Es Quiroga el primer narrador que concibe la literatura como "oficio" y la composición de cuentos como "fabricación", emparentándola con las actividades de inventor y mecánico que le atrajeron siempre".

Así, su tan dilecto placer de fabricar para los otros (para sí mismo) una imagen de selfmade-rnan, corre paralelo a esa otra decisión: la de ser un escritor que-se-hizo-a-sí-mismo, que a su modo se ligó con lo contingente, aunque a veces lo rehuyera, y que siempre se negó a ser un intelectual de salón. Podríamos estirar el símil que emplea Rama no sólo reduciéndolo al inventor o al mecánico sino al hombre que trabaja y que conoce su medio, que domina su "ambiente" y sólo por eso está en condiciones de narrarlo. Este resabio de la filosofía positivista spenceriana -muy al uso en el Río de la Plata a fines del siglo XIX-, "demuestra hasta qué grado ha quedado prisionero de una racionalización mecánica". El propio Quiroga no vaciló en definirse en su artículo "Los trucs del perfecto cuentista":

"No se conoce creador alguno de cuentos campesinos, mineros, navegantes, vagabundos, que antes no hayan sido, con mayor o menor eficacia, campesinos, mineros, navegantes y vagabundos profesionales: esto es, elementos fijos de un ambiente que más tarde utilizaron en sus relatos de color".

Más allá de los paradigmas ideales (casi ideomíticos) que le dieron siempre una razón para vivir, en la trayectoria escritural de Horacio Quiroga la literatura se presentó como problema, mucho más de lo que él mismo estuvo dispuesto a admitir en la correspondencia con sus amigos(*). Si, como pensaba Borges, leer es una manera de crear, Quiroga trató de formar una "familia literaria". Esa familia creada -no legada por la tradición narrativa menesterosa del Río de la Plata- casi no tenía su residencia en su propia lengua: Poe, Maupassant, Kipling, Chejov, Bret Harte, Jack London, Dostoiewski, Leopoldo Lugones le enseñaron a escribir desde el principio de su carrera, hacia 1899, o en distintas etapas de su labor creativa.

Desde sus relatos modificó, "creó" lenguaje con una multiplicidad discursiva extraña a la narrativa local (trabajando con el español rioplatense, el portugués de Brasil, el guaraní, las inflexiones dialectales), con un rigor que no alcanzó ningún escritor vecino y contemporáneo. Ciertos tramos de su experiencia vital corren paralelos a esta evolución, a este autodescubrimiento literario, que marcan el tránsito de la bohemia y el dandysrno al "salvaje", al hombre que se interna en la selva para escribir y trabajar con sus manos. Así, desde su pequeña ciudad natal del litoral uruguayo se dirige a París donde permanece algunos decepcionantes meses de 1900; se establece luego en Montevideo hasta 1902, fecha en la que mata accidentalmente a un amigo; se instala luego en Buenos Aires y poco después se interna en el Chaco argentino a plantar algodón; regresa a la capital y parte luego a Misiones, donde permanece varios años prácticamente incomunicado; retorna a Buenos Aires y vuelve, otra vez, a Misiones. De allí saldrá para morir.

Hacia fines de la década del 10, alcanzada su madurez literaria, diseñado el proyecto narrativo definitivo, quiso conjurar la filiación modernista y decadentista de sus primeros dos libros (Los arrecifes de coral, 1901 y El crimen del otro, 1904) así como la influencia-"evidentísima" le dice en una carta a Alberto Lasplaces- de Poe, Baudelaire y Leopoldo Lugones, como si éstos fuesen "paraísos artificiales" para su estética que tocaba una madurez predominantemente realista y selvática. A partir de los Cuentos de amor de locura y de muerte (1917), comienza a edificar un corpus teórico autotélico (aunque bastante irónico) sobre sus "cuentos de monte" o "de ambiente misionero", como los llamó en distintas ocasiones.

Alcanzan la docena los artículos en los que trabaja sobre la poética de la narración, ya abordada con ese propósito, ya por accidente. Examinada su bibliografía, por orden estrictamente cronológico, es notorio que a partir de 1925 se aliteran los trabajos sobre literatura de otros, sobre el arte, sobre la escritura y el cuento en particular. Paralelamente, muy pocas ficciones salen de sus manos en esa etapa. El escritor de la madurez, el que ya había publicado un centenar largo de cuentos en publicaciones periódicas bonaerenses (El Gladiador, Caras y Caretas, Fray Mocho, El Hogar, La Prensa, etcétera), varias novelas y artículos, decidió un alto; se dispuso a revisar su vida que se aproximaba al peligroso medio siglo. Y, al mismo tiempo, encaró el replanteo de su obra examinando la ajena y precisando ciertos límites teóricos que le permitieron reconstruir su mundo narrativo.

Los ensayos que contienen una masa teórica más densa fueron redactados entre 1925 y 1928 (**); un ciclo muy ceñido, muy coherente, al punto que su lectura pone de manifiesto la continua repetición de ideas y hasta de giros verbales. La preocupación sobre el lenguaje empieza, no obstante, mucho antes de la obsesión de este período, pues a medida que crece el escritor el problema aumenta, simétricamente, en cantidad y exigencia. La poética de la narración quiroguiana gira sobre tres ejes en permanente revisión y ajuste pragmático a partir de la experiencia concreta de la escritura. Su breviario estético narrativo puede epitomizarse en tres pautas básicas desperdigadas en uno y otro ensayo del período de madurez:

a. El lenguaje: aproximación al dialecto social, repudio del mirnetismo "pintoresquista"

Si bien Quiroga nunca escribió un ensayo específico sobre el problema de la recuperación del lenguaje de la comunidad hablante en las ficciones, el ensayo que más se acerca a ello es "Sobre El ombú de Hudson" (1929). En él corren todas sus ideas sobre el lenguaje expresadas con fastidio frente a una traducción que reputa infiel. La importancia de este texto es decisiva, porque al demoler la traslación que del inglés al español hizo Eduardo Hillman de los relatos de W H. Hudson, indirectamente Quiroga estaba hablando de su propia estrategia lingüística, la que tomaba en cuenta para la construcción de sus personajes -como el Olivera de "Un peón" o los negros de "Los desterrados"- a los que llamó "tipos de ambiente":

"Para dar impresión de un país y de su vida; de sus personajes y su sicología peculiar -lo que llamamos ambiente-, no es indispensable reproducir el léxico de sus habitantes, por pintoresco que sea. Lo que dicen esos hombres, y no su modo de decirlo es lo que imprime fuerte color a su personalidad (...) en la elección de cuatro o cinco giros locales y específicos, en alguna torsión de la sintaxis, en una forma verbal peregrina, (...) cuando convenga y a tiempo, (es) en la lengua normal en que todo puede expresarse".

Deplora el "cuento folklórico", porque le irrita el mero "color local", exaltado en sí mismo y no reelaborado para dar lo que llama más de una vez "una fuerte impresión de vida". Este es el caso de La vorágine de José E. Rivera, una novela que le es contemporánea y con la que se entusiasma como con pocas.

La norma lingüística que abraza esa "lengua normal" también es válida para los personajes de sus numerosos relatos de atmósfera ciudadana, contextualización narrativa de la que Quiroga es precursor en la escritura novecentista del Plata, inspirado seguramente por varios de sus maestros metropolitanos y por su gran amigo y guía Leopoldo Lugones. Tal validez atañe tanto al registro realista como al fantástico o el que roza sus lindes. 

En este último caso se trata de un línea persistente a lo largo de toda su trayectoria narrativa, porque desde los inicios de su carrera lo seducen las historias antirrealistas, predominantemente urbanas. En estos relatos no pocos "porteñismos" se introducen en el habla de sus personajes, como en el espléndido cuento "Una noche de Edén" (1928). La norma, sintetizada en el título de esta sección, también sigue vigente para esta clase de historias; nada más lejos del falso escritor academicista que el Quiroga urbano, un corpus narrativo aún no estudiado como se merece. A través de esta múltiple destreza formal y temática Quiroga se ha convertido, como señala Juan Carlos Mondragón, en el "hipnótico motor que condiciona la producción de las generaciones que le sucedieron''.

b. La brevedad como virtud cardinal del relato.

"Intensidad", "concisión", "concentración", fueron vocablos que reiteró en varios artículos y que, como ya tantos lo han hecho notar, heredó de la normativa poeniana de la narracion.

Aunque no conocía a fondo el inglés intuyó que en sus estructuras formales -leídas en traducciones francesas en la mayoría de las ocasiones- en sus frases cortas, "tajantes" -como le gustaba decir- se encontraba un modelo. De ahí que, en parte, se explique el temprano deslumbramiento por los relatos de Edgar Allan Poe, pero sobre todo la más perdurable veneración estilística de Bret Harte admirado por su prosa "concisa y tajante como la vida y el lenguaje de sus hombres". En 1936, al tiempo que no se cansaba de decirle a su amigo Ezequiel Martínez Estrada que casi no leía nada de literatura, descubre temprana y admirativamente a Hemingway y Caldwell, "los dos más fuertes valores actuales de EEUU". Debieron interesarle sus relatos "de ambiente", la recreación de tipos y situaciones lejos de lo pintoresco, pero también debió atraerle la "concisión" y, sobre todo, el discurso del primero que con tanta sabiduría sabe explotar la síntesis.

c. Normas para la composición del cuento; control de la historia y el personaje desde el primer tramo del relato.

"Para comenzar se necesita, en el noventa y nueve por ciento de los casos, saber adónde se va". Con esta máxima, demostró su anhelo por dominar los alcances del cuento desde el principio del acto creador; quiso mantener un control estricto sobre la sicología de los personajes virtuales; conservar siempre "el poder de trasmitir vivamente y sin demoras sus impresiones; y en la obra, la soltura, la energía y la brevedad del relato".

En el último punto de un texto capital, el "Decálogo del perfecto cuentista" -un punto que Julio Cortázar hizo propio-, hay dos nociones en las que desemboca toda su teoría de la composición del cuento: el relato es un mundo autosuficiente ("Cuenta como si el relato no tuviera interés más que para el pequeño ambiente de tus personajes"), lo que le permite provocar la sensación "de vida", esto es, la ilusión de permanencia sin límites en la lectura. Esta concepción del relato como estructura clausurada lo salva del discurso admonitorio y sentencioso que, si no está demás en la novela, fatalmente en el cuento siempre estorba. La segunda noción resulta de una pirueta, de un ejercicio conjetural, en el que plantea que el estructurador del mensaje pudo "haber sido un personaje". Quiroga no hace más que mostrar una explicación posible para permanecer en ese mundo cerrado ("dentro de la esfera", lo llama Cortázar), pero abierto a la experiencia del lector.

Mucho de este rigor, y hasta de rigidez en su concepción literaria del cuento, lo había aprendido a fomento, en la experiencia de escribir con una periodicidad feroz para revistas de actualidades y con un modelo de "un grado inaudito de severidad": "una página, incluyendo la ilustración correspondiente", informó en uno de sus textos. 

Formado en esa disciplina editorial -que no falsea ni exagera un ápice- era inevitable que tuvieran que impregnársele las exigencias exteriores del mercado literario de las revistas, y al mismo tiempo era imprescindible para que su talento saltara por encima de tan tiránicas barreras que descubriera las virtudes de esa horma que no podía eludir.

2. El "ciclo selvático "y su fisura: los cuentos de la madurez.

A medida que su obra cuentística va creciendo, se afirma cada vez más el proyecto de los cuentos "de ambiente misionero", el espacio selvático se cierra sobre sí mismo, el mundo y los universales se observan desde ese topos reducido. Si, como se dijo, el recorrido se inicia con Cuentos de amor de locura y de muerte, éste prosigue en varios relatos de los libros posteriores:

El desierto, Anaconda, El salvaje; en tanto que con Los desterrados. Tipo de ambiente (1926) el proyecto narrativo se completa. Este libro, clave en la trayectoria narrativa de Quiroga, se divide en dos secciones: (1) "El ambiente", con un solo relato ("El regreso de Anaconda") y (II) "Los tipos", que amalgama siete cuentos. A diferencia de los libros anteriores (excepción hecha de Cuentos de la selva (1918), un libro de relatos para niños), el criterio de selección no se opera alternando variedades temáticas, formales y estilísticas, sino atendiendo a una cuidadosa organización unitaria macrocontextual. Así, los relatos están hilvanados por el espacio misionero preexistente a cada historia y aun prefigurado desde el relato epónimo.

El primero de todos ("El regreso de Anaconda") constituye una segunda parte, ya anunciada desde el título del cuento que había dado nombre al volumen de 1921, el que -a su vez- originalmente se llamara "El regreso de la selva". Por su contenido próximo al apólogo, Quiroga lo separó del resto en la muy genérica sección "El ambiente", en tanto que a los demás los vertebra la indagación de los "raros" con que el autor había convivido (o él mismo lo había sido) en las distintas etapas de su ajetreada vida en Misiones: parte de 1910, entre mayo de 1911 y diciembre de 1916 y en una temporada de 1925. Tal como era su costumbre, todos los cuentos del libro ya habían sido publicados en prensa y revistas diversas, entre diciembre de 1919 y julio de 1925, un período bastante acotado si se recuerdan las colecciones anteriores organizadas en tomo a "cuentos de todos los colores", como los llamó su autor, esto es: relatos de distinta factura temática y estilítisca, de diferentes atmósferas (urbanas y rurales), y aun distanciados en el tiempo de su publicación inicial en revistas.

Los antecedentes de Los desterrados vienen de lejos, ciertas búsquedas y tanteos configuran un prospecto narrativo que concluye en este volumen. En los dos primeros libros de cuentos "plurales", los tipos humanos que asedia en el medio rural del norte, provienen de dos ramas étnicas: los hombres del lugar con largo arraigo y los extranjeros -en su abrumadora mayoría ingleses-. Entre ellos se plantea un enfrentamiento múltiple -social, económico y étnico asentado en la arquetípica dicotomía explotador-explotado. Es el caso de "Los pescadores de vigas" y "Los mensú" (los dos de Cuentos de amor de locura y de muerte), pero también de "Una bofetada" (de El salvaje).

Pese a esta no muy extendida línea narrativa, a Quiroga nunca le interesaron sobremanera los seres paradigmáticos de su medio, comunes en la propuesta del regionalismo hispanoamericano (piénsese en Rómulo Gallegos, en José E. Rivera y también en sus contemporáneos Javier de Viana, Carlos Reyles, Manuel Gálvez e incluso Ricardo Güiraldes, quien publica Don Segundo sombra el mismo año). A lo sumo, los tipos "de ambiente" figuran como personajes periféricos o de intervención circunstancial.

Desde El salvaje, Quiroga muestra un decidido interés por incorporar a los extranjeros como personajes de sus ficciones; los que tuvieron que abandonar su tierra ya sea por el conflicto bélico ("Los cementerios belgas") o los que, aguijoneados por la miseria, se trasladaron a la selva argentina quebrando los lazos con su cultura ("Los inmigrantes", "La voluntad"). En consecuencia, sus motivaciones ficcionales apenas sobrepasaron el límite de lo político y lo social. Sin embargo, hay un ingrediente más que se insinúa en "La voluntad": la rareza, el extrañamiento de los pobladores locales ante el peculiarísimo y perdido forastero. Desde este relato a los aventureros excéntricos que pretenden hacer fortuna en la intemperie selvática de Misiones hay sólo un paso, un pequeño paso.

Esta situación ocurre en los cuentos "El mármol inútil", "Gloria tropical" y "En la noche" (todos de Anaconda); todos son forasteros deseosos de ganar dinero, que de una u otra forma son ganados, fascinados y hasta destruidos por el medio en el que se internan con pretensiones de trabajo temporario, nunca definitivo. En Los desterrados se profundiza esta tendencia, dado que seis relatos que conforman la segunda serie ("Los tipos"), quedaron concatenados por su condición de extraños a Misiones, y -todavía más- por lo distinto y diferencial del "común" que son sus hazañas, en esa infértil lucha por dominar el entorno y ubicarse en él con aceptación y con rechazo paralelos.

Consolidando las convenciones realistas, el narrador siempre se sitúa en la primera persona, a veces en plural ("El bara que hemos hecho referencia"), otras en singular ("En la época en que yo llegué allá"), corolario, esta última, de una verosimilitud casi testimonial, peculiar de la crónica. Este dato no es nada menor, por el contrario, pocas veces algo que se podría llamar el "yo histórico Horacio Quiroga" se encubrió tan poco como en estos relatos que, por eso mismo, no se destacan tanto porque resalte el "ambiente misionero", sino porque concentran su interés sobre el eje de los personajes. Desde la indagatoria de los personajes integrados-interactuantes con el medio, Quiroga sortea (definitivamente) el peligro de la exaltación del tipo humano local. Por eso eligió a "los raros" y no a los hombres y mujeres habituales en la comarca.

Sólo un cuento, "El hombre muerto", elude los procedimientos anteriores. En éste el narrador se instala en la conciencia del protagonista, logrando, en un prodigio de brevedad y tensión, que se alteren los puntos de vista (del hombre al caballo, del caballo al receptor), donde la única grave intrusa se llama "La muerte". El cuento -como ya lo ha explicado Jaime Alazraqui- tiene un parentesco estricto con otros dos, el precedente "A la deriva" (integrado a Cuentos de amor de locura y de muerte) y el posterior "El hijo" del último libro, Más allá), porque en los tres domina una concepción de la que lo lleva a extremar su campo reflexivo por las fronteras de los acontecimientos del relato.

"El hombre muerto" Quiroga ha retomado una preocupación central que vertebra toda su obra de madurez, pero, asimismo, introduce en el volumen una obsesión que no es ajena a los demás cuentos, que los inunda y los universaliza.

Por cierto que los cuentos regionales de Quiroga representaron un hallazgo estético que, desde "La insolación" (1908) hasta Los desterrados, persiguió con firmeza. Pasos intermedios en esa búsqueda hubo muchos, "Un peón" (1918) y "El desierto" (1923) -elegidos para esta antología- son dos muestras cabales de esa modalidad trabajada con tiempo y paciencia.

Pero hay otra zona menos numerosa y de poco recibo entre la crítica sobre la obra del escritor hasta los años que corren, textos que fisuran la dominante selvática, aun mucho tiempo después de los libros iniciales. Cuentos fantásticos como los que aquí se compilan, "El espectro" (1921) y "Una noche de Edén" (1928), ejemplifican una tendencia obliterada por las escasas conexiones con la novelesca vida del autor, tal la lectura que suele hacerse de la modalidad anteriormente reseñada. Quiroga también puede ser reconocido en esta línea como un precursor latinoamericano, capaz de advertir, antes que nadie, que en el cine hay una cantera imaginaria que la literatura puede explotar; capaz de introducir un humor sutil y pícaro para el desprejuiciado tratamiento de la sensualidad y las convenciones de la modernidad burguesa.

Al fin, realistas o fantásticos, regionales o ciudadanos, todas estas ficciones están ligadas -de acuerdo a la aguda observación de Augusto Monterroso- "por un hilo común: la mayoría participa de la fatalidad o de lo ingrato". Todos los aquí reunidos constituyen pruebas de la maestría literaria de este "cazador de historias", que no ha dejado de abrir horizontes de recepción entre las nuevas generaciones de escritores y lectores.   

por Pablo Rocca
Horacio Quiroga
Selección, prólogo, bibliografía, cronología y notas de Pablo Rocca
Instituto Nacional del Libro - 1994

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