Acevedo Díaz, Eduardo - El Nacional - Lanza y Sable

Historia de una pasión uruguaya II
por Pablo Rocca

Ascenso y caída del Jefe Civil

 

Una vez en Montevideo, Acevedo Díaz redobló su voluntad transformándose en una suerte de asceta de la causa cívica. Guiado por la certeza del cumplimiento de una misión superior, encontró terreno propicio para liderar a la juventud nacionalista de Montevideo y a un grupo relevante de personalidades. Su prédica de El Nacional reunificó las fuerzas blancas, amalgamó las críticas al "exclusivismo" colorado, preparó los espíritus para el alzamiento militar partidario de 1897, aportó -en suma- una doctrina
democrática radical.

Pese a haberse retirado del campamento saravista en el mes de julio -antes de que se cerraran las acciones bélicas-, en diciembre preside el Directorio blanco. Empieza así la veloz serie de éxitos: instalada la dictadura de Juan Lindolfo Cuestas con el visto bueno de todos los partidos -a excepción del diezmado colectivismo herreriano-, Acevedo Díaz ocupa un sillón en el Consejo de Estado (1898); gana una banca de senador por Maldonado en las elecciones de 1899; en sus artículos vigila paso a paso, día a día, todos los acontecimientos; en sus recorridas por varios puntos del país asombra por sus cualidades de orador y tribuno, dotes que sus oyentes seguían recordando con admiración en las décadas sucesivas (Espínola, 1951). Por fuerza de sus antecedentes familiares, por talento e infatigable voluntad de dominio, nadie entonces emparejaba sus méritos para esa brega.

Llegado en el 98 al ápice de su carrera, se dio cuenta de que era el momento justo para abandonar el puesto de mero séquito ilustrado del jefe montonero, al que tantos otros aún se avenían. En ese canje de funciones su ejemplo lleva al paroxismo el drama del intelectual latinoamericano del siglo XIX, siempre cumplido con la relativa excepción de José Martí. Quiso ponerse al frente de un Partido, conducir a sus masas y orientar el proceso institucional del país. En esos trances se produce el choque con el caudillo rural quien, en reclamo de sus fueros, arrebata al "doctor" las aspiraciones de mando y, después, lo tritura.

En el camino de Acevedo Díaz se cruzó Aparicio Saravia, aunque si éste no hubiese irrumpido en el escenario público el Uruguay finisecular hubiera parido otro jefe campesino, otro contrapeso al liberalismo de la ciudad-puerto. Baste recordar que en apenas un año, que va de mediados de 1896 a los primeros meses del siguiente, Saravia pasó de ignorado "vecino del Cordobés" a árbitro de la vida política uruguaya y aun a gobernar de hecho en una porción decisiva del territorio.

Alcanza con observar que luego de su desaparición el posterior ordenamiento jurídico y político del Estado anuló el espacio dominante del caudillismo. Pero para que se dieran estas condiciones tuvo que correr mucha sangre y debieron rodar muchas cabezas, aunque algunas permanecieran sobre su tronco por un plazo de gracia.

Una de esas cabezas condenadas, la de Acevedo Díaz, tarde advirtió la esterilidad del esfuerzo: "Las multitudes no estiman el valor de sus apóstoles sino en cuanto les son de utilidad inmediata, sin importarles las proyecciones del pensamiento ni su fin altruísta o humano [...]" ('Sin pompa...', Página Blanca, 18/VII/1915, integrado en Casas/Pittaluga, 1978: 238-240).

Los hechos que fulminaron la carrera de Acevedo Díaz se precipitaron en el tramo final de 1902 y el primer cuatrimestre del año siguiente. Desde 1901 el grupo acevedista -José Romeu, Alfredo Vidal y Fuentes, Lauro V. Rodríguez, Carlos B. Anaya, etcétera- cuestionaba las negociaciones y pactos electorales que llevaba a cabo un crecido sector del Directorio con el presidente Cuestas. La animosidad aumentó cerca de los comicios presidenciales del 1º de marzo de 1903 ya que, siendo minoría en el Parlamento, los legisladores blancos se dividieron para votar a los candidatos oficialistas a la presidencia de la República.

Al fin, la mayoría directorial prefirió a Eduardo Mac Eachen -digitado por Cuestas-; el sector acevedista aportó sus votos decisivos para encumbrar a José Batlle y Ordóñez. Como esa decisión había sido anunciada al Directorio el 14 de febrero, el día 28 de ese mes candente, los réprobos fueron expulsados con una declaración de cuatro escuetos artículos. El día 20 los diarios montevideanos habían divulgado un documento que presentaba la censura de Saravia a los que votaran por Batlle. El líder "rebelde" rechazó este último intento para frenarlo y, en una frase que sintetiza su carácter, respondió: "sólo debemos cuenta a nuestra conciencia y a Dios" (Deus, 1978: 231).

La opinión de Acevedo Díaz sobre Saravia -de quien había sido su secretario en parte de la campaña del 97-, mudó radicalmente, como puede verse en innumerables ejemplos. Así, en el discurso ante la tumba de Diego Lamas, exaltó al infortunado militar y a "su nobilísimo compañero Aparicio Saravia", por la mutua "clarividencia para terminar [la guerra] con honra, antes que la fuerza brutal ganase" (El Nacional, 24/IV/1898).
En vísperas de la proclamación de Mac Eachen sugirió que el país estaba en manos de una "doble influencia directriz", pautada por Cuestas y el "meritorio" caudillo (Acevedo Díaz (h), 1941: 191). Ya fuera del Partido y del país, en medio del alzamiento de 1904, opinaba que Saravia "no es más que un pobre gaucho, engreído y camorrista, antes que belicoso" (M.J. Ardao, 1965: 574).

Batlle y Acevedo Díaz habían coincidido en el Ateneo montevideano en los años de resistencia contra la dictadura de Latorre; habían compartido la fe espiritualista ecléctica; juntos integraron el Consejo de Estado de 1898; un año después, restablecida la normalidad constitucional, el senador blanco le había ofrecido su voto para llegar a la presidencia con lo que buscaba impedir que Cuestas siguiera en el mando. En la emergencia de 1903, Batlle le pareció el hombre de "energías necesarias para sobresalir [...] en la democracia más turbulenta" (Acevedo Díaz (h), 1941: 179).

Pese a estas afinidades generacionales e ideológicas, la pasión por un pasado aún muy fresco obstruía una convergencia política más estricta. La historiografía parcial afirma que votando a Batlle "no se ve claro cómo pensaba servir así al partido" (Mena Segarra, 1977: 138), apreciación que silencia el acoso de los rivales internos y que se resiste a admitir la vocación acevedista por los objetivos suprapartidarios. Sería ingenuo creer que el escritor blanco apoyó al hijo de Lorenzo Batlle -al que había combatido en 1870-72-, porque previó las reformas de corte socializante que, según se ha demostrado, vinieron bastante después (Barrán/Nahum, 1985). En rigor, "los conservadores temían en el Batlle de 1903, como lo temían incluso en el decadente Julio Herrera y Obes, al colorado intransigente, enemigo de acuerdos y coparticipación y por ello, casi seguro provocador de la guerra civil. No (es elemental) al promotor obrero y al nacionalizador económico que todavía permanecían inéditos" (Real de Azúa, 1963: 30).

Corrobora esta conclusión la carta que le remite a Saravia el estanciero y dirigente blanco Luis Santiago Botana, satanizando a los que votarían por quien "haría un gobierno pasional, de facción, que llevaría a la guerra civil" (24/I/1903). Para el hijo de Aparicio Saravia este juicio "define y encuadra la traición de Acevedo Díaz y sus calepinos" (Saravia García, 1956: 364).

Tampoco constan los escritos que estigmaticen la pobreza en la que vivían criollos e inmigrantes del campo y las ciudades, panorama que Acevedo Díaz conocía con minucia. Tampoco fue partidario del nacionalismo económico y estatista; al contrario, sus tres artículos sobre el Frigorífico Liebig's de Fray Bentos -publicados en El Nacional en noviembre del 95-, demuestran que confiaba en el empuje transformador del capital extranjero. Sobre el punto, no obstante, puede crear confusiones su campaña contra el poderoso hacendado Mac Eachen y sus votantes del "sector ultraconservador" del Directorio.

Hubo una puja por el poder entre los "doctores" blancos montevideanos que empezó en murmullo interno y concluyó en estruendo público. El sector dominante del Directorio carecía de líderes y desconfiaba de quien, empecinado por la pureza legalista y apoyado por jóvenes ruidosos, ponía en continuo riesgo la estabilidad. Acevedo Díaz que había sacrificado su "porvenir" profesional, su enriquecimiento material y hasta la convivencia con su vasta familia, acusó a estos correligionarios de buscar la paz para la "conservación de estancias, ganados y saladeros, no de principios y de prácticas austeras" (Acevedo Díaz (h), 1941: 142).

 

Se trataba de una estrategia circunstancial para disminuir la presión de sus enemigos internos y de una cabal exposición de su creencia en el evolucionismo democrático.

 

De este duelo se deduce que la mayoría de los "doctores" rodearon a Saravia para anular el riesgoso personalismo de Acevedo Díaz y que, a su vez, el caudillo personalista se dejó rodear para darles sosiego a las "clases conservadoras", y para eliminar al desafiante competidor. De todas maneras la guerra se desató en 1904 y los "ultraconservadores" no tuvieron más remedio que apoyar a Saravia en su arranque bélico, porque en caso contrario hubieran sido borrados del mapa político.

 

El general campesino no podía ceder terreno (o mejor: departamentos del norte) al control del gobierno nacional, porque sabía que a la corta desaparecería como centro de poder. En ese contexto, no sólo la guerra era inevitable sino también lo era su desenlace.

 

En una página aún inédita, escrita mucho tiempo después, Acevedo Díaz opinó sobre su expulsión: "[...] Ocurrida la elección constitucional del señor Batlle y Ordóñez, se inició el principal acto subversivo, un pretexto o motivo de unión. [...] Ese motivo, [según] el doctor Alfredo Vidal y Fuentes [tuvo como] única causal el odio a «determinada persona»; a quien se necesitaba anonadar para que abriese paso a las ambiciones desatentadas de una fracción incorregible [...]" (Col. E.A.D., Doc. 10).

 

Por eso el acercamiento a Batlle había sido la única salida. Con Batlle -debió calcular- podría frenar los acuerdos entre los colorados intransigentes -de cepa colectivista- y los blancos que no estaban dispuestos a defender la pureza democrática. Creía -y esto lo prueban tanto su obra doctrinal como literaria- que el caudillo rural era una formidable herramienta para avanzar hacia objetivos liberales en un medio atrasado. Hacia comienzos del nuevo siglo estaba seguro de que se había afianzado la "sociabilidad" nacional opacando las viejas virtudes de esa figura. Por eso tenía que destruir el poder del caudillo, antes de que éste lo destruyera a él.

Enceguecido por el vértigo de su fe y de los acontecimientos, no cayó en la cuenta de que él mismo se estaba convirtiendo en una especie de caudillo. Aunque urbano, ilustrado y sin el imprescindible apoyo de las columnas populares. Ni siquiera a la distancia de aquellos hechos dolorosos pudo reconocer su cuota de responsabilidad y de ceguera: "El movimiento de 1904, que me sorprendió en Norte América [...] fue una reincidencia injustificable. [...] Una fe ciega había ofuscado los ánimos. [...] El Directorio confió de un modo excesivo en las aptitudes de su caudillo militar, que a pesar de todo dio su vida con abnegación" (Entrevista concedida a El Día, Montevideo, 15/IX/1916).

En uno de sus últimos trabajos, Michel Foucault se pregunta: "¿No constituye uno de los rasgos fundamentales de nuestra sociedad el hecho que el destino adquiera la forma de la relación al poder, de la lucha con o contra él?" (Foucault, 1992: 182). Menos que nadie Acevedo Díaz estaba a salvo de esta tensión que, en su caso, se convertirá en trampa mortal.

 

Veinte años de soledad

 

Pasados los estremecimientos electorales, había llegado la hora de la soledad. En setiembre de 1903 el presidente Batlle lo designó Embajador y Ministro Plenipotenciario de la República ante los Estados Unidos y México. En Washington comenzó el largo peregrinaje de Acevedo Díaz por el mundo, quien continuaría en el ejercicio del mismo cargo en Buenos Aires (1906-08), Roma (1908-11), Río de Janeiro (1911-16) y Berna (1916-1920).

 

Tal aceptación del status diplomático se ha interpretado como fruto de las presiones nacionalistas al presidente (Deus, 1978: 255) o como una forma de pago por el favor eleccionario, mezquina hipótesis que entonces murmuraron sus enemigos. Era imposible que Acevedo Díaz continuase en esa atmósfera hostil en la que poco tenía para hacer y donde -con cincuenta y dos años cumplidos- difícilmente podría sobrevivir después de haber abandonado todo por la actividad política. La aceptación del puesto diplomático parece más verosímil como una huida del país en el que había perdido su lugar en la batalla, perdiendo así el mejor sentido de su vida. En este cuadro merecen interpretarse sus gestiones para lograr la intervención militar estadounidense durante la guerra civil de 1904. No puede descartarse el rencor acumulado en los meses previos ni la defensa de su misión cuando ese esfuerzo prolongado está en peligro. La documentación prueba que Acevedo Díaz no sólo fue autorizado por el gobierno batllista para hacer los trámites solicitando la presencia militar extranjera, sino que la idea misma le pertenece. Había pasado casi cuarenta años escribiendo sobre la ardua conquista de la soberanía nacional y a la distancia terminó por convencerse de que el Estado uruguayo ni siquiera podía solucionar sus problemas internos. Harto de la "prepotencia del caudillismo", prefirió una solución rápida y tajante, de la que esperaba se obtuvieran buenos resultados por venir del país "modelo, grande y poderoso [donde] no he visto hasta ahora ni un mendigo, ni un escandaloso, ni dar un trompis siendo la tierra del box" (M.J. Ardao, 1965: 575). Creía esto necesario ante la posibilidad de una inminente acción argentina para poner fin a la guerra, aspecto que le comenta a Romeu en carta del 22 de abril: "Entre una [intervención] que nada sirve, y por el contrario [...] acumula resabios a los ya existentes; y otra, que asegure una paz para siempre, con la prosperidad positiva de la república y afianzamiento de su independencia, creo que la elección no es difícil" (M.J. Ardao, 1965: 577). Como los Ramírez, como José Pedro Varela y Nicolás de Vedia, como toda su generación liberal y patricia, Acevedo Díaz admiraba y aun envidiaba a los Estados Unidos. Era el deslumbramiento por la democracia modelo, por el país enorme donde los militares respetaban las instituciones; donde no anidaban "revoluciones" bárbaras porque no había población "bárbara" sino trabajadores progresistas. Esta "nordomanía" -como la calificara Rodó en Ariel (1900)-, dejaba afuera de su evaluación, por ejemplo, el lugar de los derechos de los negros, arrinconados y marginados. 

 

El entonces embajador confiaba en que la intervención norteamericana afianzaría la independencia uruguaya porque en su agenda ideológica no contaba la teoría imperialista, pese a que en 1898 Estados Unidos había hecho práctica ostensible de ella en las antiguas colonias españolas de Puerto Rico, Filipinas y Cuba. 

 

La declinación de su carácter no pudo no invadir el proceso de creación literaria. En la etapa postrera su producción fue relativamente escasa y -a excepción de Lanza y sable- se ciñó al rubro ciudadano: una novela (1907) y una docena de historias. Casi todos los personajes de este corpus narrativo pertenecen a la burguesía, alta o media; todos son partidarios del amor asexuado: los hombres practican una acartonada galantería; las mujeres, ejercen complejas y reprimidas artes de seducción. Zozobró también en el lenguaje de estos relatos, ya que al abandonar la autenticidad del habla popular campesina y su sintaxis precisa -hallazgo del otro sector narrativo-, su prosa "se cargó de un subterráneo preciosismo [...] o intentó el virtuosismo que luego ejercitarían los modernistas" (Rama, 1965: 144). 

 

En la amarga monotonía de su carrera diplomática, también se hizo tiempo para redactar algunos ensayos y para esbozar unas memorias que nunca terminó. O quizá prefirió quemar como se estaba quemando su vida. No mucho más se le podía pedir a quien se le había arrancado su divisa y su pasión. 

 

En 1914 tituló el prólogo de su última novela 'Sin pasión y sin divisa'. En esas páginas cae la máscara del optimismo y asume el fracaso de su largo proyecto vital: "vencer los resabios de la herencia, no es obra de una generación. El sólo concepto racional de patriotismo es todavía oscuro para muchos hombres. El de la nacionalidad, como conciencia plena, apenas se acentúa. Ahora comienza el empeño" (p. 6). Pero ese empeño ya no podía tenerlo a él entre sus combatientes. Estaba viejo y hacía años que deambulaba por el mundo representando a un país que ya no era del todo suyo; donde había sido condenado al círculo infernal de los traidores del Partido por el que tantas veces se había jugado en cuerpo y alma. Un país donde se lo reconocía como gran escritor pero en el que nadie lo reclamaba (ni lo reclama) para su panteón de héroes civiles. 

 

En los últimos años, como le escribe a su esposa, su salud "ha sufrido tantos quebrantos" (Galmés, 1980: 40) que la noticia se hizo pública en la prensa montevideana; esas desventuras hoy pueden apreciarse en una fotografía de 1917, quizá la última que le tomaran. La foto lo muestra con gesto esquivo aunque todavía altanero; el cabello intacto y renegrido corona un rostro gastado; los ojos desafiantes de las imágenes de su primera madurez ceden paso a una mirada sin luz que evita la lente, que se pierde en un sitio vago. Sentado ante un escritorio, sostiene con el brazo izquierdo su cabeza y con su diestra presiona apenas una pluma sobre un papel en blanco. En el retrato de este hombre vencido sólo faltó que alguien hubiese anotado algo así como "A la espera de la muerte, ocurrida el 18 de junio de 1921". Treinta años después, el 3 de mayo de 1951, su hijo Hugo confesó: "Yo nunca pude saber a qué se refirió mi padre cuando ya en agonía, una mano entre las mías, subconscientemente dijo y repitió: "Nunca más!..." " (Inédita. Col. F. Espínola. Bibl. Nac.). No por azar en las páginas finales de su última novela, Acevedo Díaz comenta que las divisas agitaron en las generaciones sucesivas "la religión de los odios" (p. 354). Este ha sido su otro testamento, quizá hasta la exégesis del secreto que selló en su testamento civil: los odios de que religiosamente ha sido objeto en el país que vivió con pasión, impiden que ofrezca sus huesos a esa tierra perdida para siempre. Nunca más.

 

Notas:

 

Acevedo Díaz, Eduardo (h) (1941). La vida de batalla de Eduardo Acevedo Díaz. Buenos Aires, El Ateneo.Ardao, Arturo (1962). Racionalismo y liberalismo en el Uruguay. Montevideo, Universidad de la República. Departamento de Publicaciones. Ardao, Arturo (1971). "La evolución filosófica de Acevedo Díaz", en Etapas de la inteligencia uruguaya. Montevideo, Universidad de la República. Departamento de Publicaciones, 69-71. [Originalmente en Marcha, Montevideo, 2ª sección, XIV, Nº 628, 27 de junio de 1952, pp. 45-46]. Ardao, María Julia (1965). Alfredo Vásquez Acevedo. Contribución al estudio de su vida y su obra, en Revista Histórica, Montevideo, LIX, 2ª época, Tomo XXXVI, Nos. 106-108, diciembre, 572-589. [Cartas de EAD a José Romeu desde Washington, en 1904].Barrán, José Pedro/ Nahum, Benjamín (1985). Batlle, los estancieros y el Imperio Británico. Tomo 2. Un diálogo difícil, 1903-1910. Montevideo, Banda Oriental. Benjamin, Walter (1967). "Destino y carácter", en Ensayos escogidos. 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"La vida de los hombres infames", en La vida de los hombres infames. Ensayos sobre desviación y dominación. Montevideo, Altamira/Nordan Comunidad, 175-202. Prólogo de Fernando Savater. (Edición y traducción: Julia Varela y Fernando Alvarez Uría).Freud, Sigmund (1970). "Un recuerdo infantil en Leonardo de Vinci", en Psicoanálisis del arte. Madrid, Alianza, 7-74. (Traducción: Luis López-Ballesteros y de Torres).Galmés, Héctor (compilador) (1979). Correspondencia familiar e íntima de Eduardo Acevedo Díaz (1880-1898). Montevideo, Biblioteca Nacional.Galmés, Héctor (compilador) (1980). "Los últimos años de Eduardo Acevedo Díaz. Correspondencia familiar (1917-1918)", en Revista de la Biblioteca Nacional, Montevideo, Nº 20, diciembre, 9-41. Grudzinska, Grazyna (1995). "Eduardo Acevedo Díaz y Henryk Sienkiewicz. La novela histórica en las orillas del mundo moderno", en Cuadernos de Marcha, Montevideo, Tercera Epoca, X, Nº 106, julio, 62-67.Ibáñez, Roberto (1953). 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"La novela histórica: otra perspectiva", en Historia y ficción en la narrativa hispanoamericana. Caracas, Monte Avila, 169-183. Saravia García, Nepomuceno (1956). Memorias de Aparicio Saravia. Montevideo, Medina. Prólogo de Enrique Beltrán.Williman, José Claudio (1966). "Batlle y Estados Unidos: Nuevos documentos sobre un pedido de intervención", en Marcha, Montevideo, XXVII, Nº 1296, 18 de marzo, 12-13.Zum Felde, Alberto (1967). "Eduardo Acevedo Díaz", en Proceso intelectual del Uruguay. Montevideo, Ediciones del Nuevo Mundo, Tomo I, 223-257. [1ª edición, considerablemente modificada a posteriori, Montevideo, Imprenta Nacional Colorada, 1930].

por Pablo Rocca
Insomnia, Nº 26
Suplemento de "Posdata"

Ver, además:

 

                     Eduardo Acevedo Díaz en Letras Uruguay    

 

 

                                                               Pablo Rocca en Letras Uruguay

 

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