Acevedo Díaz, Eduardo - El Nacional - Lanza y Sable
Historia de una pasión uruguaya
II |
Ascenso y caída del Jefe Civil
Una vez en Montevideo, Acevedo Díaz redobló su voluntad transformándose en una suerte de asceta de la causa cívica. Guiado por la certeza del cumplimiento de una misión superior, encontró terreno propicio para liderar a la juventud nacionalista de Montevideo y a un grupo relevante de personalidades. Su prédica de
El Nacional reunificó las fuerzas blancas, amalgamó las críticas al "exclusivismo" colorado, preparó los espíritus para el alzamiento militar partidario de 1897, aportó -en suma- una doctrina
Se trataba de una estrategia circunstancial para disminuir la presión de sus enemigos internos y de una cabal exposición de su creencia en el evolucionismo democrático.
De este duelo se deduce que la mayoría de los "doctores" rodearon a Saravia para anular el riesgoso personalismo de Acevedo Díaz y que, a su vez, el caudillo personalista se dejó rodear para darles sosiego a las "clases conservadoras", y para eliminar al desafiante competidor. De todas maneras la guerra se desató en 1904 y los "ultraconservadores" no tuvieron más remedio que apoyar a Saravia en su arranque bélico, porque en caso contrario hubieran sido borrados del mapa político.
El general campesino no podía ceder terreno (o mejor: departamentos del norte) al control del gobierno nacional, porque sabía que a la corta desaparecería como centro de poder. En ese contexto, no sólo la guerra era inevitable sino también lo era su desenlace.
En una página aún inédita, escrita mucho tiempo después, Acevedo Díaz opinó sobre su expulsión: "[...] Ocurrida la elección constitucional del señor Batlle y Ordóñez, se inició el principal acto subversivo, un pretexto o motivo de unión. [...] Ese motivo, [según] el doctor Alfredo Vidal y Fuentes [tuvo como] única causal el odio a «determinada persona»; a quien se necesitaba anonadar para que abriese paso a las ambiciones desatentadas de una fracción incorregible [...]" (Col. E.A.D., Doc. 10).
Por eso el acercamiento a Batlle había sido la única salida. Con Batlle -debió calcular- podría frenar los acuerdos entre los colorados intransigentes -de cepa colectivista- y los blancos que no estaban dispuestos a defender la pureza democrática. Creía -y esto lo prueban tanto su obra doctrinal como literaria- que el caudillo rural era una formidable herramienta para avanzar hacia objetivos liberales en un medio atrasado. Hacia comienzos del nuevo siglo estaba seguro de que se había afianzado la "sociabilidad" nacional opacando las viejas virtudes de esa figura. Por eso tenía que destruir el poder del caudillo, antes de que éste lo destruyera a él.
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Veinte años de soledad
Pasados los estremecimientos electorales, había llegado la hora de la soledad. En setiembre de 1903 el presidente Batlle lo designó Embajador y Ministro Plenipotenciario de la República ante los Estados Unidos y México. En Washington comenzó el largo peregrinaje de Acevedo Díaz por el mundo, quien continuaría en el ejercicio del mismo cargo en Buenos Aires (1906-08), Roma (1908-11), Río de Janeiro (1911-16) y Berna (1916-1920).
Tal aceptación del status diplomático se ha interpretado como fruto de las presiones nacionalistas al presidente (Deus, 1978: 255) o como una forma de pago por el favor eleccionario, mezquina hipótesis que entonces murmuraron sus enemigos. Era imposible que Acevedo Díaz continuase en esa atmósfera hostil en la que poco tenía para hacer y donde -con cincuenta y dos años cumplidos- difícilmente podría sobrevivir después de haber abandonado todo por la actividad política. La aceptación del puesto diplomático parece más verosímil como una huida del país en el que había perdido su lugar en la batalla, perdiendo así el mejor sentido de su vida. En este cuadro merecen interpretarse sus gestiones para lograr la intervención militar estadounidense durante la guerra civil de 1904. No puede descartarse el rencor acumulado en los meses previos ni la defensa de su misión cuando ese esfuerzo prolongado está en peligro. La documentación prueba que Acevedo Díaz no sólo fue autorizado por el gobierno batllista para hacer los trámites solicitando la presencia militar extranjera, sino que la idea misma le pertenece. Había pasado casi cuarenta años escribiendo sobre la ardua conquista de la soberanía nacional y a la distancia terminó por convencerse de que el Estado uruguayo ni siquiera podía solucionar sus problemas internos. Harto de la "prepotencia del caudillismo", prefirió una solución rápida y tajante, de la que esperaba se obtuvieran buenos resultados por venir del país "modelo, grande y poderoso [donde] no he visto hasta ahora ni un mendigo, ni un escandaloso, ni dar un trompis siendo la tierra del box" (M.J. Ardao, 1965: 575). Creía esto necesario ante la posibilidad de una inminente acción argentina para poner fin a la guerra, aspecto que le comenta a Romeu en carta del 22 de abril: "Entre una [intervención] que nada sirve, y por el contrario [...] acumula resabios a los ya existentes; y otra, que asegure una paz para siempre, con la prosperidad positiva de la república y afianzamiento de su independencia, creo que la elección no es difícil" (M.J. Ardao, 1965: 577). Como los Ramírez, como José Pedro Varela y Nicolás de Vedia, como toda su generación liberal y patricia, Acevedo Díaz admiraba y aun envidiaba a los Estados Unidos. Era el deslumbramiento por la democracia modelo, por el país enorme donde los militares respetaban las instituciones; donde no anidaban "revoluciones" bárbaras porque no había población "bárbara" sino trabajadores progresistas. Esta "nordomanía" -como la calificara Rodó en Ariel (1900)-, dejaba afuera de su evaluación, por ejemplo, el lugar de los derechos de los negros, arrinconados y marginados.
El entonces embajador confiaba en que la intervención norteamericana afianzaría la independencia uruguaya porque en su agenda ideológica no contaba la teoría imperialista, pese a que en 1898 Estados Unidos había hecho práctica ostensible de ella en las antiguas colonias españolas de Puerto Rico, Filipinas y Cuba.
La declinación de su carácter no pudo no invadir el proceso de creación literaria. En la etapa postrera su producción fue relativamente escasa y -a excepción de Lanza y sable- se ciñó al rubro ciudadano: una novela (1907) y una docena de historias. Casi todos los personajes de este corpus narrativo pertenecen a la burguesía, alta o media; todos son partidarios del amor asexuado: los hombres practican una acartonada galantería; las mujeres, ejercen complejas y reprimidas artes de seducción. Zozobró también en el lenguaje de estos relatos, ya que al abandonar la autenticidad del habla popular campesina y su sintaxis precisa -hallazgo del otro sector narrativo-, su prosa "se cargó de un subterráneo preciosismo [...] o intentó el virtuosismo que luego ejercitarían los modernistas" (Rama, 1965: 144).
En la amarga monotonía de su carrera diplomática, también se hizo tiempo para redactar algunos ensayos y para esbozar unas memorias que nunca terminó. O quizá prefirió quemar como se estaba quemando su vida. No mucho más se le podía pedir a quien se le había arrancado su divisa y su pasión.
En 1914 tituló el prólogo de su última novela 'Sin pasión y sin divisa'. En esas páginas cae la máscara del optimismo y asume el fracaso de su largo proyecto vital: "vencer los resabios de la herencia, no es obra de una generación. El sólo concepto racional de patriotismo es todavía oscuro para muchos hombres. El de la nacionalidad, como conciencia plena, apenas se acentúa. Ahora comienza el empeño" (p. 6). Pero ese empeño ya no podía tenerlo a él entre sus combatientes. Estaba viejo y hacía años que deambulaba por el mundo representando a un país que ya no era del todo suyo; donde había sido condenado al círculo infernal de los traidores del Partido por el que tantas veces se había jugado en cuerpo y alma. Un país donde se lo reconocía como gran escritor pero en el que nadie lo reclamaba (ni lo reclama) para su panteón de héroes civiles.
En los últimos años, como le escribe a su esposa, su salud "ha sufrido tantos quebrantos" (Galmés, 1980: 40) que la noticia se hizo pública en la prensa montevideana; esas desventuras hoy pueden apreciarse en una fotografía de 1917, quizá la última que le tomaran. La foto lo muestra con gesto esquivo aunque todavía altanero; el cabello intacto y renegrido corona un rostro gastado; los ojos desafiantes de las imágenes de su primera madurez ceden paso a una mirada sin luz que evita la lente, que se pierde en un sitio vago. Sentado ante un escritorio, sostiene con el brazo izquierdo su cabeza y con su diestra presiona apenas una pluma sobre un papel en blanco. En el retrato de este hombre vencido sólo faltó que alguien hubiese anotado algo así como "A la espera de la muerte, ocurrida el 18 de junio de 1921". Treinta años después, el 3 de mayo de 1951, su hijo Hugo confesó: "Yo nunca pude saber a qué se refirió mi padre cuando ya en agonía, una mano entre las mías, subconscientemente dijo y repitió: "Nunca más!..." " (Inédita. Col. F. Espínola. Bibl. Nac.). No por azar en las páginas finales de su última novela, Acevedo Díaz comenta que las divisas agitaron en las generaciones sucesivas "la religión de los odios" (p. 354). Este ha sido su otro testamento, quizá hasta la exégesis del secreto que selló en su testamento civil: los odios de que religiosamente ha sido objeto en el país que vivió con pasión, impiden que ofrezca sus huesos a esa tierra perdida para siempre. Nunca más.
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Notas:
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por Pablo Rocca
Insomnia, Nº 26
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