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El verano - Estación de vacaciones
Alba Marina Riverón

Ya terminadas las clases, el sol salía temprano y con él las ganas de ir a la playa. Nuestro barrio, la Blanqueada, estaba lejos de la costa por lo que debíamos tomar el ómnibus 181 que nos llevaba a la playa Pocitos.

 

Abuela se encargaba de la merienda: tartas de jamón, frutas, galletitas María con dulce de leche y una botella con jugo de naranja. Muchas veces parte de la merienda volvía con nosotros. Eso pasaba cuando teníamos la suerte de encontrar a tío Oscar que nos compraba de todo lo que se nos antojaba, desde helados, panchos, refrescos, hasta pizza y fainá cuando ya nos íbamos.

 

Llegábamos a la  playa muy temprano. Abuela,  que no se perdía el paseo, se bañaba enseguida  y nosotros pasábamos de la sombrilla al agua, del agua a la sombrilla todo el rato.

 

Al principio las playa estaba casi desierta, hasta que de pronto  iban bajando las  madres con bebes, señoras de la zona, y barras de muchachos que  se zambullían aparatosamente para luego jugar un partido en el lugar permitido.

 

Cuando nos íbamos abríamos camino a través de las sombrillas de todos colores, una casi al lado de la otra. Abuela decía -  ya es hora de marchar,  no cabe  un alfiler en esta playa.

 

Por lo general nos volvíamos con el traje de baño húmedo y nos daba vergüenza mojar los asientos por lo que viajábamos parados. Bueno,… eso nos lo había enseñado abuela.

 

El trayecto era largo. Llegábamos muy cansados pero felices. Mamá nos esperaba con la casa  limpita y fresca. A pesar de nuestra queja permanente para no dormir la siesta, caímos pronto en el sueño. Recuperábamos fuerzas para luego salir de vuelta.

 

Nuestros encuentros con amigas y amigos por la tarde  eran en la placita del barrio o en la quinta de Don Miguel. Allí debajo de los árboles  recreábamos nuestras experiencias en la playa, en la escuela, en otros ámbitos, y nos reíamos mucho. Además programábamos las horas de la nochecita.  

 

Era época en que ya la murga del barrio estaba casi lista para salir al carnaval. Entonces  no nos perdíamos  los últimos ensayos. Sabíamos todas las letras de la Gran Muñeca

 

¡Qué suerte! Todo estaba cerca. Todas las familias se conocían. Un día nos acompañaba una madre, otro día un papá.

Las noches de verano eran una fiesta.

 

Muchos nos íbamos unos días de vacaciones con la familia a algún balneario de Canelones.

 

Abuela Mamama tenía una casita en  Pinamar. Mis padres iban  allá a descansar una semana  y nosotros con ellos. En Pinamar también tenía amigos: los amigos del verano.

 

Al final del verano, en Semana Santa o de Turismo, íbamos al departamento de Lavalleja. Era tan lindo visitar a mi otra abuelita, la madre de mi papá. Ella tenía sangre indígena. Sus ojitos eran claros pero rasgados. Su tez era muy blanca y el cabello largo, era lacio, muy lacio. Lo peinaba  recogido con un moño en la nuca.  

Muchas tardecitas, dejaba que la peinara. Entonces yo le hacía dos, uno a cada lado y ella se los dejaba hasta la noche, luciendo el peinado de su montevideana nieta.

 

Nos encantaba recorrer los cerros. El Verdún y el Arequita eran mis preferidos, ya que con mis primos hacíamos un recorrido distinto; llegábamos a la virgencita del Verdún y a la cueva de murciélagos del Arequita por caminos muy diferentes a los mayores. Nos llevábamos muchos rezongones, ya que no íbamos con el calzado indicado para recorrer zonas donde había víboras. 

 

A Mamá le gustaba ir con papá a Villa Serrana, al Parque Salus y al Parque de Vacaciones de UTE.

 

No nos perdíamos nada. Andábamos a caballo en cabalgatas guiadas ¡Era toda una aventura!

 

Pasaban los días. Cuando el sol ya no estaba a pleno, cuando había que colocarse un saco por las noches, cuando las murgas ya cantaban las últimas canciones, nos despedíamos de la estación estival.  Volvían las clases.

Alba Marina Riverón

de Cuentos de Carola II (inédito)

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