Banda Oriental, nuevo testimonio del siglo XIX

 

Sin duda la imaginación puede crear infinidad de mundos infinitos, sólo que necesitamos un alto grado de concentración, al menos así lo creo yo, pero en este caso, son solamente testimonios dejados por nuestros ancestros que vivieron en el siglo XlX

Lázaro era un joven brasileño, nacido en San Pablo, en la Villa de Tepé, este joven cazador de avestruces, con el fin de comercializar las plumas, que era realmente su oficio. En los documentos que hemos leído con mucha atención, figura como vecino de la región de Puntas del Sarandí, Departamento de Flores, ubicado a 10 kms. Al sur de Trinidad.

Resulta que el joven Lázaro nacido en 1809, como ya lo hemos dicho, venía del norte correteando ñandúes, que era su oficio. Parece que lo agarró un fin de semana, cerca del rancho de la viuda doña Argelina, donde pasó la noche, parece que le gustó porque no se fue más. Puede que sea así como lo confirma el testimonio de la tradición oral, pero también y quizás con mayor fundamento que hubiese llegado a la región, como tantos brasileños que lo hicieron. Pienso que como hombre de campo como era Lázaro, en aquellos años cazando ñandúes, por el hecho las plumas, es poco creíble habiendo algo más lucrativo como el arreo de ganado cimarrón que por miles, durante décadas se llevaron al Brasil, procedentes de la gran reserva ganadera de la cuenca de los ríos Yí y Negro.

De haberse establecidos Lázaro y Argelia en las Puntas del Sarandí, antes de 1830, quizás sus connacionales le hubieran facilitado las cosas y hasta pudieron haberle entregado un pedazo de tierra, para su beneficio, en aplicación por medio del asentamiento rural impuesta por el gobierno portugués, política ya aplicada por Artigas en 1815. Se justificaría así que Lázaro y Argelina eran hacendados, mencionándolo en 1835.

No creemos que Lázaro haya integrado las fuerzas de ocupación Luso brasileñas 1816 -1825 por dos razones fundamentales: en primer término, la derrota de 1825, le habría complicado bastante las cosas, como para continuar viviendo allí, luego de la retirada de su ejercito. También él se hubiera marchado. La segunda por razones de edad. Si tomamos por cierta la fecha de su nacimiento, mencionada por Lázaro, este tendría alrededor de diez y seis años en la época de la Cruzada Libertadora de los 33 orientales. Demasiado gurí   para esas patriadas.

Argelina, viuda con cuatro pequeños niños, su marido Francisco ”Pancho” Arzúa, fallecido electrocutado por un rayo con tan sólo veinte y dos años, cuando arreaba animales, para el lugar donde estaban los hermanos Ruiz.

No fue fácil la vida para esta familia, que llegaron a tener diez hijos, le daban al vaya y venga sin parar. Tuvieron la desgracia de tener que vivir en una época turbulenta y además sufriendo, la pérdida de algún familiar. Llama la atención la repetición del nombre Pedro, dado a dos de sus hijos, lo que seguramente no es casual. Quizás encontremos la explicación, en el origen de Lázaro quien no quiso ocultar su condición de brasileño, particularmente en aquellos tiempos de enfrentamientos violentos que hacían encender las pasiones, marcando a fuego los perfiles de los contendientes. Eran épocas de definiciones y nadie escapaba a estas reglas. Tanto orientales como brasileños, sentían el mismo anhelo de ser libres.

Los primeros, luego de la derrota de Artigas en 1820, quedaron divididos entre federalistas, y los que preferían un Estado Oriental independiente. Ahí se ven a los hijos de Lázaro y Argelia, luchando como orientales, mientras que su padre Lázaro entre el dilema de permanecer fiel a la Corona de Portugal, a la lucha de sus hijos o al Emperador Pedro I.

Por entonces, el reinado de Portugal lo tenía en Río de Janeiro, establecido allí durante muchos años. Ahí Pedro y Juan Pedro, los dos hijos mayores de este matrimonio, caen prisioneros y desaparecen de la escena, para siempre.

Miremos hacia atrás, por un momento para ver sus costumbres, sus necesidades, sus éxitos y sus fracasos. Trataremos de conocer algo más, de conocernos mejor, hablar su idioma, intimar en la franqueza que nos permite hacerlo, el hecho de ser integrantes de esta gran familia oriental. En ese entorno, el tuteo informal y cariñoso, saber de sus vidas, sus luces y sus sombras. Renombrados historiadores y hombres de letras, han sabido rescatar del pasado, a muchos luchadores anónimos, que sin ellos no hubiera sido posible alguna victoria, en las luchas por defender la patria. Argelina fallece en 1882, a los setenta y dos años, y al año siguiente, nos deja Lázaro.

Por supuesto que la historia continúa, ya en esa época se conocían en todo el suelo oriental, el changador, el gauderio, aquel criollo libre que recorre los campos, faenando a cuenta de terceros o para el contrabando portugués, de vacas y caballos. A mediados del siglo XIX la medicina había llegado al extremo en razón de necesidad. Eran muy pocos los habilitados fundamentalmente para ejercer el arte de curar, dando lugar a una proliferación de sendos médicos que hacían lo que podían.

Este pobre panorama obligó a las autoridades iniciaran la formación ”Cirujanos baratos de estudio sencillo para curar regiones de los pobres y de esta manera evitar el curanderismo de mala ley” Los estudios duraban dos años y se hacían en el Hospital de Caridad de Montevideo Los farmacéuticos curaban en la capital y el interior. En las pulperías tenían los botiquines abiertos al público, recetaban tratamientos, y hasta realizaban pequeñas intervenciones quirúrgicas. A nadie extrañó cuando Juan Antonio Lavalleja designó al boticario en la zona del Pintado llamado “Pedro el Chiquito” cirujano de los patriotas de 1825.

Estaban también los “prácticos” flebótomos que sangraban y ponían ventosas

 

ANTECEDENTES HISTÓRICOS

 

No pretendemos con esto, realizar un trabajo histórico profundo, porque escaparía a nuestras posibilidades, sino tratar de ubicarnos en el lugar y en el tiempo de los acontecimientos.

Son simples apuntes recogido de los historiadores que con toda autoridad, han investigado los hechos, como también impresiones de viajeros, escritores, testimonios de personas que conocieron bien de cerca a la familia Rivero – Ruiz Díaz, quienes fueron   los autores de este testimonio y de personas que fueron contemporáneos de los mismos.

Hecha esta salvedad, comenzaremos diciendo que en el territorio   del Departamento de Flores estuvo poblado desde la prehistoria, hasta los tiempos de la Colonia y aún después, por diversos grupos indígenas conocidos con el nombre de Yaros, Bohanes, Guenoas, Chanaes y Minuanes, a los que muchos historiadores engloban en la común denominación de Charrúas. Quedaron   de ellos como mudos testigos de su paso por la zona, algunos petroglifos, túmulo funerarios, restos de una primitiva alfarería ubicados en las márgenes de los numerosos cursos de agua, con el nombre de su lengua, de ríos, arroyos, árboles, pájaros y de alguno de sus caciques más famosos. Voces casi todas en guarani, hoy desformadas con el tiempo, pero aún así conservan la dulzura del idioma, que no todos ellos lo hablaban. Los Charrúas tenían el suyo propio, del que nada o poco quedó. Tal es el caso del Arroyo Guaycurú afluente del Rio San José, en el límite sur del Departamento de Flores, cuyo nombre deriva, de un indio Charrúa de elevada talla y que en más de una oportunidad trajo a mal traer a los españoles. Guaycurú era el nombre con que se conocía a una tribu del Chaco argentino, famosa por su combatividad. La leyenda más conocida se basa en un relato de un sobreviviente de la expedición de Pedro de Mendoza, que en 1536, llegara a estos lares y fuera recibido en forma por demás agresiva por los aborígenes obligándolos a retirarse, para el otro lado del Río Solís, donde fundó la ciudad Santa María de los Buenos Aires.

Por un tiempo los indios y los españoles mantuvieron relaciones normales que luego se deterioraron debido a ciertos abusos cometidos por los españoles, que pretendieron esclavizarlos. Iniciados los combates, los indios llamaron en su auxilio a otras tribus y juntos, durante la noche incendiaron las cabañas de los españoles. Con grandes pérdidas, incluso la muerte de el hijo de Pedro de Mendoza, subieron a sus naves dejando a la Santa María de los Buenos Aires completamente destruida.

Uno de los integrantes de la expedición, que fue dado por muerto, era un naturalista francés llamado Henri Renaud, que no perdió la vida, sino que fue tomado como prisionero por un cacique Charrúa, salvándolo en momentos que iba a ser sacrificado, por los indios de otras tribus. Al día siguiente de la batalla, partió el cacique con el sabio francés hacia la margen del Río Uruguay y luego de dos días de marcha llegaron al Palacio de los Indios, era una hermosa morada, de tres puertas arqueadas, y adornadas con plantas en el frente.

Fueron recibidos ceremoniosamente, por tres hermosas mujeres, entre las que se encontraba, la esposa del cacique era media alta, de cutis casi tan blanco como las europeas, de facciones y ademán majestuoso. En el interior del Palacio era hermoso y su techo estaba sostenido por numerosas columnas toscamente labradas.

Sobre unas mesas de piedra de la sala, se veían figuras esculpidas, por manos poco expertas, objetos de alfarería de hueso, oro y plata, sílice y de madera para diferentes usos.

Continúa relatando el francés, que con el tiempo aprendió la lengua de los indios y recogió de labios   de la esposa del cacique esta extraña historia:

Yo me llamo Darien. Soy descendiente única de la madre de Dios que creó el sol, la luna, y otros elementos. Cuando los blancos invadieron las márgenes del Darien, en busca de tesoros del templo de Dobaina, mi madre huyó con todas la riquezas y después de muchos soles, vino a establecerse en este Palacio, con mi padre. A las 140 lunas, de resistencia en este lugar nací yo. A las 168 lunas de mi nacimiento, perdí a mi padre, en un combate con las tribus Chanaes. Mi madre enferma, me unió al cacique más poderoso de este país que es Zemi. Ella   murió a las 22 lunas   de nuestra unión. Los tesoros de Dobaina y los ídolos están en este Palacio y no podrán cargarlos todos los medios de la tribu más poderosa que es la de los   Guaycurús.

 

LA FIEBRE AMARILLA Y OTRAS   PESTES

 

La fiebre amarilla fue otra terrible enfermedad que nos relata Segundo Rivero. Se ensañó con la población allá   por 1857 es infecciosa y epidémica, ocasionada por un virus inoculado a través de la picadura de un mosquito caracterizada por la degeneración adiposa del hígado y congestión de la mucosa gastro-intestinal. Tras una incubación de 5 a 15 días, se constatan escalofríos, fiebre , lumbalgias y vómitos, que pueden ser negros, por contener sangre.

La aparición de la fiebre amarilla, al igual que sucediera con el Cólera, dos años antes las Autoridades de la Junta de Higiene, dispusieron urgentes medidas, que son reveladoras del lamentable estado sanitario de Montevideo.

Decían en aquellos años: ”Cegar todos los pantanos que se encuentran en las calles de más tránsito. Para que en las calles no haya charcos de orines y de inmundicias, se prohibirá hacer las necesidades en ellas, para conseguirlo se fijarán avisos en aquellos parajes donde se ha hecho costumbre orinar y se encargarán celadores para la vigilancia”

Si nos vamos unos años más atrás 1842, los carros de basura descargaban al lado del Mercado Central, ubicado en la antigua Ciudadela, hoy Plaza Independencia y los residuos domiciliarios allí amontonados eran utilizados luego para rellenar los pantanos de las calles más transitadas de la ciudad.

Cerdos y un enjambre de pordioseros se apresuraban a sacar toda materia orgánica aprovechable, antes que llegara la policía a retirarlos con destino a la pavimentación.

 

SIGUEN LOS RELATOS DEL SIGLO XIX

 

También en esa época surgió lo que podríamos llamar la valoración de la muerte, elegida por los demás, ante la alternativa de las agonías largas y dolorosas (Autanasia) y llevadas a cabo por los denominados ”despenadores”. Hombres o mujeres que abreviaban el sufrimiento de los moribundos. Este es el testimonio del médico Roberto J. Bentón, a fines del siglo XIX sobre el trabajo de una despenadora. “Conocí a la que llamaban “Ña Micáila”, de gran renombre, mujer alta, flaca, nervuda, de ojos negros muy chiquitos, pero de una mirada acerada que cuando un pobre viejo estaba en agonía, por un cáncer que lo comía, condolida su familia, por el sufrimiento del enfermo, decidió mandarla buscar.

La familia no podía sentir los quejidos de dolor del pobre y querido enfermo. No se oían otras exclamaciones sino Pobre Ño Tiburcio, tan bueno! Cómo pa´dejarlo sufrir! Dios quiera que venga pronto Ña Micáila para que lo despene! Y llegó Ña Micáila; todos rodeábamos al enfermo quedó como reconcentrado, nadie se animaba ni a chistar. Así que bajó del caballo, en que venía, saludó en general a todos y preguntó donde estaba el enfermo. Entró en la pieza que se le indicó. Casi enseguida salió, pidió para hablar con el hijo mayor, a quien le dijo que retirara a todas las personas que estaban dentro de la pieza, para ella proceder.

Llegada al lecho del moribundo, se subió a la cama, puso una de sus rodillas en el pecho del paciente, le pasó suavemente los brazos por el cuello, mientras que ella hacía un movimiento brusco, con su habilidad diabólica, produjo una especie de crujido como de huesos rotos.

Esperó unos instantes y ha constatar la muerte, salió del cuarto dando gritos y sollozos. Entonces entraron todos al cuarto del finado”

Como vemos, se aceptaba tranquilamente la muerte, pero no se soportaba el dolor físico ajeno. Lo mismo sucedía ante la muerte de un animal. Para el gaucho es tan natural, instantáneo y normal, y normal y simplicidad, como luego es comerlo. La crueldad está lejos de su razón. Hay cosas que se teme más que la desaparición física: el sufrimiento, el dolor prolongado que se asemeja a la pérdida de libertad, a la tan temida y odiada dependencia y esclavitud. Nuestro gaucho siente con gran fuerza estos principios.

Javier de Viana, que fuera nieto del primer gobernador de Montevideo, maestro en el género, con una pluma inigualada, nos relata una anécdota que revela el problema en toda su magnitud. Nuestra sociedad gaucha siempre amante de la libertad. Así relata Javier de Viana.

En medio del galpón maneada de las cuatro patas, estaba la oveja que un peón había traído para carnear. Como eran cerca de las 10 de la mañana, en verano y como el hombre había hecho sudar a su caballo, desensilló, le rascó el lomo con el lomo del cuchillo y se encaminó lentamente al jagüel para refrescarlo con un balde de agua antes de largarlo; la carneada vendría después; lo primero es lo primero, es sabido que en campaña lo primero es el caballo.

En el jagüel el gauchito se entretuvo, en tanto en el galpón, la oveja amarrada, esperaba el sacrificio. De vez en cuando alzaba la cabeza y lanzaba un balido triste, como su mirada con los grandes ojos redondos. Cerca ”amargueando” sólo un muchachuelo, como de unos 12 años, quien exclamó de pronto... Pucha que hay gente hereje! Hace como una hora que está ese animal atáo!...Se puso de pie, sacó su cuchillo y dio un tajo en el garrón de la oveja para hacer el “ojal” ensartó el gancho a un maneador   que pendía del tirante e izó al animal.

Enseguida abrió el cuello de un tajo rápido, limpio la hoja del cuchillo en la lana de la victima, envainó y volvió a matear tranquilamente.

En aquella acción tan simple, había una revelación del alma gaucha: la muerte sea de un animal, o de un hombre, no conmueve, el sufrimiento inútil si, y en el cautiverio sobre todo

Al despenar al mal herido o al enfermo sufriente, que ha sido muchas veces señalado como una demostración de crueldad o de espíritu sanguinario, no es tal. Todo lo contrario para el gaucho es un acto de piedad, despenar es liberar del dolor y nunca rehúsa este “servicio” ni ante el compañero caído ni antes del adversario vencido. Recién a partir de 1900 se tomó conciencia que debían utilizarse calmante para calmar el dolor.

Con anterioridad, el dolor era considerado, un hecho natural que debía soportarse con entereza. Para los hombres, era un testimonio de valentía y coraje, para las mujeres un signo de su condición. En los actos de cirugía, el doctor era considerado un accidente que perturbaba el trabajo del operador obligándolo a la celeridad en la ejecución de la operación.

Este es un testimonio de un montevideano en 1850, describiendo la escena de un sacador de muelas francés “Metía la llave de acero en la boca del paciente, daba una vuelta, obligando a éste a levantar una pierna y a veces las dos, casi hasta las barbas del dentista popular, que con media vuelta más de la llave y un pataleo en el aire del protagonista, sacaba y mostraba al público la muela entera o una parte de ella, y alguna vez una pequeña contribución del maxilar, con un jirón de encía, en carne viva agregada al epílogo elocuente de la muela, diente o colmillo averiado” El eminente médico francés Velpeau decía en 1839 “Evitar el dolor en cirugía es una quimera que no está permitido perseguir hoy día”

En esa época, la medicina académica utilizó siempre terapias dolorosas para atender las enfermedades mediante el tratamiento antiflogístico y las sangrías profusas.

Se entendía que el sistema, por virtud de sus propias fuerzas se purgaba a si mismo de materias mórbidas en medio de una crisis, esto es estableciendo una salida provisoria para dejar escapar esas materias tórpidas.

 

ALGUNAS DE LAS BATALLAS

 

Esta fue una etapa de odios y desencuentros a muchos humildes jóvenes, a quien el destino, desgraciadamente, los puso en ese lugar y en ese tiempo.

Desaparecieron los más grandes y el caos político y social se extendió por el país, con la aparición de nuevos aspirantes a caudillos, tratando de emular y ocupar de los que ya se habían ido. Se fueron los bravos y dejaron tras de sí, una mezcla de impotencia y rabia.

Bastará   que alguien levante la lanza y sacuda el poncho en las cuchillas invocando los sagrados nombres. En la época de las luchas intestinas, se prestaba para todo tipo de insucesos, en 1872 año de ”La revolución de las lanzas” con la invasión del territorio por parte de Timoteo Aparicio y sus revolucionarios.

Batalla de Cagancha 1858

Batallas de Coquimbo y Las Cañas

Batallas de Sauce y Manantiales 1868

Estas batallas fueron consideradas como las más bárbaras y sangrientas que dejaron sin duda profundas huellas de separación y enfrentamiento de la familia oriental.

En 1868   había ocurrido el asesinato de Venancio Flores, caudillo nacional y nativo de la zona, motivando con ello una espiral de venganza y de odios exacerbados, que parecía no tener punto final. Esos eran días y meses de dramas sin parangón y alguno de los historiadores dan cuenta de un hecho muy doloroso de los hermanos Pedro y José María Rivero donde se pelearon por divisas, Pedro dando muerte a José María, este último con apenas 28 años. Estos enfrentamientos, es el fruto de aquellos rencores, que por generaciones separaron a las familias orientales.

Venancio "Pocho" Rivero

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