Las cerillas, II
cuento de Julio Ricci

A mi mujer, Iris,
y a mis hijos, Claudio y Sandra

Anotaciones de una mujer

Primera parte

 

...pero el mayor problema, si se puede decir que es un problema, se plantea siempre en la cocina y en los momentos en que nuestros cuerpos convergen o coinciden en ese estrecho lugar, aunque no puedo minimizar los desajustes, llamémoslos así, que ocurren en el uso del cuarto de baño o cuando nos topamos en el estar o en el corredor. En un nivel superficial son desencuentros físicos, pero en un nivel profundo son choques de orden caracterológico o emocional o irracional.

 

Ocurre, no sé por qué, que ambas, con diferencia de minutos, nos levantamos siempre a la misma hora. Tenemos lamentablemente un biorritmo muy parecido. A veces pienso en la bendición que sería convivir con una persona que tuviera un biorritmo diferente.   Si así fuera, cuando yo me levantara ella estaría durmiendo, y cuando yo estuviera durmiendo ella estaría levantada. Entre nosotras siempre se producen estos choques. Si yo entro en el baño antes, utilizarlo es para mí una tortura porque sé que afuera está ella, agazapada como una hiena y pronta para entrar, vigilando e imaginando todos mis movimientos, incluso los intestinales. Si ella entra en el baño antes, cuando sale y me ve esperando pone una cara mezcla de enojo, angustia y desesperación, aunque no dice nada. Si yo entro en la cocina antes, no ocurre nada, pero cuando ella converge siento que se molesta porque yo ya encendí el gas y comencé a preparar el té. Si ella entra en la cocina antes, cuando yo advengo capto por los poros de la piel su malestar. Siento que desearía estar sola.

 

En general no nos hablamos. La atmósfera es más bien tensa e irrespirable. Nos manejamos sin palabras, de pensamiento a pensamiento. Sus movimientos son ya un lenguaje. Igual deben de serlo los míos.

 

Debo cuidar muchísimo el gasto de gas. Y de luz y de todo. Porque ella mide y remide las cosas consumibles. Pone incluso marcas en la botella de alcohol y de kerosene para asegurarse de que no le gasto nada. Nunca puedo olvidar que yo soy la inquilina y que ella es la casera. Y que esto le da una jerarquía gigantesca.

 

A veces ella emite alguna palabra. Es lógico que así sea. Hay informaciones mínimas que exigen la palabra, informaciones que los gestos o movimientos corporales no consiguen transmitir ni rudimentariamente. Por ejemplo, “las cerillas debe dejarlas en el tercer estante contra la pared”. Entre paréntesis, los fósforos constituyen el leitmotiv de nuestras relaciones. No hay día en que no se hable algo de los fósforos.

 

Ella es muy meticulosa o puntillosa. Además, es muy mezquina, muy cicatera. Tiene una visión minúscula o microscópica de la vida. Esos años de convivencia con ella me han hecho meditar mucho. Han cambiado mi visión de la existencia. En realidad, cuando estoy libre en mi habitación no hago más que pensar en sus hábitos. Al principio leía y me distraía en muchas cosas. Y los sucesos del trabajo acaparaban mi mente. Desde que me jubilé las cosas cambiaron. La oficina y sus sucesos desaparecieron de mi conciencia y mi único horizonte es la casa y ella. Poco a poco he dejado de pensar en otras cosas para ocuparme de nuestras mudas relaciones. No voy al cine, ni leo, no escucho la radio. De ese modo puedo disponer de tiempo para pensar y elaborar la estrategia a seguir en mis relaciones con ella.

 

Me doy cuenta de que no puedo quitármela de la mente. Supongo que a lo mejor ella también piensa en lo que yo hago cuando no estoy en la cocina, en el baño o en el estar. Mejor dicho, estoy segura de ello. A veces compro un periódico. Pero no puedo concentrarme. Pienso en lo que ella estará pensando de mí. Ella ni siquiera compra un periódico. Su vida es básicamente la habitación y la cocina y el baño. Sólo sale unos minutos para hacer sus compras mínimas: pan, leche, alguna fruta, y vuelve a su guarida, por así decir.

 

Confieso que he ido perdiendo mi interés por el mundo y la gente y lo que sucede. Y admito que es una vergüenza no saber lo que ocurre en un país que ha tenido tantos dolores y en el cual ha habido tanta ignominia, pero la vida en casa me ha absorbido. Nada me interesa más que adivinar o prever cómo será nuestro próximo encuentro en la cocina, aunque no ocurra nada.

 

Nuestro problema mayor ha estado siempre ligado al uso de los fósforos, particularmente en los últimos tiempos. Yo he intentado resolverlo varias veces, pero no he podido. He pasado noches enteras pensando en los choques que se producen por los fósforos. Una vez, en mi deseo de resolver la situación que siempre se planteaba, compré una cajilla de fósforos Victoria y la puse en el estante, pero ella con una furia muy calma, que creo es la peor, la tomó y la arrojó lentamente a la lata de la basura. “Las cerillas las administro yo”, dijo en un tono tajante y que no admitía discusiones.

 

Desde hace un tiempo todas las mañanas deja al lado de la de ella una segunda cajilla para mí con cuatro fósforos. El día que impuso este procedimiento dejó un papelucho con las instrucciones de uso: “Una cerilla para encender el gas del desayuno, otra para el almuerzo, otra para el té de las 5 y otra para la cena o té cena. Se prohíbe usar más cerillas”.

 

No permite que yo encienda más de cuatro veces la cocinilla porque gastaría mucho más. Si hubiera muchos fósforos sería un desquicio. Yo podría hacerme el té (varios tés) a horas irregulares, a horas no programadas, y esto le parece insoportable. A las tres de la mañana, si por ejemplo yo tuviera un malestar.

 

El consumo de fósforos, de cuatro fósforos diarios, se ha convertido en el gran problema de mi vida. Parecerá exagerado, pero es así.

 

Recuerdo que cuando era niña y adolescente, y vivía en casa de abuelita María, jamás había el menor rozamiento por causa de los fósforos.

 

Si por casualidad, como ya ha sucedido, un fósforo falla, o si una vez apagada la cocinilla se me ocurre o necesito encenderla de nuevo, me veo siempre limitada por los fósforos. Gastar un fósforo de más implica que debo privarme de la próxima comida. Y lo triste es que no puedo usar mis fósforos porque ella siempre vigila. Jamás consigo estar sola en la cocina. Si ella no tiene nada que hacer allí, hace finta como de tener algo importante entre manos y ya no estoy más libre. Incluso me ha señalado que no debo calentar más agua de la que necesita para una taza de té. Muchas veces he tenido el deseo de encender la otra hornalla de la cocina para hacerme unas tostadas, pero no he podido hacerlo porque los fósforos me limitaban. O la mirada de ella.

 

La cocina no es una cocina alegre, con colores fuertes, como debería ser. En ella no entra nunca el sol. Es una especie de cueva oscura, con una bombilla de pocos vatios, que no invita a nada. Bueno, todo es así en la casa. Yo creo que sigo allí por inercia. He roto el contacto con todo mi pasado y no puedo volver a él.

 

Las limitaciones no son todo. Casi siempre, como he dicho, debo usar la cocinilla en su presencia o bajo su fiscalización personal. Es algo muy extraño. No bien entro en la cocina, ingresa ella. No hace nada especial. No saluda, no habla. A veces ni se mueve. Pero aprovecha para vigilarme, para espiar todos mis movimientos.

 

Debo confesar que alguna vez he llevado un fósforo extra, por si el fósforo autorizado me fallaba, pero siempre he sido descubierta. “Usted no puede usar esa cerilla”, suenan siempre sus palabras como provenientes de un parlante tipo Orwel 1984. Y luego mutismo.

 

Ella no se agita demasiado, no es estridente, pero hace observaciones lacónicas, que son como un latigazo. “¿Para qué necesita usted una cerilla más?”, “¿no sabe usar las cerillas que están en la caja?”, dice con una cadencia que denuncia un origen étnico extraño. Cuando esto ocurre, me pongo muy nerviosa y hasta tiemblo y se me apaga el fósforo que estoy utilizando y sé que tendré que suprimir mi próxima comida por carencia de fósforo. Y me vienen ganas de llorar.

 

Tal vez el mayor problema lo tuve cuando por equivocación o por un raro sentido de conservación coloqué de vuelta un fósforo usado en la cajilla de ella. El hecho ocurrió una noche de invierno en que llovía a mares y la cocina era poco más que un agujero lúgubre y gélido. Era el último fósforo de los cuatro de la jornada. Cuando ella entró para vigilarme, yo ya tomaba mi té, la cara contra la pared, y no pensaba en nada. Ella abrió la cajilla, sacó el fósforo (ya usado) y pretendió encender la cocinilla, pero no tuvo éxito. Restregó el fósforo varias veces sin conseguir hacer fuego y finalmente descubrió que no servía.

 

“No comprendo qué pasa”, dijo en un tono de voz inusual. Yo no respondí nada y eso la acicateó para seguir.

 

“¿Para qué sirve una cerilla usada?”, continuó.

 

“Permítame explicarle”, intervine yo con temor.

 

“¿Explicarme qué? “¿Explicarme para qué sirve una cerilla que no sirve?

 

No pude decir nada.

 

“Esto no puede ser. No puede seguir así. Debe explicarme, eso sí, por qué puso la cerilla consumida en mi cajilla. Todo tiene sus motivaciones. El caso es sumamente serio”, concluyó rematando el párrafo más largo que jamás le oyera.

 

De nuevo no dije nada.

 

“Usted me parece una persona muy extraña”, terminó. “De ahora en adelante le prohíbo hacer este tipo de maniobras con las cerillas”.

 

Pasé una noche muy triste. No pude conciliar el sueño. Pensé todo el tiempo en ella, en sus palabras y en su cadencia oral tan poco común.

 

Pasaron por mi mente, bajo diversas formas, las escenas relativas al encendido del gas. Pensé incluso en la posibilidad de mudarme. Anhelé disponer de una cocinilla y de fósforos de mi propiedad, sin observadores, sin cuotas reglamentadas, sin ningún género de impedimento. Al fin me dormí. Caí en una especie de letargo y por suerte no tuve ningún ensueño macabro ni nada que se le pareciera.  Me levanté tarde para el desayuno y no tuve que gastar el primer fósforo, loo cual me dejó muy feliz porque dispondría de un fósforo de reserva en caso de falla. Porque tendría un fósforo extra para el día siguiente. Lamentablemente, ella muy pronto se encargó de neutralizar mi alegría.

 

“La cerilla que le sobró hoy no puede utilizarla para encendidos extra”, me dijo con la misma cadencia robótica de siempre, mientras me espiaba con sus ojos negros y aceitosos que tenían algo de reptilíneos.

 

(Notas del 15 de febrero de 1976).

 

Segunda parte

 

Desde hace un tiempo, ella está enferma. Tal vez muy enferma. Debe de tener una de esas enfermedades que llevan aceleradamente a la tumba. No sale de la pieza. Ha debido recurrir a mi ayuda. Supongo que mucho no le habrá de gustar. Me ha pedido con gran economía de palabras que le cobre la jubilación. He hecho el trámite del poder y desde hace dos meses le traigo el dinero.

 

Pese a esta situación, es siempre muy poco lo que hablamos. Poquísimo. Es increíble la fuerza y el valor prácticos que tienen unas pocas palabras: tráigame, lléveme, hoy, ayer, mañana, y sobre todo, sí y no. Estas dos palabras son enormes. son verdaderos universos. Con ellas solas se podría vivir y construir una civilización. Y desarrollar una literatura. Una poética. En el fondo, en todas las situaciones, lo único que se necesita es aprobar o desaprobar. Una de las características de nuestra civilización es el despilfarro de palabras ( y de tiempo). Por casualidad oigo a veces de refilón los discursos de los políticos y me maravillo. Son verdaderos juegos de esgrima verbal que yo no sé a dónde conducen. Digo por casualidad porque en realidad sólo escucho algo de música cuando no pienso en los problemas domésticos. El universo doméstico, la lucha por los fósforos, los ajustes y reajustes en nuestras relaciones, el laconismo de nuestros encuentros, las noches blancas, y ahora la enfermedad de ella, ocupan mi tiempo. ¿Cómo puedo interesarme en la sociedad y la política que nada tienen que ver con la esencia de mi vida? ¿Con lo que vivo diariamente?

 

Por todo eso, no logro comprender cómo por allí se gasta tanto tiempo en exponer puntos de vista en sus detalles mínimos, en detalles que por su abundancia no tienen sentido. Las pocas veces que oigo a alguno de estos señores, me parece como ver que construyen palacios de aire. Su fervor por convencer me parece demencial. Lo paradójico, lo increíble es que finalmente todo concluye en un o en un no. Y en política en un levantar la mano o no. Pienso, después de estos 15 años con esta mujer, que la palabra es una especie de divertissement, o de autodivertissement o de ejercicio narcisista.

 

Ella sigue igual. Yo ahora domino la casa. La cocina es toda mía, el baño también. Todo es mío. Sin embargo, estos años de extraña disciplina me han impedido e impiden cambiar de vida. Ahora soy yo misma la que me impongo los cuatro fósforos. Soy yo misma que me retiro sin falta a la pieza a las 9. Soy yo misma que gasta el mínimo de gas.

 

A veces, muy pocas veces ya, pienso en mi pasado. Mi juventud es ya prehistoria. Recuerdo a Carlos y la emoción que me producía estar a su lado. Lamentablemente, mi vida siguió otros derroteros. Creo que si fuera joven no tendría capacidad para amar. Hoy pienso que los caminos de la vida son muy extraños y fortuitos. El que por casualidad se mete (o lo meten) a verdulero, termina su vida entre la verdura; el que también por esas cosas del destino se mete (o lo meten) a limpiar caños, llega a sus últimos días limpiando caños. Su horizonte, su contexto de situación, su conversación, son siempre los caños. Yo caí en esta casa y mi vida han sido estas cosas. Han sido ella, los fósforos y el día siguiente.

 

He tenido que entrar en su habitación porque ella ya no sale. Está siempre en la cama, entredormida. Despide un olor feo. Generalmente le preparo el té y le pongo un par de galletitas. Uso un solo fósforo que ella misma me suministra incluso en estado de semilucidez. Lo tiene ya pronto cuando me llama.

 

Creo que se ha humanizado algo porque no me dice más Ud.  El pronombre solo es muy impersonal y pone una enorme barrera. Ahora me dice “Magda”. Su voz no tiene modulaciones afectivas, pero algo es algo. En cierto modo es una señal de amistad. Se ve que en el fondo de su alma, en la reconditez de sus células nerviosas se ha operado un cambio. Tal vez siempre fue así.

 

Yo a veces le toco la cabeza, le acaricio el pelo muy moderadamente y la peino. Trato de ser muy mesurada y poco expresiva porque sé que esto podría herirla. Es difícil leer algo en su cara de esfinge, en su cara de sentimientos sofrenados quizá durante 40 años, pero alcanzo a percibir un no sé qué de agradecimiento. Su piel ha perdido la poca lozanía de los días en que nos separaba el problema de los fósforos. Es una superficie oscura y sin vida.

 

La habitación está casi vacía. Nunca me había imaginado que pudiera ser así. Está casi en la semipenumbra. Sólo se agazapan allí, como raros bultos geométricos, la cama., una mesita de luz vacía, un ropero casi vacío y una silla muy vieja. Sobre la mesita de luz hay ahora un vaso de agua que yo le he puesto por si acaso. Todo parece reflejar una extraña vaciedad. Hay sólo unas cajas de zapatos en el ropero. Están llenas de dinero acomodado en libritos. Mucho de ese dinero ya no sirve más. Son pesos de otras épocas, pesos que ya no tienen curso legal.

 

Luego de las visitas periódicas que le hago, paso horas en mi habitación. No puedo evitar pensar en ella que está metida en la cama y en la oscuridad, sin decir nada. No tiene familia. Es como yo. No ha venido nadie a verla. Todo es vacío. He pensado en su pasado. Parece un ser sin pasado.

 

(Notas del 20 de febrero de 1985)

 

Tercera parte

 

Los trámites del entierro fueron relativamente fáciles. Vinieron unos individuos, trajeron un cajón enorme y se llevaron ese cuerpo sin historia personal aparente como quien se lleva un mueble cualquiera. Se ve que estaban acostumbrados a transportar ex -vidas.

 

Ayer hizo dos meses que me mudé. No puedo decir que esté mal, pero podría decir que no estoy bien. La nueva casera es una persona muy simpática. El ambiente también es simpático. Ni que hablar de la cocina, grande, iluminada y limpia. La casera siempre me habla y me cuenta su vida y todas sus reacciones frente a lo que pasa diariamente, pero yo he perdido el interés en esas cosas. Hoy he pensado que estuve más de 15 años con la otra casera, con “ella”, como siempre le decía. El otro día cumplí 65 años. “Ella” debería de andar por los 75.

 

Me cuesta mucho entablar conversación con la nueva casera. Ella no se da cuenta y habla y rehabla. Mientras habla, mi mente está en otra parte: está en la vieja casa. A veces, de sus largas parrafadas, de sus palabras, tan comprometidas con el momento que vive, extraigo o conscientizo algo: “está todo por las nubes”, “carros de carnaval fueron muy lindos”, “lo mejor es no comer huevos para el colesterol”, o cualquier otra cosa.

 

Sin querer estoy siempre con la mente en la otra casa. Los últimos 15 años de mi vida transcurrieron allí, con ella, y esto aquí y ahora no me interesa.

 

Yo vivo en esta casa, pero sigo con mi mente en la otra. No sé hasta cuándo. Todas las noches pienso en “ella” y en nuestras felices relaciones mudas. Hago la misma vida que antes. Continúo consumiendo la misma cuota de fósforos diarios. Sigo las mismas reglas de siempre. Si un fósforo se apaga, suspendo una comida.

 

(Notas del 28 de abril de 1985)

cuento de Julio Ricci
La Gaceta de Tucumán
1 de setiembre de 1985.
 

El II del título responde a la necesidad de distinguir este cuento del homónimo de Antón Chéjov.

 

Este texto fue cedido, a Letras Uruguay, por el muy querido amigo Ricardo Prieto. Este prestigiosa escritor era muy valorado por Ricardo, al cual consideraba injustamente poco promocionado.  Por supuesto Letras Uruguay está abierta a trabajos sobre la labor del escritor.

 

 

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