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Julio Ricci: lo mínimo trascendente

Martha Canfield

 

Julio Ricci (Montevideo, 1921), autor hasta ahora de cuatro colecciones de cuentos[1], se nos presenta como un heredero del naturalismo y del realismo (Zola, Maupassant, Flaubert, Dostoievski), corregido por la exasperación de lo sobresaliente en lo absurdo y en lo paradójico (Gogol, Lagerkvist) y por la tentación de la alegoría (casi siempre a partir de motivos de origen kafkiano, como el hombre-insecto, enajenado por la burocracia y por la jerarquía).

Pero la alegoría parece ser el extremo último de la clave expresiva de Ricci, donde lo sonoro se vuelve, o amenaza volverse, estridencia. En un todo de acuerdo con la lectura que de su narrativa hiciera D. L. Bordoli[2] (querido y recordado maestro), creemos que no son los cuentos alegóricos lo mejor de Ricci. Aunque en ellos se aprecia la audacia de la imaginación y la convicción moral, pueden ser prescindibles en una estricta selección antológica de la obra. De la respectiva serie ("Los coleccionistas de escupidas" y "Gamexán" en GR; "La transacción" en 8M;"La pared", "La jerarquía", "El gerente'', “La baba”, en CC), quisiéramos todavía destacar dos “La cola"(GR) y "La necesidad de ser esquizofrénico" (CC). El primero reconstruye el tema cortazariano de "La autopista del sur" y propone, en términos muy rioplatenses consolidados por el recurso a la jerga, el motivo de un ser misterioso, en parte divino, en parte siniestro y monstruoso, que todos esperan sin saber cuándo llegará pero con la certeza de que con él una era termina y otra empieza: se trata precisamente del Grongo, que da título a todo el volumen, indiscutiblemente emparentado con el Godot de Beckett. El cuento, a pesar de las ilustres referencias que evoca, acaso por ser demasiado ambicioso, resulta en definitiva dispersivo. Pero tal vez habría que leerlo, más allá del macrotexto de Ricci, en una serie específica de la cuentística latinoamericana actual, junto a "El documento" de Juvenal Bollo, "En la cola" de William Shando "A fila" de Rubiao, en la que, a través del simbolismo de la espera, se alude a un Estado dictatorial donde impera la ley del más fuerte[3].

"La necesidad de ser esquizofrénico" plantea la escisión que se produce, primero en la jornada laboral y en fin en la personalidad de un hombre que, siendo secretario ejecutivo de una empresa, decide aumentar sus ingresos trabajando por las mañanas como dependiente en una carnicería. Lo grotesco de la situación aparece subrayado por la escritura que, cada tanto, se deja contaminar de vulgaridad: “El carniza - Le voy a reventar los sesos". "Él está roncando a pata suelta[4]. Pero, en general, la alegoría del hombre mecanizado por la sociedad de consumo y finalmente constreñido a regresar a un estadio que tiene más de bestial que de humano, resulta más bien descontado y no a la altura de los mejores cuentos de Ricci. A menos que, como proponía Marcelo Coddou, no se lea en clave política[5].

Entonces -agregamos nosotros- el horror predomina sobre el humor y la alegoría adquiere una insospechada dignidad histórica y literaria: el lector rioplatense, desde "El matadero" de Esteban Echeverría, sabe muy bien que significa ser "carnicero'' y qué fácil puede ser dejarse arrastrar a la orgía de la sangre.

Muy convincente, en cambio, es el retrato crítico que Ricci hace de una sociedad de rasgos muy definidos: nos pinta la vida de una ciudad de desarrollo medio, que no puede ser otra que Montevideo, aludida innumerables veces a través de los nombres de sus calles, de sus barrios, de sus bares y paraderos, de los platos preferidos en la cocina local y, sobre todo, a través de expresiones lingüísticas inconfundibles. No hay que olvidar que Ricci es también un lingüista y que se ha interesado especialmente por los aspectos jergales de la lengua.

Pero no es el “color local'' lo que más importa en estos cuentos, sino la eficacia expresiva con que retrata una pequeña burguesía (en menor medida el proletario y el lumpen) cargada de frustraciones y complejos; el ambiente de las oficinas donde la intrincada red de la burocracia y las pirámides jerárquicas aplastan al individuo hasta hacerlo desaparecer detrás de un número, de una planilla, de una función anónima; o a los habitantes de zonas marginales y míseras a quienes parece prohibida la satisfacción de las necesidades más elementales y en quienes, de consecuencia, vemos aflorar manías, agresividad, rencores, hasta límites demenciales, como ya nos habían enseñado Roberto Arlt o Felisberto Hernández, maestros de la estirpe de Ricci.  

Lo verosímil, según la vieja sentencia de Aristóteles, es convencional. Respecto a los cuentos que nos ocupan, se podrá discutir si son verosímiles o no. En cambio no cabe duda que nacen de la realidad inmediata y que el rasgo predominante en ellos no es el alegórico ni el grotesco ni el humorístico sino, precisamente, el realista. Alguna vez confesó el autor que sus personajes provienen de modelos reales, de personas con nombre y apellido que él conoce y estudia en la vida cotidiana, a veces a lo largo de años, en general sin que el interesado lo sepa, exactamente como hacen los pintores; "con la diferencia", agrega Ricci, "que el modelo literario pocas veces sabe que lo es". Tal declaración y el tipo de personaje que predomina en sus cuentos, feo, o insignificante o desagradable o defectuoso, siempre fuera de los cánones de belleza y de comportamiento imperantes -por lo mismo inverosímiles- hacen pensar en los sujetos de las fotografías de Diane Arbus, igualmente reales e igualmente inverosímiles. O en algunos primeros planos de Robert Altman, especialmente si son recortados de entre una multitud (pienso en Nashville o en The Wedding).

Observador tenaz, a Ricci le interesa sobre lodo lo que sale de la norma y por este camino llega a la caricatura social. "El pollo" (MA), "Los domingos no los paso mas en casa de mi señora" (GR), "El Pochito" (8M), "El marcapaso" (8M), "El desubicado" (8M) están contados con una gracia y un humor en los que el cuento se confunde con la anécdota. Pero hay un sector de la sociedad montevideana, diríamos un grupo o una serie de grupos étnicos, que han llamado especialmente la atención de Ricci y que llaman la atención del lector puesto que hasta ahora la literatura poco o nada se había ocupado de ellos. Se trata de los emigrados de la Europa Oriental, a menudo judíos, pero no necesariamente, de distinta procedencia, polacos, rusos, alemanes, húngaros. Los muchos cuentos centrados en ellos son de muy distinto tipo y tenor: digamos que tales personajes estimulan las varías tendencias de la narrativa de Ricci y aun su mejor vena "Pivoski" (MA), por ejemplo, dedicado a un judío polaco, constituye una de sus pocas incursiones en lo fantástico. "El regalo para el amigo de Hungría" (GR) y "Las ideas parsimoniosas del Sr. Sr. Szomogy" (8M) proponen dos retratos, ambos muy buenos, de dos tipos bien distintos pero igualmente raros, es decir, reales e inverosímiles. Si el primero está más cerca de la anécdota, el segundo está más cerca de la caricatura social; pero en todo caso ambos repiten motivos característicos de la narrativa de Ricci; la miseria, por indigencia o por avaricia, la fijación obsesiva en detalles y cosas intrascendentes para un observador externo (una revista, una botella de licor, el precio de unos cigarrillos), la manía, en resumidas cuentas. Sobre todo el Sr. Szomogy es otro ejemplar perfecto para la galería de los "maniáticos".[6]

La vena mejor de Ricci aparece, sin embargo, cuando el humor es moderado por la ternura. Una ternura que está latente en todos sus cuentos, porque su critica social está siempre profundamente motivada por una gran compasión, incluso cuando ésta no es evidente o cuando está enmascarada*. Y es de allí, sobre todo, que se desprende esa visión "empapada de poesía y magia" de que habla Fernando Ainsa[7].

Dos de los cuentos dedicados a personajes de la Europa Oriental están construidos respectivamente a partir de la evocación nostálgica y de la compasión, sin sombra de ironía: "El shoijei" (GR), donde el narrador ha perdido de vista a un amigo de la infancia, judío ruso esta vez, y sólo lo vuelve a encontrar, después de desesperada y obsesionante búsqueda, cuando éste se halla al borde de la muerte y ya incapaz de reconocerlo; y "Las amistades del Sr. Szomogy" (8M), donde un anciano húngaro (que no tiene nada que ver con el homónimo del otro cuento), pobrísimo, alimenta sus últimos meses de vida con la ilusión de emigrar a un lejano país del hemisferio sur donde, según le han dicho, hay bienestar social y un gran sentido de la amistad. Ricci ha querido terminar este cuento con el agregado de una apostilla que él llama "Noticia biográfica o bioestadística", en el estilo presuntamente científico del cuento naturalista y tal como usó repetidas veces, en ámbito rioplatense, Horacio Quiroga (recuérdese, por ejemplo, "El almohadón de plumas"). La nota, en realidad, no agrega nada fundamental al cuento, pero es interesante porque proporciona otra máscara para la ternura y para la compasión que, en los dos párrafos precedentes, habían tal vez desbordado.

En "Las amistades del Sr. Szomogy", además, confluyen dos temas alrededor de los cuales giran algunos de los mejores cuentos de Ricci: la miseria (véase a propósito el magnífico "Las cerillas II", de CC) y la muerte, con todos los motivos necrológicos conexos, desde los avisos fúnebres a los funerales, a la obsesión de la muerte y la experiencia misma de la agonía. Los títulos que se podrían citar al respecto serían demasiados, de modo que mencionamos sólo dos, excelentes ejemplos de concisión y de pureza de estilo: "El cumpleaños" (8M) y "La muerte del extranjero" (CC).

La narrativa de Ricci, a pesar de las aparentes heterogeneidades, tiene un signo muy definido con el que se configura de modo inconfundible y en el que se concentra toda su fuerza. Ese signo es su propia visión del mundo y conlleva un significado complejo y articulado, difícilmente resumible, no obstante lo cual hemos querido designarlo como "lo mínimo trascendente" y procuraremos explicarlo a continuación.

Temas constantes en los cuentos de Ricci, lo han notado quienes se han ocupado de él, son la soledad, la incomunicación, la rutina obsesionante que empobrece al individuo hasta despojarlo completamente del sentido de su propia vida. Las vidas vacías de sus personajes se llenan entonces con la exasperación -la obsesión exasperante- de cosas mínimas, "intrascendentes", a través de las cuales se pretende aferrar el curso caótico de la vida, dominarlo, "trascenderlo". La obsesión entonces, o la "manía", puede ser, irónicamente o menos, un "modelo de felicidad". La manía puede ser mezquina, como ocurre cuando el cálculo y la parsimonia son llevados hasta el extremo límite de la avaricia y la crueldad: son ejemplos el primer Sr. Szomogy o la casera de "Las cerillas II". O puede ser simplemente vulgar, como ocurre cuando su objeto es el eros venalizado y mecanizado, o la gula (en "Las operaciones del amor", CC, se reúnen los dos motivos). Pero puede también ostentar una cierta nobleza, cuando proviene de un ánimo más fino o delicado y se ejerce, por ejemplo, en el sueño ("Juancito", GR), o en la recreación imaginaria del pasado ("La muerte del extranjero'', CC), o en el tentativo, utópico de recuperar el pasado, o una persona del pasado, para rescatarse del olvido y de la muerte ("El shoijet",GR), o para intentar con ella modificar el futuro ("La carta", CC).

La clave con la que Ricci lee el mundo es la paradoja: ser feliz con poco, si se pudiera, y ser infeliz por poco, por cosas mínimas, porque falla todo. En otros términos, sus personajes sienten que podrían ser felices con poco: no ya con una casa, una mujer, un trabajo, es decir, lo que se supone que todos los demás tienen, o al menos lo que un estado "civilizado" no niega a nadie (de ahí la feroz ironía del título del ultimo volumen); sino con mucho menos; una caja de fósforos a disposición, en vez de cuatro cerillas contadas para cada una de las comidas del día, un verdadero escritorio en la oficina en vez de una mesita hecha con madera de cajón de kerosén, una radio, un almuerzo semanal en casa de la esposa ... Lo paradójico está en que lo poco que ambicionan y no se atreven a pedir está incluso por debajo de lo que tendrían derecho de exigir. Lo cruel de sus historias es que no consiguen nada, la privación que sufren es total.

Al mismo tiempo no renuncian a la esperanza, pero una nimiedad puede hacerlos precipitar en la desesperación. Porque les falta todo, que ciertas pequeñas cosas fallen también resulta insoportable. La felicidad para Juancito puede ser el hombro de la mujer amada todavía visible entre la multitud. La desdicha total, insoportable, que lo acabará incluso físicamente, es no encontrarla más en el ómnibus, no poder verla más ni siquiera de lejos, desde la reserva infinita de su presencia anónima.

De ahí la paranoia, la tendencia a reflexionar obsesivamente sobre acciones mínimas: cuándo ir al baño, cuándo y cómo encender el gas para tomar un té. "No voy al cine, no leo, no escucho la radio. De ese modo puedo disponer de tiempo para pensar y elaborar la estrategia a seguir en mis relaciones con ella" (dice la narradora de "Las cerillas II".CC.p. 5).

Tragicómico en estos personajes, a la vez desgarradores y ridículos, es la fuerza de voluntad con la que se aferran a vagas esperanzas para seguir viviendo. Ateo o agnóstico, el autor infunde en sus personajes un ciego y empecinado instinto de conservación en el que se manifiesta la misma perspectiva paradójica de que hablamos antes: el pobre hombre, vallejianamente "pobre", que se aferra a la vida nada más que para seguir siendo mortificado y humillado, se hace objeto, por parte del narrador, a la vez de desprecio, de ahí la ironía, y de compasión, de ahí la ternura. Son muchos los personajes que dicen "hay que ser optimistas", a pesar de todo "la vida es tan hermosa". O como dice el desdichado viejo obligado a dar clases privadas de inglés a un ejecutivo que al fin lo deja en la calle sin muchos miramientos: "Hay que creer en la vida hasta el último instante, en los hombres, en el amor al prójimo. Tener fe ayuda a vivir" ("El profesor", GR, p. 144). Cuando el futuro se cierra definitivamente, por impostergable capitulación de la esperanza o por la inminencia de la muerte, todavía queda, como vimos, la carta del pasado: se vuelve a él, se lo reconstruye minuciosa y obsesivamente a través de momentos o de personas que se sobrecargan de significación ("El shoijel", GR; "La muerte del extranjero", CC; "La carta", CC.

"La carta", último cuento del último libro de Ricci, el más nostálgico y el más lírico de sus cuentos (en eso sólo comparable, tal vez, a "La muerte del extranjero"), resulta curiosamente casi como un compendio de la visión del mundo y la valoración de la existencia que hemos encontrado diseminadas en el resto de la obra, aquí expresadas sin solemnidad pero muy seriamente, a cartas descubiertas, sin la máscara ya de la ironía, o de la comedia, o del juego: a cara desnuda. Este narrador epistolar nos dice, en primer lugar, que el pasado es sagrado y que los objetos que lo evocan son "como reliquias" porque permiten "inmovilizar el tiempo". Nos confiesa que él se deleita reviviendo el pasado intensamente. En segundo lugar, explica cómo la rutina, "la odiosa rutina", enferma a la gente. Y cómo la repetición de las mismas acciones, día tras día, "encoge" y "desvitaliza" la mente, hasta que ésta se cierra a todo perdiendo los intereses y llegando incluso a identificarse con el hábito antes odiado "Con los años. el hábito es tan fuerte que cualquier cambio es trágico": ya lo había descubierto, patéticamente, la narradora de "Las cerillas II”.

Para quien firma esta carta, como para todos los personajes de Ricci, hubo algo que pudo cambiar el rumbo de su vida; pero él no se atrevió: "Tal vez yo no fui muy decidido". El miedo al cambio, la dependencia del hábito lo han inmovilizado, sólo cuando la esperanza adquiere caracteres completamente utópicos se atreve a dar un paso: que es esta carta escrita después de años a un incierto destinatario. Lo que este melancólico corresponsal va buscando por la vida, entre el frío y el gris muy emblemáticos de las ciudades que recorre, es el "calor humano". Y ese "calor humano", para él como para tantos otros personajes de Ricci, se encarna en una mujer inalcanzable. Que no puede dejar de serlo porque para alcanzarla habría que dar el salto, habría que agredir la realidad: y para estos seres, perpetuamente agredidos, invertir los roles, volverse agentes de violencia, aun bajo una forma legítima y benévola, es imposible. "Para todo lo importante en la vida", dice "La carta", "se necesita trascender la realidad". El significado de "trascender" se comprende en el renglón siguiente: "Tal vez si yo me hubiera atrevido, el rumbo de nuestras vidas hubiera cambiado". Trascender es atreverse, osar, imponerse, decidir: todas acciones imposibles para estos personajes que, ignoras de la legitimidad de las propias exigencias, sólo saben sufrir y esperar.

La espera ansiosa es otra de las constantes de estos cuentos. "La carta" se cierra precisamente así: "Ahora quedare esperando su carta. Estoy seguro de que pronto aguardaré al cartero con desesperación. Me colocaré detrás de la ventana y miraré".

El cartero: de pronto el destino de un hombre está en las manos de otro, desconocido, amigo o enemigo no se sabe, que puede traer bien o mal. En la desolación agnóstica de Ricci, puntualizada por frecuentes referencias a una ciencia "contable" que pretende explicar la vida con números ("Después se detuvo el corazón; era el latido 160 billones 362",8M,p. 39), encuentra imagen a menudo el arquetipo del otro, el desconocido de quien uno, repentinamente, se siente a la merced.

Pero ese otro, el extraño a nosotros por excelencia y por ello mismo también, muchas veces, el "extranjero", es la muerte9. Nada de raro entonces que el personaje que mejor encarna la muerte, porque la lleva dentro de sí y se la siente crecer día por día, no sea el "ruso", a pesar de otras indicaciones geográficas en el texto, sino, precisamente, el "extranjero". ("La muerte del extranjero", CC). En cambio, aquel que más teme a la muerte, el protagonista de "El cumpleaños" (8M), uno de los personajes más fóbicos de Ricci, vive esta fobia como el peligro de un ataque externo ("Temo ser atacado", dice a su mujer, 8M, p. 52). Así, toma medidas para protegerse con medios efectivos y rituales cada vez más rigurosos, hasta que, desembocando en el suicidio, nos indica cuál ha sido la conclusión de su recorrido mental: el otro enemigo, la muerte, no viene de afuera, está adentro de nosotros porque, en términos quevedianos, "muerte viva es nuestra vida". Emblemático es asimismo el hecho de que los días fijados para el ritual defensivo sean los del cumpleaños, es decir las fechas en que se concluye un ciclo de vida y por tanto se tiene la impresión de estar en una zona limite.

La notable reiteración de la muerte y de lo fúnebre en la narrativa de Ricci parece indicar este tema como otra clave de lectura para todo lo demás y acaso como la clave principal. En esta óptica, incluso, la fragilidad cuando no la impotencia de sus personajes ante la vida, independientemente del significado social que sin duda tiene, adquiere un profundo valor existencial y metafísico. Sus personajes son, antes que nada, pobres criaturas a merced de la muerte. Como todos, por otra parte. Por eso el lector se identifica fácilmente con ellos; por eso lo mueven a compasión, más allá de sus aspectos ridículos o caricaturescos, Ricci no prevé para ellos ninguna posibilidad de salvación. El, como su personaje Nikitin, parece ser un "incrédulo". "Por eso vive amargado minuto a minuto su transcurrir" (CC. p. 84).

En menor medida, el ser "otro", "extraño a nosotros", objeto muerto él mismo y por tanto encarnación menor de la muerte, es el desecho, la deyección. La preferencia de Ricci por cierto verismo excrementicio está relacionada sí con ciertas ecuaciones psicosomáticas del tipo ansia-estreñimiento o avaricia-estreñimiento que a veces pone de relieve en sus retratos psicológicos, sobre todo en aquellos más caricaturescos. Pero la frecuencia del motivo excremental y la amplitud en el macrotexto de la isotopía de la deyección tienen seguramente origen en esta angustia básica, la fobia de la muerte.  

Notas  

1. Los maniáticos. Alfa, Montevideo, 1970; El grongo. Géminis, Montevideo, 1976; Ocho modelos de felicidad, Macondo, Buenos Aires, 1980; Cuentos civilizados, Géminis, Montevideo, 1985; que de ahora en adelante citaremos respectivamente con las siglas MA, GR, 8M y CC.

2. Domingo Luis Bordoli, prefacio (s/t) a Ocho modelos de felicidad, cit., p. 8

3. Así lo ha visto recientemente Clark M. Zlotchew en su prólogo al libro de Juvenal Botto y Margarita Curbelo, Cuentos desmixtificados, Studium, Lima, 1987.

4. Es más o menos lo mismo que había observado Fernando Butazzoni, “Ricci, la soledad, el hombre", en Brecha (Montevideo), 27 de diciembre de 1985.

5. Marcelo Coddou: "Julio Ricci: Cuentos Civilizados, en Revista Iberoamericana (Pittsburgh), No. 137, oct-dic 1986, pág. 1069.

6. También lo había advertido Bordoli, op. cit. pág.9

7. Fernando Aínsa, Tiempo reconquistado. Géminis. Montevideo, 1978. pág. 185.

8. Este último está traducido por nosotros al italiano en Sinopsis (Padova).No7, enero-abril 1987.pp.28-31.

9. Cfr. Marie-Louise Von Franz, La morte e i sogni, Boringhieri, Turín, 1986. pp 88-98; y Mario Trevi, Metafore del simbolo, Raffaello Cortina Editore, Milán, 1986, pp. 93-96. 

 

El hombre fracturado en la narrativa de Julio Ricci

Siete estudios críticos

Signos – París – Montevideo - 1990

 

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