Don Quijote como espejo de lo que somos

Monumento a Cervantes
Lorenzo Collaut / Federico Coullaut-Valera Mendigutia
Plaza de España, Madrid

Ensayo de Carlos Reyles

Al igual que nosotros engendra quimeras y corre tras de ellas. Pero esas quimeras, del mismo modo que a Don Quijote, nos dan razones de existir, obrar, pensar, inventar.

Muchas veces he referido nuestra propensión a representar lo que no somos, que es una exigencia de la vida social, y la tendencia irrefrenable a ilusionarnos, a crear fantasmas y correr tras de ellos, lo que yo llamo nuestro incurable sonambulismo, que es orgánico. Fácil será comprender ahora la tremenda lección que nos da el Quijote, la inmortal obra de Cervantes. En efecto, cuanto he dicho y escrito sobre este tema se desprende de lo que la lectura del gran libro, que obtuve como premio a los 14 años en unos exámenes, me sugirió e hizo intuir poco a poco. Desde aquella fecha remota he vivido viviendo el Quijote. En el pequeño mundo del colegio, analizando las manías, los complejos, los espejismos, el soñar despiertos de mis condiscípulos, me decía a cada instante: «Convierten los molinos de viento en gigantes, y piensan y obran como el loco caballero». Esta idea de que todos habíamos perdido el juicio, o mejor dicho, de que nunca lo tuvimos, me causó extraordinaria impresión; a poco andar descubrí que los sueños nos hacían obrar; luego dime cuenta que muchas veces se convertían en realidades durables, porque era lo que ansiábamos con alma y vida, después comprendí que a ellos se debía todo lo grande que había hecho el hombre sobre la tierra, incluso el haber salido de la animalidad, por último, observando nuestro maravilloso sonambulismo, llegué a concluir que lo que le da sentido humano y racional a la vida es la locura del mortal, que sin ella la vida no tendría. Y en efecto, como creen Schopenhauer y Nietzche la vida no tiene finalidad ni. explicación, pero el hombre, el ilusionismo del hombre le da una: la prosecución de la libertad, la justicia divina y la humana, el bien, el progreso, cosas todas que no están en la naturaleza, que son contrarias a la naturaleza, y para que puedan vivir esas plantas de estufa, si no fuera de nosotros donde reinan la lucha sin cuartel, la esclavitud y la iniquidad, al menos dentro de nosotros, nos hemos construido un invernáculo prodigioso, la conciencia humana y ahí sí existen e imperan aquellas grandes cosas, aquellos grandes sueños, v hasta suele acontecer que después de robustecidos en aquel invernáculo, salgan al aire libre y se conviertan en realidades, de igual suerte que la alquimia embustera, en química, ciencia experimental, la astrología embaucadora, en astronomía.

En un capítulo de Incitaciones titulado «La locura del famoso hidalgo y nuestra locura» Cervantes nos muestra cómo vivimos soñando y oponiendo el mundo ilusorio, que llevamos dentro, al mundo de las realidades tangibles, que está fuera de nosotros y al que vemos según lo deseamos y no como es. Ahora bien, el que hace esto en grado superlativo, el paradigma del iluso, es el loco. En efecto, no cabe ser más iluso, más sonámbulo que un loco. La criatura humana, merced a su divina facultad de soñar, mezcla constantemente las ilusiones con las realidades y a esta extraña mixtura debe el modo de ser, la fisonomía psíquica que la distingue de las demás criaturas. Para el demente el mundo exterior no existe, hace caso omiso de él y vive solo con sus sueños y nutriéndose de ellos. Pero, ¿hacemos acaso otra cosa los demás mortales y particularmente los poetas, los artistas, los dramaturgos, los novelistas, los grandes soñadores, en suma, entre los que se podría incluir a los filósofos y hasta a los sabios? No, sueñan, sólo que de sus sueños, de sus quimeras, que muchas veces se truecan en realidades auténticas, vivimos todos. El Wherter, la célebre novela de Goethe, enfermó a toda una generación; el romanticismo creó la sensibilidad romántica, el simbolismo la sensibilidad simbolista, el darwinismo tuvo influencia mundial. Y ¿qué fueron? sueños maravillosos.

Para que la humanidad se vea de cuerpo entero Cervantes le presenta un espejo que refleja la imagen de un loco, el prototipo del iluso, del sonámbulo y nos hace ver insistentemente desde la primera página los espejismos que nos engañan, pero que nos hacen vivir. Esto, que es incontestable, me ha hecho considerar el Quijote como la expresión literaria más alta de nuestra facultad de soñar y convertir los sueños en realidades. Porque es el caso que la misma locura crea por un tiempo vida a su alrededor, como pasa con «Don Quijote». La criada, la sobrina, el cura, Sancho, Sansón Carrasco, los duques y cien personajes más giran en torno a él y él es el resorte que los impulsa a obrar y tomar parte en sus descabelladas aventuras.

Y estas aventuras de Don Quijote desde la primera a la última van declarando que oponemos nuestro mundo de ficciones al mundo real, que no vemos, las cosas como son sino como deseamos o queremos que sean. Y, ¿cómo habíamos de verlas tal cual son si entre nosotros y ellas se interponen nuestras pasiones, intereses, ideas, y mil reactivos más que las atacan y deforman constantemente? Cien personas ven un paisaje y cien personas lo ven de un modo diferente y sin embargo la realidad es la misma. Esta deformación o alteración de la realidad es lo que exagerando para que se vea mejor nos muestra el Quijote. La universalidad de la obra finca no sólo en que cada uno de nosotros sea mitad Quijote, mitad Sancho, sino principalmente en que el gran libro es la expresión maravillosa del incurable ilusionismo que padecen todas las criaturas y qué las hacen hermanas a todas. Chico o grande, pobre o rico, sabio o lego, no hay quien no viva soñando. No hay aventura, ni peripecia, ni episodio, ni personaje en el Quijote que no nos enseñe eso. El buen Sancho encarna algo así como la razón que perdió el caballero tres veces loco, primero por serlo, segundo por enamorado, que constituye otra forma de aguda aunque divina locura y tercero por ser absolutamente desinteresado, cosa desconcertante siendo el hombre puro egoísmo, gravitación sobre sí por lo cual resulta el absolutamente desinteresado un loco de atar y cuerdo el absolutamente interesado... mientras los intereses no los haga soñar, que es precisamente lo que le pasa a Sancho. Así que Don Quijote le hace bailar ante los ojos el gobierno de la ínsula y excita su concupiscencia, Sancho se torna tan iluso como el amo. Lo cual prueba que los que se creen prácticos y positivos viven soñando, como los demás, viven engendrando fantasmas y corriendo tras de ellos. Pegan un salto del macarronismo radical al ilusionismo agudo. Y éste es otro grande acierto de Cervantes. ¿Porqué deforma las realidades Don Quijote y vive viendo visiones? Por que entre él y las cosas se interponen los libros de caballería, que le han turbado el juicio y lo obligan a pensar y sentir al modo estrafalario de los caballeros andantes. ¿Porqué se torna loco Sancho?, porque entre él y las cosas se interceptan las ambiciones, los apetitos, el burdo materialismo que lo hacen soñar con ínsulas, ducados y hasta coronas y creerse capaz de grandes empresas siendo un pobre patán.

Ahora bien, en este adaptar nuestro mundo ilusorio y cambiante al mundo real, inmutable, radica precisamente la brega del vivir.

A este Quijote y a este Sancho, que desde tiempo inmemorial estaban como diluidos en el arcano de la condición humana, el genio de Cervantes les dio contornos precisos e hizo patentes. Al contemplarlos nos reconocemos, nos vemos sorprendidos en nuestras actitudes mentales más íntimas. Cada nueva generación los mira y se ve y ve en ellos cosas que la generación anterior no había sospechado siquiera. El famoso hidalgo y el no menos famoso escudero están mezclados a nuestra propia existencia, forman parte principal de nuestra familia, son nuestros verdaderos antepasados porque han vivido en cada uno de ellos. Vivir pues consiste en inventar fantasmagorías más o menos durables, más o menos estimulantes de la acción humana y oponerlas a las realidades. Y ¿cómo pueden vencer las fantasmasgorías a las realidades? Y bien, disfrazándolas, haciendo que sean lo que deseamos o nos conviene y no lo que son. Todos, unos más otros menos, nos juzgamos dotados de facultades extraordinarias para tal cual menester. Cada poeta se cree un genio, cada violinista un Paganini y esa creencia, generalmente infundada, esa ilusión falaz, pero que tiende el arco de la voluntad, los hace vivir y obrar; et poeta, hasta que se muera, seguirá lanzando poemas a los cuatro vientos, el violinista, hasta estar en las boqueadas, continuará rascando tripas. La realidad, la verdad es que no tienen talento, pero esa certeza no les sirve para nada; la mentira, en cambio, los impulsa a luchar y aun siendo mentira estimula la vitalidad y el dinamismo de cada uno de aquellos ilusos. Cuando don Quijote recobra el juicio y pierde su locura, es decir, pierde la facultad de ilusionarse, muere. Y he aquí otra de las tantas acertadas de Cervantes. Al que deja de ser un loco soñador de quimeras no le queda otro camino que irse de este mundo, por la sencilla razón de que, sin forjarse ilusiones, o razones de existir, obrar, pensar, nuestra vida se nos hace insoportable.

Desde las primeras páginas de Don Quijote, Cervantes nos muestra al famoso hidalgo oponiendo el mundo ilusorio al mundo real. Los libros de aventuras caballeriles le han hecho perder el relativo juicio que tenemos y caer en la más extraordinaria locura. Quiere imitar la vida de los estrambóticos héroes de aquellos novelones; quiere ser caballero andante y acometer realmente las estupendas aventuras que los Amadises y los Galaores sólo realizaron imaginariamente. Y en tales pensamientos limpia y afila la enmohecida lanza y la tizona, que serían sus arreos de guerra, y se viste con ellas, ensilla el flaco rocín, que se le antoja brioso corcel, y sale; gozoso por los campos de la Mancha a correr descomunales aventuras y ejercitar la fuerza de su brazo y la fortaleza de su ánimo en deshacer agravios, enderezar tuertos, corregir abusos, proteger al inocente y al débil, perseguir al malandrín y establecer en todas partes la razón y la equidad, que él veía muy mal paradas, en lo cual acertaba, y haciéndosele el campo orégano, como hacemos nosotros cuentas alegres persiguiendo las quimeras que no cesamos de engendrar, decíase: «Dichosa edad y siglo dichoso aquel adonde saldrán a luz las famosas hazañas mías, dignas de entallarse en bronces, esculpirse en mármoles y pintarse en tablas para memoria en lo futuro.» Y ya da por realizados Don Quijote sus sueños, exactamente como hacemos nosotros, y va por los polvorientos caminos de Montiel soñando despierto y dándose de testarazos con las realidades que topa; va con su idea fija, como en el mundo cada criatura con su quimera.

Cervantes sabe a ciencia cierta desde que Don Quijote empieza a limpiar las armas y da por buena la celada de cartón sin querer ponerla a prueba de miedo de hacerla añicos de un mandoble, como lo hizo en el primer ensayo, que opone la ficción a la realidad, lo que dará pie a muy cómicas peripecias; pero también sabe o siente primero y sabe a poco andar que el delirio de grandezas y las extraviadas imaginaciones del paranoico se parecen extrañamente a las ordenadas, rigurosas y fantástica imaginerías del hombre cuerdo. En saberlo y habérnoslo mostrado con sus múltiples secuencias encarnada en una exclusiva y prodigiosa creación de la fantasía suya, sólo suya, finca el principal mérito de Cervantes. Don Quijote no tiene antecedentes como Hamlet y Fausto, por ejemplo, ni en la literatura ni en la realidad. Es un personaje totalmente inventado, el más inventado de los personajes novelescos y al mismo tiempo el más real y universal. Todos somos ilusos en mayor o menor grado, todos vamos por el mundo con nuestra imaginería como en el manicomio cada loco con su tema, sólo que el tema del loco es invariable nuestras ideas fijas o alucinaciones cambian, muere una y otra la reemplaza, por manera que a ese respecto nuestra locura sería más aguda que la del loco, si no fuera que el vivir soñando nos hace convertir a veces lo delirios en realidades durables. Por eso la condición humana es tremenda y maravillosa. Por un lado vemos las cosas como las deseamos y no como son, lo cual nos convierte en fantasmas dentro de un mundo fantasmagórico, y por; otra trocamos las fantasmagorías en verdades científicas, artes, industrias, culturas, civilizaciones.

Y aquí se me presenta un arduo problema no planteado todavía, del mismo modo que no han sido estudiadas ni enunciadas las verdades y las vislumbres que vengo exponiendo. Calderón dijo «que toda la vida es sueño y los sueños sueños son». En esto último erró; los sueños se convierten en realidades. Shakespeare aseveró más hondamente: «Nosotros, somos hechos de la misma tela que nuestros sueños.» Y en su deliciosa fantasía «Sueño de una noche de verano» se dice algo aquí y allá de nuestro ilusionismo y hasta nos muestra a Titania, enloquecida por Cupido, acariciando una cabeza de burro; la ilusión no suele ser otra cosa. Pero sólo Cervantes mostró con casi todas sus secuencias las maravillas de nuestra facultad de soñar, aunque no vio como no vieron Shakespeare, Calderón ni ningún poeta ni ningún pensador antiguo o moderno, el carácter constructivo de las ilusiones, y que éstas, los sueños, los espejismos, la locura del mortal en suma, es lo que le da un sentido humano y razonable a la vida. Es asombroso que la locura sea lo que le da sentido humano y razonable a la vida y sin embargo es así.

¿Cómo una mera, una burda ficción puede trocarse en verdad, en realidad incontestable que a veces dura siglos? ¿Cómo la mentira nos sirve para vivir y la verdad generalmente no? ¿Porqué ofrecemos la careta, la máscara del yo profundo a fin de comunicarnos y no la cara de ese yo impenetrable para nosotros mismos? He ahí, con otras cosas más, lo que traté de dilucidar, aunque simple y pecador en mis libros de imaginación, de literatura filosófica, conferencias y ensayos.

El subjetivismo del conocer y particularmente el del obrar; la extraña condición humana, nuestro sonambulismo, nuestro histrionismo, me han preocupado y apasionado desde la niñez. Las sugestiones me venían no de los filósofos, representantes siempre de la comedieta del saber, sino de la vida misma, y de los libros de imaginación como Don Quijote, las novelas de Stendhal, Dostoiewski, Tolstoy. Y como buscaba tenazmente, algo encontraba. Una de mis primeras conferencias se titulaba: «¿Qué somos, que queremos, qué podemos?» El año pasado publiqué «Incitaciones», donde analizo particularmente en dos ensayos, «Soledad, fiel compañera» y «Don Quijote», ciertos aspectos de nuestra tendencia a hacer comedias y representarlas. Recientemente teatralicé y se representó «El Burrito Enterrado», inspirado en un episodio de «El Terruño» que acentúa esta verdad: para vivir es necesario que cada uno tenga su burrito enterrado, es decir, su ilusión fecunda, la cual suele ser, en efecto, sólo un burrito, una patraña cualquiera. Las dos conferencias que he dictado este año tienen por objeto principal exponer sucesivamente y con orden riguroso las diversas facetas de nuestra facultad de soñar y convertir los sueños en creaciones e inventos. Y la que dicto ahora, aparte del análisis del Quijote, se encamina a resolver, en la medida de mis fuerzas, este problema, tampoco anunciado todavía y que considero fundamental: qué vale el conocer y hasta qué punto podemos prestarle crédito si el que conoce deforma las realidades y las verdades hipotéticas que conocemos, si el que conoce ve el mundo al través del velo cambiante de sus necesidades, inclinaciones, ideas y si el mismo cambia constantemente hasta el punto de negar hoy lo que afirmaba ayer, más aún, de ver hoy lo contrario de lo que veía ayer. El sonambulismo de las criaturas complica los más fundamentales problemas de la filosofía, que son el problema del conocimiento y él de la personalidad, los cuales, y esto lo embrolla todo, no pueden deslindarse como antes se creía. El filósofo que piensa no nos da ni puede darnos el pensamiento puro; no nos da la verdad, sino modestamente su verdad, y su verdad es la expresión de un temperamento de igual modo que la obra poética o la novelesca. Esto no les place a los filosofoides que se imaginan candorosamente que filosofar es repetir textos salidos de otros textos que arrancan de otros textos. No; al contrario; la filosofía es creación; con cada filósofo como con cada artista original nace un mundo nuevo. El que no tenga sensibilidad e imaginación filosóficas por más que sepa, sólo será un disco, un dómine pedante. Tendrá la ciencia, pero le faltará el don y la gracia.

Y vuelvo a preguntarme ¿qué vale el conocer y hasta qué punto podemos prestarle crédito? Sabemos millones de cosas que no sabrá el hombre recién salido de la animalidad, por manera que no a nuestra ciencia, sino a nuestra facultad de imaginar debemos el haber dejado de ser gorilas y el haber inventado las ciencias, las artes, las industrias. El saben nos sirve muy eficazmente para obrar con discernimiento y vivir inteligentemente, pero la inteligencia no abarca sino una parte mínima de la vida, sola no sirve para dirigirla, detrás de la inteligencia están los instintos, las pasiones, los apetitos, las voluntades obscuras que la gobiernan en gran parte y de done salen las fuerzas creadoras, sin las cuales hoy mismo, a pesar de todo lo que sabemos, no habría invención ni progreso y nos cristalizaríamos, si no retrogradásemos, en el rígido molde de una forma, que en última instancia rompería la vida porque ésta no admite ninguna forma eterna, las rompe a todas y pasa precisamente porque es perpetua creación.

Con razón decía Nietzsche: «la inteligencia es la mano de la voluntad»; en efecto, deseamos e ipso facto nos fabricamos la moral adecuada para satisfacer nuestro deseo. En suma, la inteligencia, malgrado sus limitaciones y fines utilistas, que llegado el caso se transforman en puro ilusionismo, nos presta enormes servicios, aunque no tantos como la facultad de soñar y convertir a menudo los males en esperanzas, los sueños en realidades. Es una excelente práctica de higiene mental recordarlo. Los espíritus positivos, que en el fondo son muy quiméricos, y los filosofoides a quienes comúnmente se les agria y cuaja la leche del saber, lo olvidan, mejor dicho, no lo saben y por eso nunca ven más allá de sus narices.

Pero volvamos a Don Quijote. Desde su primera salida, vemos un mundo quimérico disparado de la fantasía de Cervantes que corre a estrellarse contra el mundo real. Este choque da pábulo a todas las peripecias y aventuras del famoso caballero, aventuras v peripecias que difieren de las nuestras en grado, no en esencia. El es loco de remate y nosotros, a medias; tenemos manías, viarazas; cometemos locuras increíbles y de la misma manera que el loco oponemos nuestras imaginerías a las realidades. Del choque brota la vida de cada criatura porque el vivir, lo repito, es la lucha encarnizada entre nuestro mundillo y el mundo, entre nuestro ingénito y maravilloso sonambulismo y las realidades, y Don Quijote es el símbolo puro, la encarnación perfecta de la condición humana que nos induce a forjar ilusiones, a engendrar fantasmagorías y hacernos sumisos esclavos de ellas.

Sigamos al famoso caballero cuando tan contento que el gozo le reventaba por la cincha del caballo, echa a andar muy de mañanita por los caminos de Montiel buscando caballeriles aventuras, y allá, al doblar la tarde, medio muerto de hambre y cansancio, divisa una venta. Pero entre él y ésta se interpone el fabuloso mundo que la lectura apasionada de los libros de caballería lo ha inducido a sustituir al mundo real. Lo mismo hacemos nosotros. Vemos a la realidad al través de nuestras propensiones, y naturalmente la deformamos. En seguida que ve la venta Don Quijote la transforma en castillo; el cuerno que suena un pastor para reunir su ganado se le antoja el toque de trompeta que anuncia la llegada al castillo de los caballeros andantes; toma a las mozas alegres que están a la puerta de la venta y lo miran atónitas por  pintiparadas duquesas y les habla como a tales; a pesar de su aspecto y socarronerías cree que el ventero es el alcalde de la fortaleza y, suprema ironía, se hace armar caballero por el que ha estado a pupilo en todos los presidios de España.

Y a pesar de que las realidades están allí dándole mil irrefutables testimonios de lo que son, Don Quijote las desnaturaliza, les pone el vestido que conviene para interpretar los personajes de su quimera y ajusta cuanto ve a las necesidades escénicas de ésta. Don Quijote, exactamente como nosotros, opone a la verdad su verdad y representa, porque al igual de todos es actor, la fantástica pieza que se desarrolla durante la vida de cada uno y en la que intervienen todos los fantasmas de sus antepasados y todos los espectros de sus anhelos, esperanzas, odios, amores, recuerdos, ideas... Esta pieza, que se compone de miles de escenas e infinitos actos, da principio cuando nacemos y termina cuando morimos y se desarrolla en un escenario inmenso, la conciencia y el inconsciente de cada persona donde se dan más comedias, dramas, tragedias y también farsas en un solo día que se han representado en todos los teatros juntos del mundo desde que nacieron hasta la fecha.

Las aventuras de nuestro hidalgo en la venta son como un compendio de la obra, de lo que ésta será en su esencia. Página a página Cervantes nos muestra lo que él llamaba «el engaño a los ojos» o sea el ilusionismo y el histrionismo de los mortales, es decir, su sonambulismo, que abarca histrionismo e ilusionismo: ingénita tendencia a soñar y representar, más que tendencia es función orgánica como la del hígado secretar bilis. No podemos vivir sin secretar ilusiones y representar tragicomedias. Esa es nuestra misión en la tierra, nuestra divina locura y nuestra razón de existir.

¿Tuvo barruntos Cervantes de que es la locura del mortal lo que le da sentido razonable y humano a la vida? ¿Sospechó que las artes, las letras, las industrias, las ciencias, las culturas, las civilizaciones fueron en sus orígenes sueños y desvaríos? ¿Adivinó que las ilusiones embusteras, pero forjadas con los anhelos más hondos y las ansias más plenas del alma son nuestras realidades profundas? No sería imposible, ya que algo de eso, no todo, trasunta la lectura reflexiva del libro. Mas no cabe duda que vio, aquilató y escudriñó apasionadamente las relaciones estrechas, el cercano parentesco de nuestra locura con la locura de Don Quijote. Tanta porfiada insistencia en mostrarnos loa diversos aspectos del «engaño a los ojos» no fue fortuita ni inconsciente; al contrario, Cervantes intuye al principio y sabe después a ciencia cierta lo que está haciendo, conoce nuestra ingénita tendencia a vivir componiendo comedias y representándolas; vislumbra la necesidad perentoria de ocultar lo que somos y fingir lo que no somos para comunicarnos y hacer posible la vida social, que es puro convencionalismo y embuste. No sólo necesitamos mentir y engañar y que nos mientan y engañen, sino que adrede nos mentimos y engañamos nosotros mismos porque así cuadra a la pieza que estamos representando. No escuchamos las advertencias de nuestro sentido común, de nuestro Sancho, como el espiritado caballero no oye las sesudas palabras de su escudero advirtiéndole que se le antojan gigantes de descomunales brazos lo que son sólo molinos de viento; pero al caballero, como a nosotros no le hace falta la realidad verdadera, sino la necesaria para los fines que se propone, y arremete lanza en ristre contra los molinos. Vencido y maltrecho no atribuye el desastre a su error sino a la mala voluntad de un hado enemigo. De parejo modo procedemos nosotros. Nos damos de las caídas y de¬rrotas que padecemos la explicación que más nos consuela.

Sancho no cree que los molinos sean gigantes, ni los rebaños ejércitos, ni la bacía del barbero el yelmo de Mambrino; pero en cuanto se interponen entre él y la realidad sus apetitos, se le evapora el sentido común, el práctico, el buen sentido y cree en las ínsulas, los condados y hasta los reinos que Don Quijote no deja de hacerle bailar ante los ojos y se siente gobernador y hasta príncipe. Infaliblemente así obran los Sanchos. El hacer también alucinados a los hombres prácticos, fue otro gran atisbo de Cervantes. Los Sanchos tienen por locos a los Quijotes y sin embargo los siguen y parodian, siendo su sonambulismo más insólito y estupendo puesto que disfrutan de sano juicio. Sancho, a pesar de su sanchopancismo, es un loco soñador de quimeras, como todos los cuerdos, y Don Quijote, aunque recobrase la razón, continuaría creando fantasmagorías, a menos que se muriera como acontece en la obra. Habiendo perdido el poder, el inmenso poder de ilusionarse, no puede vivir, no tiene nada que hacer en este mundo al que venimos para forjarlas, acrecentar el acervo común de ellas e irnos con la música a otra parte. Don Quijote, en realidad, entrega el alma cuando ya le ha entregado a las Parcas la facultad de soñar.

Lo mismo nos pasa a nosotros: estamos muertos realmente cuando ya no podemos forjar ilusiones, mitos, espejismos que son siempre estimulantes de la acción, razones de existir. Parece triste a primera vista que la conducta humana tenga por fundamentos cosa tan deleznable, como lo son las supercherías, pero consuela que de esas supercherías salgan luego los prodigiosos inventos del mortal.

Como Don Quijote, va el hombre desde que nació por los agrios caminos de la vida, luchando contra el orden natural de las cosas e imponiéndole su ley arbitraria al mundo, a la naturaleza, y hasta al cosmos, puesto que cada vez lo penetra y domina más. ¡Existencia milagrosa! Un microscópico ser, habitante de un microscópico globo perdido en el espacio infinito entre millones de otras esferas que lo harían polvo al primer choque, le arroja a cada instante el guante a las estrellas y osa medirse con el universo entero. Y los rayos de Zeus no lo fulminan. Ha inventado el pararrayo; la chispa eléctrica es su esclava, las fuerzas naturales lo sirven sumisas, corre a velocidades vertiginosas, vuela más alto que los cóndores, desciende al fondo del mar y lo escudriña, oye las voces celestes, fabrica aparatos prodigiosos con los que penetra todos los misterios, descifra todos los enigmas y vence a todos los dioses. En vez de vivir temblando ante el destino, ahora el destino tiembla ante el hombre.

Y sin embargo el hombre, esa paradoja estupenda de la creación, ese Quijote soñador de quimeras, es sólo un fantasma en un mundo fantasmagórico, que ha creado él como se ha creado á sí mismo. Pero ese fantasma trueca por artes prodigiosas, la razón física, de leyes inexorables, en razón mística; parte de lo ilusorio y encuentra lo real, busca patrañas y descubre verdades profundas, sueña y convierte los sueños en estupendas invenciones.

Digámoslo sin tímidas reservas.

Lo que le confiere al pobre mortal tremendos poderes es su maravilloso sonambulismo. He ahí la varita mágica que transforma la realidad bruta de las cosas en cosas divinas.

Ensayo de Carlos Reyles

Nota:

[1] CARLOS REYLES nació en Montevideo el 30 de Octubre de 1868. Su padre fue prócer y pionero de las actividades rurales del país; el hijo perseveró en la obra paterna, conciliándola con el ejercicio de las letras, y, luego de larga y ahincada lucha, en la que, con gestos de gran señor, prodigó su esfuerzo y su fortuna, la abandonó para consagrarse desde entonces a las cosas del espíritu.

Antes de los veinte años publicó su primera novela, «Por la vida» y luego dio a la estampa las siguientes: «Beba», «Primitivo», «.El extraño», «El sueño de Rapiña», unidas estas tres últimas con el título común de Academias, «La raza de Caín», «El Terruño», «El Embrujo de Sevilla», «El gaucho florido». Además de estas novelas, dio a luz varios volúmenes de ensayos y estudios filosóficos con el título «La muerte del Cisne», «Diálogos olímpicos», «Panoramas del mundo actual» e «Incitaciones», libro este último en el cual, el autor, según él, «muestra más las entrañas», prosiguiendo luego su labor de humanista y filósofo desde la cátedra magistral que fue creada especialmente para él en la Universidad de la República.

Es el iniciador en nuestro ambiente de la novela psicológica de introspección y autoanálisis, género en el que el temperamento y la sensibilidad del autor predominan sobre todo objetivismo, y lo es también del ensayo filosófico de verdadero acento literario y humanístico. Si el novelista ha procurado conciliar la sequedad y la aridez del análisis stendhaliano con la elegancia mundana y la distinción verbal de Bourget y Barrés, el filósofo ha vestido la especulación y el discurso con suntuoso traje literario. Esta inclinación al dandysmo no resta masculinidad a su estilo, sobrio y fuerte, acusado por vigorosos toques castizos en sus últimas novelas y ensayos. Su obra está toda ella agitada por la preocupación filosófica, por cierta curiosa sed espiritual que, huyendo de la metafísica y del dogma, ha ido a abrevar, —extraña paradoja,— en el materialismo y en el ateísmo. Movido por esa inquietud, construyó un sistema, especie de filosofía a rebours, negación esencial de las universales escolásticas y reconocimiento de nuevas substancias llamadas oro, fuerza, energía, acción; un ensayo de sustitución del cristianismo por la desolada filosofía nietzchiana. La trasmutación de las doctrinas filosóficas negativas en el formidable renacimiento espiritualista y religioso provocado por la Gran Guerra, que aun perdura, replegó a este filósofo sobre sí mismo y le llevó a refugiarse en el absoluto y a embellecer, con una concepción sonámbulica y negativa, su desolado sistema. Perdido en el inania regna de Spinoza, ha restaurado el escepticismo esencial de los nominalistas, modernizándolo con la técnica kantiana. Esta negación de las realidades físicas y morales no le impide creer, a su manera, en el hombre y en ciertos modos de la realidad que se refieren al arte, a la ciencia, a la cultura y a las formas de civilización. Este escritor ha obtenido la consagración de la crítica universal desde la época de don Juan Valera y ha sido traducido a varios idiomas extranjeros. Fue Director General del Servicio Oficial de difusión radio eléctrica, presidió la Comisión Nacional de Cooperación intelectual, fue miembro de la Academia Uruguaya, correspondiente de la Academia Española de la Lengua y maestro de conferencias de la Universidad de Montevideo.

 

Revista Nacional Año I Nº 1

Montevideo, enero de 1938

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