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“Ángeles apasionados”, de Jaime Monestier. |
Con los genes no hay quien pueda |
De la cultura popular española, de aquella “España negra” que Francisco Goya describió en sus pinturas, Camilo José Cela asentó en sus novelas y Luis Buñuel documentó en algún filme, llegaron al puerto de Montevideo incontables familias, las que marcaron sensiblemente la cultura popular uruguaya y, en especial, la historia de vida de sus descendientes. Es por eso que la novela Ángeles apasionados, que rearma el complejo entramado de varias historias montevideanas, se remonta a la tierra gallega en busca de los orígenes, trayendo de allí los conflictos y los temores que, atravesando el océano, llegaron a nuestro puerto junto a los inmigrantes y sus baúles. Escribano de profesión e investigador por vocación, el autor, Jaime Monestier (1925), había publicado en 1993 “El combate laico” (Editorial El Galeón), un trabajo histórico sobre la Reforma Varealiana que fue ganador del premio “Ensayo histórico” del Ministerio de Educación y Cultura de ese año. Ésta, su primera incursión en la ficción, es una novela contundente, que impacta por su ingenio, su estilo, su humor y su profundo sentido humano. La trama recorre tres generaciones: el gallego republicano, hijo de campesinos, que se instala con su familia en la Ciudad Vieja huyendo de las persecuciones carlistas; su hijo Juan Jacobo Darwin, quien resulta ser un ferviente hombre de fe y un despreciable usurero que amasa y pierde una cuantiosa fortuna; y el hijo de éste, un ocurrente y meditativo personaje que parece cargar a sus espaldas el peso de sus antepasados. Familiares, amigos y enemigos completan este universo ficcional, plagado de seres convincentes y de peso emotivo, donde, como en la vida real, el dinero dicta las reglas y el tiempo se encarga de deshacerlas. Dado que las historias de vida están bien ideadas y los variados personajes sabiamente trazados, el autor logra animar un árbol genealógico entero. Los hijos, como relojes de arena, parecen apurar el tiempo, precipitando a sus mayores hacia la vejez: los personajes van muriendo, sus casas pasan a ser recuerdos de familia y el tiempo arrastra todo hasta la mirada del viudo cincuentón que, con su casa en Malvín y su tarjeta de Cinemateca, contempla nostálgico la historia de su pasado, a la vez que vive un conato de romance. Sus trastornos intestinales, que lo llevan al filo de más de una situación bochornosa, parecen ser la última consecuencia del pasado traumático. Como materialización de esos traumas familiares, la enigmática presencia de un confesionario de roble (también gallego) recorre las páginas del libro. Son los restos del armatoste de madera los que permiten, por vía de un trabajo de pesquisa que termina involucrando al lector, develar ciertos enigmas del misterioso pasado. La sexualidad de los protagonistas es abordada con especial ingenio, centrándose en la niñez, el erotismo infantil, la represión y las primeras experiencias, para relegar, las más de las veces, el sexo de los adultos, concretando situaciones humorísticas que consiguen hacer desternillar de risa. Episodios de la vida pública uruguaya se superponen a las circunstancias personales, como es el caso del encuentro entre Juan Jacobo y Dolores, la que será su esposa; ambos se conocen en el cortejo fúnebre de José Batlle y Ordóñez, en un relato dinámico que recuerda algún pasaje de “Madame Bovary”. La estructura narrativa también presenta un sesgo original. La gruesa trama es alivianada por medio de pequeños y numerosos capítulos que, como pulidos cuentos, van dosificando la ficción para escapar al agobio. Sin saber con qué personaje ni en qué generación comenzará el capítulo siguiente, el lector avanza con expectativa por una narración nada lineal, saltando en el tiempo con sorpresivas vueltas de página hacia el encuentro de nuevos personajes, rápidamente perfilados en pocas líneas. Con impecable prosa y un amplísimo manejo de la lengua, la escritura sobresale también por sus ricos recursos de puntuación, por la dicción característica de los distintos personajes y, particularmente por el uso de cursivas, destinado a exponer los pensamientos de éstos, lo que multiplica las posibilidades expresivas, ya que los diálogos en primera persona que continuamente fragmentan la obra son entrelazados con las consideraciones mentales de los implicados. Sin credenciales en la colectividad literaria, Jaime Monestier irrumpe con una obra sólida que ofrece una buena y atractiva lectura. |
Carlos Reyes
Búsqueda, 31 de julio 1997
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