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Un gato en el Edificio Libertad
José María del Rey Morató

Roquefort enfiló decidido hacia el lugar cubierto por un gran porche horizontal, donde estaba la puerta principal. Estaba custodiada por dos Blandengues, uno de cada lado. Varias personas entraban y salían, y pasaban siempre de a uno. Algunos, entraban sin mostrar ningún apuro, casi para que se viera su despreocupado tranco, como que eran de la casa, y deseaban que se apreciara esa distinción.

Observó que luego de la escalinata, la puerta resultaba un poco más pequeña, porque era una puerta giratoria, por eso entraban y salían de a uno. Había llegado hasta allí y nadie tomaba nota de su presencia, lo que no lo molestó y en parte, aumentó su confianza.

Entendió que la presencia de los Blandengues, era una solución que imponía seguridad y solemnidad republicanas al lugar. Eran dos hombres jóvenes y fuertes, pelo corto y piel oscura, elevado morrión, correaje blanco cruzado en el pecho sobre la corta chaqueta, calzón azul y botas negras con cordones y borlas en la boca. Estaban impasibles, con la vista hacia la lejanía y no miraban a ninguno de los que entraban o salían. Seguramente, algunos pasaban por allí todos los días, probablemente los conocían, pero los Blandengues mantenían su actitud inalterada, como parte de la seriedad y majestuosidad del edificio.

Roquefort no sabía leer, como todos los gatos, pero tenía el don de entender lo que decían las personas, y de comunicarlo a sus amigos, los otros gatos. También a la señora de Pintos, que lo entendía, cosa que era bastante excepcional entre los humanos. Alba Núñez de soltera, casada con Oscar Pintos, ahora viuda, esta señora amiga de Roquefort, entendía, repito, entendía lo que decían sus gatos y también los cuentos de Roquefort, que no era suyo, pero que sabía ser buen amigo de sus gatos y de ella.

Alba vivía en Montevideo, y Pintos en su casita de Atlántida, rodeado de gatos. Oscar Pintos decía que los gatos eran inteligentes: le avisaban que una persona venía caminando por la calle, que el sodero estaba por tocar el timbre, que la vecina deseaba fervientemente que reventara y así sucesivamente. Pero nadie lo tomaba en serio. Uno de sus gatos, el de pelo blanco y corto –contaba– le dijo hace años, que había vuelto la aftosa, un mes antes que se supiera. Cuando Pintos murió, Alba se vino para Atlántida, se hizo cargo de los gatos y pronto comprobó que la querían. Empezaron a comunicarse con ella, lo que no la sorprendió mucho porque recordaba los cuentos de su fallecido esposo.  

A dos por tres, Roquefort pasaba por su casa y los visitaba. En esas ocasiones, el gato alternaba con los gatos de la casa y con la señora de Pintos y se enteraba de muchas novedades que le resultaban útiles y a veces, hasta divertidas. Roquefort pagaba la hospitalidad con otras informaciones que él traía de los lugares por los que había andado, las personas que había encontrado y las que escuchaba que decían.

Se las había ingeniado para trasladarse de un lado a otro. Conocía los recorridos y los horarios de algunos camiones, los que traían la leña y la harina para la panadería de a la vuelta y los de las galletas y alfajores y el de los fideos que venían para el almacén de la cuadra. Se trepaba cuando estaban parados, y se bajaba cuando volvían a detenerse, siempre que le sirviera para sus propósitos.

Roquefort era un gato especial. Para empezar, era lo que se conoce como gato francés o de angora, y era conciente de que en el Río de la Plata, eso hacía una diferencia. De cabeza ancha, carirredondo, orejas pequeñas y redondeadas, tenía un evidente aspecto aristocrático. En realidad era como todos los gatos, más de la casa que de las personas, de actitud relativamente indiferente. Alguna gente terminaba de conocerlo, si llegaba el caso, bastante tiempo después de haber comenzado a tratarlo. El hecho, es que le caía en gracia a muchas personas y eso le venía bien, en tanto seguía siendo, para su provecho, el mismo gato de siempre, con sus intereses y sus amistades.

Por eso, fue que ese día, en vez de agarrar para otro lado, prefirió más bien entrar en el Edificio Libertad, sin tener mucha idea de qué cosa podía encontrar, que le interesara, en ese importante edificio. Así que, decidido como venía, dirigió entonces sus pasitos a la puerta giratoria. No arqueó el lomo ni levantó la cola ni se puso a correr. Se acercó de a poco y sigiloso, como ocurre a veces con un pensamiento.

Comprobó que los Blandengues no se alteraron por su aproximación a la puerta. Siempre les recordaban que nacieron para cuidar la frontera y reprimir el contrabando, sujetar a los indios y pelear a los mamelucos. Estaban de a pie y sin caballos, y sus órdenes no eran perseguir a los gatos. Lo de un gato, aunque ese felino estuviera  acercándose a la puerta giratoria del Edificio Libertad, parecía ser una situación que debiera encarar algún otro funcionario y no ellos.

Esa comprensible actitud, favoreció la curiosidad de Roquefort, que pudo en definitiva llegar a la puerta, y evitando los zapatos de la gente, ingresó al edificio. Como de costumbre, se puso a observar a las personas que allí estaban. Unas pasaban de un lado para otro, o para arriba y para abajo, porque habían a los costados de ese gran hall, amplias escaleras, una que iba como para un gran salón, otra que permitía bajar a otro lugar, y otras, de pocos escalones que permitía acercarse a los ascensores.

Roquefort analizaba, rápidamente, las reacciones a la presencia de un gato en el hall de entrada del Edificio Libertad. Observó que los que iban apurados hacia la puerta giratoria, no le prestaban atención. Los que entraban, mostraban distintas expresiones. Los que caminaban veloces, tenían la cabeza en algún asunto más importante, no reparaban en su presencia o hacían como que no lo veían; mejor. Los que entraban más lentamente, y que probablemente trabajaban allí, o venían todos los días, tenían dos reacciones, la mayoría de indiferencia o de evitar el ridículo de complicarse con ese gato. Algunos, los menos, se acercaban, especialmente las mujeres jóvenes y le dedicaban expresiones que, francamente, le aburrían: unas le decían -miaumiau mirrimiau, -otras intentaban comunicarse con una expresión sofisticada: -mormor mormor .  -Las escuchaba y buscaba que lo acariciaran y cosquillearan lo menos posible.

Ahora que había entrado, su objetivo era seguir curioseando y esas muchachas  lo favorecían. Pero también lo demoraban y lo que es peor, terminaban llamando la atención de otros funcionarios que no tenían nada que hacer, y como no estaban haciendo nada, las demostraciones de esas muchachas despertaban su atención, lo ponían en evidencia y algo iban a tener que hacer, pero ¿qué?

Algunos que venían de administraciones anteriores, recordaron que había un presidente que dejaba que su perro, cada tanto, viniera a verlo en su despacho. Naturalmente, habían avisado a los funcionarios que en cualquier momento podía venir, de visita, el perro, que lo dejaran pasar, que conocía los ascensores, que lo subieran y le bajaran en el piso 7. Justo un día que había venido de visita una princesa de Gran Bretaña, el perro estaba presente, causó una buena impresión, salió en las fotos. Mientras recordaban, comentaban y preguntaban, pero no decidían en ningún sentido, el gato siguió su camino.

Roquefort era un gato que conocía los ascensores, sólo tenía que acurrucarse en un punto estratégico, para que no lo pisaran, cerca y por detrás de los pies de la ascensorista.

Cuando la puerta se abrió en uno de los pisos, el gato salió y se puso a husmear, pero no encontró nada distinto de otras oficinas de otros edificios que conocía. Sólo escuchaba decir a unos y otros piso siete como un lugar importante, un centro de mucha actividad, al que había que atender prioritariamente. Para allí todo el tiempo iban personas, expedientes, cosas y de allí venían, también todo el tiempo, las indicaciones y las órdenes para que, nuevamente, las personas y las cosas se dirigieran al piso siete. Tenía que moverse para encontrar ese lugar, allí seguramente estaba la cosa importante, diferente, novedosa que llenara su curiosidad y justificara su paseo.

Nadie prestaba atención a su presencia y comprendió que, a esa altura, los funcionarios actuaban como si algún otro compañero, tal vez para ahuyentar a los ratones, y con la debida autorización, había ordenado una sistemática presencia del felino, en las dependencias, a esos efectos.

Con renovado ánimo, prosiguió su camino y llegó por fin, al piso siete. Donde escuchó, -sí señor presidente, para qué hora lo necesita el señor presidente -y otras frases que le revelaron que había llegado al lugar donde el Presidente de la República dirigía el país. De la impresión que se llevó, recién pudo salir cuando cayó en la cuenta que estaba viviendo un momento histórico o que era un gato histórico o que iba a pasar a la historia: sólo tenía claro que nunca había vivido un episodio como ese, no conocía ningún gato que hubiera andado por esas alturas y nunca había conocido una persona tan importante como la que estaba apunto de conocer. ¿Influiría Roquefort en los destinos del país?

-Lindo gatito, ¿de quién es, de alguno de ustedesss?  -escuchó decir a un señor de pelo gris, ojos verdes y grandes, que hablaba en voz baja y lentamente y dejaba sonar un poco más alguna ese final … -¡Ya lo saco, señor presidente, ¿cómo entró?, ya lo saco!

-No. Ahora no. (Ninguno impidió que entrara y subiera siete pisos y ahora vos querés hacer méritos … reflexionó)  Déjeme verlo. Es un gato francés o de angora.  -Roquefort sintió que el presidente tenía un lindo temperamento y que era un hombre culto. Por su pelo largo, blanco, negro y azul y por su hocico respingón, el presidente había reconocido su raza. Le cayó bien que evitara que lo sacaran por tratarse de un gato francés; el presidente había estudiado en Francia, ¡qué bien!

Lo subieron a un sillón de cuero y continuaron conversando. -Con los colorados es difícil pactar una acción de gobierno para varios años… están malheridos… y muchos colorados nos votaron a nosotros…

-Los blancos también están complicados  -dijo otro -unos cuantos ya se proponen como candidatos a la presidencia, cada uno ataca un flanco distinto y eso complica.

-Yo creo que hay que insistir con Larrañaga  -prosiguió el presidente  -estoy esperando señales, podemos hacer un pacto y dejar para otro momento la reforma de la salud y la reforma tributaria que nos va a poner mucha gente, clase media, en contr … Marisa, traele al gatito un poco de carne y leche, carnecita picada, ¿ta? Mirá la cara, parece que entendiera…

Roquefort trataba de acostumbrarse a estar en la cocina de los asuntos públicos. Los escuchaba y además, tal vez por la fuerte impresión, le parecía estar percibiendo el flujo interior de las ideas del presidente, en cuya atención se concentró. Lo que decía estaba coincidiendo con lo que pensaba.

-Si arreglo la política exterior, que viene bastante dura, lo de la educación, el fiscal de Corte, la Corte Electoral y algún otro tema urticante, por diez años por lo menos y gane quien gane, me favorezco, estoy convencido, y dejo para más adelante otras reformas… gracias Marisa, bajalo del sillón, no ahí, fuera de la alfombra, gracias, mirá como come, le gusta, estaba con hambre, ¿vieron? 

-Yo puedo hablar con alguno de los blancos, con su autorización claro- terció otro.

-Ni lo intentes. Voy a hablar con Larrañaga, otra vez, ¡cómo le gusta conversar y comer un asadito!  Si tengo eco, hablaré con el que te dij … cuando él estaba aquí y yo en la Intendencia, pudimos entendernos.

Dos días después, Marisa le pasó una esquela de una señora nerviosa y muy insistente, que pudo convencerla que tenía un mensaje importante para el presidente. Leyó: -El nombre del gato francés es Roquefort y le agradece sus atenciones, principalmente la “carnecita picada”.

¡Ojalá pueda arreglar con los blancos!   

Firma: Alba Núñez de Pintos.

José María del Rey Morató
de "Llevo cuentos", ediciones El Heraldo, Montevideo, 2007

jmdelreym@hotmail.com

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