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Temperamentos parecidos
José María del Rey Morató

Una noche de verano, en la costa de Atlántida, el Patifuso descubre un lobo marino en la arena. Cerca de las tunitas, las acacias, las chircas y las matas de pajas, el lobito duerme. Viene de lejos, porque las colonias de lobos están en la costa atlántica, unas cuantas millas hacia el este.      

Patifuso tiene trece años, es medio rubión de pelo desordenado y bastante ajeno al peine, piernas largas y flacas. Cuando camina por ahí sin rumbo, mete todo el espacio que puede en el tiempo que sin esfuerzo alguno deja pasar. Patea piñas, latitas, botellas, piedras. Es de poca gana para trabajar o estudiar.

Evita hacer los mandados que su madre le pide, hasta los más sencillos, como darle una mano para tender la ropa recién lavada en el alambre o algo más liviano, como ir al almacencito que está a cuatro cuadras y traer los cinco litros de leche que se toman en la casa todos los días y dos flautas del día anterior, que las venden más baratas y es lo mismo. 

La madre es una mujer relativamente joven, no pasa de los treinta y seis años, muy delgada, representa bastante más edad. Un día no se aguantó más, y le echó la boca al muchachito:

-Si seguís así y no estudiás, no te voy a hacer más la comida que a tí te gusta, no te voy a tener la ropa siempre limpia y arreglada, todos los botones y los cierres bien. 

Patifuso, nada. Le duele escucharla, porque la quiere a su madre, a la Vieja como le dicen todos, su padre y los hermanos. Pero no se le ocurre abandonar la vida que viene llevando y arriesgarse a una cosa diferente.   

Comienza el movimiento de los botes que salen para el islote o que van en procura de los bancos de peces que esperan encontrar más lejos, llegan los pescadores que lanzan sus líneas desde la costa, aparecen los que disfrutan de las caminatas por la arena –la Punta Piedras Negras es el paso obligado entre las dos playas- entonces, el lobito se desplaza hacia la orilla y, una vez en el agua, nada con agilidad y se interna en el río.

El Patifuso observa los desplazamientos del animal: la hora en que aparece en la costa, la hora en que deja la playa y se mete en el mar. Consigue pescados que le da el pescador que vive por allí, le da de comer. El pescador no le hace problema, comprobó que ese lobito no es de los que rompen sus redes o le muerden los peces.- No tiene esas mañas –dice el pescador. 

Se hacen amigos. El lobito parece que entendiera el nombre que le puso Patifuso: Bilú. Oye su nombre y lo mira. Bilú, a su manera, es un lobo desganado y le gusta vagar. Se acostumbra a esperar al muchachito y come los pescados que le da, y parece que olvidara que tiene que salir, él, como todos los lobos, a buscar su comida. Cuando anda en el agua, caza y come todos los peces que puede, que es bastante más de lo poco que su amigo le da todos los días, sin saber que esos pocos pescaditos están por debajo de las necesidades diarias de un lobo marino.

La madre de Patifuso, cada tanto, vuelve a la carga: -Mirá que tenés que hacer el liceo, vas a poder trabajar en cualquier cosita por ahí, y tenés tu platita para vos solo. No podés ser un vago como tu padre y tus hermanos, no pude meter a ninguno en la prefectura, en los bomberos, en la intendencia aunque sea para limpiar los montes… no sirven ni para el fútbol, ¡qué desgracia! Vamos a ser pobres toda la vida… ¡Y terminá con la historia de tu lobito! Yo te lo cuido, te lo prometo, es un arreglo entre vos y yo.

La promesa de cuidar a Bilú doblega las últimas resistencias del muchacho indolente. Va al liceo y hace lo que puede. Trata de olvidarse de Bilú, aunque sea hasta las vacaciones. Por la Vieja.

El lobito, naturalmente, lo extraña. El pescador de Punta Piedras Negras no se ocupa de él, incluso lo molesta un poco, a veces le azuza los perros o le tira alguna piedrita no para hacerle daño, sino para asustarlo y que se vuelva para el agua. Porque a dos por tres se juntan curiosos, le hacen preguntas, lo distraen del trabajo diario que no admite demoras: arrastrar el bote hasta el agua, salir, pescar, volver, atracar, limpiar, pesar, entregar.

La Vieja, o sea la madre de Patifuso, visita a Bilú, le habla, lo acaricia, le da pescados. Pero esas atenciones son por el Patifuso, no por el lobito. El animalito extraña. Las maneras de ser de ellos -la Vieja y Bilú- son diferentes y la relación no es de verdadera amistad. Una mañana, cuando lo va a ver no lo encuentra, sólo están sus marcas en la arena, secas. -Se debe haber ido ayer y no volvió. No va a volver- Eso es lo que piensa.

Es así. Una tarde, el lobito aprovecha una corriente favorable y comienza a nadar de vuelta las cuarenta millas marinas hacia la Isla de Lobos, al este de Punta Piedras Negras. Está contento y quiere llegar cuanto antes. Va por directo, no vagabundea en el mar.

Cuando ve allá, sobre la línea del océano, las rocas grandes de granito marrón, que se elevan casi hasta los treinta metros, recuerda las aguas verdes y claras que rodean la isla, en las que se zambullía y nadaba hasta los veinte y treinta metros de hondo.

Se emociona con el regreso.

Piensa en el Patifuso, había sido bueno, gusta de su recuerdo.

Se siente contento y desea que su amigo también pueda estar mejor.

José María del Rey Morató
de "Letras de la costa", Libro Compartido, ediciones El Heraldo, Montevideo, 2008, pp. 29-31

jmdelreym@hotmail.com

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