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Horizontes de las almas

José María del Rey Morató  

–Dejate de bobadas, gato novelero. ¡No me vengas con cosas raras! Oís campanas pero no sabés dónde, gato agrandado. Pensá con tu cabeza. –Cortó el griterío Martín.

Las diferencias entre Martín, un gato criollo, y Poupon, un gato francés, a dos por tres,  se salen de madre y hacen saltar los techos de la casa de Oscar Pintos.

Esta vez, discuten sobre el alma, la inmortalidad del alma de los gatos. Pintos no entra en la pelotera, para él es otra pelea de gatos más. Además, tiene serias dudas sobre la muerte, que ahora no viene al caso comentar.

Pintos vive en Atlántida, sobre el Río de la Plata, en Uruguay, rodeado de nueve gatos. Por las mañanas y en las tardecitas, se le ve en el frente de su casa de techo de tejas, sentado en la silla de madera de ceibo. Toma mate tranquilo, con todo el tiempo por delante y habla en voz alta, escuchado por sus gatos.

Porque Oscar Pintos dice que conversa con sus amigos felinos y que éstos le transmiten algunas cosas con toda precisión. Corren muchos relatos sobre estas conversaciones.

Y claro, Oscar les habla casi que de todo, con preferencia de las cosas que pasan en la política y en el fútbol. Los gatos creen que esas cosas no deben ser ciertas, pero disfrutan los cuentos. Para ellos, todo son fantasías y ocurrencias de Pintos.

Martín es un gato de pajonal. Una tarde de invierno, un cazador que camina bordeando un pajonal, oye unos grititos. Lo descubre en un huequito de una maciega grande, apretada, húmeda, oscura; lo levanta –ojitos saltones, puro hueso y pellejo-, lo lleva para su casa, le pica un poco de carne, le da leche tibia, lo acuesta en una caja de cartón. El gatito sobrevive, se acostumbra a la nueva vida y empieza a las andadas, robos y lambeteadas como casi todos los gatos.

Entonces, cuando el gato está bien, decide regalarlo. Sabe que el amigo Oscar Pintos tiene varios gatos, le gustan y los cuida bien; es buena gente, así que una tarde, mete a Martín en una bolsa y lo  lleva a la casa de Pintos.

Llegan y Martín se suelta del cazador y se tira al suelo. “Así que esta es la casa, entonces”.  Mira a los otros gatos, son varios, uno de ellos hace como que no lo ve, y desde el pique, con cierto desdén, marca una diferencia.

Martín levanta su cola, tiesa como un mástil; acomoda su lomo y las patas. Se mueve despacio y con  paso seguro. Recorre la casa, nadie se mete con él. “Hasta aquí todo viene saliendo bien, veremos después” –piensa el gato recién llegado.

En poco tiempo, Martín llega a ser un gran gato de pelaje bayo claro -como un blanco amarillento- con unas manchas a lo largo del cuerpo, así, de un color medio tirando al rojizo.

Como pasa con los gatos de pajonal, Martín está hecho para vivir en el suelo y alimentarse de ratones de campo y de pajaritos, muchos pichoncitos, que encuentra por donde hay pajas y maciegas y por las zanjas y rincones de las praderas cercanas.

La costumbre de vivir a ras del suelo limita su visión de la realidad. Martín ve sólo la distancia pequeña que hay entre su nariz y el campo, mejor dicho desde los ojos hasta los pastos, pajas y yuyos. Poco ve, poco se imagina. Sólo es real lo que ve, toca, huele, agarra. Las cosas que no ve no existen; y punto: la cosa no da para más.

Por eso tiene diferencias, serias diferencias con algunos de los otros gatos, principalmente con Poupon, el gato que lo miró con desdén el día que trajeron a Martín.

 

Poupon es un gato “de raza”, un ejemplar de pelo largo, de colores negro, blanco y azul, de cabeza ancha. Mamó la cultura francesa en su casa, la aprendió de su familia. Repite como un loro, lo que escuchó de su madre y su padre, de sus abuelos, en fin, lo que se venían pasando en su familia de generación en generación. Pretende que los otros gatos acepten sus ideas y le digan a todo que sí.

Un día Poupon comenta: –En Francia dicen que los gatos tienen alma. Tal vez sea más chiquita que la de los humanos, pero en todo caso es un alma inmortal. –Es el asunto que terminó con la paciencia de Martín.

Mientras Poupon se deslumbra por cualquier cosa que viene de Francia, Martín rechaza de entrada y por las dudas, todas las ideas que suenan raras en el lugar donde vive. Es fiel a sus raíces. Su pensamiento se ajusta punto por punto, a lo que sus ojos y demás sentidos perciben, aquí y ahora. Y si no, no.

 

Martín conoce la muerte, principalmente la que busca y no puede evitar, la de los ratones y pajaritos que caen bajo sus garras. Por lo demás, ve que un día un animal o un hombre están vivos y que después están muertos.  

–No hay más.- Dice. –Las personas que siguen vivas y también los animales que quedan vivos, lloran. Porque todo ha terminado. ¡Es así!

Separa las cosas.

–Una cosa es una cosa y otra cosa, es otra cosa. Hombre es hombre y gato es gato. No me meto con el alma de los hombres.

José María del Rey Morató
jmdelreym@hotmail.com

Seleccionado finalista sobre 1.187 escritores que se participaron en el concurso Hispanoamericano de Poesía y Cuento Corto «Homenaje  a Roberto Fontanarrosa». Publicado en voces hispano-hablantes en el mundo, Córdoba, Argentina, 2009, pp. 97-99.

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