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Golondrinas de un solo verano
José María del Rey Morató

Cerca de las copas de los eucaliptos de la vereda, las golondrinas gritan. Vienen en el viento, suben y bajan. Es invierno, fines de junio. Tres días de viento del norte –el veranillo de san Juan- las trajeron de vuelta al sur. Vuelan a unos quince y hasta treinta metros de altura, muy arriba de los techos de la casa, en medio del invierno.

Aparecen como detrás de las ramas sin hojas de los gingko biloba, los liquidambar, robles, catalpas y tilos de las calles y los jardines de Atlántida, entre los disminuidos y secos colores del invierno del Río de la Plata.

Extrañan la ausencia del aroma de los jazmines, las catalpas y los tilos.

–No puede ser cierto–. Dice la viuda del portuario jubilado, que viene casi todos los fines de semana. Su casa está en la misma calle, a media cuadra de la plaza.

–Pero, mire usted misma, señora. El pecho y la barriga blancas, el lomito oscuro, las plumas de la cola, el modo de volar… Buscan los agujeros en las paredes o las ventanas del año pasado. Los gritos… mire esas dos en la antena de la televisión …son golondrinas–. Dice el vecino que trabaja en un comercio.

–No son golondrinas. Son igualitas, vuelan igual, gritan como las golondrinas, tienen los mismos colores. Pero, claro: no son golondrinas. En invierno, aquí no hay golondrinas. Son parecidas, pero no son golondrinas.

Entonces, se acerca caminando el Ñoño Machín, jardinero de toda la vida, que conoció al Pironga y al viejo El Portugués, otro jardinero de los años sesenta. Testigo que recordaba, clarito, el temporal que tiró los pinos de la esquina de la panadería Baypa en los años sesenta, y de muchas esquinas y cuadras, que dejó desarboladas, en pleno febrero, las calles de Atlántida, arrancando y volteando, con facilidad, tantos y tantos pinos que tenían poco más de medio siglo.

Y es el Ñoño Machín, quien tercia en la conversación sobre los pajaritos que un vecino afirma que son golondrinas, y la vecina, que no son. Entonces, el Ñoño dice que sí, que son golondrinas.

–Todos los años, por más invierno que sea, cuando sopla parejo el viento del norte, ellas llegan y van a los mismos lugares donde estuvieron en verano, el verano pasado, claro.

Entonces, mirando al Ñoño, declama pausadamente –para que también lo entienda la vecina– el poema de Chuang Tse. De memoria, lo recita:

–“¿Cómo podré hablar del mar con la rana si no ha salido de su charca? ¿Cómo podré hablar del hielo con el pájaro del verano si está retenido en su estación? ¿Cómo podré hablar con el sabio, acerca de la vida, si está prisionero de su doctrina?”

–¿Vio? –dice la vecina–.¡El pájaro de verano no sale de su estación! Esos pájaros que usted dice no son golondrinas, y chau. Está bien claro, ¿cómo dijo que se llama el poeta?

–Chuang Tse. Filósofo chino del siglo IV antes de Cristo, por más datos–. A pedido suyo, dice otra vez los versos.

Lo que da pie al Ñoño –el menos instruido de los tres, pero no el menos inteligente y observador– que vuelve por las suyas. Trata de aclarar:

–No, señora, y perdone, el poeta dice “rana… pájaro… sabio” pero habla de la gente, de la mentalidad de la gente. Habla del hombre, ¿vio? Si yo pienso como jardinero y rechazo lo que me diga un electricista ...  si uno se encierra en lo poco que aprendió en la vida, por lo que le tocó hacer para ganarse el puchero, entonces, ¡adiós! Ahí nos quedamos. Para qué hablar si todos vamos a seguir pensando lo mismo que antes, no llegamos nunca a nada. Hay que abrir la ventana, como quien dice, y tratar de  ver lo que hay afuera de la cabeza de uno ¿vio? Si  no abre la cabeza, no puede entender a los demás, ¿vio? Y si son golondrinas, son golondrinas y no hay de tu tía, no importa que estemos en junio.

–Bueno, tengo que irme, señora. Que ande bien, Ñoño–. La deja por ahí.

A la verdad, tiene que salir para el trabajo y se le hace tarde.

Esa noche –se veía venir– deja de soplar el viento del norte, llega la lluvia y vuelve el frío, que es en realidad, lo que corresponde al mes de junio.

A la mañana siguiente no se ve una golondrina ni por casualidad. Si habían venido unas cuantas, se habían ido de vuelta todas; ahora no queda ninguna.

El domingo sale a caminar, y cuando viene de vuelta, estaba la vecina barriendo las hojas secas. Piensa en la manera de evitarla; pero no. Decide que no le dirá nada, salvo el saludo.

La vecina anda con ganas de hablar, de todos modos, y hace un comentario inesperado.

–Se fueron las golondrinas, pobrecitas. No aguantaron el frío. Se equivocaron. Ya lo decía Gardel: “Golondrinas de un solo verano / con ansias constantes de cielos lejanos”.  Porque acá, en invierno, no hay golondrinas.

–De todos modos, me gustó verlas–, dice él, a modo de comentario final, que no molesta, que no da pie para discutir, ni siquiera para seguir con el asunto.

Una pena que en ese momento no estuviera el Ñoño, fanático de Gardel. Queda sin saber cuál habría sido su reacción. Seguramente, impediría que la vecina se la llevara de arriba.

José María del Rey Morató
de "Letras de la costa", Libro Compartido, ediciones El Heraldo, Montevideo, 2008, pp. 29-31

jmdelreym@hotmail.com

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