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Cerro Cambará

José María del Rey Morató  

Llego en la moto en la tarde del domingo de mediados de diciembre. Me detengo, saco los pies de los pedales y los afirmo sobre el suelo. La suela de las botas siente la piedra mora y, al borde del camino, la tierra negra. Miro hacia la cima del cercano cerro Cambará. La brisa del noreste me trae el pelo para los ojos.

No se ve persona alguna. La portera está sin el candado. Entro al campo y me dirijo despacio a la cañada: por las piedras largas entre las que salta el agua que pasa de un lagunón a otro, camino -las manos firmes sobre el manubrio-, y cruzo para el otro lado.

Me acerco al pie del cerro. Sigo un trillo de ovejas, paso con cuidado al lado de una sina-sina  y dejo la moto en la sombra de un molle. Cuelgo la matera del hombro izquierdo y empiezo a subir al cerro.

Recuerdo el trabajo que da repechar la cuesta del Cambará, cubierta de piedras de todo tamaño, muchas de ellas sueltas, y de tunas y plantas espinosas.

Vale la pena el esfuerzo. Por fin llego a la cima.  Camino unos metros y entro al círculo de piedras -el bichadero- que construyeron los charrúas. Camino otro poco y evito las piedras de una tumba.

Luego, desde lo alto, me pongo a observar a lo lejos. Identifico los puntos y repito las distancias que recuerdo.

Mirando al sur, enfrente de mí, abajo, está el río y el paso que atravesé hace un rato. Mis ojos contemplan todo lo que hay desde la izquierda a la derecha, es decir, de este a oeste: la cañada del Mataojo, el arroyo del Sauce y el arroyo del Tala y los montes que cubren sus desembocaduras en el Queguay.

Quebrachos blancos, sarandíes, mataojos y sauces disimulan el Paso del Sauce del Queguay Grande. Desde el siglo xvii y xviii –cuando esos campos formaban parte de la estancia de los pueblos de Yapeyú  –fue un paso obligado cuando se viajaba hacia el sur de la banda oriental o viniendo del sur, para adentrarse en el norte hasta las Misiones.

Siempre hacia el sur, pero más lejos, a cosa de tres leguas más o menos, la línea del horizonte, sobre la Cuchilla de Haedo. Por ahí corre la vía del ferrocarril. Desde el cerro veo la nube de humo de la locomotora que tira del tren lentamente entre las estaciones Tres Árboles (km 334) y Merinos  (km 354).

Giro el cuerpo y empiezo a mirar hacia el oeste, donde el arroyo de los Corrales desagua en el Queguay, en la horqueta como llaman desde siempre ese lugar.

Una larga y plana cuchilla interrumpe la visión. Todavía más al oeste el monte se va ensanchando, las tierras son más bajas, la espesura del monte es tupida. A unas quince o dieciséis leguas, donde se juntan el Queguay Chico y el Queguay Grande, hay bañados: en algunas partes, alcanzan una extensión de cuatro leguas de norte a sur. Refugio de fieras y de personas. No se puede ver desde el cerro; sé que están por allí.

Y cuando sigo mi recorrido y vuelvo los ojos al norte: la inmensidad, simplemente. Desde unas cuatro, casi cinco leguas viene y se topa con mis recuerdos el macizo azulado del cerro Itacabó, coronado con una vegetación que cuelga de las altas rocas grises y rosadas.

Por ultimo me oriento hacia el este: la curva del río cuando baja de los campos cercanos a Tambores y más al norte, de la Ruta 26.

Cuando termino de repasar todo lo que hay alrededor, llena mi cabeza con estas imágenes, me siento en una piedra, al costado de uno de los arbustos que rodean la cresta plana del Cambará. A la sombra, me concentro en el placer de tomar mate en ese lugar. Y nada más.

Las imágenes actuales de las cosas y mis recuerdos forman una confusa mezcla de lo uno con lo otro. Entre el paisaje y los recuerdos y ahora el mate, estoy cada vez más aislado del mundo exterior y más metido adentro de mí mismo, profundamente.

Pero un ruidito me devuelve a la realidad. Como de piedras  chicas, piedritas que chocan unas con otras, lo escucho bien clarito. «Debe ser una oveja, de las tantas que andan por el cerro».

Sin otra señal que lo precediese, un hombre estaba de pie, enfrente de mí, a unos cuatro o cinco metros. Ojos negros, pelo negro y lacio, piel oscura con algún reflejo como de bronce. En su mano izquierda tiene un arco, en la cintura boleadoras y de la espalda -donde cuelga medio atravesada su funda de cuero- asoman las flechas…

Sentado como estoy, algo agachado, con el mate en la mano izquierda y contra la pierna, el termo sobre el suelo, no atino a hacer nada.

Me mira sereno, levanta lentamente su mano derecha a la altura de sus ojos y muestra la palma. Intento levantarme para saludar, pero con ademán tranquilo e irrefutable me indica que no es necesario, que me quede sentado.

Me habla, pero no le entiendo. Repite una palabra.

Bajiná…

Consigo entrever que quiere decir «caminar». Señala el termo.

Hué.

Recuerdo que significa «agua». Vuelve a señalar.

–Mate.

–Entonces vamos a tomar unos mates. ¡Bien! –digo en voz alta.

Me pongo de pie y decidido camino dos o tres pasos para tirar un poco de yerba sobre el pasto detrás de una piedra y acomodar el mate y cebarle uno que estuviera bien de su gusto…

Pero cuando me acerco a la piedra donde se apoya el termo, el hombre no está. Busco, llamo, pero nada. Recorro la cima del cerro, observo bien hacia todos lados, atento a los gritos de los teruteros que me pueden indicar por donde camina.

Cuando dejo de interrogar los enormes espacios alrededor del cerro Cambará sin terminar de entender las cosas, sin saber para qué, bajo la cabeza, miro. Entre los pastos hay dos puntas de flecha. 

José María del Rey Morató
jmdelreym@hotmail.com

Cuento ganador en el VIº certamen literario “Con el Alma en el Pago” convocado por la Federación de Residentes del Interior en Montevideo, FRIEM, noviembre de 2007.

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