Ana

 
Yo vivía en un pueblo chiquito cerca de la playa, con árboles grandes y en invierno la estufa. Donde nadie tenía prisa, donde todo era perfecto, por el día el sol reflejaba sus rayos en los árboles y todo tenía un color verde agua, los gallos cantaban y los pájaros gritaban de felicidad, en las tardes el cielo se volvía naranja y por las noches solo se sentían los perros ladrar y los sapos cantar. A mí me gustaba ir a la playa y escuchar el inmenso mar, el viento, caminar por la orilla mis pensamientos y yo, con mi perro corriendo por ahí. En verano las calles del pueblo casi desierto se poblaban, había más voces y se sentía una alegría inmensa, pero yo extrañaba la tranquilidad del invierno.
Cuando cumplí ocho años mi madre me regaló un cuento sobre piratas y mi padre uno sobre princesas. Cuando los leí, mi mundo se volvió perfecto y por un instante volví a creer en un mundo mágico, donde hay princesas, piratas y héroes. Me imaginaba que era una princesa y un príncipe perfecto, aunque nunca pude verle la cara, me rescataba de un monstruo gigante. También pasaba horas imaginándome piratas, yo era la jefa, y un palo era mi espada, mataba a todo lo que encontraba en el camino y me quedaba con sus barcos, aunque los míos sólo eran de papel, y así pasé la vida, viviendo de fantasías. Entrando a historias fantásticas y pensando que así era feliz. Aunque los piratas, príncipes y lugares encantados siempre eran iguales, yo crecía cada día más, me hubiera gustado en serio ser un pirata, pensaba con los libros en la mano, porque ser uno de ellos tenía la ventaja de no crecer, de ser siempre igual, pero no fue así, yo crecí. Crecí y tuve que dejar de vivir con mis fantasías.
Un día mi madre y mi padre decidieron que teníamos que mudarnos porque mi hermana mayor tenia que hacer el liceo en Montevideo, porque iba a ser mejor. Nos mudamos a una casa chiquita, con ventanas grandes y una puerta de madera. Las ventanas daban a calles grises y la puerta casi no se abría, sólo cuando salíamos al liceo.
Cuando cumplí 16 años, mi madre me regaló un libro de derecho y mi padre uno de matemática. En el liceo aprendí muchas cosas, pero ninguno se acordaba de lo mejor de la vida, los sueños. Mi madre quería que fuera abogada y mi padre doctora. Yo no sabía que quería hacer. Todo se detuvo un instante en mi vida, ya no sabía que quería ni buscaba. Me puse a pensar quien era. No sabía nada y estaba agotada. No quería vivir, no quería pensar. También, en aquel lugar tan distinto, donde la gente iba rápido y donde todos querían llegar primero, aprendí algo, que por mucho tiempo fue lo que me hizo sobrevivir, todas las personas tienen un sueño, y para la mayoría es el mismo: Enamorarse, casarse, tener hijos, un perro y una casa grande. Mi vida era una porquería, hasta que una mañana soleada conocí el amor y por un instante me acordé, que aquel sueño tan monótono que tienen todas las personas, no era tan malo. Pensaba para mí, el amor es una fantasía mucho más perfecta que los piratas y princesas, un sueño más cercano y una alegría mezclada con tristeza. Él era perfecto, tenía unos grandes ojos negros y una sonrisa transparente, pelo negro. Tenía una dulzura que sobresalía de sus ojos y me parecía que él siempre me iba a proteger. Él era mi príncipe.
Pasaba las horas imaginándome el momento en que él me iba a declarar su amor, el momento donde nos íbamos a jurar amor eterno, hasta llegué a pensar en el día en el que nos íbamos a casar. Pero eso nunca llegó, nunca me declaró su amor, será que nunca me amó. Yo no sabía qué hacer, pero no me quedaba otra que seguir viviendo y así fue. 
Estudié medicina y me recibí, era pedíatra y tenía un apartamento, vivía sola. Mi vida era una rutina constante, siempre hacía lo mismo. Un día de julio se mudó un chico grande con ojos negros y una sonrisa transparente, al apartamento de enfrente. Cuando lo vi, mis ojos no lo podían creer, empecé a temblar y tenía muchas ganas de llorar, era él. No sé como pero él estaba ahí. Nos hicimos muy amigos, y cuando estaba con él la soledad desaparecía. Un día él me declaró su amor, yo no lo podía creer, me sentí inmensamente feliz. Él lo era todo en mi vida, mis sonrisas, mis sueños, mis lágrimas, mis desvelos. Fuimos cinco años novios y nos casamos. Ese día no fue como yo me lo imaginaba, fue mucho mejor. Tuvimos cuatro hijos hermosos, dos niños y dos niñas, que amo con toda mi alma. Fuimos muy felices juntos, pero el tiempo pasó, y como siempre había ocurrido en mi vida, marcó otra etapa. Eramos ya grandes, él tenía setenta y cinco, yo setenta. Un día soleado como el día en que lo conocí, el se murió, pero antes de hacerlo me juró amor eterno, amor más allá de la vida. Mis hijos eran grandes, vivían solos y el más grande estaba casado, tenía un hijo. Cuando el se murió, murió mi parte más feliz, no sabía qué hacer.
Una noche salí de mi casa a caminar y nunca, nunca más volví. Ahora vivo en la entrada de un edificio abandonado y paso el tiempo con mis amigos que en la infancia me acompañaron: las princesas y los piratas...

Martina Repetto

Ir a índice de Inéditos

Ir a índice de Repetto, Martina

Ir a página inicio

Ir a mapa del sitio