Mediodía

 

El VW avanza bajo la lluvia torrencial. Recorre una calle arbolada. Un barrio de casas modestas con azoteas bajas y monótonas fachadas sin jardines. Deja atrás un bar abierto en la ochava de una esquina solitaria. Varios balcones con rejas. Una ferretería. Más allá, un comercio con la cortina de hierro baja y un cartel que enumera: rulemanes, arandelas, pistones, tornos... La lluvia arrecia. Villagrán se indina sobre el volante. Dobla a su derecha y el motor pierde fuerza. Intenta hacer el cambio de velocidad pero la palanca no engrana. Vuelve a doblar tratando de acelerar en una subida y el motor se atasca. Un taller se abre como una boca oscura en mitad de la cuadra. Hace una maniobra brusca y el coche va a detenerse junto al surtidor de nafta. A través del vidrio empañado ve a un viejo en una cabina de madera al otro lado de la entrada del garage. El abogado abre la puerta del auto para acercarse al hombre que parece dormido pero, por el otro lado, ya lo interpela un mecánico.

Mientras el muchacho empuja el vehículo hacia el fondo del taller, Villagrán, que se ha bajado dispuesto a esperar media hora, consulta su reloj y se dice impaciente que más le valdría conseguir un taxi. En la cabina hay un teléfono. Cruza la entrada del garage y se acerca al viejo que ahora está de pie, recostado contra el marco de la puerta, observándolo con mucha atención.

-Me permite usar el...

Inexplicablemente se detiene sin terminar la frase. El otro no desvía la mirada. Sus facciones conservan cierta dignidad, a pesar de las arrugas que estragan la piel reseca, mal afeitada. Su pelo espeso casi blanco rodea una frente alta, angosta. Los ojos... Villagrán se siente molesto y se asombra al oír su propia voz:

- Almirante.

El otro se inclina un poco hada él como tratando de verlo mejor sin separarse del marco de la puerta.

- ¿Villagrán? -pregunta una voz casi inaudible.

Esos ojos azules... Villagrán siente un golpe en el pecho. Como relámpagos cruzan ante él varias imágenes. La arena reluciente en la orilla donde se amontonan cuajarones de espuma amarillenta, la piedra alta recortada contra un cielo diáfano y el golpe de la ola que retumba al pie del acantilado. Cavado en la roca, el pozo de agua verde transparente, removida por corrientes secretas donde flotan las algas verdes, lilas, blancas, encrespadas o lacias, adheridas a la capa renegrida de mejillones que recubren la piedra entre sensitivas anémonas celestes. La luz estridente del mediodía dibuja cada detalle con imborrable, casi dolorosa nitidez.

Pero ese viejo apoyado contra el marco de la puerta, junto al extinguidor de incendios rojo que cuelga de la pared, ese viejo de ojos azules es un muchacho desnudo, flaco, muy tostado por el sol. El jefe. El más alto, el más duro, el más resuelto de todos ellos. El Almirante. Villagrán sonríe, por fin, y extiende la mano amistosa. ¿Cuántos años han pasado? Treinta y cinco, cuarenta... Pero él no es un viejo. Casi le avergüenza ver la ruina del otro, que estrecha su mano con una mano flaca, floja. El Almirante sonríe ahora francamente. Muestra una hilera de dientes demasiado blancos Postizos, claro está.

-¿Todavía te llaman Pajarito?

La voz afónica le llega desde otro mundo. Villagrán sonríe apenas, vagamente irritado. Se toca el vientre. Pregunta:

-¿Cómo estás?

-¿Yo? Bien. Estuve enfermo.

¿Apela a su compasión? No. Simplemente espera. Es preciso agregar algo antes de referirse al teléfono.

-Pero qué casualidad...

En ese momento comienza a trepidar ruidosamente un motor. El otro se lleva una mano a la oreja.

-¿Cómo?

Imposible repetir la frase trivial.

-¿Estás bien?

-¿Qué?

-Si estás bien...

- Más o menos. Anduve...

Ahora el que no oye es Villagrán.

-¿Qué?

- Estov mejor -grita el otro. Y corre hacia la piedra alta seguido como siempre por el grupo de muchachos desnudos. El último es el Pajarito. No quiere quedarse atrás pero tiene las plantas de los pies delicadas. Le quema la arena ardiente bajo el sol. Le hieren las rocas cubiertas de ásperas lapas y salientes puntiagudas. Al pozo, grita el Jefe. Y todos lo siguen, trepando ágilmente de risco en risco. El pozo tiene unos dos metros de ancho y no se sabe qué profundidad. Sólo el Almirante dice haber llegado hasta el fondo y cuenta que allí hay grietas, socavones por donde circula el agua que parece brotar de lo más profundo. Unos dicen que el pozo se llena de noche cuando crece la marea y lo cubren las olas. El Almirante afirma que el agua entra por una abertura en el fondo que comunica con el mar. Una vez, buceando, llegó hasta allí, sintió la corriente fría y salió por el túnel abierto en la entraña de la roca sumergida. El Pajarito se ha sentado al borde del pozo y refresca sus pies magullados en el agua transparente que se enturbia y forma círculos concéntricos. Allá en el fondo habitan monstruos, cuenta el Almirante. Cangrejos con tenazas enormes, la peligrosa raya de cola envenenada, el temible pulpo agazapado en la oscuridad. De pronto alguien lo empuja por la espalda. "Pajarito al agua", gritan varias voces alborozadas. El se siente agredido Se hunde en el miedo y la confusión del agua helada que lo arrastra hacia abajo pero en seguida lo levanta, lo devuelve a la superficie y él se deja flotar moviendo apenas los pies, mirando hacia el azul del cielo sin nubes. Lo invade un gozo tan intenso como la luz de ese mediodía. En el pozo no se puede nadar, apenas dar una brazada cuando no saltan todos a la vez como en ese momento, a una orden del Almirante que grita: "A bucear". Y ellos se hunden como renacuajos. Todos, menos el Pajarito, que siente una mano en el tobillo y trata angustiosamente de zafarse pero la mano es como garfio que lo arrastra hada el fondo, el agua entra por su boca, su nariz, sus ojos, se siente blando, mucoso como una medusa, un aguaviva, quiere gritar

y todo se oscurece, un estruendo estalla en su cabeza.

-¿Qué?

El tipo del pelo canoso lo toma del brazo y lo lleva hada el fondo del garage.

-Acá no se puede hablar.

Villagrán se resiste a la familiaridad del trato, el contacto físico, el imposible diálogo con ese desconocido.

-Tengo que hablar por teléfono -grita a su vez.

Pero el otro no lo suelta.

-Abajo podemos hablar. Yo vivo aquí. Soy el sereno.

Se abre el saco y muestra un revólver metido entre el cinto y el pantalón.

-No tengo permiso para portar armas pero ya nos asaltaron una vez y los muchachos me dieron ésta. Son muy buenos. Amigos de mi hijo.

-¿Tenés un hijo?

-Tengo cinco. Vaya a saber por dónde andan.

-¿Estás solo?

-Más o menos. ¿Y vos?

-¿Qué?

-¿Te casaste?

Villagrán se detiene al borde de la escalera que conduce hacia un sótano. Se desprende con súbita violencia que hace trastabillar al otro. Algo avergonzado, lo ayuda a recobrar el equilibrio. El ruido es aún más estruendoso allí, en el fondo del taller cubierto por una claraboya que difunde una sucia luz grisácea.

-¿Qué te pasa? ¿Tenés miedo?

El Almirante lo mira burlón, mordiendo un alga verde que contrasta con la blancura de sus dientes jóvenes. Están al borde del pozo. En la plenitud del mediodía. Ebrios de sol. Como un vértigo sienten el impulso de hundirse bien hondo. El Pajarito se zambulle pero gira sobre sí mismo bajo la superficie y vuelve a asomar en seguida la cabeza, ansioso de aire. El Almirante lo toma por el cuello y lo arrastra hacia el fondo. De nuevo, el pánico, la presión en los oídos... Aprieta los labios. Abre los ojos. Trata de contener el aire en los pulmones. Todo es verde y confuso allí abajo. Hay dos rocas separadas por una abertura hacia donde lo arrastra el Almirante. Por la grieta les llega una corriente muy fría. El otro lo empuja, él se debate, van a estallar sus pulmones pero no traga agua y por fin ascienden los dos con desesperante lentitud. Siente que va a morir en el momento en que saca la cabeza y aspira el aire con avidez. El Almirante ríe flotando a su lado. Lo patea bajo el agua y el Pajarito ríe también.

Los ojos azules rodeados de arrugas como cicatrices lo observan intensamente.

-Aquí no se puede hablar -grita el sereno.

Villagrán comienza a descender. El otro lo sigue. En el sótano hay varias pilas de neumáticos y dos puertas cerradas. El sereno lo precede ahora, enciende una luz, abre una puerta y los dos se encuentran en una habitación con una cama, una mesa, una silla, un ropero. Todo muy limpio y ordenado pero se siente un olor rancio, humano, más penoso que los gases de aceite y nafta que impregnan el taller.

-Aquí vivo yo -dice el sereno con voz neutra mientras cierra la puerta al estruendo del exterior.

- ¿No hay ventilación? -pregunta el abogado, cada vez más incómodo.

El otro señala hada un rincón.

-Por allí hay un respiradero.

-Así que vivís solo.

-Estuve preso. ¿Sabes?

-No. ¿Cómo voy a saber?

-Salió en los diarios.

-Bueno. ¿Para qué me trajiste?

-Allá arriba no podíamos hablar.

-¿Tenemos que hablar?

-Sí... Claro. Después de tantos años.

-Me esperan. Estoy apurado.

-Sos un tipo importante.

-¿Por qué?

-Perdón. No tengo más que una silla.

-No, no, gradas. Estoy apurado. Prefiero ir a ver qué pasa con el auto.

El hombre se ha sentado en el borde de la cama. No mira a su interlocutor. Parece cansado. Villagrán se siente molesto, casi furioso con ese individuo, ese infeliz que pretende tratarlo como si fueran amigos. Pero es posible que al final salga pidiéndole plata. Más valdría darle unos pesos y marcharse cuanto antes de allí. No debería seguir ese diálogo absurdo. Las cosas han cambiado, viejo. ¿Quién es ahora el mejor? Y

bruscamente se le cruza la imagen del Almirante zambulléndose en el pozo. Tendidos los brazos, largo y delgado como un pez espada se tiró a bucear, se metió en el túnel y no salía...

-Te sacaron ahogado -dice de pronto Villagrán.

El otro se limita a sonreír.

-Son muy buenos los muchachos. Me consiguieron permiso para portar armas. Mirá.

Una vez más le muestra la pistola. Villagrán quiere irse. Salir de allí. Pero se queda sentado en la silla junto a la cama. Toda su vida le parece una película que ha cruzado por su mente en un instante mientras sus dedos tantean la aspereza de la roca en el agua verde, turbia, salada, que le entra por los ojos, la nariz, la boca, los oídos, le invade el cerebro y sus pulmones van a estallar.

Se levanta bruscamente. Mira su reloj.

-Ya es la una. Me tengo que ir.

El Almirante contempla el arma entre sus manos. Revisa el cargador. Sonríe sin mirarlo a la cara.

-¿Tenés miedo?

Tiene el dedo en el gatillo.

-Está cargado. ¿Sabés?

Villagrán asiente. Sabe lo que va a pasar.

-Me tengo que ir -repite angustiado.

En el momento en que le da la espalda suena el tiro.

Villagrán se vuelve lentamente. Sobre la cama yace el Almirante mirándolo con sus ojos azules muy abiertos. Un hilo rojo brota del agujero oscuro en la sien y se

desliza por la mejilla mal afeitada.

-¿Por qué tenés miedo? -pregunta el sereno. Y le abre la puerta, lo acompaña hasta la escalera. Villagrán se apresura a salir del taller. Bajo la lluvia -como si huyera, pero ¿de qué, de quién está huyendo?-, a tropezones corre hada la esquina buscando un taxi.

Mercedes Rein
Cuentos de ajustar cuentas
Ediciones Trilce - Montevideo 1990

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